Ali se levanta a las 5 de la mañana y sale a correr por las afueras de Nassau. Dice que ha llegado a correr diez kilómetros como si nada pero la prensa solo le ve correr cinco y subirse a una limusina que le lleva de vuelta al hotel. Por el camino, un muchacho le reconoce y le pregunta, confuso: «¿Usted sigue boxeando?» y Muhammad Ali no pierde la sonrisa y le explica que sí mientras sigue trotando, fondón, 107 kilos bajo el pantalón de deporte, es decir, diez más que cuando tumbó a Liston allá por 1964, cuando aún no era más que un aspirante lleno de arrogancia, fotos con los Beatles y medalla de oro olímpica arrojada al río Ohio.
Quedan pocos días para una pelea que nadie sabe si se va a celebrar, los rumores señalan serios problemas para llegar a acuerdos con la televisión estadounidense y sin televisión no hay combate que valga. Aparte, la venta de entradas sigue por los suelos, apenas trescientos turistas han aceptado pagar los tres euros que cuesta pasarse por el gimnasio para ver al gran Ali entrenar, intercambiar golpes con el sparring de turno, asegurarse de que no recibe ni un golpe de más.
¿Por qué Nassau? ¿Por qué este último combate? Ali dice que quiere empezar de nuevo la batalla para recuperar el título de campeón del mundo de los pesos pesados, pero a sus treinta y nueve años eso suena ridículo. Es de suponer que lo que quiere es borrar su anterior combate, la imagen de un boxeador inmóvil, grogui, incapaz siquiera de levantar la guardia, mirada perdida mientras los puños de Larry Holmes le llegaban a la cara una y otra vez sin llegar a hacerle daño del todo porque no hacía falta. Holmes gritando al árbitro: «Para esto de una vez, le voy a acabar matando» y el árbitro mirando a cualquier otro lado.
Es diciembre de 1981 y ha pasado más de un año de eso pero su estado físico y sobre todo neurológico no parece haber mejorado. El rostro que antes se retorcía en muecas y agresividad, ahora se muestra hierático, como ausente. George Foreman, su rival en aquel memorable combate de Zaire, ha declarado a la prensa estadounidense: «Si acaba luchando, va a resultar embarazoso para todos los que le apoyaron entonces». Nadie en Estados Unidos ha querido albergar lo que se supone que va a ser una carnicería, ni siquiera está claro que Ali hubiera podido conseguir una licencia en su actual condición.
Cuando entra la prensa a preguntar, el gran campeón intenta mostrarse tan excitado y engreído como siempre pero es imposible creerle. Un circo vacío. Repite que asombrará al mundo y que ganará su cuarto campeonato del mundo y que está más guapo que nunca y después de arrastrar las palabras lentamente y quedarse en silencio un buen rato entre frase y frase, aún presume con rabia: «¿Daños cerebrales? ¿Hablo como una persona que tuviera daños cerebrales?». Y, de hecho, todo el mundo en la sala parece estar de acuerdo en que sí, eso es exactamente lo que parece.
Con Larry Holmes, visitando Waterloo
La historia viene de atrás, de tres años atrás, probablemente el momento en el que Ali debería haber dejado el boxeo profesional: 15 de septiembre de 1978, revancha contra el sorprendente Leon Spinks, aparecido de la nada siete meses antes para quitarle el campeonato. Aquella tenía que haber sido su última pelea, haberlo dejado en lo más alto. Su propio médico, Ferdie Pacheco habría parado toda esta locura mucho antes, de hecho, para el segundo combate contra Spinks, Pachecho ya no está en el rincón de Ali, lo ha dejado, harto de que Muhammad no le haga caso, que no vea que sus riñones no están para competir más, que no se dé cuenta de que su sistema neurológico se va deteriorando a marchas forzadas. El Madison Square Garden anuncia que no volverá a programar un combate con Ali por motivos de seguridad y salud. Su deterioro es más que un rumor, es una evidencia para cualquiera que tenga un televisor.
Sin embargo, Spinks no es suficiente para Ali. Tiene que seguir demostrando que es el mejor, el GOAT, Greatest Of All Times, como rezan los carteles de su casa rural. Don King anuncia el combate contra Larry Holmes para octubre de 1980, y se enfrenta a una serie de problemas que solo sus influencias consiguen vencer. De entrada, necesita que la comisión médica de Nevada le dé una licencia, y para ello no le queda más remedio que pasarse dos días en la Clínica Mayo de Minnesota para someterse a controles continuos. El prestigioso doctor Howard determina que no hay daños significativos en los riñones y pasa por alto los problemas neurológicos: un agujero en su membrana cerebral, problemas en el habla y fallos incluso en el básico «dedo a nariz».
Don King ha puesto mucho dinero de su bolsillo y no va a dejar que ningún Howard le pare, así que consigue que la comisión apruebe el combate en el Caesar´s Palace y después, de manera sorprendente, sale a la prensa para declarar: «Este va a ser el Waterloo de Muhammad Ali, Holmes le va a ganar por KO».
Lo que pasa después es difícil de explicar: una mezcla de destino y envenenamiento. Ali no está para luchar contra nadie y menos contra un excelente boxeador como Holmes, con un registro de 35-0 antes de la pelea, pero su médico tampoco le ayuda: viendo su debilidad le diagnostica una hipoglucemia sin analítica alguna que la demuestre y empieza a medicarle con Thyrolar y Benzedrina, una mezcla de hormonas y anfetaminas que no solo no levantan al boxeador sino que lo hunden cada día más: lento en los entrenamientos, cansado en la carrera… dos días antes del combate apenas es capaz de correr dos kilómetros seguidos. Aquello no tiene sentido y sin embargo los intereses son demasiados como para quitarse de en medio.
En el décimo round del combate, todos los temores se ven expuestos de una manera patética. Ali parece una momia que apenas distingue a su enemigo, se mete en las cuerdas pero no como recurso —el famoso rope-a-dope de 1974 contra Foreman, cuando se dejó golpear sin merced por el gigantón hasta que el gigantón se quedó sin fuerzas, sin resuello y lo acabó noqueando al primer contraataque—, sino por necesidad.
Ya no es 1974 sino 1980 y los seis años cuentan. Eso y la cruel sensación de que aquel es un hombre ido, enfermo, que no debería estar ahí. Es ahora cuando los gritos de Holmes al árbitro, los 125 puñetazos que recibe Ali en solo dos asaltos hasta que finalmente Angelo Dundee, su técnico de toda la vida, le deja claro al árbitro que él es el que manda en ese rincón y que el combate se ha acabado. Aún hay tiempo para oír algún «no, no, no» de uno de los asistentes, pero, ¿qué quería ese hombre?, ¿qué mataran a su boxeador? Ali, mientras, no dice nada, se queda sentado, en shock, y es Holmes el que va a abrazarle, a explicarle que todo ha acabado, que él nunca quiso hacerle daño.
Waterloo, en perspectiva, se queda incluso corto.
Drama in Bahama
¿Qué sentido tiene seguir después de esto, huir de nuevo de la isla de Santa Elena para retar a las nuevas generaciones? Ninguno. Apenas hay dinero en juego, porque los promotores no quieren participar de este espectáculo. Ali cree que aún tiene un par de buenas peleas en el cuerpo pero es el único que lo piensa. Recurriendo a amigos y moviendo algunos hilos consigue que le acojan en Bahamas y le organicen una pelea decente, contra Trevor Berbick, un canadiense que viene de perder contra el propio Holmes pero a los puntos, aguantando los quince asaltos de rigor.
Puede ser una masacre —el título que le pone la organización es «Drama in Bahama» y tiene pinta de que esa es exactamente la sensación que quieren dar— y la duda no es si Ali ganará sino si saldrá vivo de esta. Su mente está ahí, sus intenciones… pero la realidad le ha abandonado. La capacidad de expresarse a una velocidad normal, los reflejos. Para que no sea demasiado duro, a Berbick se la juegan también. «Cada día que he pasado aquí en Nassau me han hecho una putada», dice a la prensa. «Ha sido agotador física y psicológicamente, una batalla continua». Berbick es joven, veinticinco años, y no está empezando pero casi. Le ha tocado el rol de enterrador y parece que le gusta. Cuando llega el 11 de diciembre de 1981, aún tiene el cuajo de hacer esperar en el ring a Ali durante cinco minutos. Las gradas están semivacías y sobreprotegidas por militares caribeños. Solo alrededor del ring —los invitados— se palpa cierto ambiente. Un John Travolta con pelo largo y sonrisa de sábado noche charla con una chica guapísima, su acompañante de esa noche.
Sin embargo, nadie mira a Berbick ni a su troupe de animados ayudantes. Los ojos están en Ali y los ojos de Ali no se sabe dónde están. Más que una entrada en un combate de boxeo ha sido una entrada a un funeral. Ali está serio, muy serio, y todos alrededor, Dundee incluido, presentan sus respetos. La cabeza aún no le tiembla pero apenas puede moverla. Todos sus rasgos de expresividad se limitan a un guiño o una sonrisa en un momento dado. Parece mucho peor de lo que las crónicas apuntaban. Es inverosímil que a este hombre le dejen pelear a este nivel.
Y, sin embargo, la duda, veintiún años después de darse a conocer en los Juegos Olímpicos de Roma sigue siendo la misma: ¿Hasta qué punto está jugando con nosotros?, ¿hasta qué punto no es esta sino la última actuación teatral del gran histrión del boxeo moderno? No habrá que tardar mucho para descubrirlo.
El último baile de la mariposa Ali
La pelea se ha establecido a diez asaltos, lo habitual en combates que no deciden campeonatos. Es una cifra razonable y permite a Ali empezar con un poco más de energía, dentro de lo que cabe: su ritmo es lento en comparación con sus mejores años pero solo en el primer round ya hace más que en todo el combate ante Holmes. El jab de izquierdas entra bien y Berbick solo puede golpear en el cuerpo para desgastar. En la grada resuena el grito que acompaña a Ali desde Zaire: «Ali, bomaye», «Ali, bomaye». Berbick incluso se cabrea cuando ve al público tan volcado en su contra, pero, ¿qué esperaba, que la gente animara al verdugo?
Pasan los asaltos y Ali se mantiene en pie. Hay cierta sensación de alivio. No va a ganar la pelea porque es imposible, porque Berbick es más ágil, golpea cuando puede y le manda contra las cuerdas cada tres por cuatro. No es que el canadiense esté en su mejor estado de forma: cuando tiene que volver al rincón resopla como un caballo cansado, pero le basta… así hasta que llegamos al octavo asalto, un momento que nadie esperaba ver en esta pelea y Ali empieza a bailar como una mariposa. Aquello tiene algo de espejismo, casi de broma, como si quisiera darse un último homenaje. Berbick no se lo cree, aquel hombre de casi cuarenta años que apenas podía andar dos asaltos antes de repente se pone a dar vueltas al ring con una soltura inaudita.
Lo dicho, es un momento mágico, el momento que Ali estaba esperando y quizá el que da sentido a este último combate. Quiere que la gente le recuerde como en estos últimos tres asaltos y no contra las cuerdas y noqueado. Por supuesto, insisto, va a perder, porque el baile no es el de 1964 y aunque la mariposa esté ahí, asomándose tímidamente, la abeja no aparece por ningún lado y no hay posibilidad de que vaya a tumbar a Berbick, sobre todo porque cuando lo intenta, lento de reflejos, la cabeza y los brazos a distintas velocidades, golpea sonoramente al aire.
Y así acaba todo. El décimo asalto acaba con la mariposa contra las cuerdas de nuevo. Pura lógica. Ali está agotado pero aguanta de pie. Esa era la única intención, acabar de pie, aguantando, encajando con su agujero en el cerebro, con su desorden neurológico, con su hablar cada vez más pastoso, la mirada perdida ante el entrevistador al que reconoce antes incluso de bajar en el ring, que sí, que este es el final, que no va a repetir nada de esto, mientras los comentaristas americanos dicen rezar a dios para que no cambie otra vez de opinión, que esta sea de verdad su última bravuconada.
Cosa que no hará porque su tiempo ha pasado —«todos los ídolos de los sesenta han muerto, solo quedo yo», dice a la prensa— y porque el Parkinson le cambia la vida en 1984. Desde entonces, un poco de todo: árbitro invitado al WrestleMania de 1985, último portador de la antorcha olímpica de los Juegos de Atlanta de 1996, colaborador activo junto a Michael J. Fox en la lucha contra las enfermedades neurodegenerativas, mediador de paz en la primera Guerra del Golfo… Dicen que Ali ha sido feliz durante estos treinta años de enfermedad y quién soy yo para negarlo. En las entrevistas, que son pocas, lo parece. Siempre ha negado que el boxeo tuviera que ver con su enfermedad porque admitirlo sería una especie de derrota. Los últimos rumores apuntan a un empeoramiento, pero los rumores siempre son así, cenizos.
Por su parte, Berbick siguió compitiendo hasta el año 2000, que no es poca cosa: fue campeón del mundo en 1986 durante siete meses, lo que tarda Mike Tyson en tumbarle con estrépito. Desde entonces, retiradas y combates de segunda división durante catorce años. Cuando tuvo la oportunidad de volver a los focos, luchando contra «Buster» Douglas, no supo aprovecharla. En 2006 fue asesinado a navajazos por dos adolescentes en Jamaica. Uno de ellos era su sobrino.
Entradas a tres euros?
Tres euros son el equivalente a casi 500 pesetas. Eso, en el año 80 – 81 era bastante pasta. No sé si lo dices por eso…
El espectáculo antes que otra cosa, la seguridad de los atletas por ejemplo.
Sucede de continuo en la F1:
La FIA no cancela la carrera de Imola 94 después de la muerte de Ratzenberger, al día siguiente se mata Senna. Mientras tanto Schumi baila sobre los muertos en su macabro festejo.
Cuanti-mas un boxeador, uno que por cartel al menos, garantizaba espectáculo, de dudosa calidad, pero espectáculo al fin.
El final de Barbick también fue pavoroso.
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La guapísima chica que acompaña a John Travolta esa noche ( y que está a su derecha al final del sexto asalto) no es otra que Verónica Porsche, esposa de Ali. Para novelar al estilo de Gay Talese son necesarias dos cosas: o bien haber estado allí, o documentarse. Todo lo demás, suena a Wikipedia. PD: ese asistente que grita «no,no,no» cuando Dundee retira a su boxeador en el combate contra Holmes, se llamaba Drew «Bundini» Brown, y acompañó a Muhammad Ali durante toda su carrera.
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