Cuando la tierra se hiela, parecería que nada ni nadie pueden sobrevivir sobre ella. Pero la tundra y la taiga desmienten al sentido común. La vida encuentra cómo sobrevivir en una extensísima red de relaciones entre células, entre individuos de una misma especie y entre especies dentro de un ecosistema. En las sociedades pasa otro tanto, las familias, las comunidades, las tribus, las culturas; nos reunimos para cooperar y hacemos que la vasta red que formamos entre todos funcione. La vida es una red que une todo y permite que ocurran historias como esta, una historia de relaciones extrañas entre buscadores de oro en la tundra canadiense, escritores famosos, un cineasta y vagabundo y ciertos jugadores de ajedrez. Empieza así.
Hace poco más de cien años, la fiebre del oro se apoderó de la imaginación de la gente y en viajes imposibles llegaron en masa al punto de intersección entre los ríos Klondike y Yukón, donde nació Dawson City. Corrían los años inciertos de fin de siglo y la miseria estaba al otro lado de la puerta, en cada casa, en cada callejón sin salida. Aquellos que se atrevían a llegar hasta Dawson debían atravesar cientos de kilómetros de tundras, sobrevivir al frío, al hambre y a la extenuación. Fueron cientos de miles los que lo intentaron, así es la fuerza del hombre cuando va en busca del tesoro dorado.
Desde el puerto de Skagway, en Alaska, había dos maneras de llegar a Dawson, por el paso de las montañas, el terrible Chilkoot, o por el camino «fácil», donde esperaban los ladrones. Las imágenes de las filas de hombres subiendo por el Chilkoot son increíbles y reflejan de lo que es capaz la búsqueda de riqueza. La muerte acechaba a cada minuto, por extenuación o por hambre o por la locura de la nieve. Charles Chaplin, el eterno vagabundo, inmortalizó esta epopeya humana en La quimera del oro, su obra maestra de 1926.
El Yukón es un río de ensoñaciones. Verlo es soñar despierto con brumas y riquezas, con monedas de oro y sierras verdes de bosques infinitos. Debajo de todo, el permafrost. Escondido, como esperando a esos días interminables de verano, cuando el sol apenas se va y vuelve rebotando sobre el horizonte, jugando con los cachorros de osos que aprenderán a pescar salmones en los ríos transparentes. Pero no en el Yukón. Aquí el glaciar deja polvo y nada, no hay elementos, no hay pez que nade en sus aguas turbias. Solo el oro, las leyendas de decenas de miles de hombres que caminaron para que los retratase Jack London en la lejanía.
El frío, el oro, la luz que no viene en el invierno y que no se va en el verano. Y en medio de toda esa epopeya, Jack se acuerda del ajedrez en Odisea en el norte:
Una noche, muchas semanas después, Malemute Kid y Prince se pusieron a resolver problemas de ajedrez de la página arrancada de una vieja revista.
Y uno se imagina a estos buscadores de oro retratados por London en sus cabañas mugrientas, con el frío ya alojado en sus huesos, y el oro escondido o entregado al Banco Central de Canadá, donde trabajaba el poeta Robert Service, el gran juglar de la épica de la prospección minera, sentados junto al fuego, acurrucados, musitando el próximo movimiento. Ir a buscar el oro era un acto de heroicidad, levantarse del catre y preparase el café recalentado una y mil veces mientras se pensaba en la roca, el río, el camino, los ladrones, la abundancia:
Kid acababa de retornar de sus propiedades en el río Bonanza, y estaba descansando antes de preparar una larga cacería de alces. Prince también había pasado casi todo el invierno entre ríos y pasos de montaña y anhelaba la vida apacible de la cabaña.
¡Alces! ¡Madre mía! Después de levantar toneladas de piedras, ¡a cazar renos! En la tundra canadiense, donde se arremolinan las coníferas, los abedules, los álamos, los pinos y los alerces. Tanta belleza perenne sobre el permafrost. Esa capa congelada de tierra que deja a duras penas crecer a tanto árbol que, sin embargo, prenden cada verano y luchan durante todo el invierno para seguir vivos. Redes. Los miles de álamos son un único ser vivo, una red de miles de copias que comparten la misma red de raíces, clones que se extienden por la tundra, entre tanto hielo y frío y deshielo, forman una red de vida que se extiende a lo largo del paisaje. Redes. Entre tanta belleza, los rudos buscadores de oro descansan. Sacan un viejo trozo de revista y despliegan un tablero de ajedrez:
—Mueve el caballo negro y da jaque al rey. No, eso no sirve. A ver la próxima jugada.
¿Dónde saca la fuerza el caballo? ¿Qué dioses han tocado la mente de estos buscadores de oro para hacerles caer en las telarañas del ajedrez? Jack London, señores. El aventurero, el joven que partió en barco hacia Skagway para llegar a Dawson City. Millas y millas de tierra y hielo y nieve y brumas y frío y muerte. Jack London, man:
—¿Por qué avanzas el peón dos casillas? Te lo toman al paso y deja el alfil fuera de combate.
—¡Espera! Eso crea una casilla débil, y…
—No, está protegida. ¡Adelante! Verás cómo funciona.
Jack en su cabaña y Robert en la suya. Cada uno ensalzando al frío y a los trineos y a los nobles perros y, veinte años después, Charlie haciendo su película sobre la fiebre del oro. Montando escenarios en California mostrándonos al osado vagabundo preparando una bota para la cena. Y Charlie también juega al ajedrez. Pero con Sammy, el niño prodigio Shmuel o Samuel Reshevsky. Sammy jugaba simultáneas con nueve y diez añitos machacando a los aficionados, llegó a ser la gran promesa del ajedrez americano hasta la irrupción de Fischer. En una de esas simultáneas jugó con Charlie y también en su propio estudio, donde rodaría años después La quimera del oro.
Jack London y Charlie Chaplin, unidos por el oro. Y todos nosotros, el que escribe, el que lee, el que apaga el ordenador y el que enciende la tableta. El que muere de desnutrición y el que sucumbe bajo el fuego cruzado. Los que contraen el cólera, los que van de fiesta, los que mueren por el ébola, los que van al casino, el homicida y su víctima. Todos en este mundo. Como álamos temblones repartidos por el planeta. Redes. No solo un hecho, también una teoría, como la teoría de grafos pero más moderna. Dentro de esa teoría hay un tipo de red que se llama de mundo pequeño; en ellas, para pasar de un elemento a otro cualquiera no es necesario recorrer caminos muy largos. Todos los elementos están cerca gracias a esos atajos entre nodos lejanos de la red. En los años sesenta, el psicólogo Stanley Milgram demostró la idea con un experimento en donde se pedía que se enviasen cartas a amigos para que llegara a un destinatario final que no conocían personalmente, situado a miles de kilómetros. El resultado fue que la carta llegaba después de pasar por cinco conocidos, como media. La teoría se ha extendido para demostrar que no hay dos personas en el mundo que no puedan relacionarse, como mucho, a través de otras cinco personas (se denomina «seis grados de separación», como la película). Lo normal es que sean dos o tres. Así que todos nos conocemos por medio de amigos de amigos de amigos de amigos de amigos.
London y Chaplin no iban a ser menos. A ellos los une directamente el ajedrez. Sin intermediarios. Uno hace literatura, el otro juega con Sam. Uno estuvo en Dawson City, el otro se la imaginó. Es extraño, cómo pasa la historia, cómo se enredan los personajes. No hace falta recorrer los nodos de la red. A veces, la conexión es directa, a través de un signo o de un ademán o tal vez de un movimiento. Puede ser material o espiritual, sencilla o compleja, visible o invisible, fatal o apenas transitada. La conexión puede ser un tablero que nos habla, a todos. Al aficionado que se desespera ante tantas casillas conectadas, al maestro que lo domina, al lector que me sigue leyendo y que espera alguna metáfora de la vida o de la muerte o simplemente, de la ciencia. El ajedrez nos dibuja un escenario íntimo de nuestra propia mente, una oportunidad para la soledad compartida a través de cientos de años de juego. El paisaje apenas ha cambiado, las redes aún se anastomosan debajo de la tierra, en esas tierras del norte, donde alguien alguna vez trató de resolver un problema de ajedrez mal impreso en una hoja de una vieja revista. Debajo, el permafrost.
Pingback: Redes de vida sobre el permafrost
El maestro Rasskin superándose a sí mismo. Impresionante y bellísimo artículo, donde los haya. Olé
Gracias JJ, lo impresionante es la tundra y la belleza son esos paisajes
Después de vivir dos años en Finlandia puedo decir… ¿qué tendrá que ver un reno y un alce?
:)
Claro, tienes razón, son géneros distintos de cérvidos. Pero puestos a responder literalmente a tu pregunta: ¿qué tendrá que ver un reno y un alce?, te diré que si Malemute Kid hubiese ido a cazar alces (género Alces) es más que probable que se hubiese encontrado también con renos (género Rangifer), que en América se conocen como caribús y que haberlos, haylos (a montones, aunque son subespecies distintas de las que se encuentran en Finalndia). Gracias por tu precisión.
¡Muy buena respuesta! :)
Tengo un poco de confusión a este respecto. Mi amigo Jan, gran conocedor del este de Finlandia, me habló en mi viaje a esta zona hace un par de semanas de que en Finlandia se había redescubierto una especie de cérvido que se creía extinto en este área: el caribú.
Con esa información y con lo poco que he buscado en Internet al respecto yo entiendo que el alce es una cosa, el reno otra y una subespecie del reno (o una sub-clasificación del reno) es el caribú.
Una sonrisa.
Cuando has visto una vez el Yukon y las tierras del noroeste americano sientes unas terribles ganas de volver y volver.Belleza única.
Pingback: Redes de vida sobre el permafrost