Timothy Leary decía que en la época de la información no enseñas filosofía, la teatralizas. Si los grandes filósofos como Aristóteles o Sócrates estuvieran vivos seguramente tendrían un programa de televisión, o por lo menos un canal en YouTube. ¿Se imaginan a Sócrates entrevistando a gente sobre las ideas? ¿A Virgilio recitando las Bucólicas a ritmo de rap?
Tim fue sin duda uno de los visionarios a la hora de relacionar la experiencia del ser humano a través de la expansión de la conciencia, la evolución a través de la tecnología y la fusión con el medio. Como él, Marshall McLuhan también creía en una canalización de la energía a través de circuitos, una idea que elevó al concepto de «aldea global» para describir la interconexión humana con los medios electrónicos de comunicación.
Mucho antes de discutir si el medio es el mensaje, brotes verdes en forma de flashforward nos adelantaban que explicar aquella curiosa relación entre nosotros y la naturaleza no era solo cosa de teorías científicas. Transmitir la esencia de esa fuerza que nos une al mundo y que nos hace trascenderlo dependía de las ideas y las palabras que escogiéramos. Era, en definitiva, una cuestión poética.
El amor y las plantas
Dicen que el desliz de Goethe con la ciencia fue la excentricidad de un genio de dimensiones olímpicas, acuciado por el deseo de universalidad. En realidad esa espontaneidad vitalista, ese romanticismo desbordado ante el universo, lo hacía más amante que estudioso de la naturaleza. El escritor del Fausto se refugiaba en la botánica como lo hiciera Jean-Jacques Rousseau: la naturaleza fue la excusa de su alma atormentada.
Pero Goethe nunca tuvo afán de exhaustividad. La curiosidad —ese ferviente deseo de aprender hasta en la vejez— le llevó azarosamente de un campo a otro, que siempre buscaba interrelacionar, sin saber bien en qué acabaría:
Al contemplar la Naturaleza
no perdáis nunca de vista
ni el conjunto ni el detalle
que en su vastedad magnífica
nada está dentro ni fuera;
y por rara maravilla
anverso y reverso son
en ella una cosa misma.
De este modo, ciertamente,
aprenderéis en seguida
este sagrado secreto
que miles de voces publican.
Fue tras un viaje intenso a Italia cuando, enamorado del paisaje mediterráneo, intuyó que todas las plantas, o al menos su gran mayoría, provenían de una primera planta —el arquetipo—. A su vuelta a Weimar, inició la redacción de un tratado que lo reflejara.
Goethe —como Rousseau— buscaba en la naturaleza, y en sus leyes, un refugio del alma, un consuelo a sus dificultades amorosas con Charlotte Von Stein, su amor platónico. Y no solo en la naturaleza… Durante este período, el poeta se enamoró de Christianne Vulpius, una jovencita florista de Weimar, para quien escribiría una versión divulgativa de su teoría científica. Y fue la chispa de esta pasión —la científica— la que hizo nacer el largo poema de La metamorfosis de las plantas (1790), una excelente adaptación de su concepción original, cercana y práctica, en la que va explicando cómo desde una hoja ideal se van originando, por sucesivas transformaciones, las distintas partes de la planta (la flor, los estambres y el pistilo, la hoja, la semilla, etc.). El poema se inicia con una breve introducción, en la que anima a la amada a descubrir con él las leyes ocultas de la naturaleza:
Te disturba, oh amada, la mezcla de miles
de flores aquí y allá en el jardín;
muchos nombres escuchaste, y siempre su planta,
con bárbaro sonido, el uno al otro en el oído.
Todas las formas son análogas, y ninguna se asemeja a la otra;
así indica el coro una ley oculta,
un sagrado enigma. ¡Oh, si yo pudiese, querida amiga,
transmitirte al instante la feliz palabra que lo desvela!
A partir de este momento, Goethe utilizará la poesía para dar mayor difusión a sus ideas científicas. Con estos poemas buscaría acercar la ciencia —sus percepciones científicas— a un amplio público lector. Sin duda, su relación con Christiane lo animó a simplificar en algunos casos el contenido de sus obras. Ciencia y literatura, arte y filosofía, se unirían en una gran amalgama en la obra de Goethe. Y también la divulgación de la ciencia. Como escribía al inicio de uno de sus trabajos científicos:
Nadie quería comprender la unión íntima de la poesía y de la ciencia; se olvidaban que la poesía es la fuente de la ciencia y no se imaginaban que con el tiempo pueden formar una alianza estrecha y fecunda en las más altas regiones del espíritu humano.
Gracias al escritor alemán Hans Magnus Enzensberger, en Los elixires de la ciencia (1929) descubrimos facetas poco conocidas de distintos intelectuales, como la del poeta romántico británico Samuel Taylor Coleridge, que solía asistir a las clases de química de la Royal Institution para sorpresa de sus profesores químicos y de sus colegas literarios. Cuando le preguntaban para qué asistía, Coleridge respondía: «Para enriquecer mis provisiones de metáforas». Normal. ¿Qué sería la ciencia sin metáforas?
El hombre que nunca quería
Hay en este libro de Enzensberger además un poema sobre Charles Darwin, que empieza así: «El hombre que nunca quería. / Sentía mareos de pisar la Tierra. / ‘Genial’, ‘innovador’, ‘apabullante’, ‘un titán’: / él no quería. Desde un principio / se resistió por todos los medios. / Náuseas, migrañas, hipocondrías».
Cómo Darwin nos contó la evolución es una fascinante historia. Pero Darwin, en realidad, era el hombre que nunca quería. Se embarcó en el Beagle recién licenciado en Teología por la Universidad de Cambridge y no tenía más teoría sobre la biología que la narrada en el Génesis. Los pinzones de las islas Galápagos le contaron una historia muy distinta, pero él no quería oírla. La lectura de Thomas Malthus le brindó la idea de la selección natural, pero él no quería pronunciarla. Todo eran náuseas, migrañas, hipocondrías.
Estas metáforas que componen una especie de biografía negra de Darwin son la historia de sus miedos filosóficos: el vértigo de quien tiene en su mano el arma perfecta para matar a Dios y se asusta antes de apretar el gatillo. El éxito científico ahora avalado por la verdad poética.
También nos enseñó que «la poesía de la ciencia no está a flor de tierra; procede de las capas profundas», y que este poder evocador de la ciencia no proviene en absoluto de sus brillos superficiales.
Nadie podrá dudar del enorme poder emocional que poseen esas descripciones metafóricas, muy en particular las que nos han dejado la física y la cosmología: vientos solares, ruido galáctico, agujeros negros, energía oscura, gigantes rojas, enanas blancas, agujeros de gusano, cuerdas y supercuerdas, partículas confinadas, túneles cuánticos, horizontes de sucesos.
Por otra parte, estas palabras comparten protagonismo en el libro con una denuncia exhaustiva del discurso utópico de la genética, la biotecnología y la inteligencia artificial contemporáneas. La inquietud del escritor alemán —podríamos resumirla como el miedo a la desaparición del ser humano, o a que la tecnología le haga superfluo, o a que le convierta en otra cosa— es una perspectiva que queda ya lejos de la universalidad de su legado.
El wonder yonky de hoy
Un evolucionado arte poético adopta la velocidad de los nuevos tiempos. En realidad, la esencia es lograr la difusión y universalidad de fenómenos como el «asombro» de Carl Sagan. Si McLuhan hoy levantara la cabeza se sentiría orgulloso: para el wonder yonky actual ahora más que nunca el medio es el mensaje.
Jason Silva, poeta, divulgador, y casi Mesías de la ciencia, entendida como la filosofía que eleva al ser humano a fusionarse con la naturaleza y con la tecnología para alcanzar la totalidad, es la cara y la mente del programa más visto de divulgación científica en National Geographic, Brain Games, pero también es el referente del tech-thinking en YouTube, el medio en el que ha aprendido. Sus vídeos tienen millones de visitas y las grandes marcas se lo disputan para dar charlas-inspiraciones, donde defiende a capa y espada las ideas y el pensamiento como motores de la inmortalidad.
Este venezolano treintañero sabe que todo lo que hace se convierte en viral. En cierta forma, intenta que sus vídeos sean ese pop- rock de la ciencia, para quien se los encuentra por primera vez. Cree que hoy más que nada internet y YouTube en concreto se han convertido en algo relevante en este sentido. Por eso y tras su notable trayectoria en televisión (se había formado en cinematografía en la Universidad de Miami) decidió montar su canal de YouTube, Shots of Awe, pequeños videoclips sobre tecnología y ciencia, o «movie trailers for ideas», como él prefiere llamarlos:
El mismo hombre que dijo un día que Barak Obama practicaba sexo con nuestra mente, apela al éxtasis del poeta y nos deja acobardados, confusos ante el futuro que acecha a lo nuevo que ya está aquí. A la tecnología tan fría y tan cercana al ser humano, narrada con sentimiento y casi hecha nuestro lenguaje. Hay una verdad que intuimos, y hay una música que nos engancha. En el fondo, son palabras e imágenes que adoptan una forma intensa y excesiva.
En San Francisco, frente a la Academia de las Ciencias, Jason Silva nos habló de la ciberdelia, de sus influencias cinematográficas y literarias (Ron Howard, Erick Davis, Terence McKenna), de aquellos locos años sesenta, de las drogas y de volar. En la ciudad epicentro de la psicodelia, sobraba LSD para la fórmula definitiva de la expansión de la mente, pero junto con los pioneros de la computación, fue el germen del camino hacia la verdadera trascendencia tecnológica.
En medio de aquella reflexión, quizá acordándose de su maltrecha Venezuela, Jason Silva también reclama el valor de las formas. «Cuando hay libertad hay mutación de las ideas. Las ideas están vivas, como nuestros genes, que tienen información cultural y también se infectan, evolucionan… Tenemos que crear un clima para esas ideas, igualito que el planeta Tierra, un ambiente fértil para la vida, unos espacios culturales para que las ideas crezcan y evolucionen también. La libertad es un espacio político y cultural donde las ideas pueden evolucionar mucho más fácil que en sociedades cerradas o donde no hay libertad. Hay que crear un teatro de las ideas».
Recordemos que también John Banville, en los años setenta, escribió sobre la ciencia como una forma de escribir sobre la creatividad sin escribir sobre el arte. Lo hizo en la tetralogía de novelas dedicadas al pensamiento científico, escritas entre 1976 y 1986: Kepler, Copérnico, Mefisto y La carta de Newton. Para Banville la ciencia y el arte surgen de la misma fuente interior, aunque adopten formas muy diferentes (la ciencia tiene rigor y el arte no, uno no puede refutar un soneto pero sí una teoría científica)
Copérnico solo fue a ver estrellas tres veces en toda su vida; Kepler tenía doble visión, así que cuando miraba al cielo lo veía todo doble. Realmente no les interesaban las cosas tal y como son, la realidad efectiva. Lo que querían era concebir un sistema que pudiese, como se decía, «salvar los fenómenos». Era una forma totalmente distinta de hacer ciencia. Ni siquiera se llamaba ciencia, se llamaba «filosofía natural». Copérnico, como Darwin o como el propio Jason Silva, probablemente intentaba hacer lo que de hecho hace el artista: trata de imponer un sistema sobre una realidad incoherente.
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Resulta sorprendente que H M Enzensberger escribiera el elixir de la ciencia el mismo año de su nacimiento. Qué precocidad la del bueno de Hans Magnus