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Josef Albers, la experiencia del arte

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Albers en Black Mountain College, 1945. Fotografía cortesía de The Josef Breitenbach Trust / Albers Foundation.

El paso de Josef Albers por el Black Mountain College está a la altura de la leyenda que acompaña al centro de estudios que desarrolló una de las actividades docentes más experimentales del siglo XX. Casi al mismo tiempo que Hitler ascendía al poder en Alemania, se inauguraba en Carolina del Norte la escuela que acogería a jóvenes entusiastas por aquel entonces todavía desconocidos. John Cage, Robert Rauschenberg, Willem de Kooning, Aldous Huxley, Anaïs Nin, Buckmister Fuler… pasaron, entre otros muchos, por sus aulas.

El Black Mountain College fue fundado por John Andrew Rice en 1933, un profesor de filosofía clásica criticado por sus extravagantes formas de enseñanza que consistían básicamente en otorgar al estudiante un papel activo y una amplia libertad de horarios.

Modos de enseñanza lo suficientemente incomprendidos en la época como para expulsar a Rice del sistema universitario oficial de Florida. La expulsión causó tal revuelo que parte del alumnado y una minoría de profesores decidieron seguirle en su intención de fundar un nuevo centro docente que revolucionaría los programas educativos de Norteamérica.

Precisamente, la primera institución de los Estados Unidos que convocó a miembros de la Bauhaus para su facultad fue el Black Mountain College; entre ellos estaría uno de los artistas más reputados de Alemania, Josef Albers. En 1933, a causa de la llegada de los nazis al poder, Albers acababa de perder su trabajo como director de la Bauhaus, la innovadora escuela de diseño y arquitectura alemana.

Josef Albers y su esposa Anni, artista textil de gran talento, decidieron iniciar la aventura americana, sumándose de esta manera a la larga lista de influyentes intelectuales europeos que encontraron refugio fuera de Europa durante los oscuros años del nazismo. Comienza así una de las experiencias pedagógicas más singulares y extraordinarias del siglo XX.

De carácter autoritario y serio, Josef Albers se encontraba lejos de ser un revolucionario en el ambiente poco reglamentado del Black Mountain, donde ya se empezaban a vislumbrar en los jóvenes actitudes y comportamientos que serían el caldo de cultivo de la generación beat de los años cincuenta. A pesar de ello, todos los alumnos llegaron a reconocer la impronta del profesor alemán y su increíble labor docente.

Aparte de la conocida obsesión de Albers por el color y los misterios de su interacción, investigación a la que dedicó todo el esfuerzo de su trabajo, realizando infinitas series combinatorias para lo que redujo al mínimo los elementos formales y materiales, la gran aportación del profesor a la escuela sería su lección de vida, basada en una abisal comprensión de la realidad en relación con la creatividad sustentada en el espíritu.

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Albers en Black Mountain College, 1945. Fotografía cortesía de The Josef Breitenbach Trust / Albers Foundation.

Si hay algo característico de la obra de Albers, aparte del uso de una estricta economía de medios, es su intencionada voluntad de confíar en la elección. Elegir entre la variedad de materiales, pigmentos o técnicas con una vocación de simplicidad, de limitar decididamente los recursos disponibles aproximándose así al trabajo manual y la artesanía que tanto valoró a lo largo de su vida. En su conocida serie «homenaje al cuadrado», combina geometrías concéntricas llenas de color, para llegar de alguna manera a dominar el contacto sensual con el mundo. La arquitectura popular mexicana, la producción artesana y las elecciones intuitivas de los niños son temas recurrentes en su discurso.

La obra de Albers es en apariencia el fruto de un trabajo reglado, sujeto a estrictas normas compositivas, puede parecer un proyecto metódico en sus formas, exhaustivo en su ejecución, y de manera objetiva así es. Sin embargo existe en esta contención una extraña expresividad, algo que nos agita y que nos hace percibir el color de manera insólita.

La insistencia con la que la obra reproduce similares composiciones de color, identificando las variaciones perceptivas de los mismos en función de su contraste, responde a una exploración guiada por un profundo conocimiento de la naturaleza escapista del color, siempre engañoso en su percepción.

Al contrastar colores, Albers descubría que algunos de ellos se resistían a cambiar, en tanto que otros eran más susceptibles al cambio. Al igual que sus trabajos pictóricos trataban de desvelar los secretos del color y su alquimia, sus clases en el Black Mountain College tuvieron similar poder de revelación para los estudiantes.

Albers tenía la certeza de que el corto tiempo de permanencia en la escuela era insuficiente para producir «jueces competentes en arte». Con lo cual su docencia iba dirigida a mostrar las relaciones aparentemente ocultas de la realidad. Cuando un estudiante observaba la conexión entre una imagen moderna y la música de Bach o la relación entre los patrones de los tejidos y la música, el objetivo de su plan de enseñanza había sido alcanzado. Lo mismo ocurría cuando en el aula se detectaban las variaciones de la forma de una jarra de cristal o una de aluminio, o cuando se reconocían las diferencias entre un anuncio publicitario del año 1925 y otro de 1935.

Concebir el arte como una documentación espiritual de la vida y no como un entretenimiento de los periodos de asueto fue la experiencia esencial que trató de transmitir a sus alumnos. Para ello, Albers afirmaba que la escuela «debía dejar aprender mucho, es decir, enseñar poco…».

La principal reivindicación del Black Mountain College era llegar a alcanzar a través de singulares planes de estudios la experimentación de una vida artística plena, por ello la importancia de educar a los alumnos en una visión artística de la vida, más allá de un conocimiento exhaustivo de la historia del arte.

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Homage to the Square, 1950–54, y Oscilante C, 1940-45. Imágenes cortesía de Albers Foundation.

Pasar de los datos al espíritu, del contenido al sentido para que el resultado del arte se centrara en el «cómo» y no en el «qué». Albers insiste en la importancia del proceso de desarrollo más allá de los resultados, para ello rompe las jerarquías establecidas en el mundo del arte alternando los valores. Son célebres sus afirmaciones en las que argumenta por qué una canción popular puede ser una forma de arte mucho más elevada que una ópera. Esta consideración, que resulta aún hoy contemporánea, que el arte no ha de medirse por su tema, medio o tamaño, sino por sus cualidades subjetivas, sin duda no era un planteamiento ortodoxo para los programas formativos de los años treinta del siglo XX.

El viejo maestro consideraba que los datos y su depósito en la memoria habían sido sobrevalorados, de manera que la sabiduría era más un resultado de la experiencia que del conocimiento. La comunidad para él no era un asunto de comercio o de gestión sino de comunicación espiritual.

En sus visionarios escritos para estudiantes, Albers habla de conceptos abstractos a modo de guía incierta para lograr una vida donde la función del arte no sea asistir al museo una vez por semana, sino que el arte invada nuestra vida entera. Apresar en vez de las partes separadas la conexión entre ellas, más allá de la sistematización científica, los acontecimientos de la vida como redescubrimiento de las funciones vitales para comprender. Observar en el cambio del día a la noche, del frío al calor o del sol a la lluvia, el acercamiento a la realidad verdadera donde la vida se expresa más entre los hechos que en los hechos mismos.

La exposición «Josef Albers: Proceso y Grabado (1916-1976)» estará en el museo de Arte Abstracto Español de Cuenca de la Fundación Juan March desde el 9 de julio hasta el 5 de octubre de 2014.

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Josef y Anni Albers. Fotografía cortesía de The Josef Breitenbach Trust / Albers Foundation.

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