«Una madre y una hija. Qué absurda combinación de sentimientos, confusión y destrucción. No lo entenderé nunca». Es Liv Ullman, haciendo de Eva en Sonata de otoño, quien dice la frase: la dice mirando fijamente a su madre, liberada por fin de un odio y una amargura autodestructivas. La madre de Eva es pianista y da conciertos, y como mujer que da conciertos deja de ser la madre de Eva y Lena, porque está muy ocupada. De todos modos, no es eso lo traumático: no se sabe cuándo fue peor, si al ausentarse o cuando decidió quedarse en casa. Se nos presenta a la madre como una mujer egoísta incapaz de sentir afecto por los demás, sin el menor interés por sus hijas o su marido, obsesionada con su trabajo. Eva ha crecido con carencias evidentes, con pena, con desamparo, pero ha ido perdonándola porque la quiere, según dice, aunque no ha sabido bien cómo olvidar sus faltas —las lleva todavía consigo.
Cuando se reencuentran, después de años, Eva se siente juzgada por su madre: la vida que lleva no es la que una madre desearía para su hija. Eva le pide que la deje en paz, pero con voz dulce, casi un ruego, y su madre sonríe y la convence de que ya la ha dejado demasiado en paz, ¿no crees? Y sonríen, y se abrazan. Eva está casada con un hombre al que dice no amar, porque no sabría cómo amar a nadie; su hijo se ahogó cuando tenía cuatro años y ella no ha conseguido aceptarlo; vive con su hermana enferma, de una dependencia total, a la que cuida como a una hija: antes, la habían dejado en una residencia y las enfermeras se ocupaban. Y allí llega la madre, a una familia coja: su último marido ha muerto y ella se siente desolada, de una desolación civilizada, burguesa, y contempla la vida de Eva con mirada crítica.
Algo estalla entre ambas, una noche; algo que Eva ha ido alimentando durante toda su vida: tanto perdón inútil, tanta comprensión hacia su madre, se esfuman y dan paso al odio, a la destrucción, a la confusión. Liv Ullman dice su frase mirando a su madre: qué absurda combinación de sentimientos. Una madre y una hija, lamidas por el dolor y la indignación. La madre, por supuesto, era del todo desconocedora de aquel odio. Y la mira y se sorprende: cuánto me odias.
Ingmar Bergman alardea de lucidez y lo cuenta, lo observa sin complejos: una madre y una hija también pueden odiarse. Ocurre con frecuencia, no pasa nada; es una locura, pero no nos asusta contarlo. En este caso parece bastante evidente que el motivo principal, el pecado de la madre es haberse dedicado por completo a sí misma, a su profesión; parece que su error fue ese, el egoísmo, pero una madre y una hija pueden odiarse por todos los motivos, cualquiera es suficiente. El cine no se cansa de mostrar lo que no tiene nombre. Hay más madres e hijas que se odian, no hay malos en la película. En el caso de Precious, por ejemplo, aunque la empatía se centra constantemente en la niña, al final también nos compadecemos de la madre.
Hay una gran diferencia entre el odio de Sonata de otoño y el de Precious: la clase social. En el segundo caso, es un odio visceral, violento, invasivo, físico. Pero eso no convierte al primero en mejor, porque la sutilidad está cargada de resentimiento. Precious, la niña negra de clase baja que sufre acoso sexual por parte del padre y maltrato físico y psicológico por parte de la madre, tampoco sabe defenderse del odio. Aunque es más joven, es más ingenua, el paso del tiempo no la ha vuelto amarga, se la ha castigado con el hijo de una violación pero a cambio encuentra buenas personas que la ayudan. La vulnerabilidad de Precious no tiene comparación, porque ni tiene medios ni educación para rebelarse contra la injusticia; Eva, en cambio, es vulnerable de otro modo. Hay algo que se instala entre Precious y su madre —la culpa. Es terrible, la culpa. Porque no las deja avanzar. No les permite despojarse de lo que deben despojarse y avanzar.
Selección aleatoria de células
Eso es la familia, según la película Agosto: una selección aleatoria de células. Meryl Streep y Julia Roberts: madre e hija, qué combinación tan absurda. La madre es una adicta a las pastillas, al dolor, al cáncer que tiene; el padre se ha suicidado. Esta es la escena que tendrán que vivir las hijas; tres modelos distintos de hija: la silenciosa, la despampanante, la valiente. Una madre para tres hijas, y no le sirve a ninguna. Porque a la silenciosa por primera vez en su vida le salen bien las cosas, y planea alejarse de su familia: es la única que se ha quedado cerca de sus padres. A la despampanante no le sirve la madre, porque no está dentro de su nivel de exigencia superficial: necesita lujos, necesita cosas materiales, necesita frivolidad. La valiente, Julia Roberts, es una fracasada que no acepta su propio fracaso, y acepta todavía menos el fracaso de su madre. Es la única que se sube al ring de Meryl Streep, una madre poderosa, cruel, capaz de hundir con un solo dedo a cualquier miembro de la familia. La cena después del entierro desata la tormenta: la hija valiente no quiere que su madre sea una adicta, la madre adicta no quiere que sus hijas desperdicien sus vidas teniendo todo a sus pies, la hija silenciosa lo único que quiere es desaparecer y la hija despampanante necesita formar parte momentáneamente de esa selección aleatoria de células para poder exhibir su triunfo hueco. Qué combinación tan absurda, una madre y tres hijas. No hay entendimiento, no hay armonía: a las hijas no les parece que su madre esté a la altura, y menos con su adicción, y a la madre le parece que sus hijas lo han echado todo a perder: en su casa todo era oscuridad y salieron adelante. ¿A qué precio? Al precio de la amargura, de la falta de compasión. La hermana de Streep, por ejemplo, humilla constantemente a su hijo. No tuvieron delicadeza en su infancia y no se la pueden ofrecer a las infancias de sus hijos, pero esperan todo de ellos.
Es ahí donde aflora uno de los temas conflictivos entre madres e hijas: las expectativas. No solo las sociales, que también afectan, sino las propias expectativas domésticas, familiares, del día a día. Meryl Streep espera de Julia Roberts algo que Julia Roberts jamás podrá darle, y viceversa. Uno de los personajes de Maternity blues dice: mi familia es una mierda como todas las familias. Pero no lo dice un personaje cualquiera, porque las mujeres de Maternity blues no son madres cualquiera: son asesinas. No se atreven a reconocérselo, ni siquiera pueden comprenderlo, pero son asesinas de sus propios hijos. La película está rodada en un centro psiquiátrico, y en él hay mujeres que han perdido —durante un instante, nada, un momento de desesperación, o lucidez— la cordura y han matado a sus hijos. Es verdad que no es gran cosa y que el infanticidio es un tema complejo que merece mayores resultados, pero hay algo: las expectativas de Agosto, la culpa de Precious, el resentimiento de Sonata de otoño. La mezcla de todo, y por encima, ponernos contra las cuerdas: la que habla es la mujer asesina. Todas hablan del amor que sienten por sus hijos, de cómo los echan de menos. No hay nada que pueda justificar lo que han hecho, ellas no pueden, la sociedad no puede, pero nos muestran el perdón que buscan para ellas en el centro.
Madre buena, hija mala
En las cuatro películas anteriores la responsabilidad cae sobre todo en la madre: egoísmo, maltrato, asesinato, crueldad. Pero también hay madres cinematográficamente buenas, aunque al principio no lo parezcan tanto. Por ejemplo, la madre de La bicicleta verde está demasiado preocupada por su marido, por no perderlo; tanto, que descuida la felicidad de su hija, que quiere una bicicleta. Pero es una niña, y las niñas en Arabia Saudí no van en bicicleta: las niñas buenas ni van en bicicleta, ni cantan cuando hay hombres delante, ni comen en una reunión masculina, ni se destapan la cabeza a cierta edad, ni ni ni. La madre de Wadja no quiere que su hija vaya a contracorriente y la corrige, la redirige, le enseña cómo ser una buena mujer. Aunque al principio pasa por una mala madre que no entiende las necesidades de una niña como su hija, hay final feliz para esta familia de dos —una familia de hombres ausentes, de una sociedad machista. Afortunadamente.
Las expectativas, que parecen siempre presentes en las relaciones maternofiliales, vuelven a ser protagonistas en La bicicleta verde: lo que espera la madre de Wadja, lo que Wadja está dispuesta a darle. Del mismo modo que en La ciudad está tranquila: lo que la madre —Ariane Ascaride— espera de su hija, lo que su hija adicta a la droga está dispuesta a darle a la madre, y no solo a la madre, sino al bebé que ha tenido sin conocer al padre. Pero hay una gran diferencia entre la madre de Wadja y Ariane Ascaride: en La ciudad está tranquila hay cierta empatía hacia la hija en todo momento, en La bicicleta verde necesitan la injusticia del hombre sobre la mujer para que la madre de Wadja se dé cuenta de que debe cambiar su actitud.
Ariane Ascaride pasa por la madre coraje que todos tenemos en mente cuando pensamos en una madre: el nivel de sacrificio es total. Trabaja para su hija y su nieta, se deja el alma para ayudarlas. Pero no la ayuda como una madre la ayudaría: prohibiéndole la droga, escondiéndosela, llevándola a un centro de desintoxicación. La madre de Wadja acaba comprándole la bicicleta, la madre de la drogadicta acaba inyectándole la dosis que necesita para no volverse loca. Esa es su muestra de amor, su gran valentía: no intentar cambiar a su hija como la madre de Wadja al principio, sino adaptarse a ella. En cuanto desaparece la expectativa entre madre e hija, la combinación deja de ser absurda.
Igual, exactamente igual que en Bellisima. La espléndida Anna Magnani está loca por llevar a su hija a un casting para un anuncio. Loca. Ha perdido un poco la perspectiva del asunto y no se molesta en averiguar si la niña lo desea. Su hija, por otra parte, es completamente secundaria: no importa. Es pequeña. Magnani no tiene dinero, anda siempre mendigando, y es la oportunidad que tiene para conseguir un poco de desahogo. Pero ¿desahogo para quién y al precio de qué? Se pasa todo el film de arriba para abajo, intentando chantajear, intentando convencer, vistiendo, peinando y adiestrando a la niña para que sea ejemplar, para que sea la elegida. De nuevo, las expectativas: esta vez un poco superficiales, pero expectativas igual. Al final, todo cae por su propio peso: hay bicicleta, hay droga, no hay anuncio. Todo se deja vencer del lado de la hija mala, que se convierte en la hija víctima, y la madre buena se convierte en la madre justa, comprensiva. Nada que ver con la combinación de confusión y destrucción de la primera tanda de madres e hijas cinematográficas.
La palabra destrucción, a mí, siempre me recuerda a una cita de Roberto Bolaño, en el cuento «Enrique Martín»: «Un poeta lo puede soportar todo. Lo que equivale a decir que un hombre lo puede soportar todo. Pero no es verdad: son pocas las cosas que un hombre puede soportar. Soportar de verdad. Un poeta, en cambio, lo puede soportar todo. Con esta convicción crecimos. El primer enunciado es cierto, pero conduce a la ruina, a la locura, a la muerte». Me hace pensar en estas madres y en estas hijas: lo pueden soportar todo, pero es entonces cuando se da la combinación absurda de sentimientos, confusión y destrucción; una madre y una hija lo pueden soportar todo, pero conduce a la ruina, a la locura, a la muerte.
Todo, absolutamente todo, conduce a la muerte.
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Muy interesante, pero por favor, rectificad lo de «Magniani», ya que se escribe «Anna Magnani». No es por ser repelente, pero duele a la vista.
Hay géneros aburridos, infumables, coñazo y por último está el drama familiar. No tengo yo ya bastantes problemas en mi casa como para encima tragarme unos de ficción.
Interesante recopilación aunque el enfoque sobre la maternidad me sabe un poco a rancio. Perdóname por usar esta palabra que es ofensiva y no es mi intención y sobretodo no me hagas caso que me pesa la incultura pero siempre me ha parecido que la maternidad, como concepto, se encarniza con las mujeres aplastando, a veces, hasta su voluntad.
Como no me explico muy bien dejo aquí un artículo escrito por Beatriz Gimeno que dice un par de cosas interesantes sobre el tema:
http://www.pikaramagazine.com/2014/02/construyendo-un-discurso-antimaternal/
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