Me encantan los enamorados de El triunfo de la Muerte. Los frescos altomedievales de la danza de la muerte están muy bien, pero hay que decir que Brueghel lo borda. Ese cuadro está lleno de detalles fantásticos. Pero a mí me encantan los enamorados del rincón.
Ellos van a lo suyo. Sin enterarse de nada. Todo es muerte y destrucción a su alrededor y ellos ni se inmutan. No sabemos si Brueghel estuvo alguna vez enamorado (aunque podemos suponer que sí). En cualquier caso enamorados como los de su cuadro hay en todas partes y en todas las épocas. Y todos nos hemos sentido así alguna vez: invencibles, poderosos, únicos, en un mundo aparte, protegidos de las inmundicias de la vida y de todo mal por obra y gracia de esa energía tan potente, ese chute de optimismo tan inesperado que trae eso que llamamos «amor». Y la Muerte nos mira burlona y por un momento parece que se va a apiadar de nosotros, que nos va a dejar en paz, que va a respetar nuestra felicidad. ¡Y una mierda! De eso nada, nos vamos a joder como todos, y de un plumazo. En el día del Juicio Final, seremos pasto de las llamas del infierno. Como todos. Pieter Brueghel nos mira a los ojos y nos avisa, nos amenaza, nos despierta a lo bestia. Pero nosotros queremos seguir cantando y soñando, y besándonos y amándonos, y cerrando bien fuerte los ojos, a ver si la muerte pasa de largo.
Nicolás II y su amada esposa Alejandra son los enamorados de El triunfo de la Muerte. Ellos también se creían superiores, invencibles, poderosos y únicos. Pero a diferencia del resto de los mortales, su delirio no era fruto de un pasajero subidón de endorfinas sino el resultado de una educación machacona y perfectamente aceptada por todo el mundo. Ellos eran el emperador y la emperatriz, eran los elegidos de Dios, eran los soberanos absolutos de su mundo. Tan capaces de nombrar santo a quien se les antojara como de mandar a la muerte a diez millones de personas por un caprichito tonto: poder pasar los veranos en un palacio de Estambul, pero no de invitados del sultán, que eso no mola, sino de dueños y señores de todo lo que veían sus ojos. Se puede pensar que no tenían bastantes palacios para pasar el verano, pero no, tenían de sobra…
¿Por qué tiene Rusia que combatir? Aquí a nadie, o al menos a nadie que piense, le importa un pito esas gentes turbulentas y vanidosas de los Balcanes que no tienen nada de eslavo y que no son más que turcos bautizados con otros nombres. Debimos dejar que los serbios sufrieran el castigo que se merecían… Y hablando de los beneficios que pueda reportarnos… ¿Un aumento de territorio? ¡Santo Cielo! ¿Es que aún no es bastante grande el imperio de Su Majestad?… Y aún cuando lográramos una rotunda victoria, con los Hohenzollerns y los Habsburgos reducidos a la paz, no solo significaría el fin de la dominación alemana, sino la proclamación de repúblicas en toda Europa Central, lo que representa el final simultáneo del zarismo… Hemos de liquidar esta estúpida aventura lo antes posible.
Estas palabras del conde Witte, antiguo primer ministro de Nicolás II, que Virginia Cowles recoge en su interesantísimo y terrible libro Los últimos zares cayeron en saco roto. No solo el zar estaba decidido a continuar esa «estúpida aventura» hasta el final (sobre todo desde que ingleses le prometieran, algo a todas luces imposible, dejarle vía libre para apoderarse de Estambul y del estratégico paso del Bósforo) sino por prácticamente la totalidad de sus ministros, generales y grandes nobles que formaban el reducido círculo del poder ruso. Casi todos eran profundamente belicistas, pero el zar además estaba encantado de vestir de uniforme y jugar a la guerra, algo que le había gustado desde niño. Y eso que ya le habían dado una buena tunda los japoneses en el 1905, pero Nicolás era de ideas fijas, y cuando flaqueaba un poquito ahí estaba su devota esposa para recordarle su papel. «El emperador eres tú, tienes que imponer tu voluntad», le decía constantemente, cada noche y cada mañana, en persona o por carta. Y cuando el emperador al fin imponía su voluntad (que curiosamente siempre coincidía con la voluntad de su amada esposa), le regalaba toda clase de bendiciones y muestras de jubilo:
No encuentro palabras para expresar cuánto se me ocurre —mi corazón está pletórico—. Estás demostrando ser el autócrata sin el cual Rusia no puede existir. Dios te ungió en su coronación. Él te puso donde estás y has hecho lo que deberías hacer… Esta será una página gloriosa en la historia de Rusia… las oraciones de nuestro amigo se elevan día y noche al cielo… Tu sol brilla… Duerme bien amor mío, salvador de Rusia.
Ante dichas palabras el emperador dormía contento, en su tienda de campaña, en las cercanías del frente, mientras su amada esposa y su buen amigo velaban por la paz interior. ¡Qué bonita historia! Lástima los ocho millones de soldados rusos que, como mínimo, murieron en la Primera Guerra Mundial. Ellos también estaban allí por la voluntad de Dios, ¿o estaban allí por otra cosa? Esos muertos afean un poco una historia muy bonita, de dos enamorados muy devotos que luchan y se sacrifican por el bien de su patria. Qué pena.
¿Y quién era ese «buen amigo», al que curiosamente obedecía la voluntad de la emperatriz, que curiosamente manejaba la voluntad del emperador? Sí, sí, todo muy curioso, pero es que la Rusia zarista era un imperio muy curioso, no solo por su reciente historia (como el hecho de no abolir la servidumbre de los campesinos hasta el año 1861, por poner un ejemplo muy conocido), sino por el hecho, incomprensible para nosotros, de que un supuesto monje analfabeto, borracho, fornicador incansable e indiscreto parlanchín pudiera controlar el destino de ciento treinta y tres millones de personas. Sí, un sujeto que seguro que conocen, aunque sea por su apodo: Rasputín. Un individuo bastante curioso, la verdad…
De Rasputin se pueden escribir libros enteros, pero yo simplemente voy a dar una lista. La lista de los desgraciados que intentaron enfrentarse a él. O que simplemente se limitaron a cumplir su deber y eso les hizo tener un pequeño tropiezo…
– Dos obispos de San Petersburgo, que fueron a hablar con la emperatriz para quejarse de Rasputin. Uno fue desterrado a Crinea, el otro mandado encerrar en un monasterio. Y total por una simple tontería. Rasputín, que intentaba tirarse a todo lo que llevara falda o sotana, había violado a una monja, una que no se tragó eso de «creerás que te estoy mancillando, pero te estoy purificando», un argumento que por lo general le resultaba convincente, todo hay que decirlo, porque el pecado y la santidad muchas veces van unidos.
– Un general, subsecretario del Ministerio de Interior, que simplemente cumplió con su deber de informar al zar de que Rasputín había sido encontrado borracho como una cuba, soltando indiscreciones sobre la familia real y montando jaleo. Cuando la emperatriz leyó ese «papel repugnante» (el informe del funcionario), su suerte estaba echada. Fue cesado de inmediato.
– El gran ministro Stolypin, el único que hizo algo por mejorar la situación de los campesinos, que eran la mayoría de la población del país. La emperatriz no pudo destituirlo porque un revolucionario se le adelantó y le pegó dos tiros. Pero se puso tan contenta que no tuvo ningún problema en reconocer delante de su horrorizado sucesor lo mucho que le agradaba su muerte.
– El gran duque Nicolás, familiar directo de Nicolás II y jefe del ejercito ruso, que tenía una animadversión poco disimulada por Rasputín. El gran duque admiraba al zar y cumplía lo mejor que podía con su obligación militar, pero era un «opuesto a un enviado de Dios» y la emperatriz no paró hasta lograr que su esposo lo destituyera, con lo que de paso se nombró a él mismo general en jefe y provocó una inesperada reacción de sus ministros y consejeros, generalmente muy dóciles, que amenazaron con dimitir en masa. ¿Cómo se resolvió el asunto? En cuanto el zar marchó al frente, la emperatriz se ocupó de ir sustituyendo a los ministros díscolos por amigos del «enviado de Dios». Y así podemos empezar con otra lista, la de los felices agraciados. Si Rasputín traía la desgracia para algunas familias también traía la suerte para otras. La lista es larga, por lo que me contentaré con dar un nombre a modo de ejemplo. Cuando recomendó a Boris Sturmer, antiguo maestro de ceremonias de la corte, como nuevo primer ministro, su único mérito, el que declaraba la emperatriz Alejandra en su carta a su esposo era el «tener gran estima a Gregorio» (nombre de pila de Rasputín), y añadía, para dejárselo bien claro a los futuros historiadores: «lo cual es muy importante».
Sí, eso era muy importante. Pero no solo lo sabemos ahora los que leemos las cartas y los documentos de la época, sino que ya lo sabían sus contemporáneos. Y algunos, los que no eran rusos, los que no eran la camarilla de Rasputín, ni eran el pueblo llano o incluso los nobles, que no podían decir lo que pensaban en voz alta, algunos que vivieron esos momentos y pudieron hablar también lo dejaron muy claro.
Sturmer, el hombre que según la emperatriz «convenía para estos momentos» (por cierto, unos momentos nada extraordinarios: solo una guerra mundial y una revolución a las puertas del palacio, nada del otro mundo) era un hombre «de poca inteligencia, espíritu ruin, rastrero, honestidad dudosa, inepto y sin la menor idea de los asuntos de Estado». Y estas palabras no las dejó escritas uno de los muchos enemigos de Rasputín, ni un enemigo de la madre patria, sino el embajador francés, que, no hay que olvidar, representaba al principal aliado de Rusia en esa guerra en la que tan alegremente todos, y ahí hay más culpables que el zar, se habían metido. Pero Sturmer no era el único de los amigos del «enviado de Dios» que tuvieron en sus manos el destino de Rusia, del futuro emperador, el enfermo zarévich, de las vidas de millones de personas y de las vidas de la propia emperatriz, del emperador y del resto de la familia real. El primer ministro fue uno más de los precipitados nombramientos de última hora, de esos movimientos con los que la emperatriz creía que estaba salvando a su patria y a su familia, y ante todo salvando la idea que tenía de lo que debía ser un soberano. Pero en realidad no estaba sino bajando un escalón, otro más y ya de los últimos, del sótano de la casa del bosque donde iban a ser asesinados pocos años después. Y esto casi sería lo de menos, porque a la tragedia de la familia se sumó la tragedia entera de un país que después de una terriblemente sangrienta guerra mundial iba a vivir una revolución y una guerra civil igual de sangrienta. Y aunque ya sea muy conocido merece la pena recordar las palabras de Virginia Crowles, cuyo libro terrible y diáfano recomiendo:
Con hombres así controlando los principales ministerios, los alimentos, combustibles y municiones empezaron a escasear.
Y eso que:
Ningún país fue jamás a la guerra tan pobremente equipado, tan mal dirigido, tan tontamente optimista como Rusia.
Cuando por fin Nicolás II comprendió que marcharse al frente y dejar hacer y deshacer a su esposa había sido un error, la emperatriz, tozuda como una mula, le replicó: «No destituyas a nadie hasta que nos veamos, no te precipites, sé fuerte, aplasta a tus enemigos, perdona que vuelva a escribirte, estoy luchando por tu reino y por el niño».
Alejandra creía realmente que solo Rasputín podía mantener con vida a su hijo enfermo. Las quejas de su marido diciendo que la gente empezaba a morirse de hambre, algo inaudito en un emperador que nunca se había preocupado por su pueblo y que se había salvado de la revolución de 1905 por los pelos (sin llegar nunca a comprender la suerte que había tenido: al contrario, le agradeció el favor al conde Witte enviándole una carta de destitución), le entraban por un oído y le salían por el otro. Y mira por donde al final al pequeño heredero no lo mató su hemofilia, lo mató una bala. Por entonces Rasputín ya llevaba muerto algunos años. ¿De haber estado vivo, hubiera podido realizar otro de sus milagros?
¿Qué pensó la emperatriz cuando se vio delante de los fusiles, qué todo era la voluntad de Dios? No lo sé. Pero lo que sí sé es que esa voluntad de Dios ya la había previsto Lenin algunos años antes:
Una guerra entre Austria y Rusia habría sido muy conveniente para los revolucionarios, pero no es posible que Francisco José y Nicolasha nos hagan ese favor.
Lenin le hablaba a Gorky en el momento que se producía la crisis de los Balcanes de 1913, que al final fue una oportunidad perdida para la revolución. Pero poco después el emperador de Austria y el zar de Rusia sí le hicieron ese favor, con la colaboración desinteresada de alemanes, franceses y serbios, además de otros muchos invitados secundarios. Y así, unos tras otros, cabrones, necios, ignorantes o ingenuos, todos han ido bailando el baile de la historia…
La vieja danza de la muerte.
Ya que vamos de atención a los detalles, atención al mostacho que se gasta la señora de blanco de la izquierda de la última foto. Ni el Kaíser Guillermo.
¿Es que todo el mundo tenía que ser tan jodidamente feo en tiempos pretéritos?
No es que todo el mundo fuera jodidamente feo…. Es que entonces no había cámaras de 20 megapixels, ni photosop, ni rayos uva, ni cremas milagorsas.
Lo que ocurre hoy, es que todo el mundo parece asquerosamente guapo, cuando son iguales de feos que los prsonajes de la foto.
De eso nada, porque yo soy guapo de cojones.
Te quiero
El cuadro no es de El Bosco, es de Pieter Brueghel el Viejo
Pingback: Primero los cabrones, luego los necios…
Me gustaría decirle al autor de este artículo, Alfonso Vila Francés, que estoy bastante seguro de que El triunfo de la muerte (obra de la que se dice repetidamente que fue pintada por El Bosco) es realmente de Pieter Bruegel el Viejo.
Quizás no estaría de más cambiarlo si confirmáis mis sospechas.
Un saludo
¿Seguro que no lo pintó José María Beà…?
«…era un hombre de poca inteligencia, espíritu ruin, rastrero, honestidad dudosa, inepto y sin la menor idea de los asuntos de Estado».
Coño, clavaito a un gallego que a veces se nos aparece a través de una tele de plasma :O
Jaja, total… seguro que aquel también era registrador de la propiedad, por obra y gracia de dios.
Sí, sí, es cierto, había puesto El Bosco. Un fallo inexplicable, la verdad, porque he visto ese cuadro cientos de veces, pero son cosas que pasan. Por suerte ya está solucionado. Gracias a todos y perdón por el fallo…
Sinceramente … ¡Gran artículo! … sin más.
Cada nuevo artículo de Alfonso Vila me parece mejor, su prosa te lleva de un personaje a otro sin darte cuenta, con una naturalidad que pone de manifiesto su capacidad narrativa y para remate, la lectura del texto se hace amena e interesante. Felicidades .
¿En manos de quién estamos? Casi mejor no saberlo…
Hombre, los frescos sobre el tema de la muerte son más bien bajomedievales…
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la verdadera salvación ante la muerte y la destrucción no es el enamoramiento, sino el arte.