Viene de la primera parte
1935. El vigente campeón mundial de los pesos pesados, Max Baer, era un tipo simpático y campechano que se había ganado el afecto del gran público con su cercanía y dotes comunicativas, incluyendo la participación en películas. Extrovertido, con buen humor y sin pelos en la lengua, Max Baer no andaba falto de carisma. Pero Baer era simpático únicamente fuera de los cuadriláteros, porque dentro de ellos era un hombre extremadamente peligroso. Muy buen pegador: sus golpes eran temibles y de sus cuarenta victorias casi todas lo habían sido por KO. Pero además, y con cierta frecuencia, su comportamiento durante los combates era marrullero y antideportivo. Más de una vez había sido descalificado por usar tácticas sucias, incluyendo la de golpear al rival cuando el árbitro ya estaba contando. En cualquier caso era un púgil al que tenerle miedo y no se podía exagerar el poder de sus puños; el más ilustrativo y trágico ejemplo se había producido en 1930, cuando Baer se enfrentó a otro gran boxeador, Frankie Campbell. Durante cuatro asaltos estuvo castigando a Campbell de manera inmisericorde y a pesar de que el árbitro detuvo el combate en la quinta ronda para evitar males mayores, Campbell había sufrido traumatismos tan graves que falleció al día siguiente como consecuencia de la lluvia de puñetazos.
Jim Braddock tenía ahora la oportunidad de enfrentarse a Max Baer buscando el cinturón de campeón como posible recompensa, pero el sentido común dictaba que no estaba en condiciones de enfrentarse a una bestia semejante. Entre otras cosas porque su mano derecha continuaba en malas condiciones y el riesgo de volver a rompérsela durante la pelea era muy elevado. De las innumerables razones que existen para que un boxeador se encuentre siempre en plena forma, está la de que el organismo esté lo bastante tenso y preparado para recibir los golpes durante los largos y agotadores asaltos. De lo contrario, un mal puñetazo puede causar graves secuelas, incluyendo la muerte, como ya hemos visto. Pese a que Braddock hubiese ganado ya tres peleas contra pronóstico desde su inesperado regreso, nadie daba un céntimo por él y además parecía que se jugaba la salud. Sin embargo, la posibilidad de disputar el título por segunda vez en su vida, por no hablar de la suculenta compensación económica, hicieron que la oferta le resultase imposible de rechazar… aun con las amargas protestas de los suyos, que le imploraban se buscase alguna pelea menos arriesgada para su integridad. Muy particularmente preocupada estaba su mujer, Mae, que nunca estaba segura de si su marido regresaría a casa de una pieza y que ahora tenía buenos motivos para sentir verdadera aprensión. Pero Jim Braddock no tenía miedo o, si lo tenía, lo disimulaba bien. Se dejó llevar por la lógica de la competición, más que por la lógica de la vida, y aceptó pelear por el título aunque eso significase jugársela. Eso sí, era con diferencia el aspirante más experimentado; llevaba a sus espaldas más de ochenta combates profesionales —casi el doble de los disputados por el campeón y eso que a Baer también se le podía considerar un púgil curtido— y lo había visto todo y lo había vivido todo sobre un cuadrilátero; lo bueno y lo malo, noches de triunfo y noches de vergüenza. Había protagonizado momentos gloriosos y momentos patéticos. Ahora, si quería tener alguna oportunidad, necesitaba recopilar todas aquellas experiencias y convertirlas en sabiduría pugilística.
Se tomó la preparación previa muy en serio, no solamente en el aspecto físico sino también en el técnico. Cuatro años atrás, en 1931, Max Baer había sufrido una de sus escasas derrotas frente a Tommy Loughran. El mismo Loughran que había desbaratado la única ocasión de alcanzar el título mundial de Jim Braddock, cuando todavía era un peso semipesado. Pues bien: Braddock había asistido a aquella pelea como espectador y recordaba que Loughran había utilizado una táctica peculiar para defenderse de la tremenda derecha de Baer, moviéndose en sentido contrario al usual en un boxeador que se defiende. Por decirlo de algún modo, en vez de «huir» de los golpes, Loughran se había situado «a contrapié», arriesgándose a ponerse por error directamente en su trayectoria. Una táctica muy efectiva si se hacía bien pero muy peligrosa si se hacía mal. A Braddock este detalle se le había quedado impreso en la memoria y empezó a darle vueltas a la idea de aplicar la misma táctica. Llegó a la conclusión de que emplearía como arma ofensiva su mano izquierda, hasta entonces casi testimonial en su estilo. Ya sabemos que trabajar en los muelles le había dado confianza sobre la fuerza que tenía su brazo izquierdo. Con este trabajo de análisis previo se convenció una vez más y contra todo aparente sentido común de que realmente podía tener alguna oportunidad. Era el único que pensaba así: aunque todo el mundo quería que ganase, nadie confiaba en ello.
La noche del combate, el presentador dijo que Braddock estaba protagonizando el «más grande retorno de la historia del boxeo». Y así era. Nunca se había visto algo parecido. De retirarse por manifiesta incapacidad y hacer cola en los comedores de beneficencia, a disputar el título mundial en solamente unos meses. El público jaleó ruidosamente a Braddock cuando subió al ring, mientras que el campeón Baer fue recibido con una mezcla de aplausos y silbidos. No cabía duda de que la gente estaba con Braddock. La cuestión era saber si sus lesiones le permitirían siquiera acabar el combate frente a un boxeador tan temible.
Sonó la campana. Jim Braddock empezó a pelear moviéndose hacia la izquierda, tal y como había visto hacer a Loughran años atrás. Usaba su mano izquierda para controlar el combate, y no su derecha. Aquello desconcertó por completo al campeón. El público estaba eufórico: durante los primeros asaltos, Max Baer parecía haber sido anulado por la pericia táctica de Braddock. El campeón comenzó a sentirse muy frustrado… y la frustración se transformó en furia y mala sangre. Empezó a lanzar golpes ilegales, muy peligrosos, ante la permisividad del árbitro. Pero Braddock renunció a quejarse; al contrario, cada vez que recibía un golpe ilegal se abrazaba al campeón y usaba la distancia corta para devolvérsela con un golpe reglamentario. El juego sucio de Baer llegó al extremo de fingir que se encontraba al borde del KO para ver si Braddock caía en la trampa; un gesto verdaderamente antideportivo y muy peligroso, aunque Braddock, ya muy curtido a esas alturas de su carrera, no mordió el anzuelo. Como el campeón vio que sus trampas y marrullerías no amilanaban al aspirante —y solo iban a servir para que los jueces pudieran quitarle algún punto— decidió cambiar de táctica. Olvidó toda precaución y se dispuso a intentar acabar con el problema de una vez por todas, lanzándose a una ofensiva feroz en busca del KO. La ofensiva de Baer fue terrible, duró tres o cuatro asaltos y Braddock asimiló la lluvia de golpes como buenamente pudo, con una entereza producto de su inmenso pundonor. El público estaba acongojado. Daba la impresión de que Braddock podía ser tumbado en cualquier instante. Pero Max Baer comenzó a perder energías, desgastado por un ataque tan furibundo y continuado… y Braddock aún continuaba en pie cuando sonó la campana final. Los jueces no tenían dudas: pese a la ofensiva final de Baer, Jim Braddock había sido mejor en nueve de los quince asaltos disputados. El hombre con la mano derecha inhábil era el nuevo campeón mundial de los pesos pesados.
La nación estalló de júbilo. Se dijeron muchas cosas sobre aquel increíble retorno, pero una de ellas permaneció para siempre en forma de apodo, cuando un escritor resumió la gesta bautizando al nuevo campeón como Cinderella Man, el «Hombre Cenicienta». Efectivamente, su historia parecía salida de un cuento de hadas. Se convirtió en el héroe de la Gran Depresión, en el espejo donde los americanos de a pie podían mirarse para terminar de superar los sinsabores de la crisis. Por entonces, en 1935, la economía aún estaba hundida. Los estadounidenses de a pie veían que Braddock era uno de ellos y había escapado del agujero. Obviamente, ellos no tenían la oportunidad de disputar un título deportivo con su consiguiente recompensa monetaria, pero sabían que Braddock había trabajado muy duramente para atravesar varias barreras aparentemente imposibles, que era un ejemplo de superación y eso, al menos, les daba algo de esperanza a quienes todavía continuaban hundidos en el fango.
La alucinógena gesta de Braddock era algo inédito en el boxeo y podría decirse que en todo el deporte profesional. Ahora tendría oportunidad de defender su título y negociar unas excelentes condiciones económicas, lo cual podría alejarlo definitivamente de la pobreza durante unos cuantos años, incluso durante el resto de su vida si se administraba bien. En 1936 ya había un aspirante claro a sucederle en el trono: el «Bombardero Pardo», Joe Louis. Aún no había ganado el título, pero Joe Louis era considerado no solamente un campeón en ciernes sino un boxeador de esos que aparecen una vez cada generación, si es que aparecen. Louis combinaba potencia y rapidez en sus combinaciones, pero sobre todo destacaba por el constante uso del jab; golpe corto, rápido y repetitivo con el que castigaba constantemente el rostro de sus rivales. Su tarjeta como profesional era sencillamente perfecta: veinticuatro victorias, ninguna derrota. De hecho se lo consideraba virtualmente invencible, como sucedía con el Mike Tyson de los inicios, para que nos hagamos una idea. El planeta entero estaba preparado para contemplar la pelea entre el veterano castigado por la crisis que había protagonizado un retorno novelesco y el joven fenómeno que parecía destinado a romper todos los moldes en el mundo del cuadrilátero.
Pero algo se interponía en el camino de Joe Louis: el alemán Max Schmeling, que había sido campeón mundial aunque había perdido el título en 1932. Ahora, Schmeling había vuelto a abrirse camino hacia lo más alto de los rankings con una serie de importantes victorias, incluyendo aquella con la que detuvo el ascenso del español Paulino Uzcudun en un combate épico que se resolvió a los puntos. Esas victorias le daban derecho a disputarle a Joe Louis la posición de principal aspirante, así que antes de que Louis pudiera enfrentarse a Braddock necesitaba probarse ante el alemán. Se organizó un combate entre Schmeling y el invencible Louis, combate marcado por la tensión política entre los Estados Unidos y el cada vez más belicoso régimen de Adolf Hitler. Contra todo pronóstico, contradiciendo las opiniones de todos los expertos y usando revolucionarios procedimientos de preparación táctica, Max Schmelling venció a Joe Louis en un combate memorable al que ya dedicamos un artículo.
Tras la sorprendente victoria sobre Louis, el alemán se convirtió en el aspirante por derecho y a mediados de 1936 empezó a prepararse la gran pelea entre Schmeling y Braddock. Pero una vez más la política marcaría el destino del hipotético combate. En los Estados Unidos, la idea de que el título mundial fuese a parar a manos de un «nazi» no era muy bien recibida ni por el público ni por la prensa. Aunque Max Schmeling era un hombre entrañable y tenía bastante poco de nazi (de hecho su manager fue judío), el público lo asociaba inevitablemente con el régimen de Hitler. Efectivamente, Schmeling era —a su pesar— una de las principales armas propagandísticas del III Reich. Como se consideraba que Braddock no podría retener el título, mucha gente empezó a oponerse a la celebración del combate. Al final, el entorno de Braddock anunció que su mano derecha padecía artritis a causa de las múltiples fracturas acumuladas y que por tanto la velada no podía celebrarse. El diagnóstico era más o menos cierto, excepto en lo de que Braddock no pudiese boxear. Sí podía. Pero:
En 1936 se suponía que debía boxear contra Schmeling. Y lo que pasaba es que los judíos de Nueva York, que eran grandes seguidores del boxeo, estaban contra Schmeling por causa de Hitler. No iban a venir a ver la pelea. Y yo tenía un montón de fans judíos. Casualmente, mi manager Joe Gould era judío. Así que el combate nunca se celebró. Habiendo sido Schmeling boicoteado por los judíos, sencillamente se quedaba fuera.
Pero además de los motivos políticos, para Braddock pesaban también los económicos. Intuía que tenía pocas posibilidades de vencer a Schmeling —menos peligroso pero mucho más inteligente y estratega que Max Baer— así que dispondría de una única defensa del título. Y tenía que aprovecharla bien, financieramente hablando. Podía recaudar mucho más dinero peleando contra Joe Louis que contra el alemán. Así que por unas cosas y otras, Max Schmelling se quedó sin la oportunidad de recuperar el cinturón de campeón pese a que volvía a estar en uno de los mejores momentos de su carrera profesional y sin duda se lo merecía. En aquel momento poca gente se tragó la excusa de la artritis, pero estando las cosas tan tensas con Alemania nadie en los Estados Unidos protestó por la más que sospechosa cancelación. Excepto, claro, el promotor del Madison Square Garden, quien sí se enfureció cuando Braddock anunció que no iba a pelear: «¡quizá soy muy anticuado por cumplir siempre mis compromisos y también confiar en que los demás también cumplan su parte!». A los alemanes, obviamente, también les escandalizó esa cancelación.
Entre tanto, Joe Louis intentaba reivindicarse ante las dudas que había provocado su primera e inesperada derrota y la verdad es que lo hizo con contundencia y ferocidad: en un periodo de ocho meses obtuvo ocho victorias, dejando KO a siete de sus rivales. Impresionante. Entre ellos Bob Pastor, otra estrella ascendente con una tarjeta fabulosa (29-1), lo cual da una idea de lo arrollador que Joe Louis podía llegar a ser. Más allá del tropiezo ante el alemán, Joe Louis estaba demostrando no solamente que era digno de disputar la corona sino que era el mejor peso pesado de aquella generación. Y hoy sabemos que lo era, con mucho. Descartado Schmeling por motivos políticos y económicos, Braddock tendría que defender su corona frente al joven Bombardero de Alabama.
Jim Braddock tenía treinta y dos años, una mano que acumulaba múltiples lesiones e ínfimas posibilidades de vencer al huracán Louis. Obtener el título había sido una hazaña, pero detener el avance de Joe Louis iba a requerir no otra hazaña, sino directamente un milagro. Braddock no se engañaba al respecto, recordó los angustiosos días en que apenas podía sacar adelante a su familia y decidió que aquella pelea debía servirle para dejarlo económicamente asentado. Así, jugó astutamente sus cartas y puso unas duras condiciones económicas a los managers de Louis: sí, pelearía contra Louis obviando que Max Schmeling continuaba siendo el primer aspirante por derecho, pero lo haría a cambio no solamente de una buena bolsa, sino también de un porcentaje sobre las ganancias de todas las peleas de Louis durante los siguientes diez años. Aquellas condiciones eran verdaderamente leoninas, pero los managers del Bombardero Negro, ansiosos de verlo enfundarse el cinturón antes de que pudiera hacerlo Schmeling, dijeron que sí a todo. Aquel trato haría de Jim Braddock un hombre con la vida resuelta.
En 1937 se celebró la pelea, en Chicago y en mitad de una enorme expectación, pero también con pocas expectativas de que Braddock lograse conservar el título. Aunque hubiese obtenido sus últimas victorias de manera increíblemente inesperada ante rivales con los que teóricamente no tenía ninguna oportunidad, los expertos en boxeo sabían que Joe Louis era demasiado. Es más, el promotor de la lucha tomó una medida poco habitual por entonces: contrató una ambulancia para que permaneciese junto a la puerta del recinto. El probable destinatario de la ambulancia era Jim Braddock.
Sonó la campana y comenzó el combate. Apenas mediado el primer asalto, el público rugió porque parecía a punto de producirse el milagro imposible: Joe Louis puso la rodilla en tierra tras un certero ataque del campeón. ¿Sería Braddock capaz de derrotar también al más brillante fenómeno pugilístico surgido en muchos años? Así lo pareció durante unos instantes… pero el sueño duró poco; lo que ese primer asalto. Después se impuso la realidad. Joe Louis era muy superior en todos los aspectos. Empezó a dominar asalto tras asalto, con una creciente intensidad, ante un Braddock progresivamente impotente que estaba tragándose un tremendo castigo y que solamente permanecía en pie gracias a su ya legendario pundonor. En el sexto asalto Braddock tenía tan mal aspecto que el público comenzó a pedir al árbitro que detuviese la pelea, temiendo que terminase necesitando la ambulancia que permanecía aparcada en la puerta. Después, durante el descanso, Joe Gould —manager y amigo íntimo de Braddock— pensó que ya había visto suficiente. «Jim, ya basta. Voy a parar esto». Enfurecido, Braddock se giró y respondió: «si paras el combate no volveré a dirigirte la palabra mientras viva. Soy el campeón. Si pierdo mi título, lo perderé sobre la lona».
Volvió a sonar la campana y Braddock continuó peleando, o intentándolo al menos. La carnicería se prolongó durante el séptimo asalto. Al comenzar la octava ronda, con el público sobrecogido por el castigo que estaba viendo, el cuerpo de Braddock dijo finalmente basta y cayó al cuadrilátero. Era el primer KO que sufría en toda su vida. Por fortuna, no hubo grandes consecuencias más allá de un KO que casi provocó alivio porque hacía que terminase aquel suplicio. Su rostro hinchado y enrojecido era la demostración de lo que podía suceder cuando un púgil se prestaba por puro orgullo a ser el saco de prácticas de Joe Louis. Jim Braddock necesitó más de treinta puntos de sutura en el rostro, y lo que es más tremebundo: Louis llegó a romperle dientes incluso con la protección bucal puesta. Así pues, lo inevitable terminó sucediendo: Joe Louis era el mejor peso pesado del planeta y se convirtió en el nuevo campeón. Eso sí, tras la pelea dijo a los periodistas: «Jim Braddock es el hombre más valiente con el que jamás haya boxeado». Nadie se lo discutió. Todo el mundo lo tenía bien claro.
A raíz de aquel enfrentamiento, Cinderella Man perdió el título mundial pero ya nunca tendría que preocuparse por perder también su vivienda. Había ganado mucho dinero y además podía prever que gracias a su porcentaje sobre los derechos de Joe Louis, iba a seguir ganándolo en el futuro. En realidad ya no necesitaba volver a subir a un cuadrilátero, al menos no por motivos económicos, pero ahora que estaba metido en harina y triunfando no quería que aquella derrota fuese su último combate. Quería volver a pelear. Para marcharse con una victoria.
Una revancha contra Joe Louis estaba descartada, porque debía dejar sitio a otros aspirantes. Eso sí, Louis estaba volviendo a parecer prácticamente invencible y ninguno de los nuevos aspirantes podría con él. El británico Tommy Farr, después de una racha fulgurante de ocho victorias, fue el primero en intentar quitarle el trono; le dio a Louis bastante trabajo pero terminó perdiendo. Después se le dio finalmente al alemán Max Schmeling, el único púgil que había podido ganar a Joe Louis, la oportunidad que tanto había estado mereciendo. Pero en aquella tensa revancha envenenada por el trasfondo político y racial, Schmeling no pudo volver a sorprender a Louis con su inteligencia táctica. Joe Louis, escarmentado por la única derrota de su carrera, también se había preparado bien y había estudiado a Schmeling como Schmeling lo había estudiado a él. De manera muy contundente barrió al único hombre que le había podido vencer hasta entonces. Joe Louis era el nuevo rey y lo sería durante años.
Braddock contemplaba todo esto como espectador, pero sin dejar de pensar en pisar la lona por última vez. Pese a las protestas de Mae, claro, que veía completamente absurdo que su marido volviese a jugarse el físico sobre el cuadrilátero ahora que finalmente tenían dinero para salir adelante. Pero, ¿qué podía hacer Braddock? Él era un boxeador. Quería protagonizar otro gran combate. Retirarse en ese preciso instante iba en contra de su naturaleza competitiva.
Se organizó una velada en el Madison Square Garden, donde Braddock pelearía con Tommy Farr, el mismo que acababa de intentar destronar a Joe Louis. Desde luego, si Braddock buscaba un rival digno con el que demostrar sus aptitudes lo había encontrado: Farr tenía veinticinco años, estaba en la flor de su carrera y le había dado que hacer al todopoderoso Louis. Programado a diez asaltos, el combate transcurrió inicialmente por cauces muy igualados, demostrando una vez más que Braddock tenía una voluntad de hierro y una resistencia impresionante. Pero Farr fue lentamente tomándole la iniciativa. Para cuando sonó la última campana, los jueces no se pusieron de acuerdo sobre el ganador y el propio árbitro había anotado un empate como resultado final. Los observadores expertos consideraban que el británico había peleado mejor, pero aun así se le concedió la victoria a Jim Braddock. Sería la última de su vida.
Durante los tres últimos asaltos empecé a bailar y Farr nunca se me acercó, por eso me dieron la victoria a mí. Pero me di cuenta de que ya no podía poner toda la carne en el asador. Podía seguir adelante con mi carrera, pero ya no sería capaz de darlo todo. Y tienes que darlo todo cuando estás ahí boxeando. Yo tenía treinta y tres años por entonces. Podría haber salido gravemente herido. Cuando regresamos al vestuario miré a mi manager y a mi entrenador, y ellos supieron exactamente lo que estaba pensando. Dije: «Se acabó». Eso es lo que aprendí en aquel combate. Qué demonios, podría salir ahí fuera a ganar un buen dinero pero también podía recibir un par de golpes que comprometieran mis piernas, y entonces me quedaría paralítico. Así que lo dejé, después de trece años de carrera. Me encontraba bien y decidí retirarme mientras las cosas aún marchaban. Te tiene que gustar estar ahí, sobre el ring. El boxeo es un negocio que realmente tienes que amar, si es que quieres dedicarte a ello.
Braddock colgó los guantes y volvió con su familia, ahora cómodamente establecida. Nunca volvió a boxear. En 1942, después de que Estados Unidos entrara en guerra, Braddock y su manager Joe Gould se alistaron en el ejército e hicieron juntos la instrucción. Braddock sirvió en la isla de Saipan, en el Pacífico, realizando tareas de ingeniería e intendencia; lo hizo bien y fue ascendido a teniente. Al terminar la guerra, aprovechando esa experiencia, participó en la construcción de gran obra civil ejerciendo como ingeniero operativo. Paralelamente, montó una empresa que comercializaba maquinaria y pertrechos de la marina. Le fue bien. Ganó dinero, además del que recibió por la exitosa carrera de Joe Louis. Pero Jim Braddock nunca olvidó de dónde provenía, cuál era su origen, cuál había sido su destino y cuáles las dificultades por las que había tenido que pasar. Ejerció un importante papel en el sindicato de ingenieros y estuvo al lado de los que consideraba sus iguales, sin importar que ahora él fuese un hombre adinerado. Él se sabía un hombre del pueblo, que había tenido la suerte de hallar en el boxeo la salida que otros muchos no tenían, tal y como lo dijo en el día de su retirada. Jim Braddock murió en 1974, a los sesenta y nueve años, mientras dormía.
Me despido del boxeo, el deporte que no me debe nada y al que se lo debo todo: los muchos amigos que tengo y los medios con los que puedo mantener a mi familia.
Pingback: Jim Braddock: el campeón que venció a la crisis (I)
Épica narración que engancha hasta el final.
Maese Rodríguez, mucho habla de boxeo pero ¿lo ha practicado alguna vez?
Me han encantado los dos artículos, épicos y entrañables. Ha sido un placer leer esta historia.
Grandisima y emocionante historia, gran artículo, mis felicitaciones.
maravilloso artículo, como tantos aquí. Gracias
Muy bien escrito, da gusto leerlo. Y eso que no soy aficionado al boxeo en absoluto. Gracias E.J.