Todo aspirante a dandi comenzará el ritual lustrando los zapatos, innegociablemente negros si ya ha caído el sol. Si es necesario, repasará los dictámenes de Frank Sinatra, hasta que el sombrero descanse inclinado sobre la ceja derecha los centímetros exactos. Respetará los sacrosantos referentes del dandismo, pero no los apelotonará todos es su persona. Porque tanto si anuda la corbata tutorial de YouTube mediante, como si recita de memoria el manifiesto Chap; ni el tweed ni el swing determinarán su plena elevación como gentleman. De hecho, esta condición exclusiva no la dispondrá el qué, sino el quién. ¿Qué define a un gentleman? Pregunta incorrecta. ¿Quién lo hace?: obviamente, su escudero: el bartender. Nada de camarero, mesero, o jefe. Para distinguir a un genuino caballero de un simple cumplidor del dresscode, no hay más que observar la interacción con su bartender de cabecera.
En ese espacio suspendido entre ambas figuras es donde un tipo se la juega. La barra es el estrado de su savoir faire. Parece sencillo, pero no lo es: el dandi no confunde al hombre del otro lado con un colegote, un psicólogo o un esclavo. Jamás se dirigirá a él como un mero proveedor de refrigerio para su garganta, pero tampoco sobrepasará la línea entre la intimidad elegante y el vulgar chismorreo de alcoba. Se deshará en exquisitas maneras y solo recibirá los consejos que libremente el bartender tenga a bien regalarle. Respetará sus silencios, y no olvidará la máxima invisible que corona el otro lado del mostrador: «Todo el mundo tiene una historia. Yo elijo cuál escuchar». Por supuesto, le trae sin cuidado cuántas veces haya leído a Whistler, Wilde o Baudelaire, así que el recital de citas resérvelo para sus jornadas de pupilaje o Twitter. Presuponer la ignorancia del bartender solo dejará en pelotas a la suya.
Sea esnob si así lo quiere, pero no se sorprenda si su meñique levantado provoca que quien le ha servido la copa responda con continuos planos de su espalda. Puede rebuscar todo lo que quiera en los infinitos códigos de conducta que desde que el hombre se irguió sobre sus patas traseras se han escrito para tratar de diferenciarse del resto de primates, exudando elegancia y distinción. Si opta por hacerlo, hay ejemplares menos apolillados que le ahorrarán la postura para de apearse del caballo vistiendo capote o los lances del trato con el servicio. Phineas Mollod y Jason Tesauro pueden ser de franca ayuda, pero no pierda la perspectiva: ser un gentleman, ahora y en la Inglaterra colonial, siempre ha sido más una cuestión de lo que no hay que hacer.
No silbidos, no chasquidos, no golpes en la barra. Por ruidoso que sea el bar, las manos jamás se abocinarán en la boca ni establecerán contacto físico con el bartender. Él reconoce las miradas de necesidad y las atiende cuando resulta conveniente. Para él, no para usted. El impulso de la insistencia debe inhibirlo tanto o más que el de la cicatería. Porque, en verdadero gentleman ha de depositar en el escudero de su dipsomanía la misma confianza que le dispensa al barbero, así que las escrupulosas revisiones de la cuenta serán siempre territorio prohibido. Cualquier ademán que sobrepase el vistazo fugaz mientras la mano se dirige a la cartera socavará los cimientos de la una relación forjada en la confianza mutua. Es trabajo del bartender reconocer los gustos del caballero, pero se trata de una obligación bidireccional. Tómese la licencia de convidarle a un trago si las circunstancias lo aconsejan, pero acepte de buen grado que prefiera no hacerlo del mismo modo que no espere a abandonar el local hasta que haya apagado las luces.
Las miserias acontecen para ser ahogadas en los bares, así que el bartender respetará su circunspección y nado en whisky siempre que permanezca con la cabeza apoyada entre las manos y bien lejos de sus solapas. No importa cuán gruesa y amarga sea la desgracia que le ha retrepado un martes en la penumbra del local: no es un extra de un spaghetti western, así que no pida jamás, ja-más, el whisky por botellas. El bartender es su custodio y proveedor; y los lamentos balbuceantes que reclaman «la penúltima» raramente funcionan y siempre le dejan en evidencia. Puede continuar emulando a Bukowski en su casa, al arrullo de los fantasmas.
En el capítulo de las gratificaciones tampoco conviene laxitud. Agradecerá sin aspavientos ni forzadas familiaridades que ponga siempre el número preciso de hielos, que mezcle pero no agite. Solo entonces, el bartender dispensará al caballero el trato reservado al legítimo gentleman: leer con precisión, ya desde el umbral de la puerta, qué bebida encaja con el humor y la noche. Le recibirá con la ambrosía precisa ahogándose en pequeñas piedras de hielo. El pacto de la no pregunta lleva implícita la respuesta. Si el bartender inquiriere, «¿Qué quiere?» el hombre de los lustrosos zapatos no tendría más remedio que parafrasear a Groucho Marx: «Mujeres, ¿y usted?». Y un gentleman jamás habla de sus conquistas.
Muy bien, los gentlemen nunca mueren. ¿Habrá algún artículo sobre damas? Petición de público.
:-(
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