Cine y TV

Cine italiano: filmografía incompleta (y II)

Escena de El bueno, el feo y el malo. Imagen: United Artists.
Clint Eastwood, Eli Wallach y el revólver de Lee Van Cleef en El bueno, el feo y el malo. Imagen: Produzioni Europee Associati (PEA), Arturo González Producciones Cinematográficas, S.A , Constantin Film Produktion.

Aquí seguimos, tras la primera parte.

Voy bastante a Italia por motivos personales y el mes pasado estuve en Roma donde, tras leer alarmado los signos crecientes que anticipan el cierre de Cinecittà, aproveché para visitar al fin los míticos estudios cinematográficos de la Vía Tuscolana. Seguramente no fue una buena idea: hay allí un museo bastante cuco pero pequeño e incompleto que cuenta la historia del lugar. También se puede visitar el mítico teatro 5 de Fellini y los grandes sets, uno de los cuales conserva aún un trozo de calle utilizado por Martin Scorsese durante el rodaje de Gangs of New York. Pero el lugar transmite, sí, una cierta melancolía de esplendor olvidado, de marchitez, de foto fija de un sueño perdido, de relativo abandono, todo lo cual provoca el inevitable rasgado de vestiduras a cuenta de los irrecuperables grandes tiempos del cine italiano. Pero luego vuelve uno al centro de Roma y comprueba que el gran cine italiano puede haber muerto para el celuloide, pero sobrevive en la calle. En mis cuatro días en la capital pude ver material de sobra para una gran commedia all’italiana: aquí un autobús que improvisa un cambio de ruta a petición de una viajera, más allá lo que parecen dos miembros del cuerpo de seguridad del papa charlando tranquilamente mientras degustan un helado de cucurucho minutos antes de que llegue la comitiva del santo padre; dos policías en la plaza del Panteón más atentos a las evoluciones del Italia-Costa Rica de fútbol que a los carteristas del lugar, etcétera. Basta también encender la tele para tener acceso directo a una fábrica de ideas: no solo por el permanente juego grotesco, cómico y trágico de la inigualable política italiana, sino también por increíbles sucesos de crónica negra que parecen salidos de una novela o por tristes noticias recurrentes como los derrumbes parciales en el yacimiento de Pompeya, donde una nueva modalidad de disparate saca al lugar de la trágica rutina: la escasa vigilancia del yacimiento contribuyó a que hace unas semanas alguien robara un trozo de un fresco en la Domus de Neptuno. En resumen: Italia está lista para que cualquier día un heredero de Dino Risi ruede otra versión de I mostri (1963), aquella comedia cínica y cruel que repasaba los pecados nacionales en veinte episodios independientes, algunos de ellos memorables. Hay que ser optimistas por tanto: Cinecittà languidece, pero el material temático sobrevive. También el escenario (esa Italia incorregible, frívola, caótica, genial, resplandeciente y maravillosa) conserva su apabullante belleza artística y monumental y su inagotable capacidad de fascinación. Y por supuesto, como nos recuerda la reciente La Grande Bellezza, no se concibe que Roma pierda algún día el trono de ciudad más esplendorosa del planeta:

Si el cine italiano nos acaba de entregar esta obra maestra hay motivos para esperar la siguiente. Seamos por tanto optimistas y sigamos alimentando la espera del único modo posible, repasando películas italianas antiguas y modernas con la pasión y admiración que el tema merece. Olvidemos también por un momento la decadencia de Cinecittà. Al fin y al cabo, no todo se hizo ahí. Ya saben, por ejemplo, que algunas de las películas italianas más populares se rodaron en Almería:

Sergio Leone

Hijo de un director y una actriz de cine y curtido como director de la segunda unidad en varias superproducciones de Hollywood rodadas en Cinecittà (uno quiere dejar de hablar de los estudios, pero ya ven que es difícil) Sergio Leone conoció el oficio de cineasta desde temprana edad. Tras hacerse notar colaborando en varias películas de romanos decidió que lo suyo era desmitificar los códigos de su adorado western americano, inyectándole una gota de surrealismo, otra de bufonada, un toque de comedia y un pelín de sinvergonzonería a través de personajes astutos e invencibles y ladrones caraduras que siempre se salen con la suya. Nada más coherente con el género que Leone estaba a punto de fundar que tomar prestada sin permiso una historia ajena (Yojimbo, de Akira Kurosawa) trasladándola del Japón medieval al desierto de Almería: Por un puñado de dólares (1964) le valió a Leone una demanda judicial del maestro japonés, pero pese a perder en los tribunales el director italiano también se salió con la suya: el spaghetti western, éxito mundial y apoteosis de la farsa, nació coherentemente como pura farsa. El público se dio cuenta y respondió por ello de manera entusiasta, celebrando también el advenimiento de un mito llamado Clint Eastwood. Ya saben: Leone cerraría su célebre trilogía del dólar con dos películas universales, La muerte tenía un precio (1965) y El bueno, el feo y el malo (1966), gozosos delirios de primerísimos planos, duelos estridentes, medios tiempos extendidos hasta el infinito y bandas sonoras inolvidables: si Fellini tuvo a Nino Rota, Leone nunca se separó ya de Ennio Morricone.

Escena de Érase una vez en América. Imagen: Warner Bros.
Plano inconfundible de Érase una vez en América (1984) de Sergio Leone. Imagen: The Ladd Company, Embassy International Pictures, PSO International.

En su segunda trilogía Leone quiso confesar al mundo que en esa curiosa balanza en la que era difícil discernir si su cine era una parodia o un homenaje al western primaba su pasión por el cine americano. Por eso concibió Hasta que llegó su hora (1968) como una batidora en la que cabían referencias a Centauros del desierto, Solo ante el peligro, Johnny Guitar o Raíces profundas pasadas por el filtro de su inclasificable estilo personal, y la monumental Érase una vez en América (1984) como un gran homenaje a las películas de gangsters concebido y realizado a modo de epopeya por un grupo de profesionales italianos (Leone en la dirección, Tonino Delli Colli en la fotografía, Morricone en la música y con todo un equipo técnico transalpino) y convenientemente aderezado con ingredientes de tragedia clásica. «¿Qué has hecho todos estos años?» «Acostarme temprano» respondía Robert De Niro en una frase memorable prestada de En busca del tiempo perdido de Proust. Entre ambas películas, es menos conocida pero igualmente interesante ¡Agáchate, maldito! (1971), curiosa obra a medio camino entre el drama y el cachondeo puro con dos actores excelsos (Rod Steiger y el experto en explosivos que borda James Coburn) y con una maravillosa banda sonora de Morricone que revela el necesario punto hermoso y evocador en medio de las bombas. Aquí tienen al maestro en acción en la plaza San Marcos de Venecia, nada menos. Sencillamente sublime:

Es de justicia dedicar dos líneas (bueno, realmente lo justo sería dedicar por lo menos un artículo) al inmenso talento de los nunca suficientemente reconocidos (y en algunos casos ignorados en su propio país, olvido imperdonable) maestros italianos del guion. Los Suso Cecchi d’Amico, Tonino Guerra, Age & Scarpelli, Tullio Pinelli, Ennio Flaiano y demás. Echen un vistazo a sus currículums en Imdb y alucinen. En las películas italianas se sorprende también uno en ocasiones al echar un vistazo a los guionistas y hallar nombres ilustres. Hasta que llegó su hora es un ejemplo: firman la historia junto a Sergio Leone unos tales Dario Argento y Bernardo Bertolucci. Hablemos brevemente de ellos:

Dario Argento, Bernardo Bertolucci, La mejor juventud

Argento es, si quieren, el John Carpenter italiano, aunque la afirmación contraria («Carpenter es el Argento americano») también nos vale. Ambos han cultivado un tipo de cine mal llamado de «serie B», término este que conlleva un tono despectivo que no viene al caso. Bueno, en ocasiones sí (las últimas películas de Argento se lo han ganado con creces) pero no aplicaba cuando Argento o Carpenter rodaban con la pasión del enfermo de celuloide que solo concibe el mundo a través de su cámara. La década de los setenta constituye el mejor período de la carrera de Argento, cuando obras como Suspiria y sobre todo su película más conocida (Profondo Rosso, Rojo oscuro en España) destilaban el frenesí creador de un cineasta obsesionado por el giallo , el terror gótico, De Quincey, la Hammer y lo que ustedes quieran. A mí Argento me tiene ganado desde que se empeñó en recrear para una escena clave de Profondo Rosso el célebre cuadro de Edward Hopper Nighthawks (1942). Más info aquí.

Escena de El cielo protector. Imagen: Warner Bros.
Un festival visual de dos horas: El conformista (1970) de Bernardo Bertolucci. Imagen: Mars Film, Marianne Productions, Maran Film.

En cuanto a Bernardo Bertolucci, debe sin duda su fama internacional a El último emperador (1987) y sus nueve Óscars, y sobre todo a El último tango en París (1972), tratado de maestría y genialidad a cargo de un actor en posesión de todos los recursos de su eminente arte: Marlon Brando. La sombra de Brando es tan alargada que se ha llegado a decir que la película es suya, y no de Bertolucci. Aunque en ocasiones esto parece cierto (es un hecho que a Bertolucci el film se le va por el desagüe cada vez que Brando desaparece de la pantalla) es también bastante injusto: la mano de Bertolucci está ahí, y también la de un colaborador suyo esencial: el inmenso director de fotografía Vittorio Storaro, uno de los grandes talentos del cine italiano con un currículum ejemplar (Apocalypse Now para empezar) que baña el apartamento parisino con sus tonos cálidos, anaranjados e inconfundibles.

El enorme éxito vestido de controversia de El último tango en París proporcionó a Bertolucci, comunista convencido, los medios para rodar la película de su vida: Novecento (1976), nada menos que cinco horas y pico de epopeya que cuenta la primera mitad del siglo XX en Italia con un reparto espectacular (Robert de Niro, Gérard Depardieu, Sterling Hayden, Burt Lancaster, Donald Sutherland…) y con todos los medios técnicos posibles a disposición del director, lo cual por desgracia provocó lo inevitable: Bertolucci se emborrachó de balón. Tras una apabullante hora y media inicial que constituye, por sí misma, uno de los pedazos de cine más bellos de la historia de este arte, Bertolucci se entrega por desgracia en las horas siguientes a una burda exaltación del comunismo que termina por caer en el ridículo, transformando lo que eran grandes personajes en pobres arquetipos limitados por sus prejuicios y, lo que es casi peor, rozando la parodia involuntaria en su descripción de los fascistas, aquí pintados como malvados directamente salidos de El mago de Oz y no como tenebrosos hombres reales.

Conviene en este punto hacer un inciso y hablar de una de las cosas más grandes que han salido de Italia en los últimos veinte años: si Novecento se acercaba de modo irregular a la primera mitad del siglo XX italiano, Marco Tullio Giordana relataba la segunda mitad del siglo con magnífico pulso y precisión geométrica disfrazados de sencillez en una película ejemplar: La mejor juventud (2003) es la crónica de una familia romana a lo largo del siempre convulso escenario histórico italiano. Nada menos que seis horas y pico de película que (creo que casi todos los que la hayan visto pueden jurarlo) pasan como un suspiro y se viven con un permanente nudo en la garganta. Un tratado sobre cómo implicar emocionalmente al público en una historia, un sentimiento terrible de pérdida al fin de la proyección por lo que nunca podrá volver a ser visto por primera vez, y sobre todo una de las mejores recomendaciones que uno puede hacer a los amigos. Inolvidable.

Escena de La mejor Juventud. Imagen: RAI.
Fotograma de La mejor juventud (2003). Imagen: BiBi Film, Rai Cinemafiction.

Hay que volver a Bertolucci, porque lo hemos puesto a parir y no hemos dicho que dio muestra de su innegable talento en una de sus primeras películas: la sensacional El conformista (1970) es un acercamiento mucho más preciso al fascismo y a su capacidad de absorber y anular la personalidad del individuo, y también un tratado visual apabullante en el que es seguramente el mejor trabajo de Vittorio Storaro tras la cámara. El talento temprano de Bertolucci se debe también en parte a que tuvo en su juventud a un maestro inmejorable, también comunista y figura trágica e incómoda de la historia reciente italiana:

Pier Paolo Pasolini

Italia nunca supo muy bien qué hacer con Pier Paolo Pasolini, artista ingobernable, poeta genial y brillante director de cine. De hecho sigue sin saberlo: su asesinato nunca se ha aclarado del todo, y cualquier acercamiento a su figura supone en Italia la reapertura de cicatrices no cerradas de su más dolorosa historia reciente. El cineasta abrió su inclasificable filmografía con Accattone (1961), acercamiento en carne viva a los suburbios marginales de una Roma olvidada, y la cerró con una película dolorosa en el sentido literal del término: la brutal (aunque «brutal» es un término demasiado suave) Saló o los 120 días de Sodoma (1975), una obra gracias a la que conservo, diez años después, el recuerdo imborrable de las catorce personas que salieron corriendo despavoridas de la sala durante su proyección en mi universidad. En Saló Pasolini se lanzó a describir cuánto aborrecía el fascismo con el mismo convencimiento y odio que Bertolucci en Novecento, pero con mucho más tino: la película es tenebrosa, abrumadora, agobiante hasta la náusea y terriblemente audaz en su descripción de los abismos de la maldad humana. Un puñetazo al público, también una tortura. Un diamante negro fundamental.

Nanni Moretti

Nanni Moretti, otro director imprescindible, comprendió muy bien que todas las reacciones italianas ante el asesinato de Pasolini (ocurrido en 1975, cuando acababa de terminar de rodar Saló) transitaban entre el silencio y la vergüenza. Lo representó extraordinariamente en una secuencia sencilla, despojada de todo adorno y esencial de su muy sencilla, despojada de todo adorno, esencial y estupenda Caro Diario (1993): son cinco minutos de cine puro inesperados, sorprendentes e hipnóticos (a ello contribuye la excelente música de Keith Jarrett) en los que la cámara se limita simplemente a seguir a Moretti en su Vespa hasta que llega al rincón de la playa de Ostia donde el cuerpo del poeta quedó masacrado tras varios atropellos con su propio coche. Una vez allí solo cabe el silencio ante el abandonado, triste y vergonzoso monumento (posteriormente restaurado) que apenas recuerda su incómoda e insustituible figura.

«No sé por qué, pero nunca había ido al lugar donde fue asesinado Pasolini»:

La escena es muy significativa del tipo de cine que propone Moretti, experto en acercarse al todo, al absoluto, con los mínimos elementos y de vestir de sencillez y ligereza profundas reflexiones sobre su propio lugar en el mundo. Habrá quien solo vea en Caro Diario y su prima hermana Abril (1998) a un hedonista imperdonable que nos aburre con acontecimientos de su propia existencia, pero si se consigue entrar en ellas se descubre que la Vespa de Moretti puede ser también el barco de Ulises que nos lleva a todos por la vida. Cannes consagraría al director en 2001 otorgándole la Palma de Oro por La habitación del hijo, un excelente drama de ficción, pero personalmente prefiero el tono autobiográfico, irónico, divertido, aparentemente errático y semidocumental de las otras dos películas. Qué difícil es conseguir tanto con tan poco.

El cine político

El asesinato de Pasolini es otro de los muchos episodios de los terribles «años de plomo» italianos, ese crudo período de finales de los sesenta a principios de los ochenta marcado por niveles intolerables de agitación política, tensión nacional y terrorismo salvaje que proporcionó a la cinematografía nacional varias obras maestras del cine comprometido, social y de denuncia. Por decirlo claramente: en Italia el gran cine político está sencillamente a otro nivel, y convierte los esfuerzos de los Oliver Stone de turno en trabajillos de aficionado. Por fortuna es un cine que sigue vivo, y dos grandes obras recientes así lo atestiguan: Il Divo (2008) de Paolo Sorrentino se acerca a la inabarcable figura de Giulio Andreotti (interpretado por un Toni Servillo más allá del elogio) del único modo posible: como farsa grotesca. En cuanto a Gomorra (Matteo Garrone, 2008) es el más crudo, devastador y desmitificador acercamiento del cine al más conocido problema de Italia. Ambas películas son herederas de una tradición que tiene su apogeo en los sesenta y setenta con los peliculones de directores como Francesco Rosi (con Salvatore Giuliano y El caso Mattei a la cabeza) o Elio Petri, autor del más insólito, extravagante e incómodo relato sobre el Poder, con mayúsculas: la indefinible Investigación sobre un ciudadano libre de toda sospecha (1970). En algunas de estas y otras obras maestras del período emerge la figura de un actor enérgico, volcánico, arrollador e imprescindible: el gran Gian Maria Volonté. Hasta qué punto el cine político italiano gozaría de prestigio por entonces (copando premios en los grandes festivales de la época) que cuando el recientemente constituido gobierno de Argelia decidió financiar una película semidocumental sobre su independencia de Francia tiró de agenda y llamó a varios directores italianos porque eran sencillamente los mejores. Finalmente fue Gillo Pontecorvo el encargado de llevar a la pantalla con el mayor realismo y veracidad posibles la descarnada violencia de La batalla de Argel (1966).

Escena de Il Divo. Imagen: Indigo Film / Lucky Red / Parco Film.
Toni Servillo en Il Divo (2008). Imagen: Indigo Film, Lucky Red, Parco Film.

El cine político italiano, cuando es bueno, resulta también devastador. Ya saben: nada tiene sentido y todo es un desastre. Pero hay otro tipo de acercamientos al sinsentido contemporáneo más reflexivos, intelectuales y pedantes si quieren. Como el del último gran nombre que trataremos en este repaso: el más aplicado indagador de la soledad, la incomunicación y la alienación del ser humano.

Michelangelo Antonioni

He dejado conscientemente a Antonioni para el final porque su sola mención me habría hecho perder varios lectores. No se vayan todavía: vaya por delante que no soy el mayor fan de su cine. Antonioni tiene cierta fama de plasta justa solo en parte, porque viendo sus películas se puede intuir que en su día pudieron gustar más o menos, pero es innegable que estaban en posesión de todos los recursos para caer (como cayeron) como una bomba en el panorama cinematográfico contemporáneo. Dicen que Woody Allen afirmó una vez que las películas de Éric Rohmer eran tan aburridas que en ellas se veía crecer la hierba. A mí me ocurre algo parecido con la célebre trilogía de la incomunicación de Antonioni, pero también debo reconocer que vi con la boca abierta la larga secuencia de la isla de La aventura (1960), subyugado por la potencia y expresividad de las imágenes, así como los cinco minutos finales de El eclipse (1962) y buena parte del metraje de La noche (1961), esa película de personajes tan quebradizos y siempre al borde del llanto que constituye casi un estado de ánimo por sí misma. Estado de ánimo y ambiente a los que Mad Men debe más de un capítulo, sobre todo uno de la tercera temporada. Por lo demás, no se puede hablar de Antonioni sin citar a su musa: Monica Vitti, esa pedazo de mujer y actriz capaz de ejercer una presencia tan totémica en sus películas que conserva todo su magnetismo incluso en esos momentos en que el director la pone a hacer paridas.

Más allá de la trilogía de la incomunicación debemos citar una de las películas más accesibles de Antonioni: El reportero (1975), curioso, ¡entretenido! e interesantísimo film sobre la imposibilidad de dejar de ser uno mismo en el que Jack Nicholson se embarca en un largo viaje a través de la geografía española. Ya ven que Antonioni tendrá fama de aburrido, pero si uno rasca un poco le sale un genio. De hecho su impacto en buena parte del cine posterior también se puede medir por el hecho de que La conversación (1974), la menos conocida de las obras maestras de Francis Ford Coppola, es deudora de la discutible Blow-Up (1966) que Antonioni realizó a partir de un relato de Julio Cortázar.

Escena de La aventura. Imagen:  Produzioni Cinematografiche Europee / Cino del Duca.
Plano final de La aventura (1960) de Michelangelo Antonioni. Imagen: Produzioni Cinematografiche Europee (P.C.E.), Societé Cinématographique Lyre, Cino del Duca.

¿Qué nos queda?

Pues salvo espacio para seguir escribiendo, nos queda de todo. Fíjense que no hemos dicho nada de Anna Magnani, Ugo Tognazzi o Massimo Troisi, ni hablado lo suficiente de Claudia Cardinale, Sophia Loren o Vittorio Gassman. No hemos contado que hay Paolo Sorrentino y Toni Servillo más allá de Il Divo y La Grande Bellezza, y Las consecuencias del amor (2004) es prueba de ello. También nos hemos dejado en el tintero a técnicos como Carlo Di Palma y a cineastas como Ettore Scola, Luigi Zampa, Steno, Damiano Damiani, Alberto Lattuada, Marco Ferreri, los hermanos Taviani, Marco Bellocchio, Giuseppe De Santis o Ermanno Olmi. Tampoco hemos buceado en ese pozo inagotable de la «serie B» italiana del que sobresale por méritos propios Mario Bava entre otros directores más discutibles como Lucio Fulci o Sergio Corbucci, pero todos ellos venerados incondicionalmente por Quentin Tarantino. Qué tendrá la serie B italiana que hasta de ahí puede uno sacar chicha: y es que a los de mi generación no se nos caen los anillos por esbozar una sonrisa cada vez que alguien nos menta a Bud Spencer y Terence Hill.

Tampoco hemos hablado (Grande Bellezza aparte) de los últimos Óscars del cine italiano. Ha sido una elección consciente, pues leyendo por ahí parece en ocasiones que todo el cine del país pasa por Cinema Paradiso (Giuseppe Tornatore, 1988), Mediterráneo (Gabriele Salvatores, 1991) o la archiconocida La vida es bella (Roberto Benigni, 1997). No es por quitar mérito a estas películas (sobre todo a Mediterráneo, una peliculita estupenda con el gran Diego Abatantuono de protagonista) pero es que en Italia hay mucho más donde rascar, qué le vamos a hacer. Incluso Benigni, que por estos lares es poco más que ese bufón que la lió en los Óscar, tiene más donde rascar: es también un showman intelectual, volcánico, genial y necesario entre otras cosas.

Pero debemos terminar, y no se me ocurre mejor forma de hacerlo que tomando prestados unos créditos finales. Los más hermosos que uno recuerda, de hecho. Siéntese, relájese y déjese llevar por el río Tíber. Después levántese y corra a ver películas o, si lo prefiere, use la sección de comentarios para hablar de las ausencias inevitables de esta lista.

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23 Comments

  1. Pingback: Cine italiano: filmografía incompleta (I)

  2. ¡Excelente artículo!

    Y a apropósito de «La gran belleza», película que ya forma parte de la historia del cine italiano, os dejo algo que escribí hace unos meses a propósito de la obra maestra de Sorrentino: http://cinedivergente.com/ensayos/estudios/la-gran-belleza

  3. Pingback: Cine italiano: filmografía incompleta (y II)

  4. María

    Por mi parte y sin dudar encuentro a faltar a Gianni Amelio y » Il ladro di bambini» y «Lamerica».

    Y tambien a Giuseppe Tornatore, con Cinema Paradiso y la reciente «La mejor oferta»

  5. No deja de resultarme chocante que a Tornatore se le mencione tan de pasada. Es cierto que de Cinema Paradiso se ha hablado mucho (y no gusta a todo el mundo), pero no más que de muchas de las aquí nombradas, y además Tornatore tiene más películas interesantes.

    Hecha esta reseña, debo decir que agradezco mucho ambas partes del artículo.

  6. Miguel Faus

    Buenísimos ambos artículos. Un repaso muy interesante de la que es sin duda una de las grandes filmografías del mundo.

  7. Salinski

    En serie B, comedia erótica: la gran Edwige Fenech.
    Por cierto, acabo de leer que Tarantino es «su incondicional fan». En mi caso no es por su faceta de horror sino por lo dicho arriba.

    Los artículos, excelentes. Para los que amamos el cine, y sobre todo Italia.

  8. Joseph

    He disfrutado mucho la lectura, y apenas habré visto una tercera parte de la filmografía aquí citada.

    Y los créditos finales es un gran acierto.
    Gracias por los momentos.

  9. hola,

    recomiendo, y hacerme caso, perfume de mujer con vittorio gassman . el remake, esencia de mujer, con al pacino bastante sobreactuado , peor en mi opinion.

  10. Salinski

    Respecto a Antonioni he de decir que el factor Sala para mí fue fundamental.
    Por ejemplo, La notte la vi en un cine enorme (como eran los cines entonces) y que en él había unos cuantos chavales que se dedicaban a lanzar pullas y a hacer comentarios hirientes a pleno pulmón. Y claro, así no había manera. No obstante el impacto visual fue tremendo.

    Distinto fue el caso de El eclipse y sobre todo El Grito que vi sin ninguna información previa, virgen de toda consideración. Fue absolutamente demoledora.

  11. Salinski

    I Mostri. El Testamento di Francisco.
    Grande Gassman

    http://www.youtube.com/watch?v=_tPBlJu4rjM

  12. Lo uomo del le selle. Mi favorita.

  13. juanramerucu

    L’uomo delle stelle es, para mí, superior a Cinema Paradiso. Maravillosa y hermosísima.

  14. Álvaro Vitali

    Las mejores películas del cine italiano son las mías: http://pictures2.todocoleccion.net/tc/2010/03/05/17934160.jpg

  15. José Antonio

    Pan, amor, fantasía y buenos artículos como éste. ¿Para cuando uno sobre Mastroiani, solito para él?

  16. de ventre

    y qué decir de Valentina Nappi!

    j

  17. Pingback: Nuevo artículo en Jot Down. Cine italiano: filmografía incompleta (y II) | La Marmota Phil

  18. Hablando de Pasolini, Habrá que ver el biopic de Abel Ferrara.

    http://www.youtube.com/watch?v=iOVDmHmisQw

  19. Rubén Osuna

    Es esencial hablar de Antonioni, el más experimental y atrevido de los grandes cineastas italianos, y artista e intelectual de talla. Pero el repaso que se ofrece aquí de su filmografía se queda muy corto.

    Antonioni rueda una primera película neorrealista (Gentes del Po, parcialmente perdida) en 1943, pero su primer largometraje comercial fue Crónica de un amor, con Lucía Bosé, que Noel Burch considera una obra maestra. De similar nivel es la desgarradora La dama sin camelias (1953, también con Bosé), y fresca y modernísima, Las amigas (1955), que anuncia el Antonioni futuro. El grito (1957) es su última gran película de los 50, pero no hay que olvidar que la deliciosa comedia de Fellini, su primera película, El jeque blanco (1952), una de las favoritas de Woody Allen, cuenta con una historia del propio Antonioni, a quien nadie asociaría con la comedia ¿verdad?

    La fama le vino con La Aventura (1960). Aunque otras películas anteriores contienen elementos del Antonioni maduro, esta es su primera película marca de la casa. Resuelta desconcertante, pero también fascinante. En Antonioni la imagen va por un lado y el sonido (y los diálogos) por otro. Es casi cine mudo, en buena medida documental, en parte poético, y solo marginalmente dramático. De La Noche (1961) resultan fascinantes esas largas escenas rodadas de un tirón, sin palabras, o donde estas no tienen sentido alguno. Por ejemplo, las escenas diurnas, agobiantes a pesar de la luz, que contrastan con la larga noche que ocupa la segunda mitad de la película: el paseo de Moreau sola por las calles de Milán, incluidos los extraños cohetes, o la visita al hospital del principio. De El Eclipse (1962) podemos quedarnos con la secuencia de la bolsa, el paseo nocturno por el EUR o el agobiante principio con Paco Rabal, además del famoso final.

    Desierto rojo (1964) introduce el color, y lo hace de forma poco convencional, arriesgada, creativa y sorprendente. Los colores de los objetos están modificados artificialmente (frutas petrificadas, árboles blancos) para mostrar el estado mental de la protagonista.

    Blow-Up (1965) es la más fácil de sus películas, creo, rica en significados y cargada de simbolismo. Pero es cierto que El Reportero (1975), película favorita de Jack Nicholson, quien la compró, restauró y reeditó, es quizás tanto o más seductora. Atesora una de las secuencias de cierre más famosas y sofisticadas de la historia del cine. Zabriskie Point (1970) fue la más cara rodada por Antonioni, y pincha debido a su elección de actores no profesionales, que lastran sin remedio la película, aunque quién puede olvidar la famosa secuencia final de la explosión a cámara lenta con música de Pink Floyd.

    El misterio de Oberwald (1981) presenta experimentación con la manipulación del color, pero en sí misma es una película que pudo haber filmado el mismo Visconti. Una delicia decimonónica.

    Identificación de una mujer (1982) fue su última película antes del ictus que acabó con su carrera, y es una película compleja, sofisticada y fascinante.

    Muchos años después pudo conseguir poner imágenes a algunos de sus relatos poéticos en las tres historias de Más allá de las nubes (1995), rodar un corto que formaba parte de la película-homenaje Eros (2004) -turbador- y el corto La mirada de Michelangelo (2004), fascinante reflexión puramente visual sobre la forma, la luz y el genio.

  20. Maravilloso artículo! Decidí leerlo hace unos meses y lo vuelvo a releer ahora. Para aprender y seguir aprendiendo.

    Mi humilde pedido al autor: Parte 3, parte Bis, relegados, B-sides, Llamalo como quieras, este tema merece aunque sea una parte más!

    Saludos calabreses

  21. Gracias por los artículos. Los años 50/60/70 son los grandes del cine italiano, pero también de muchos otros cines: el japonés, el francés, el polaco, el checo, y por supuesto del norteamericano . La cita del cine de Rohmer la dice el personaje que interpreta Gene Hackman en Night moves, de Arthur Penn. Dudo mucho que Woody Allen la dijese. Saludos. Muy bueno, por cierto, el repaso del comentario de Rubén Baena a la carrera de Antonioni. Como película entera, me quedo con El grito y El desierto rojo, y luego son momentos, como bien dice Rubén.

  22. Excelente artículo. Realmente echo de menos hablar un poco más de G.Tornatore ya que para mí es un director que ha hecho grandes películas no solo Cinema Paradiso, representa muy bien el contexto siciliano de donde es.

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