El libro del año hasta ahora ha sido Le capital au XXIe siècle, del economista francés Thomas Piketty. Como antes ¿Por qué fracasan los países? de Acemoglu y Robinson, este nuevo Capital ha conseguido traspasar las fronteras de varias especialidades y convertirse en lectura y tema de debate incluso entre quienes normalmente no se acercan a textos técnicos sobre economía política. Y esto a pesar de sus seiscientas y pico páginas y de no haber sido traducido aún a nuestro idioma. Pero no teman: esto no es la enésima reseña del libro de Piketty. Al contrario, con Piketty (y Acemoglu) pretendo ilustrar el creciente protagonismo de los científicos sociales en el debate público y, con esta excusa, reflexionar sobre el racionalismo en política con un crítico radical.
Una premisa fundamental desde (al menos) los tiempos de Francis Bacon es que el conocimiento es el preámbulo de la acción. Y tanto la derecha como la izquierda contemporáneas —recuérdese la undécima tesis sobre Feuerbach de Marx— han asumido en general que la política consiste en hacer cosas; y hacerlas además con la vista puesta en una cierta idea del futuro. Los libros citados más arriba, por ejemplo, pretenden revelar problemas o regularidades de la política y la economía, pero no solo eso: además, señalan un curso de acción o, cuando menos, la necesidad de la acción. Cosa no muy distinta sucede con nuestro reciente libro La urna rota: la crisis política en España tiene ciertas causas, vinculadas tanto con la configuración del Estado desde la Transición como con la burbuja inmobiliaria (y las rentas procedentes de Europa); y una vez identificadas esas causas, es posible proponer y debatir soluciones en respuesta.
En su versión extrema, esta idea es lo que Chris Dillow denomina managerialism: el prejuicio de que para cada problema existe una solución, y que esta es identificable y aplicable por los gestores. No es paradoja que Dillow, un economista que transita por vías no muy lejanas del marxismo analítico, eche de menos en el debate público a los conservadores oakeshottianos —y algún día deberemos hablar de Michael Oakeshott también—. Es decir, a conservadores que lo son porque abrazan un radical escepticismo ante la perfectibilidad de la sociedad y la capacidad de la política para solucionar todos los problemas —frente a los que en muchos casos (quizás la mayoría) solo cabría una orteguiana «conllevancia»—. O, como decía el propio filósofo inglés, la nave del Estado no tiene rumbo ni puerto de arribada, ni más proyecto que el mantenerse a flote.
Leo Strauss ejerce una contestación más radical aún, incluso si es menos explícita, a la idea de política como acción, como solución de problemas. La filosofía de Strauss se alza contra la Ilustración y contra las ciencias sociales de tradición weberiana, a las que achaca el pecado fundamental de intentar distinguir entre hechos y valores. La política es para Strauss (como para Oakeshott) una actividad sui generis que no puede reducirse a modelos y que mantiene siempre su carácter de práctica o saber prudencial (phrónesis).
Leo Strauss nació en territorio del antiguo reino de Prusia, en el seno de una familia judía conservadora. Formado en el neokantismo, estudió con Ernst Cassirer en Hamburgo, y también entró en contacto con Husserl y Heidegger. Militó brevemente en el sionismo, aunque acabaría apartándose de él. En sus años formativos entabló relación con las principales figuras intelectuales del momento, como Norbert Elias, Paul Tillich o Carl Schmitt (con el que mantuvo abundante correspondencia). En 1932, en vísperas de la llegada al poder del nazismo, abandonó Alemania para proseguir su carrera académica en Francia; ya no regresaría salvo durante alguna visita breve. Pasó por Inglaterra antes de instalarse en Estados Unidos, y desde 1949 ejerció en la Universidad de Chicago, con la que se le asocia ya para siempre.
Un aspecto llamativo del pensamiento de Strauss, también por cuanto alimenta las múltiples teorías conspirativas que en torno a él se tejen, es su distinción entre un saber «esotérico», u oculto, y otro «exotérico», visible. A lo largo de la historia, los filósofos se habrían expresado en el lenguaje moral imperante en cada tiempo, para hacer su actividad aceptable. En consecuencia, la interpretación de sus textos requiere un proceso hermenéutico capaz de leer entre líneas y desbrozar el mensaje oculto, la verdad esencial, tras los ropajes de la conformidad. El saber filosófico tendría por tanto un carácter disolvente: al final del camino está siempre el horizonte, o la amenaza, del nihilismo.
En este sentido, es significativa la relación que Leo Strauss mantuvo siempre con la filosofía de Heidegger, la gran figura oscura que, a su juicio, se alza en medio del siglo, y contra la que Strauss lucha e intenta construir (por ejemplo, en el críptico Natural Right and History) resistiendo la fuerza que ejerce sobre él. También fruto de su visión de la historia de la filosofía política como una sucesión de hitos en forma de autores y textos esenciales es su recuperación de pensadores olvidados o preteridos en el canon occidental, como Maimónides. Otra oposición fundamental para Strauss enfrenta la naturaleza y la cultura. El proceso civilizatorio es una huida de la naturaleza. De hecho, en un pasaje de Natural Right and History, Strauss señala que no hay una palabra en el Antiguo Testamento para la naturaleza, la Physis griega.
Pero el profano que quiera echar un vistazo en persona a la obra de Strauss hará mejor en no empezar por un texto tan oscuro como ese, sino, por ejemplo, con el capítulo dedicado a La república de Platón en The City and Man, sin duda uno de sus ensayos más accesibles y reveladores. En él, Strauss nos conduce desde el descenso inicial al Pireo («Katében…») a través del laberinto de lecturas y sentidos presentes y pasados, para mostrarnos lo poco que sabemos en realidad de un texto fundamental como La república y de las verdaderas intenciones de su autor. Que, en realidad, no estaría dando ninguna fórmula para el buen gobierno —de nuevo el prejuicio baconiano de la acción—, sino más bien intentando mostrar «la naturaleza de las cosas políticas».
La crítica fundamental a la concepción straussiana de la teoría política como una sucesión de grandes nombres y grandes libros (solidificada en ese magno ladrillo que es su History of Political Philosophy con Joseph Cropsey) es la efectuada por el contextualismo. Para el contextualismo, todo canon es una ilusión óptica de nuestra mirada retrospectiva, que contempla solo las obras que han pervivido, pero no necesariamente las que fueron más leídas en su tiempo o las que motivaron y enmarcaron los debates de los que surgen las otras: no existe ninguna «gran conversación» entre los pensadores a través del tiempo. Quentin Skinner, la figura más destacada de la escuela contextualista, es uno de los mayores especialistas vivos en Hobbes. Quizá no sea casual que el contextualismo haya nacido y arraigado en Gran Bretaña, en una tradición filosófica y política tan lejana del idealismo continental. O que las lecturas de Strauss sobre Hobbes no sean quizá de lo más interesante de su obra, y que incluso las críticas que efectuó a Carl Schmitt aludan a la filiación hobbesiana —y, por tanto, esencialmente moderna: de nuevo la filosofía como preludio a la acción— de la concepción política del jurista.
Pero la mayor parte de la controversia (y del interés, por qué no decirlo) que suscita Strauss procede del hecho de que, según algunos, su filosofía haya alumbrado una de las corrientes políticas más vilipendiadas (y en general mal entendidas) de las últimas décadas. Sería preciso otro artículo para esbozar siquiera una introducción a la historia del neoconservadurismo; baste aquí decir que se trató en su momento de intelectuales próximos al trotskismo y la izquierda antiestalinista americana, muchos de ellos judíos, reunidos en torno a la revista Commentary, como Irving Kristol, Norman Podhoretz, Gertrude Himmelfarb o Jeane Kirkpatrick. Durante la posguerra mundial, el grupo fue moviéndose a la derecha (en términos muy esquemáticos) a la par que figuras políticas como Ronald Reagan, bajo cuya presidencia vivirían sus primeros días de gloria. En su itinerario conservaron como principio básico una agenda exterior basada en la democratización, incluso forzosa, y el reforzamiento del poder diplomático y militar americano —por cuanto entendía que EE. UU. era el único hegemón capaz de llevar a término dicho programa—. A las figuras de primera hora, ante todo intelectuales, les han ido sucediendo otras de filiación a menudo ambigua, como Dick Cheney, Donald Rumsfeld, Elliot Abrams, Paul Wolfowitz o Condoleezza Rice, fuertemente asociados con los gobiernos del segundo Bush.
Si es cierto que desde el neoconservadurismo de primera e incluso segunda hora se ha querido reivindicar en ocasiones a Strauss como un padre espiritual, es más que dudoso que el filósofo se sintiera a gusto con ello. No ya por la agenda (tomémonos la licencia de hablar de una agenda) del neoconservadurismo, sino por el hecho mismo de hacer política y tener una agenda. Pues, recordemos, Strauss es ante todo un pensador intrigado por «la naturaleza de las cosas políticas», al que la praxis le preocupa más bien poco y que, sobre todo, da la espalda al vínculo entre filosofía y acción. Difícilmente podría sentirse atraído por un proyecto tan baconiano, y tan arrogante, como democratizar el mundo a gorrazos. Más interés tiene la figura de Allan Bloom, discípulo de Strauss, amigo de Saul Bellow y cauce por el que algunos neoconservadores, como Wolfowitz, recibieron al alemán. Bloom estudió también con el hegeliano Alexandre Kojéve, corresponsal de Strauss y uno de los padres del «fin de la historia», y fue un buen lector de Platón y un defensor de los «grandes libros»; su The Closing of the American Mind es una de las grandes críticas a los actuales Estados Unidos a través de su universidad.
En España la recepción de Strauss ha sido tardía y en general pobre, muy dependiente de las modas políticas y de su presunta asociación con los neoconservadores americanos. El lector interesado puede acercarse a él a través de Gregorio Luri, quizá el mayor experto español en Strauss, que ha escrito una minuciosa biografía intelectual del filósofo, Erotismo y prudencia (y es autor además de un volumen introductorio sobre neoconservadurismo, El neoconservadorisme americà). El pensamiento de Strauss es difícil, incómodo, a menudo críptico y carente de respuestas. Pero incluso quienes abrazamos una visión más baconiana de la política, y la necesidad de hacer cosas, haríamos bien en mirar de reojo a los escépticos radicales que, como Strauss y Oakeshott, nos alertan de la futilidad de muchos de nuestros afanes políticos.
Buena estrategia de marketing eso de poner a Piketty, que está de moda, en los tags y en el primer párrafo aunque luego el artículo no tenga nada en absoluto que ver.
Te dejo mis dies.
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Muy bien como introducción para que nos interesemos y empecemos a conocerle aunque no ha dicho casi nada de su pensamiento.
El filósofo para Strauss es lo mismo que el Superhombre de Nietzsche. Está por encima de toda moral, de todo bien y mal. Ahora bien, el filósofo se vale de «los caballeros», estos sí, implicados en la política, como Bloom, pero muchos otros discípulos de Strauss enormemente influyentes en la política estadounidense. En la concepción de un saber esotérico y exotérico, estos «caballeros», dedicados a la política, deberían predicar la moral a la manada: dios, patria, etc…pues ellos mismos habrían sido adoctrinados en esas creencias morales por los filósofos. Su influencia sobre ellos como discípulos sería permanente y a través de ellos del gobierno de EE.UU. Como se ve, lejos de esa neutralidad que se presenta en este artículo, Strauss influyé enormemente en la política de nuestros días. No olvidemos que Strauss sacó a cien doctorados. Bloom graduó a otros muchos. Y ellos, a su vez, graduaron a otros, y así sucesivamente. A estas alturas ya se graduó la cuarta generación. Y cada uno tenía su papel, ya fuese esotérico o exotérico, «filósofo» o «caballero», disidente o lo que fuese. No olvidemos que un puesto académico codiciado requiere de diez a veinte recomendaciones incondicionalmente positivas, de otros que ya han ocupado tales cargos. En esto sí, los straussianos siempre se dan la mano, sin importar lo que pudieran parecer gravísimas discrepancias. Y este sistema de patronato académico se extiende al gobierno, mediante la creciente proliferación de «bancos de cerebros» que hacen de puente entre los dos ámbitos. los «filósofos» requieren varias clases de gente que les sirva, incluidos los «caballeros», En vez de enseñanzas esotéricas o «secretas», los futuros «caballeros» son aleccionados en las enseñanzas «exotéricas» o públicas. Les enseñan a creer en religión, moralidad, patriotismo y servicio público, y algunos entran al gobierno. Además de estas virtudes tradicionales, claro, también creen en los «filósofos», que les enseñaron todas estas cosas buenas. Aquellos «caballeros» que se hagan estadistas, seguirán acatando el consejo de los filósofos. Este imperio de los filósofos, a través de sus testaferros en el gobierno, es lo que Strauss llama el «reino secreto» de los filósofos, «reino secreto» que es el objetivo de vida de muchos de los estudiantes esotéricos de Strauss. Qué vida?, una vida de lujos al margen de cualquier moral. La vida de uno de los más conocidos discípulos de Strauss, Bloom, promiscuo homosexual, es relatada en clave en una obra de Bellow, concebida como monumento a su amigo: Ravelstein. Es una biografía verídica. Bellow quizás justifique el haber ocultado algunos hechos sobre sí mismo por la necesidad de mantener en primer plano a su amigo Bloom. Mas, por lo demás, sólo han cambiado los nombres y algunos detalles menores. Bloom es «Revelstein», Strauss es «Davarr» («palabra», en hebreo) y el propio Bellow es «Chick» o «Chickie» («Pollo» o «Pollito»).