Es abril de 1998 y en la plaza de Sant Jaume se juntan las secciones de fútbol y balonmano del Barcelona para celebrar sus respectivos éxitos. En el caso de los Urdangarín, Masip, Garralda y compañía, la Copa de Europa; en el de los chicos de Louis Van Gaal, la Copa del Rey, ganada ante el Mallorca por penaltis gracias a una intervención salvadora de Ruud Hesp y gol final de Michael Reiziger.
Han pasado solo diez días de la anterior celebración en el balcón de la Generalitat y el ambiente es considerablemente más frío, salvo por un grupo de adolescentes que gritan «Iñaki, Iñaki» y obligan al nuevo duque de Palma a saludar tímidamente con una media sonrisa. El president Pujol aplaude con aires de somnolencia y cuando los aficionados y algunos compañeros de Urdangarín le piden que bote, pone su habitual cara de mal humor y dice «hoy no toca». Después, anunciaría que lo del botar, al menos en aquel balconcito, se iba a acabar.
Todo sigue con un aire de euforia protocolaria hasta que Abelardo coge el micrófono y después del manido «Visca el Barça y visca Catalunya» se arranca con un «campeolones, campeolones» que es inmediatamente coreado por la multitud, consciente del homenaje. Todos miran a Amunike y Amunike parece avergonzado. Lleva casi un año sin jugar al fútbol, con molestias en la la rodilla desde finales de la anterior temporada, la de Robson y Ronaldo Luiz Nazario, y operado desde septiembre. De un tipo cuestionado e incluso ridiculizado ha pasado a ser un jugador querido y carismático. Él mismo fue el que soltó el insólito canto diez días antes en ese mismo balcón, un motivo como cualquier otro para pasar a la historia de la cultura popular futbolera.
Hay algo entrañable en aquel nigeriano pequeñito que, después de pasarse el año entre clínicas y camillas de fisioterapeutas, celebra el título de liga como si hubiera marcado el gol definitivo en la última jornada. Llegado en medio de la enorme guerra civil que marcó al club después de la salida intempestuosa de Johan Cruyff, Amunike se consideró un capricho de Robson, un capricho de unos seiscientos millones de pesetas pagados al Sporting de Lisboa, rival del Oporto en los tiempos en que el entrenador británico, otro hombre tratado con saña, entrenaba en Portugal.
Puede que Amunike —ahora se ha puesto de moda escribir Amuneke, esas difíciles transcripciones vocálicas; Bin Laden y Ben Laden, ¿recuerdan?—, no fuera un jugador desequilibrante y puede que no fuera lo que necesitaba un Barcelona que había repescado a Hristo Stoichkov, ídolo de la afición, y contaba con el joven Cuéllar como alternativa para la banda izquierda, además del canterano Roger.
Cuando le preguntaron a Robson por la necesidad de un fichaje así y a ese precio, Romerito revisited, lo mejor que se le ocurrió decir fue «necesitamos a alguien como él para los saques de banda». Si quiso decir eso o se perdió en la traducción, no lo sabemos: lo que está claro es que esa definición marcó al jugador en sus primeros meses en Barcelona y no fue precisamente para bien.
Aquella mágica selección nigeriana
Ahora todo es fácil. Ahora, Maldini y Áxel Torres y no hace falta ni parabólica ni historias, todo en YouTube o en canales de pago. Por entonces, la cosa era distinta. Por entonces, llegaba el Mundial de 1994 y te encontrabas con once sorpresas por partido. Empezaba la primera jornada y la Nigeria de turno le ganaba 3-0 ni más ni menos que a Bulgaria, la misma que había eliminado a Francia en la liguilla clasificatoria y en la que jugaba el futuro Balón de Oro.
Aquella Nigeria tenía un delantero imponente, Yekini, que como solía pasar acabó en un equipo de mitad de tabla de la liga española, en este caso el Sporting de Gijón, un organizador con calidad como Sunday Oliseh, un portero veterano a lo Tommy N´Kono, llamado Peter Rufai… y dos balas por las bandas que desequilibraban las defensas: por la derecha, Finidi George o George Finidi, que nunca acabó de quedar claro; por la izquierda, Emmanuel Amunike, autor de uno de los tres goles de aquel partido. Desde el banquillo salía Mutiu Adepoju, mítico canterano del Real Madrid y delantero del Racing de Santander.
El exotismo africano había estado llamando a la puerta desde 1990, con Camerún y su travesía improbable por el Mundial de Italia, pero ahora la cosa parecía ir en serio: medio equipo consiguió un buen contrato en Europa y en clubes de altura: Finidi formó con Overmars la mejor pareja de extremos del continente, Oliseh pasó por la Reggiana, el Colonia y el Ajax para acabar en la Juventus, Amokachi se fue al Everton… y Amunike, como decíamos, firmaba por el Sporting de Lisboa tras tres años buscándose la vida en la liga egipcia.
Fueron dos temporadas de muy alto nivel en Portugal que se saldaron con una Copa y un subcampeonato, detrás del Oporto de Robson y Mourinho. Amunike no era un goleador pero sí un facilitador al que no le importaba trabajar y correr para los demás. El típico jugador que no destaca entre las aficiones ajenas pero encandila a los entrenadores. Cuando Robson vio que su proyecto en Barcelona se descosía, pidió a Núñez que ejecutara de una vez la opción de compra. Quizá lo veía como el pegamento necesario para una plantilla poco acostumbrada al sacrificio. Desde luego algo tuvo que ver en el chico más allá de lo lejos que tiraba los saques de banda porque Bobby Robson, por mucho que se empeñara la prensa de Barcelona, no estaba senil.
Dicho y hecho. El 10 de diciembre de 1996 se anunciaba el fichaje de Amunike por seiscientos millones de pesetas. «El crack de Robson», lo titulaba Mundo Deportivo con cierta ironía. La guerra, como decíamos, había empezado mucho antes.
Los tiempos del post-Cruyffismo
Cruyff dijo que los millones había que tenerlos en el campo y no en el banco y Núñez le contestó que con dinero fichaba hasta su portera. El resto de la historia, ya la saben. Sin un Cruyff en el que apoyarse, el presidente blaugrana, tras casi quince años en el palco, recurrió a algo seguro, un entrenador que pudiera gestionar egos y adoptar a la vez un rol secundario. Bobby Robson, en ese sentido, era ideal. Revelación del fútbol inglés en sus tiempos del Ipswich Town, había llevado a Inglaterra a semifinales de un Mundial en 1990, algo que desde entonces no se ha vuelto a repetir.
Robson se trajo a su equipo del Oporto, incluido a José Mourinho, y se puso a redactar una lista de fichajes, incluido Amunike. El contrato se llegó a cerrar a la espera de las pruebas médicas, pero las pruebas médicas no salieron bien y por ahí fueron pasando los Giovanni, Ronaldo, Cuéllar, Luis Enrique, Vitor Baía, Fernando Couto, Pizzi, Blanc y compañía sin que se supiera nada del nigeriano. Concentrado con su selección para los Juegos Olímpicos de Atlanta, Amunike esperaba noticias y aceleraba su recuperación. Tanto aceleró que acabó ganando el oro con un gol suyo ante Argentina en el minuto 90, aquella Argentina de Zanetti, Almeyda, Ortega, el Piojo López, Hernán Crespo…
Aún tuvieron que pasar tres meses para que Gaspart y Núñez pudieran presentar al extremo, y, para entonces, el Barcelona estaba en llamas. Había pasado la euforia de la Supercopa, con aquel regate imposible de Ronaldo a Geli para gol de De la Peña y lo que quedaba era un segundo puesto en liga a dos puntos del Real Madrid de Capello y sobre todo la sensación de que aquel equipo no jugaba al nivel de sus estrellas.
Robson era un técnico conservador, británico, de 4-2-3-1 y Popescu a dirigir el juego con Guardiola. Quiso ser precavido y simpático cuando la gente, después de dos años sin títulos, quería revolución y que esa revolución la encabezara De la Peña. «La Quinta del Mini» había explotado en el último año de Cruyff y a Robson no solo se le pedía que ganara sino que lo hiciera con los chavales. En el imaginario culé, De la Peña se merecía el puesto de Popescu, Óscar el de Giovanni, Celades sería una alternativa real a Guardiola… y Roger jugaría por la izquierda cada partido.
El vestuario tampoco era un lugar plácido: Stoichkov llegó y se lesionó, a la vuelta pidió más minutos pero no los tuvo. Ronaldo tenía demasiados asesores, Giovanni podía encandilar con una jugada maravillosa y pasar el resto del partido desaparecido. De Vitor Baía se decía que era «portero y medio» pero sus errores hicieron echar de menos incluso a Busquets padre, que pasaba al banquillo. Por si fuera poco, nada más empezar la temporada, el capitán, Bakero, anunciaba su marcha al fútbol mexicano y dejaba a Robson sin un referente vital en el campo. El equipo alternaba goleadas en casa con bajones incomprensibles fuera del Camp Nou. Los aficionados, montados en aquellos primeros elefantes azules, pagaban con el entrenador el enfado que se habían pillado con el presidente. Amunike no arregló nada de esto.
De Robson a Van Gaal, un camino de mayor crispación
Aquellos primeros seis meses de Amunike en el Barcelona acabaron siendo los únicos seis meses de Amunike en el Barcelona. Y no fueron agradables. El Madrid se escapaba en la liga y el nigeriano no carburaba. De estrella olímpica, de «crack de Robson» pasaba a inútil protegido que le quita el sitio a Stoichkov y Roger, aunque en algún partido el británico consiguió poner a los tres juntos en el campo. Fueron unos meses de enero y febrero terribles: derrota en casa contra el Hércules, empate también en casa ante el Oviedo y nuevas derrotas, frente a Espanyol, Real Sociedad y Tenerife fuera del Camp Nou.
El 4-0 en el Heliodoro Rodríguez López ponía al entrenador contra las cuerdas, a 9 puntos del líder y empatado a puntos con el tercero, el Betis. Cuando Pantic marcó su cuarto gol y puso el 2-4 en el partido de vuelta de Copa del Rey, la suerte de Robson estaba echada. Sin embargo, el milagro encabezado por Ronaldo y Pizzi hizo que las críticas escamparan y el Barcelona consiguió levantar cabeza, encadenando varias victorias en liga, el triunfo en la Recopa y, ya en mayo, el doblete en el Bernabéu ganando al Betis en una apasionante final de Copa.
Para entonces, Amunike había dejado de ser fijo y Van Gaal veía los partidos desde la grada con su libreta en la mano. No fue un gesto bonito y probablemente no pretendiera serlo, pero su fichaje se filtró con total descaro y el pobre Robson ahí se quedó, dando la cara, con pretendida flema inglesa, mientras el gran rival celebraba la liga a base de goles de Mijatovic, Suker y Raúl. El nigeriano jugó diecinueve partidos, once como titular, y solo marcó un gol, el que valió la victoria en Logroño. En septiembre de 1997, cuando luchaba por hacerse un hueco en el complejo sistema de Van Gaal, cayó lesionado de manera misteriosa. «Tiene la rodilla hinchada», afirmó el doctor Baños mientras el jugador aseguraba que no se trataba de nada importante.
Los problemas esta vez eran en la rodilla izquierda, no en la derecha, la que le había impedido el fichaje por el Barcelona en primera instancia. Pocos días antes, el 17 de septiembre de 1997, Amunike había tenido que retirarse en el descanso del partido ante el Newcastle en Saint James´s Park, un 3-2 con hat-trick de Faustino Asprilla, que ponía el primer clavo sobre el ataúd europeo del Barça de aquel año, antes incluso de las exhibiciones de Shevchenko.
Van Gaal jugaba con un 3-4-3 que en ocasiones pasaba a 4-3-3 y con el tiempo derivó en una suerte de 2-3-2-3 con laterales largos. En cualquier caso, el puesto de extremo izquierdo parecía reservado a Rivaldo, tan reservado que a Stoichkov le faltó tiempo para subirse a la grada, sacar su pañuelo y gritar al compás el «Fora Van Gaal» tan de moda desde el desastre de noviembre de cada año. ¿Habría tenido sitio Amunike en ese equipo? Es cierto que el técnico holandés tenía cierta querencia por los nigerianos: él había llevado a Finidi, Oliseh, Babangida y Kanú al Ajax, así que al menos partía sin prejuicios.
El caso es que la rodilla siguió inflamada unos cuantos días hasta que el 28 del mismo mes era intervenido en la clínica Asepeyo. No se establecían plazos ni se especificaba la lesión, pero el jugador afirmaba que su objetivo era llegar al Mundial… si había suerte.
El último saque de banda de «Manolo» Amunike
Aquel partido de Newcastle sería el último en mucho tiempo para «Manolo», como le conocían sus compañeros. Celebró como el que más, ya lo hemos visto, los títulos de liga y copa de aquel año y el de liga del año siguiente, pero no consiguió recuperarse nunca de sus molestias. En las tres temporadas bajo las órdenes de Van Gaal, Amunike no consiguió jugar ni un solo minuto en liga. Por supuesto no llegó al Mundial y no volvió a jugar con la selección nigeriana. A camino entre su país de origen y el de adopción, Amunike vivió en la distancia aquel dantesco último año de Van Gaal y Núñez en Can Barça y marchó a Albacete, con la esperanza de volver a sentirse jugador de fútbol.
De él quedaba el recuerdo de su llegada, las primeras críticas y el chistecito del saque de banda que le acompañó incluso en un anuncio de televisión muchos años después. Sin embargo, en Albacete las cosas no fueron mucho mejor. Anclado en la segunda división, Amunike jugó once partidos en su primer año y seis en el segundo. Ya harto de sufrir para nada y con una disputa con su aseguradora de por medio, decidió abandonar el fútbol para solo volver fugazmente y completamente fuera de forma durante algunos partidos con el Al-Widhat jordano.
Detrás de él, un palmarés a considerar: dos ligas, tres copas, una Recopa, un oro olímpico y un Mundial en el que soñó con convertirse en estrella. Aquella tarde-noche codeándose con Urdangarín y Pujol en el corazón de Barcelona. Mucho más que un inútil que sacaba muy lejos de banda, si lo piensan. Su fichaje siempre es recordado como uno de los mayores fracasos de la historia del Barcelona y es probable que estén en lo cierto: seisciento millones para seis meses de fútbol es caro, nos pongamos como nos pongamos. Otra cosa es que sea justa la mofa, pero si a él no le importa, no veo por qué me tiene que importar a mí.
Nuestro querido protagonista reside actualmente en Santander y su retirada forzada es uno de los casos de derecho deportivo más surrealistas que jamás un Juzgado ha dictado. Futbolista extranjero, trabajador de una empresa española (Albacete) que se lesiona en acto de servicio jugando una pachanga con los colores de su país en un lugar cualquiera de Africa. ¿Conclusión?Lesión, pensión de invalidez permanente total y el resto de su vida cobrando una pensión a costa del erario español. Como tantos y tantos deportistas españoles, dicho sea de paso, que tiran de jeta para con veintipicos años asegurarse una pensión vitalicia que resulta incomprensible tratándose de deportistas profesionales cuya carrera es, de por sí, con lesiones o sin ellas, muy corta.
Buen artículo. La verdad es que Amunike con Nigeria parecía un jugadorazo. A los logros que se citan añado la Copa Africa del 94 con victoria nigeriana (La retransmitían por Eurosport). Era como la selección colombiana. Jugando juntos parecían superestrellas pero luego por separado y en sus equipos fracasaban en Europa.
Me acuer que cuando se fichó a Amunike Robson ordenó a los jardineros del Camp Nou que lo hicieron más estrechó al pintar la línea de cal, para que los saques de banda del nigeriano fueran más efectivos.
Dejó buenas memorias en Lisboa con la camiseta del Sporting. De hecho, creo que eu su estreno en derbies contra el Benfica marcó el gol de la victoria.