El conde Byron Khun de Prorok fue un intrépido arqueólogo, antropólogo y explorador de comienzos del siglo XX que recorrió África en busca de las minas del rey Salomón, aseguró haber encontrado evidencias de la existencia de la Atlántida en el norte del continente y vivió las más trepidantes aventuras que narró con detalle la prensa de su época… El único inconveniente es que a menudo no aportó pruebas de sus increíbles hallazgos, no era realmente conde, ninguna de las prestigiosas instituciones a las que decía pertenecer le reconocía como miembro, más que arqueólogo fue considerado saqueador de tumbas y cuando uno lee sus memorias se da cuenta de que su capacidad de fabulación solo es igualada por su obsesión por las orgías. Como señaló un arqueólogo que trabajó un tiempo con él «era el hombre más encantador que he conocido en toda mi vida, pero creo que ni él mismo sabía qué parte de lo que contaba era verdad y cuál era mentira».
La confusión en torno a este peculiar personaje empieza en el momento mismo de su nacimiento, que tuvo lugar en 1896 parece ser que en México D.F. aunque posteriormente tuviera nacionalidad estadounidense. Según su biógrafo Michael Tarabulski resultó fruto de una infidelidad y no fue hasta casi tres décadas más tarde cuando descubrió que su padre biológico era otro. Este hallazgo, dice el autor, le habría causado un fuerte impacto psicológico, la separación de la que por entonces sería su esposa y tendría un papel en la creación del célebre aventurero que quiso llegar a ser años después. Si la persona que él creía ser y la vida que tenía eran en parte una mentira ¿por qué no hacer entonces de esa mentira algo grandioso y convertirse en un héroe de leyenda?
Son especulaciones acerca de unas motivaciones íntimas que no podemos llegar a conocer, pero el hecho que podemos constatar es que desde mediados de los años veinte dedicó un enorme y constante esfuerzo a proyectar ante los demás una imagen de sí mismo en ocasiones grotescamente alejada de la realidad. Tanto que inevitablemente acaba cayéndonos simpático. Quizá de tenerlo delante dieran ganas de hacerle creer que nos creemos sus fantasías, en lugar de hacerle ver que lo tomamos por una versión masculina de Norma Desmond. La cuestión es que entre los arqueólogos —aunque inicialmente en los años veinte fuera respetado— terminó ganándose una fama de, citamos textualmente, «tarambana chiflado que necesita una niñera».
Muy diferente fue la manera en que lo trataron los medios de comunicación, que lo convirtieron en toda una celebridad y se creyeron hasta la última coma de cada historia que les contó, por extraordinarias que resultaran. Y fueron medios de renombre, como por ejemplo el New York Times. Aquí (uno, dos, tres, cuatro y cinco) podemos ver un reportaje que la revista Modern Mechanix publicó sobre su supuesto hallazgo de las minas del rey Salomón. La idea de esta expedición empezó a rodarle durante la excavación de Cártago desde 1920 a 1925. Tras ella llevó a cabo junto a una expedición militar francesa el hallazgo (para los occidentales, dado que los tuareg ya lo conocían) de la necrópolis de Tin Hinan, en pleno Sáhara. Se trataba de la tumba de una venerada princesa del siglo IV que hasta entonces había permanecido cerrada dado el valor religioso que le atribuían los lugareños, de ahí que lo considerasen un sacrílego ladrón de tumbas. Byron se entusiasmó ante este descubrimiento, que proclamó a los medios de la época como el de una princesa superviviente de cataclismo que siglos atrás destruyó la Atlántida y que según él habría fundado una nueva estirpe en medio del desierto. Esa manera tan sensacionalista y distorsionada de describir los hechos propia de nuestro héroe ya empezaba a hacerse notar…
Una vez descubierto el placer de ser el centro de atención, comenzó a publicar libros en los años siguientes contando su vida como arqueólogo, antropólogo y explorador, que tuvieron un gran éxito y le llevaron a dar numerosas conferencias por Europa y Estados Unidos. De todos ellos el de mayor resonancia fue Los muertos sí hablan, sobre su expedición a Abisinia (la actual Etiopía) en 1933. Al descubrimiento de la citada tumba en el desierto argelino solo podía sucederle un logro aún mayor, así que tras años de preparativos partió desde Alejandría al frente de una caravana motorizada en dirección a El Cairo para luego seguir el curso del Nilo. Una de las primeras paradas de su itinerario fue el reino de los amonitas, donde afirma que descubrió la Montaña de los Muertos. Se trataba de una inmensa necrópolis de miles de tumbas, que exploró en solitario por la noche con tal mala suerte que el suelo cedió bajo sus pies una planta tras otra, en una caída semejante a una bola de nieve. Solo que en vez de nieve le rodeaban momias y polvo en una escena digna del más intrépido Indiana. Tras su fortuito hallazgo realizaron un recuento de todas las tumbas y creyeron necesario seguir reuniendo momias en la cercana localidad de Siwa, que define como la Sodoma y Gomorra del Sáhara y donde se realizaban, afirma, «las más desenfrenadas orgías que la convierten en uno de los lugares más pervertidos del mundo entero». Eso no podía perdérselo. Varias excavaciones de vital importancia y paisajes salidos de Las mil y una noches más adelante nos regala una vívida descripción de un muchacho al que habían castrado para convertir en mujer e integrarlo en un harén, donde aprendió toda clase de juegos sexuales.
La cosa se pone aún más interesante tras descubrir una serie de monolitos de aspecto claramente fálico, nos dice, que al parecer partían en una cadena desde Stonehenge, atravesaban toda España y recorrían miles de kilómetros hasta llegar allí. En ese lugar se encontraba una montaña sagrada donde vivía una extraña tribu, con la que quiso congraciarse matando para ellos un hipopótamo con su rifle. Buena sorpresa se llevó al ver que inmediatamente lo abrieron en canal y devoraron crudo en un estado de éxtasis salvaje que culminó con una formidable orgía a la luz de las hogueras. Poco tiempo después, ya camino del Mar Rojo y tras acampar en medio de la selva, Byron tuvo ocasión de contemplar con todo detalle una ceremonia nocturna del culto bili, que como los lectores más avispados ya intuirán consistía… en una orgía, esta vez del hechicero con un grupo de muchachas vírgenes. Un día cualquiera en una tribu africana que no tenga una buena sesión de sexo multitudinario parece que está desaprovechado, o al menos esa es la imagen que nos da nuestro autor. Más adelante conocerá al que denomina como Sultán Loco, quien quizá intuyendo los intereses de Byron lo invitó a su harén y posteriormente obsequió con doce chicas vírgenes que él rechazó cortésmente. Es curioso el afán por congraciarse con él, invitarle a lujosas fiestas y hacerle regalos por parte de todos los reyes, diplomáticos, sultanes y autoridades de toda índole que se va encontrando en su viaje. Al menos así nos lo cuenta.
Pero el sexo persigue a nuestro explorador allá donde quiera ir. Ávido de encontrar civilizaciones perdidas y tesoros de incalculable valor, en caso de encontrar a gente follando siempre se queda a mirar. Movido por la curiosidad científica y antropológica, no se vayan a pensar. Así que entre toda clase de aventuras y peligros para su vida (algunos realmente difíciles de creer, parece que siempre lo acechaban los caníbales) en tan ajetreada expedición a Abisinia nos describió antes de terminar la bacanal definitiva. La madre de todas las orgías. La ocasión en la que presenció bajo la luz de la luna una ceremonia del dabtara —el hechicero del culto buda, explica— en la que se invocó a una manada de hienas y de chacales que, aproximándose a los miembros de la tribu ya en pleno trance, montaron con ellos un gigantesco y depravado aquelarre de bestialismo.
Como vemos el viaje por África le cundió mucho, pero culminó además de la mejor manera posible: allá donde nunca había llegado el hombre blanco encontró finalmente las minas del rey Salomón, que permanecían en pleno funcionamiento gracias al trabajo de una legión de esclavos —definidos por él como «trogloditas cavernícolas»— que trabajaban en el interior de un volcán humeante. Por desgracia no detalla si ayudó a liberarlos con su látigo para huir a continuación en una vagoneta sin frenos, pero esa parte ya la dejaremos a nuestra imaginación, que él ya ha puesto bastante de la suya.
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Que grande! XD
Que dura era la vida de los «attention whores» antes del internete, pardiez.
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