Se busca actor, no sujeto a criterios estéticos definidos. Tendrán prioridad aquellos con rarezas físicas tales como extremidades desmedidas o bisojas miradas. Capacidad retentiva no exigida, sus líneas de guion —de haberlas— cabrán en un post-it. Imprescindibles posaderas pacientes porque pasarán más tiempo en el set de maquillaje que en el de rodaje. El seguro no cubrirá las molestias físicas derivadas de acarrear las prótesis y postizos que le sepultarán. Absténganse soñadores con el Paseo de la Fama: difícilmente le reconocerán después de esto. Saldrá en los luminosos de medio mundo y venderemos merchandising con su rostro, o con lo que quedará de él. Empleo perfecto para anhelantes de anonimato en la panadería.
Nunca sucede así, pero en un ejercicio dramático este podría ser el hipotético reclamo al que acudieran, años ha, Kevin Peter Hall, Bolaji Badejo o Haruo Nakajima. Lo ideal sería que a ustedes estos nombres les sonaran a chino, para que el golpe de efecto funcione al desvelar que en realidad hablamos de mitos de la envergadura de Predator, Alien y Godzilla; bicharracos bajo los que tal vez no se hayan preguntado si existía un tipo, o simplemente lo accionaba la mecánica o la informática. Pero sería una zafia manera de enmascarar lo que no es otra cosa que un reducido recopilatorio sobre enmascarados. Sobre los hombres que sudaron sangre bajo el icono, que arrastraron prótesis y se intoxicaron con colodión para dar vida a la ensoñación monstruosa que en pantalla pisoteaba ciudades o se tapizaba entre las sombras. A veces supimos su nombre y coronaron el Olimpo de nueve letras en el monte Lee, otras vivieron en el limbo ignoto de los títulos de crédito. Y con suerte, en algún making-off. Muchos acabaron devorados por su propio monstruo, pagando el préstamo de su invisibilidad para preservar el embrujo.
En tiempos en los que la magia es sinónimo de motion capture, levantemos el disfraz y recordemos quién estaba en sus tripas, luchando por ser algo más que un títere, aspirando a que viéramos la luna, como contaba Peter Brook. «Un día Yoshi Oida contó el dicho de un viejo actor Kabuki: «Puedo ensenar a un joven actor el movimiento de cómo señalar a la luna. Pero desde la punta de su dedo hasta la luna, es responsabilidad del actor»». Y Yoshi añadió: «Cuando actúo, lo que importa no es si mi gesto es hermoso. Para mí solo hay una cuestión. ¿Vio el público la luna?».
Boris Karloff – Frankenstein
Hoy tiene un museo, un fin de semana propio en Nueva York y la gloria ganada como el aristócrata del terror. Pero al principio, fue solo un ramplón signo de interrogación. Como tal figuró en los títulos de crédito de Frankenstein, la película en la que encarnó al legendario monstruo de Mary Shelley. Una oportunidad que le llegó como acostumbra a acontecer todo lo importante: porque alguien antes se negó a hacerlo. En concreto, Bela Lugosi, que ese mismo año andaba disfrutando de las mieles del éxito como el conde Drácula y al que el director James Whale trató infructuosamente de cortejar. El húngaro le dijo que nones cuando se enteró de que para interpretar al monstruo tendría que ponerse una tonelada de arcilla en la cabeza a cambio de cero líneas de guión. Rechazo que repitieron otra docena de actores, hasta que un secundario semidesconocido se sentó, con su té y sándwich de pepino, junto a Whale en el comedor de Universal. «Su cara, señor Karloff, tiene interesantes posibilidades», le espetó. El encargado de explotarlas fue ese maestro de la alquimia llamado Jack P. Pierce, que metamorfoseó al enjuto cuarentón con acento a lo Rudyard Kipling en la terrible aberración del moderno Prometeo.
A él lo del guion le daba igual. Y lo de la caracterización. Boris Karloff —William Henry Pratt, en realidad— llevaba dos décadas saltando entre teatruzos de Chicago, porquerizas en Vancouver, girando con insignificantes compañías por los más polvorientos lugares de la gran depresión. Tenía asumido que su carrera estaría constreñida por su herencia racial hindú y su portentoso físico, así que interpretar a un monstruo era lo de menos. Aunque no le gustara el terror, y siguiera sin gustarle el resto de vida. A él, que había renunciado a la confortable vida de gentleman diplomático por la interpretación, rodar con Whale fue la gollería soñada. Lo de menos era hacerlo calzando botas de siete leguas y con el cuerpo remendado de despojos cadavéricos. «Por fin tendría la oportunidad de comprarme algo de ropa y hasta parecer distinguido», pensó.
Durante todo el rodaje, Karloff acudía al vestuario número cinco a las cuatro de la madrugada. Mientras todos dormían, Pierce labraba al monstruo, excavándole cicatrices en la frente y pigmentándole con residuos industriales. Llevaba meses estudiando libros de anatomía y catálogos de mortajas para convertir el hueso en putrefacción. A diario, le colocaba treinta y tres kilos de andamiaje, los zapatones con alzas de treinta centímetros y la arcilla sobre los párpados. Cinco horas cincelando el horror sobre el rostro humano. Y a diario también, Karloff se veía obligado a cubrirse con un velo para pasear por el set de rodaje, después de provocar en las secretarias del estudio un par de desmayos de esos de dorso de la mano en la frente. Porque sí, aterrorizaba. Mucho más en pantalla, donde aquel engendro no aprovechaba las pausas de filmación para beber té ni fumar un cigarrillo cuidando de no desprender la máscara. Karloff convirtió al monstruo en mito con el ulular de la mirada, en ese equilibrio perfecto entre el horror y el hechizo, la repugnancia y la belleza.
Pero Boris no estuvo presente en su gran noche, la que le permitió acabar siendo el abanderado del terror de una época. No pudo sentarse junto a los 1734 espectadores que ese gélido diciembre de 1931 en el neoyorkino Mayfair Theatre sufrieron con la pesadilla alucinógena del estreno de Frankenstein. El monstruo no estaba invitado. El estudio quiso resguardar el misterio durante 71 minutos, de ahí el signo de interrogación. Una artimaña y un enigma que se desvaneció en gruesas letras que respondían a la gran pregunta: ¿Quién era el monstruo? «BORIS KARLOFF», escupió la pantalla, con las luces ya encendidas. La criatura tenía nombre, rostro, y un poder de atracción perverso y viril: «¿Qué rubia puede resistirse a dos metros de fuerza bruta y bajos instintos?» inquirían los anuncios promocionales. Arrollador hasta para las que portamos cabelleras atezadas, el anonimato de Karloff pronto revertiría en una trayectoria a cara descubierta. Tras el bombazo de Frankenstein sobrevino el diluvio de papeles memorables (Fu-Manchu, Hjalmar Poelzig, Edmon Bateman…) a las órdenes de los grandes. Pero siempre arrastraría el signo de interrogación y una colosal lesión en la espalda por aquellos treinta kilos de andamiaje. Al menos, en adelante, pudo dar la cara.
Haruo Nakajima – Godzilla
En el Japón de los cincuenta no había ni tiempo —ni recursos— para virguerías digitales. Cuando el director Ishiro Honda quiso que un descomunal reptil metaforizara el miedo al ataque nuclear que había sufrido el pueblo nipón, apostó por la fuerza bruta, no por Stanislavski. Para escoger al actor que arrasaría Tokio con su hálito atómico, realizó el más sencillo de los castings: les plantó a los dos candidatos el pesadísimo traje y le prometió el papel a quien lograra más recorrido arrastrando los cien kilos de caucho crudo y látex. Venció Haruo Nakajima, que pudo caminar diez metros frente a los tres de Katsumi Tezuka, que adoptaría el rol de doble. En aquel momento, lo de acabar convertido en el icono más reconocible del país le trajo bastante sin cuidado al joven de veinticinco años que venía trabajar con Kurosawa. Tampoco fue consciente de que desempeñaría un papel determinante para el género tokusatsu triunfase. Suficiente tenía con respirar, literalmente.
Porque meterse en la piel del monstruo surgido de las profundidades marinas fue un auténtico vía crucis para Haruo Nakajima. El embozo apenas contenía una pequeña rendija por la que respirar, y la falta de ventilación hacía de la experiencia algo cercano a follar debajo de un plástico en mitad de los Monegros en agosto. El actor cuenta en su biografía que después de varias lipotimias, pegó un termómetro en las tripas del lagarto, para tratar de evitar los aterrizajes inconsciente sobre las delicadas maquetas que emulaban el Tokio que debía pisotear. No le sirvió de mucho. Se desvanecía a diario, mientras boqueaba por la ranura y el resto de especialistas le drenaban el sudor y acercaban cigarrillos a la rendija. Pero lo peor no eran «los más de cien grados» que alcanzaba en ese conglomerado de rígido látex, sino la soledad. «Era tan difícil entrar y salir del traje, que apenas nos sacaban de allí. Y allí nos quedábamos, así que lo peor era verse atrapado», explica. A cambio, tanto Nakajima como Tezuka pudieron hacer un pequeño cameo en la película, fuera del traje. Un resarcimiento acaso relacionado con que el protagonista se quedara a punto de caramelo durante las escenas rodadas en el agua, con cien kilos de lagarto arrastrándole a la asfixia. Y con todo, a pesar de que el principal requerimiento físico para interpretar al mutante era la resistencia, Nakajima Haru se afanó en ser algo más que un títere con una sobrehumana tolerancia a las magulladuras. Sentado ante la jaula de los osos del zoológico de Ueno, observó el comportamiento de los plantígrados para imitar sus movimientos. Haru se ganó el derecho a ser el «Rey de los Monstruos» durante toda la era Shōwa, y se calzó el disfraz durante casi veinte películas, entre 1954 y 1972. Pudo hacerlo porque gracias al éxito y a la caja, el atuendo fue rediseñándose eliminando algunos de los elementos de tortura. Sadami Toshimitsu y Kanzi Yangi variaron los materiales y también el aspecto de ese primer «Shodaigoji», permitiendo a Haruo Nakajima llegar a cumplir unos espléndidos ochenta y cinco años este 2014, y pasarse el resto de su carrera como una atracción en todas las convenciones del género. Si bien su rostro continúa en el anonimato —al menos, fuera de la esfera nipona— su leyenda es aún alargada. Y enternecedora: observen cómo asiste a la última aventura del monstruo dentro del que ya no habita nadie.
Bolaji Badejo – Alien
Bolaji Badejo buscaba una melopea y volvió a casa como futuro polizón del Nostromo. En 1978 estaba en un pub del Soho londinense, y probablemente no se percatara del hombre que rizaba la mirada en sus rodillas. Nada insólito para alguien que levantaba dos metros y dieciocho centímetros del suelo. Hasta que el desconocido se aproximó y a marchamartillo le propuso convertirse en xenomorfo en una película. Era Peter Archer, uno de los directores de casting de Ridley Scott, que por entonces bordeaba el hartazgo y empezaba a temer que jamás encontrarían al alien que necesitaban. Habían probado con la mayoría de glorias de baloncesto, con Peter Mayhew (Sí, Chewbacca), contorsionistas, coreógrafos y hasta bailarinas. Pero ninguno encajaba en la fantasía delirante del ser diseñado por HR Giger. Eran demasiado «humanos», y la idea de utilizar un robot electrónico comenzaba a tomar fuerza. Hasta que apareció Badejo, un estudiante nigeriano de artes gráficas de veintitrés años sin ninguna relación con la interpretación, pero poseedor de unos brazos y piernas que hicieron culebrear los ojos de Scott. «En cuanto entré, Ridley supo que había encontrado a la persona adecuada», dijo Badejo en la única entrevista que concedió en su vida. Su figura espigada, similar a una escultura de Giacometti, sedujo al director de inmediato y reclutó al joven sin realizarle ni una prueba de cámara. A quien no sulibeyó fue a Giger, al menos al principio, cuando le mostraron el molde de yeso que habían hecho con la figura de Bolaji. Lo que tenía ante sí no encajaba con la criatura biomecánica existente en su delirio, y sugirió contratar a la modelo y actriz Veruschka, en cuya su talla y enjutez veía más posibilidades, amén de la componente erótica que se quedó con ganas de darle al alien. Si HR Giger no se hubiera topado frente a frente con Bolaji Badejo, Alien habría sido mujer. Pero le vio, y desvaneció todas las dudas. Reconstruyó la figura para ceñirla al nigeriano y a su fantasía desquiciada: «Es nuestro hombre».
Acabada la búsqueda, comenzó el entrenamiento. Badejo recibió clases de tai chi, de mímica y de interpretación. Scott buscaba transformar esa elegancia esbelta en una criatura grácil pero completamente aterradora, y para eso no bastaba con entrenar al habitante del traje. Había que proteger la pesadilla y engordar las tinieblas, por lo que escondió al joven del equipo todo lo que pudo. Badejo no tenía permitido interactuar con Sigourney Weaver ni el resto del reparto, y las pruebas del vestuario del octavo pasajero eran un cónclave confidencial. Scott anhelaba que realmente le vieran cóomo una criatura, no como un joven estudiante con un físico espigado y electrizante. Buscaba el terror, el real, ese que finalmente regurgitó la mirada de Veronica Cartwright en la secuencia en la que embiste a su personaje. «Después de atacar a Yaphet Kotto con la cola, vuelvo a ir tras ella. Hay sangre en mi boca, y ella no da crédito. No estaba actuando, estaba realmente asustada», relató el propio Badejo. Fueron cuatro meses de rodaje intenso, en los que el joven estudiante acabó siendo conocido como «The quiet man». Nunca se quejaba, repetía las escenas sin respingos, accedía a ser confinado como si el engendro hubiera devorado su humanidad. Arrastró la cola y el pesado traje por los pasillos de la Nostromo, siempre entre las sombras y siempre erguido. No alertó a nadie de que las quince piezas que componían su nueva piel le impedían sentarse. Cuando le construyeron un columpio para que pudiera hacerlo, lo agradeció con quietud, y volvió a su escondrijo. Una sola vez se revolvió contra Scott, tras una escena en la que acabó colgando a veinte metros del suelo, sangrando. Ante la negativa a repetir, el director lo intentó con un doble, con un brazo articulado y con más trucos de cámara. Pero no fue posible: Bolaji era el monstruo y pronto regresaría a las profundidades. El octavo pasajero mutó en una de las imágenes cinematográficas más icónicas del siglo XX, pero pocos se fijaron en que dentro del monstruo había un tipo al que ningún director volvió a pretender. Se fundió en el disfraz y desapareció. Concedió una sola entrevista, en la que con no demasiado ahínco se lamentaba de haber pasado tan desapercibido como otros intérpretes de monstruos antes que él. Parecía conservar una vana esperanza de volver al cine. Nunca sucedió. No protagonizó portadas, ni su nombre se sobreimpresionó en la profusa mercadotecnia que generó en film. A lo sumo, sirvió para que algún plumilla con el titular de fiesta y la creatividad de huelga, le dedicara ingeniosísimos artículos revelando al mundo que «Alien era un hombre negro». Nunca más se volvió a saber del joven estudiante de xenomórficas extremidades. Para la paranoia surgió internet, y aún hoy siguen floreciendo alocadas teorías sobre su supuesto suicidio en Nigeria, en los ochenta o los noventa. Quién sabe.
Kevin Peter Hall – Predator
La historia de Kevin Peter Hall arranca con un ridículo ajeno. Y con un pretexto ideal para recordar este irrepetible vídeo en el que Jean-Claude Van Damme hace algo aún más insólito que el monólogo en JCVD, luchando por mantener la dignidad dentro de una especie de ebria langosta de corchopan. La escena corresponde a las pruebas de Predator, para la que el actor belga fue la primera opción de John McTiernan. Afortunada o desafortunadamente, Van Dame huyó de la selva mexicana —gritando «I hate this, I hate this!»— ante la posibilidad de acabar convertido en trasunto de Zoidberg en la puerta del Sol haciéndole el helicóptero a Winnie The Pooh. Fue mejor para todos: él se largó a consagrarse como icono del cine de hostias a Contacto sangriento, y el equipo de la película rediseñó el traje y llamó a Kevin Peter Hall. El afroamericano por aquel entonces salía de las tripas del afable bigfoot en Harry y los Henderson, y sus 2,20 centímetros de altura ensamblaron a la perfección para encarnar al ser que por una vez haría de Arnold Schwarzenegger la presa.
Por mera coherencia genética, Peter Hall había probado fortuna en el baloncesto, lo que no le sirvió para labrarse un futuro pero sí para desprenderse de la torpeza de «avestruz» y ganar equilibrio. También para ser el más optimista de todos los monstruos conocidos, sin perniciosos delirios de celebridad ni traumas por su invisibilidad: «Siempre interpretaré papeles con disfraz. Soy bigger than life y por eso, en cierto modo, formo parte del género de la fantasía y la ciencia ficción», reconocía en una entrevista en 1991. Pero no era una limitación, sino una ventaja: «Soy más que un hombre un traje. Cuando quieren una gran interpretación de un personaje grande, soy yo al que llaman», zanjaba satisfecho. Era cierto: tras Predator, Kevin Peter Hall vivió una época dorada, aunque lamentablemente corta. Antes de morir a los treinta y cinco años tras ser contagiado por el VIH en una operación, su carrera centelleaba. Habitó más criaturas, y también pudo actuar a cara descubierta en un par de producciones, aunque ya en Predator pudo librarse de la protésica armadura y salir en pantalla pilotando un helicóptero como ser humano. Pese a que la legendaria criatura fue la responsable de su éxito, el recuerdo de Peter Hall remite mucho más a la ternura del peludo y entrañable Harry. Porque la lista de gente de quienes todos hablan con idéntico afecto antes que después de fallecer está poco transitada. Kevin Peter Hall, «el gigante apacible», fue uno de ellos.
Doug Jones – El fauno
Abrimos y cerramos ciclo con el moderno Prometeo, porque sí. Quien tenga redaños suficientes, que escoja el papel más icónico de ese genio contemporáneo llamado Doug Jones, que vamos ya apretados de líneas para desglosar aquí todas sus encarnaciones: Abe Sapien (Hellboy), El Hombre Pálido y El fauno (El laberinto del fauno), Silver Surfer (Los Cuatro Fantásticos), Sewer (Doom), espía morlock (La máquina del tiempo)… y un etcétera de sírvase usted mismo.
La trayectoria de Dougie comienza en el lugar donde van a morir tantas vocaciones actorales: en mitad de un parque abriendo las ventanas de una pared inexistente. Exacto: empezó uniéndose a un grupo de mimos que merodeaban muditos y vestidos a rayas por la Universidad de Indiana. Por ventura o por azar, abandonó la senda de la irritación y el abofeteamiento, rehabilitándose sobre las tablas, sacando provecho de su extraordinaria facilidad para el contorsionismo y el lenguaje no verbal. El espanto fue desde el principio la tierra más fértil para cultivar y explotar las destrezas del desgarbado Jones. Inicialmente en la publicidad, con ese Mac Tonight de Mcdonald’s, y más tarde en la televisión, donde el genio Whedon le escogió para ser uno de los perversos gentleman en Buffy Cazavampiros. Porque es innegable que hay algo en Jones que evoca el mestizaje entre lo humano y lo sobrenatural: ha sido medio hombre medio vampiro, anfibio, morlock, alienígena, canguro, insecto… siempre hibridando con lo andrógino, siempre bajo el disfraz de lo irreal. Por eso su mejor pareja de baile ha sido Guillermo del Toro. El monarca absoluto de ese columpio que es la fantasía detectó que el encanto gótico de Jones maridaba a la perfección con su imaginario monstruoso. El mexicano le sentó en la sala de maquillaje allá por 1997 —en Mimic— y no paró hasta convertirle en icono como anfibio erudito y estrella total en el El laberinto del fauno. Y aunque ahora el actor comienza a desprenderse de los tentáculos, las viscosidades y los añadidos para actuar a cara descubierta, es en la invisibilidad que le maquilla del Toro donde resplandece con más escalofrío para el respetable. Doug Jones es el actor puente entre dos tendencias cinematográficas que aún son coetáneas: la del monstruo con tipo dentro y la del monstruo a partir de un tipo; esto es, la captura en movimiento. Salvo en Los Cuatro Fantásticos, donde sí prestó su cuerpo para que los electrodos y la magia digital hicieran el resto, Jones es de los pocos intérpretes que continúan envolviendo su talento en látex para hacernos soñar. Y de momento, parece que continuará metiéndose en el traje algún tiempo más, y aquí llega la clausura circular: Doug Jones se reencarnará en Karloff en la versión de Frankenstein que oficiará su pareja de baile cuando tenga a bien ponerse a ello. «¡Está vivo, Está vivo!», y veremos la luna de nuevo.
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La foto de Nakajima es perfecta, enternecedora.
A mí no me la pegan ustedes… Ese señor es, o era, José Luis Cantero Rada, «El Fary».
Bolaji Badejo falleció en el año 1992 según Imdb de un tipo de anemia a los 39 años de edad.
Oiga usted. Y Lon Chaney Sr. y Ron Perlman ¿Donde se los deja en esta lista?
«la falta de ventilación hacía de la experiencia algo cercano a follar debajo de un plástico en mitad de los Monegros en agosto.»
¡¡Mmmmmmm…!! Casi, casi, me he puesto cachondo…
Ni una mención a (en pie todos, les ruego) Javier Botet? Grandísimo actor, sepultado o no en latex, puro terror en tantas ocasiones!
Hola, el artículo se parece mucho a este otro:
http://cinemania.es/noticias/el-hombre-detras-del-monstruo-actores-bajo-la-piel-de-criaturas-de-pelicula/
Por lo demás, interesante.
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