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De sombreros, perros y hambre

El motín de Esquilache (DP)
El motín de Esquilache (DP)

Entre carteristas, emperadores, funcionarios y verdugos se movía con naturalidad la historia que mi buen amigo Rodrigo de Luis deslizaba no hace mucho en una conversación de sobremesa cuando el azar quiso acordarse del motín de Esquilache. Hablábamos —el plural aquí es injusto— sobre ejemplos curiosos de atajos normativos contra el latrocinio. Miguel Diéguez, tercero en discordia, nos introdujo en materia.

En 1766, cuando en España reinaban el hambre y Carlos III, el pan había alcanzado un precio al que difícilmente se podía hacer frente con el jornal diario medio. Semejante carestía había provocado una situación que hoy los analistas denominarían «de calma tensa» y de la que el pueblo responsabilizaba tanto al aumento de la presión fiscal como a las reformas liberalizadoras que los ministros italianos del rey —que también lo había sido de Nápoles y Sicilia— habían impulsado con objeto de refinanciar la deuda del país tras la costosa Guerra de los Siete Años. La escasez, causa última de cualquier motín de subsistencia, se unía por tanto a la criticada condición extranjera de unos gobernantes que solo necesitaban de un leve tropiezo para encender la chispa de la sublevación. Leopoldo di Gregorio, marqués de Squillace y principal ministro del monarca, sería el encargado de tropezar.

Y lo hizo con ahínco. Su intención, gravemente inoportuna, no era otra que completar la modernización de la villa de Madrid —a la que, como los romanos en La Vida de Brian, había dotado de alumbrado público, pavimento, fosas sépticas y jardines— a través de un bando en el que se imponían a sus habitantes estrictas pautas de vestimenta alla maniera italiana. La apariencia de abuso, en efecto, era insalvable, pero en realidad su finalidad era evitar el anonimato que el embozo propio de la capa española y el chambergo favorecían durante la comisión de delitos mediante el uso obligatorio de capa corta y sombrero de tres picos. Un desmañado atajo normativo contra el latrocinio y otras fechorías que, mediase o no buena fe, quizá no fuese del todo imprudente, pero para unas gentes que culpaban al marqués de Esquilache de la penuria en que se veían sumidas y del terrible crimen de ser italiano, se trataba de la última frontera. Del ataque que justificaba la respuesta e invalidaba sus méritos.

Los altercados, se lo pueden imaginar, despertaron a los vivos, a los muertos y a todos los fantasmas de los Borbones. La ciudad entera se convertía en un pandemónium a medida que la muchedumbre avanzaba por la calle Mayor castizamente vestida exigiendo la reducción del precio de los alimentos básicos, el cese de los ministros italianos y la Guardia Valona y el destierro de Esquilache y de toda su familia. Pero lo verdaderamente relevante, el auténtico caballo de batalla del motín, era la exigencia relativa a la legalización de la capa larga y el sombrero de ala ancha.

Y eso es lo que más maravilla de todo esto. Aquella gente había lidiado con la hambruna durante un largo año —el decreto de liberalización del comercio del trigo data de 1765—, pero fue la imposición de una moda extranjera la que provocó la insubordinación. Una decisión específica sobre una circunstancia trivial que, por muy arbitraria que pareciese, en nada iba a afectar al trasfondo de hundimiento económico y social de un país con hambre. Como si lo importante fuese el disparo y no la diana.

Los siglos, en cualquier caso, no nos han afinado demasiado. La tendencia a hacer de lo particular una causa general sigue abordándonos en cada revés. Esta misma semana, tras la rueda de prensa en la que Teresa Romero daba por fin carpetazo a la terrible crisis del ébola que ha asolado España durante el último mes, su marido ha denunciado de nuevo la ejecución de su perro y solicitado la dimisión de los responsables. Un hecho perfectamente comprensible, ya que no solo sentía un gran afecto por el animal sino que además firmaron en una utilísima web exigiendo su indulto más de trescientas mil personas, muchas de las cuales salieron además a la calle para protestar al grito de «asesinos» en más de veinticuatro ciudades. En un país aquejado de desesperanza debido a la corrupción y el desempleo, la resignación impera hasta que alguien decide sacrificar a un perro, acertadamente o no.

Un amigo reflexionaba hace unos días sobre el juego que todo este asunto le habría dado a García-Berlanga e ironizaba sobre lo fascinante que habría sido si, con la que está cayendo, lo del perro le hubiese costado al Partido Popular el gobierno. Como si el nombre de Excálibur no fuese por casualidad. Sin embargo hoy en día algo así es impensable. En 1766 hubo derramamiento de sangre y el motín se saldó con la muerte de varias personas, un rey refugiado en el Palacio de Aranjuez y la victoria del pueblo. En 2014 el sistema nos oprime y amputa cada intento de revolución, privándonos de heridos, muertes y victorias. Desarmados, el único recurso eficaz de que disponemos es el voto. Hemos perdido coraje y tan solo hemos ganado la facultad de elegir y deponer gobiernos democráticamente. De contribuir a la formación de la voluntad popular mediante comicios. Lo cual, convendrán conmigo, es mucho menos épico que levantarse en armas por el sacrifico de un can.

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5 Comentarios

  1. Pingback: De sombreros, perros y hambr

  2. Dios mío, ¿quién escribe estos artículos? ¿Un bot que imita el estilo de José María Pemán con la sintaxis de Suso de Toro?

    Esta es una historia que se ha contado mil veces pero nunca, y esto sí es mérito del autor, tan mal.

    Me propuse contar todos los adverbios terminados en -mente del artículo. Desistí al tercer párrafo.

    (Es mi tercer intento de expresar una opinión sobre este artículo. Ya solo lo hago para comprobar si es cierto que en Jot Down solo permiten críticas en los artículos de Cristian Campos)

  3. Bueno, tan mal no está el artículo. A mi me ha situado en la época y me ha sabido transmitir lo que se vivía. Saludos

  4. Un artículo currado la verdad, pero como se ha dicho ésta historia se ha contado mil veces ya.

  5. La Espiga

    ¡Qué dos últimos párrafos! Mis aplausos…

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