En 1808 Goya tenía ya sesenta y dos años y estaba asentado como pintor de la corte, así que los enormes cambios que sacudieron España y toda Europa contaron con un testigo excepcional, tanto por la posición desde la que observaba como por la lucidez y desencanto con que lo hacía. Un viejo mundo se desmoronaba ante la irrupción de un nuevo orden, pero como de costumbre en la historia, con una atroz violencia como partera. Ante el sufrimiento que presenció su postura fue más moral que política, quiso dejar constancia de él para la posteridad por medio del arte, aunque en su relación personal con el poder oscilo entre la prudencia y la resistencia de una manera que merece la pena conocer con más detalle.
A lo largo del siglo XVIII las ideas de los ilustrados franceses fueron calando poco a poco fuera de sus fronteras a pesar del celo censor de las autoridades. O quizá en parte también debido a ello, dado el aura de peligrosidad y fascinación que proporcionaban a aquello que prohibían, ya fueran libros, panfletos e incluso abanicos con ilustraciones de la toma de la Bastilla. De manera que fue formándose a lo largo de Europa, también en España, una reducida élite ilustrada que pasaría a adquirir un mayor protagonismo con la llegada del gran exportador de las ideas revolucionarias: Napoleón. Gracias al novedoso reclutamiento en masa y a su pericia militar pudo erradicar en buena parte del continente el sistema feudal que aún seguía vigente. Como diría él mismo más adelante durante su reclusión en la isla de Santa Helena su gran legado para la posteridad no serían sus victorias militares, sino su código civil. Y no andaba muy desencaminado. La abolición en todos aquellos territorios que conquistó de los diezmos, los gremios, la servidumbre y la inquisición, todo ello sustituido por un sistema basado en la igualdad ante la ley y la libertad de trabajo y de conciencia tuvieron, además del bien que por sí mismas representan, una consecuencia añadida: los economistas Daron Acemoglu y James A. Robinson han señalado la relación directa entre la mayor o menor influencia del Código Napoleónico en un país y su papel posterior en la Revolución Industrial. Pero el precio a pagar fue terrible y la destrucción y muerte que provocaron a su paso las tropas francesas quedaría grabada en las retinas de muchos contemporáneos. Entre ellos, cómo no, el propio Goya.
De acuerdo al Tratado de Fontainebleau firmado en 1807 el ejército imperial de Napoleón debía entrar en España solo como lugar de paso hacia Portugal, pero sus intenciones de quedarse no tardaron en hacerse evidentes. Los desencuentros con la población fueron crecientes hasta desembocar en el enfrentamiento que tuvo lugar en las calles de Madrid el 2 de mayo entre la Guardia Imperial y los habitantes de la ciudad. Entre ellos estaba nuestro pintor, que inmortalizaría la situación en su célebre La carga de los mamelucos. Un cuadro de una extraordinaria vivacidad y tensión del que se ha discutido mucho si fue una escena vista por el propio autor. La masacre de la Puerta del Sol (aunque otros ubican junto al Palacio Real) que representa tuvo lugar a las once de la mañana, un momento en el que según algunos autores pudo haberla presenciado desde la casa de su hijo, que desde su ventana proporcionaba una vista, algo limitada eso sí, al lugar representado.
Pero según el hispanista Gérard Dufour hay un dato en el cuadro que demostraría que no vio directamente lo ocurrido y que se basó en los testimonios que le narraron algunos de los presentes. Se trata del casco que lleva uno de los soldados franceses presentes acompañando a los mamelucos egipcios, ya que esa unidad pertenecía a los cazadores a caballo, que no lo llevaban. No deja de ser una prueba algo limitada, pues aun teniendo en cuenta la excepcional capacidad de observación de Goya, una situación tan tensa, confusa y donde probablemente ocurrió todo tan rápido difícilmente podría ser luego recordada en todos sus detalles. Sea como fuere, el cuadro actualmente puede verse en el Museo del Prado y aunque ya ha sido restaurado, mostró hasta el año 2008 los daños sufridos setenta años antes (los fragmentos sin pintura, de tono rojizo, junto al borde izquierdo) durante su traslado en plena Guerra Civil a Valencia, para evitar posibles daños por los bombardeos que la aviación nazi realizaba en la capital española. Así que es una obra cargada de historia.
A ese día de disturbios que agitaron las calles madrileñas le siguió una larga noche con los fusilamientos a cargo de las tropas invasoras de los acusados de provocarlos. Esta escena protagoniza el otro gran cuadro de Goya en torno a la Guerra de la Independencia, seguramente el más conocido, en torno al que parece haber más pruebas de que tampoco fue testigo directo. Dado que el monte de Príncipe Pío fue uno de los lugares con mayor número de ejecuciones generalmente se considera que es allí donde se sitúa la obra, aunque hay diferentes explicaciones al respecto. En cualquier caso lo importante, lo revolucionario de este cuadro, es la manera en que retrata los hechos. Hasta entonces lo habitual era mostrar hazañas bélicas en tono solemne, protagonizadas por soldados o personalidades ilustres. Pero Goya no veía el mundo de esa manera tan envarada, tradicional y, por qué no decirlo, distorsionada. Aquí los protagonistas son ciudadanos anónimos, mostrados en el momento de morir con todo su patetismo. El pintor claramente toma partido por ellos, enfrentados a un pelotón de fusilamiento al que vemos de espaldas, perfectamente alineado e impersonal. El contraste con la expresividad de sus víctimas no puede ser mayor, algunos mirando al suelo desolados, y otros como ese hombre que se echa las manos a la cara, apretando los dedos en un gesto realmente desgarrador. Se trata de una obra pintada en 1814 pero resultó ser tan adelantada a su tiempo que no fue apreciada entonces y permaneció en el Museo del Prado sin exhibirse hasta 1872. Fue entonces cuando las nuevas modas artísticas fueron capaces de reconocer la modernidad que había en ella y adquirió el prestigio internacional del que ha gozado hasta hoy.
Pero hubo otro cuadro, menos conocido que los anteriores, que representa quizá mejor que ningún otro los vaivenes de la ocupación y la postura que adoptó el pintor durante todo ese periodo. Se trata, como veremos, de la Alegoría de la villa de Madrid.
Tras el inicio de las revueltas del 2 de mayo que marcaron el inicio de la Guerra de Independencia, fue el mismo Napoleón el que se puso al frente de sus tropas para recuperar la capital, cosa que logró en diciembre de ese mismo año. Apenas recuperó el control estableció una serie de reformas que, intuimos, harían tambalear la posición del pintor. Años antes en sus Caprichos había realizado una brillante sátira de la Inquisición, el fanatismo religioso y la brutalidad imperantes en su tiempo, de manera que cuando se anunció la abolición del Santo Oficio sentiría seguramente cierto regocijo interior… aunque no expresó públicamente ningún tipo de adhesión al nuevo régimen más allá del obligado. En total dos millones de españoles se vieron obligados a hacer, según las palabras del emperador, «delante del Santísimo Sacramento un juramento que salga no solamente de la boca, sino del corazón, y que sea sin restricción jurídica». Pero además del juramento que debían hacer todos los denominados «jefes de familia», los empleados públicos también debían expresar su fidelidad a José I y él, como pintor de la corte y miembro de la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, estaba obligado a ello, aunque se negó a hacerlo. Precisamente en esas fechas Goya comenzó a pintar el retrato de uno de los guerrilleros más afamados, Juan Martín Díaz, el Empecinado, una obra que actualmente se encuentra en el Museo Nacional de Bellas Artes Occidentales de Tokio.
No obstante en aquellos años también hizo retratos de afrancesados —un colectivo difícil de delimitar con precisión, pues si bien se estima que en 1813 huyeron a Francia unos quince mil, en la práctica serían bastantes más— entre los que se encontraban algunas de sus más estrechas amistades, como el escritor Moratín. Además Goya fue condecorado, como tantos, con la afrancesada cruz de la Orden Real de España, más conocida popularmente como «Berenjena», aunque nunca la exhibió públicamente. Pero hubo otro episodio bastante curioso que pudo hacerlo tanto sospechoso de colaboracionismo —o «infidencia», como lo llamaban entonces— como justamente de lo contrario. Fue nombrado para hacer una selección de las mejores pinturas españolas, que serían enviadas a París como regalo a Napoleón, y aunque aceptó el encargo hay quien considera que escogió deliberadamente mal las obras, ya que de las cincuenta señaladas por él finalmente solo seis fueron aceptadas por su supervisor.
Pese a todo esto, el caso más llamativo fue lo sucedido con la Alegoría de la villa de Madrid, tal como decíamos anteriormente. Fue pintado en 1809 para ser expuesto en el Ayuntamiento, y en el óvalo de la derecha donde ahora podemos ver la inscripción «Dos de Mayo», aparecía el retrato de José I. Cuando la capital fue recuperada por las tropas españolas se mandó repintarlo con las palabra «Constitución» sobre su rostro. Pero a finales de 1812 las tropas francesas de nuevo llegarían a Madrid y tendría que recuperar el retrato del rey, una modificación por la que sí pidió cobrar, a diferencia de la anterior. Cuando José I tuvo que huir de nuevo se repintó otra vez el cuadro, pero el regreso de Fernando VII y su rechazo a la Constitución llevó a que se pusiera el retrato del nuevo rey eliminando, una vez más, la dichosa palabra. Que volvería a aparecer unos años después y finalmente, ya en 1873, se sustituiría por la inscripción «Dos de Mayo» que vemos en la actualidad. Así que esa costumbre tan española de cada nuevo cargo de deshacer todo lo hecho por el anterior parece que viene de lejos…
Por último, su otra gran obra en relación a la Guerra de Independencia fue sin duda la serie de grabados Los desastres de la guerra. Tanto por su origen aragonés como por la invitación de Palafox para contemplar las ruinas le impactó profundamente la masacre que supuso el asedio a Zaragoza, que provocó la muerte de más de la mitad de sus habitantes. Pero no se limitó a denunciar los abusos de las tropas francesas, esto es lo interesante, pues en ellos también retrató las tropelías cometidas por los guerrilleros. De esa manera dio a los grabados un significado humanista mucho más profundo y trascendente en lugar de convertirlos en vulgar propaganda patriótica.
Y ya que mencionábamos la Constitución de Cádiz de 1812 no podemos dejar de señalar que Goya fue un decidido partidario suyo. Envió sus Caprichos allí un año antes para que se pusieran en venta y lograron alcanzar un notable eco, dejando así clara su postura respecto a la Inquisición. Visto desde la perspectiva que da el tiempo puede reprocharse a los afrancesados que con su actitud hicieran que se vinculase el deseo modernizador al sometimiento al conquistador, aunque por otra parte los constitucionalistas cometieron también un desastroso error al confiar ingenuamente en ese Borbón tan cerril y corto de miras. Así supo comprenderlo finalmente nuestro protagonista cuando acabó exiliándose a Francia en sus últimos años de vida.
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de Gregorio Morán, precisamente hoy, en La Vanguardia.
Pero en Gaziel, ese Gaziel viejo y resentido, catalanista desfondado, hay algo que siempre me ha impresionado. Es el primer caso que conozco de un intelectual, que presumía de valiente y audaz y hasta de temerario, como así lo es en sus juicios, que decide que sus libros se publiquen póstumos. Una mezcla de temor, más a la censura social de los suyos, que a la censura política del franquismo, con el que coexistió sin mayores dificultades.
Goya, Gaziel, y el viejo bucle melancólico
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Qué modernez poner contemporary culture mag en una revista en español en su integridad. Si no lo digo reviento
Por lo que veo, los que apreciamos todo en esta publicación, menos el encabezado, podríamos formar un club.
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Puntualización: los cuadros, de Goya y tantos otros, que fueron sacados del Prado no lo fueron por el miedo a los bombardeos. Ésa fue, en todo caso, la excusa oficial del Frente Popular. Es más, por testimonios de conservadores y trabajadores de ese museo, poco amigos de los nacionales pero menos amigos aún de los comisarios comunistas del FP, si había un lugar en el que mantener seguros los cuadros, ese lugar era precisamente los sótanos del Museo, de los más seguros del mundo en aquella época. Además, el número de bombas que cayeron en el museo fue escasísimo y más por accidente que por intento calculado de destruir el edificio, carante de cualquier valor estratégico o militar: el Prado no fue el Alcázar de Toledo. Si esos cuadros fueron sacados del museo y tratados de cualquier forma en los traslados (eso fue lo que realmente los deterioró), fue para venderlos en el extranjero y usar ese dinero para el esfuerzo bélico del FP. Igual que hicieron con las inmensas reservas de oro, de las mayores del mundo en aquellos años, el patrimonio cultural español resulta que no era español, era de ellos, del gobierno de turno: grandes patriotas, sin duda. Que el régimen de Franco acabara por recuperarlo algo después del fin de la Guerra Civil en Suiza indica a las claras cuál era el objetivo real de aquella buena gente
Un gobierno legitimo puede administrar los bienes del estado, para eso se le elige.
Personalmente creo que los cuadros del museo del Prado hubieran sido un precio muy barato, si con ellos se hubiese podido evitar cuatro décadas de dictadura.
Admnistrar los bienes del estado no es llevarse esos bienes fuera del estado. Eso es creer que el estado te pertenece porque eres jefe de gobierno. Eso primero.
Segundo, todo gobierno es legítimo hasta que deja de serlo; por ejemplo, porque conculca las leyes. Y regalarle el oro del banco de España a la URSS por la puta cara conculcaba las leyes sí o sí. De hecho, ese robo fue posuble por un «decreto» bastante chapucero del que se informó a muy poca gente (de haberlo sabido quienes tenían que saberlo, se habría armado la de San Quintín) y que le daba a Juan Negrín, que era quien se encargaba de Hacienda en ese momento, unos poderes ilimitados que ni le correspondían, ni se votaron en el Parlamento nacional, ni cosa que se le parezca. El caso de Negrín no es, ni mucho menos, el único caso de político destacado del Frente Popular que vivió a cuerpo de rey en el exilio, no sólo a cuenta del oro sino de la venta de patrimonio artístico y de joyas de particulares requisadas, se suponía, para el esfuerzo de guerra, mientras otros muchos exiliados se morían de asco.
Y otra forma de legitimidad es cuando el resto potencias te reconocen. Y el de Franco pasó a ser el gobierno legítimo ya antes del final definitivo de la guerra porque estaba claro que iba a ganarla.
Y 40 años de dictadura no le dan validez ni respetabilidad a un robo, se mire como se mire. Máxime cuando, ya digo, fue un robo del que se beneficiaron los cuatro listos de siempre, empezando por Stalin, muy pero que muy superior a Franco en hijoputez y en tener las manos manchadas de sangre. Cargarse a 20 millones de sus conciudadanos (¿o habría que decir siervos de la gleba sojuzgados por su señor feudal?) multiplica por muchísimo cualquiera de las barbaridades del franquismo
¿De verdad cuarenta años sin dictadura valen más que arte?
Un autor, en respuesta a su reacción tras los atentados del 11 de septiembre:
While it was happening, I thought, “Thank God it is not the Met!” And then I learned that the thing was full of art, and I had another sense of outrage—a different one, of course—and I know that had that been the Met, I might have become murderous. It was in a certain odd sense just people. And this rage comes from the whole response to history in which we have this glorious Kantian final ideal of the individual—self-regulated, so rational that they give themselves the law by considering everything else, the ultimate individual that Western culture has been aiming at, and which, I think, is a glorious goal. All that process in which every human being is infinitely worthwhile and the loss is catastrophic. We pay lip service to that all the time, and it ought to be true, but in fact isn’t. Beings are worth a dime—nothing. Everyday, thousands are dying. People killed. Nothing changes.
So in one sense, this awful response of the people is a response that is nevertheless reflective of the way in which human beings behave. It also has to do with a reading, an ethical reading of one of Rilke’s sonnets that concludes by arguing that this ruined statue with a mutilated piece has more reality than you, the viewer. I profoundly believe that to be true, and disastrous. And it says that you must change your life. “How can we go on playing if we lose so-and-so?” Everybody’s replaceable. Certain works of art, because they contain the best of the human race, are concentrations of the best we are, or as the Army slogan goes, the best we can be. That is why we take better care of our works of art and get really outraged if somebody takes a chip off of Michelangelo—it is a much more outrageous and awful thing because it is an attack on not just humanity, but humanity at its most fine and least harmful, where we are adding things to the world instead of taking things away. So the contrast between what we think we ought to be doing with human beings, the value we should be placing on them, and that total, careless disregard of human beings … And then when we do honor human life, we sentimentalize it and lie about it—it is all political baloney.
Para «political baloney» lo que ha dicho esta persona.
Toda esa reflexión sobre el arte y cómo ahí se condensa lo que mejor nos define como seres humanos y demás no pasa de ser metafísica de tres al cuarto. Eso es, remedando el famoso título de Hannah Arendt cuando el juicio a Eichmann en Jerusalén, la banalización del mal.
Ya Stalin decía aquello tan macabro, pero tan cierto, por desgracia, de que una muerte es una tragedia: tres mil, una estadística. Las cifras exactas de la cita original podrán ser otras, pero la idea es la misma. Las cifras de una guerra no son sino estadística y para muchos occidentales lo terrible de la guerra sin fin que se vive desde hace ni se sabe en Afganistán no son las muertes de no sé cuántos hombres, mujeres y niños sino ver cómo los analfabestias de los talibanes cañonearon los Budas de Bamiyán por ser impíos, se supone, desde la óptica del islam.
Pues lo siento, lo de los Budas de Bamiyán es una desgracia, una pérdida irreparable, sin duda, y una muestra bien elocuente de qué entiende el islam por «cultura» y por «libertad». Todo eso es cierto pero, qué le vamos a hacer, uno es así de «raro», a mí me importa más que no se mate a la gente, o que no se someta a mujeres y niñas al oprobio diario de la sharía, entre otras cosas porque es precisamente la gente quien es depositaria de cultura. La cultura en abstracto, suspendida en una especie de limbo, para que la disfrutemos los supervivientes, no existe. O, en todo caso, a mí no me interesa.
Claro que lo late detrás de todo esto es el famoso sacrificio por un «ideal». El cristianismo y luego el islam no han tenido el más mínimo problema en proclamar guerras santas a mansalva o en condonar el terrorismo en pro de un bien superior, que es traer el cielo a la tierra o ganarse la salvación eterna, a elegir. O ambas, tanto mejor.
El comunismo, que no pasa de ser otra forma de cristianismo, propugna otro tanto y ha segado vidas y llevado al sacrificio a un sinnúmero de combatientes generosos e idealistas en pro del paraíso en la tierra que será cuando nos hayamos levantado todos «en la lucha final». Toma milenarismo, por cierto. Que, entre tanto, no hayan traído sino miseria y desgracia donde quiera que han gobernado supongo que debe ser aquello de «no hay rosa sin espinas».
Que el autor hable con tanto desparpajo y con tanta seguridad de «careless disregard of human beings», que pretenda justificar su postura diciendo «total, como en el día a día la muerte y el sufrimiento de seres humanos nos importa un pito, qué mejor que refugiarnos en la belleza sublime del arte», que hable con tanta autosuficiencia de eso, digo, me da asco.
La dictadura de Franco fue una desgracia sin paliativos y no cabe alegrarse gran cosa por su victoria en la guerra civil. Pero que la victoria del Frente Popular, que no de la República (ya se habían encargado ellos mismos de cargársela), habría sido, si cabe, peor (no dicho por mí, dicho por el propio Manuel Azaña) sólo lo puede negar quien niegue el gulag, el laogai chino o la realidad de la dictadura castrista en Cuba, que, qué curioso, también se refugia en las bellas artes y la cultura como justificación: la gente se muere de asco y sale por pies del país en cuanto puede, pero, oiga, qué buenas son nuestras escuelas de música y nuestro ballet nacional.
Para eso y no para otra cosa quería el Frente Popular el patrimonio del Prado
No tengo una opinión formada respecto a este tema, pero el texto que copié antes no defiende que se deba actuar de tal o cual manera, sino que expone cómo se actúa, como actúa incluso él mismo, que es lo que usted mismo ha comentado en el párrafo respecto a los muertos como estadística y los Budas de Bamiyán. De hecho, en el primer párrafo de la respuesta que he copiado dice que el respeto a la vida humana como lo más glorioso que pueda existir es un objetivo admirable, pero que este humanismo se queda en palabrería, porque luego se actúa de un modo diferente. Y esto
ni lo ataca, ni lo defiende: lo comenta. Bueno, de hecho dice que es una respuesta horrible (primeras palabras del segundo párrafo: «This awful response…)
Por otro lado, la consideración del arte como lo mejor del ser humano creo que daría para un debate, quizás no en esta entrada, más elaborado que aplicando calificativos como «metafísica de tres al cuarto». El debate más sosegado siempre es más fructífero. ¡Pues incluso usted deja la puerta abierta a que pueda pensarse así: «La cultura en abstracto, suspendida en una especie de limbo, para que la disfrutemos los supervivientes, no existe. O, en todo caso, a mí no me interesa»!
De todos modos, ¿es lo mismo cultura que arte?
Aquí no, aquí no…
Gracias por la respuesta, Sagú.
En efecto, la cita no defiende, se limita a exponer o describir un determinado estado de cosas. Aunque no sé si lo condona o dar por bueno, cosa, de nuevo, entendible pero no creo que deseable.
Al comentar todo esto con un buen amigo, que de este tipo de consideraciones sabe diez mil veces más que yo (cosa no muy complicada, dicho sea de paso, lo cual es mérito suyo y aún más demérito mío), me señalaba que, sin duda, cualquier artefacto, dicho esto en su sentido más amplio, nos sobrevive y le es perfectamente indiferente que muramos o vivamos hasta ser centenarios. Además, la vida, o al menos la vida digna de ser vivida, no puede o debe ser mera pervivencia o sobrellevar lo que nos toque.
Y es ahí donde el arte, o un determinado afán estético y de comumicación, que nos trasciende y sobrevive, tiene su lugar como algo que nos dota de sentido. Y una pérdida en ese campo sin duda nos deja más pobres o amputados, si se quiere.
Entiendo que ése pueda ser el sentido, o un sentido, de la cita incluída. Siendo así, de acuerdo.
¿Cuás es el problema o, al menos, lo que me chirría? La tantas veces citada torre del marfil, la indiferencia o el poco aprecio al hombre concreto. Y no defiendo con esto lo que tantas veces se ha llamado «arte comprometido», en demasiadas ocasiones panfletario y al servicio de regímenes inícuos. Seguro que no es necesario mencionar ejemplos: abundan a diestra y siniestra.
Pero esa indeferencia me hace pensar, por ejemplo, en el caso de Martin Heidegger, tan influyente en su día, con esa supuesta preocupación por el «ser ahí», por hacer cercana o comprensible la metafísica, pero que no tuvo empacho en ser rector universitario bajo el nacionalsocialismo y que bien poco se preocupó de ese «ser ahí» cuando se trataba de judíos, empezando por su amante, Hannah Arendt.
En casos como ése es cuando, para mí, las reflexiones sobre el arte, o el existencialismo, o lo que sea deviene en «metafísica del tres al cuarto».
¿Cultura y arte lo mismo? Según qué se entienda por cultura. Si por tal se entiende la simple alfabetización o el acceso a una educación primaria, la historia está plagada de ejemplos de «culturas incultas», valga el oxímoron, que han sido cuna de arte insigne. Si por cultura entendiéramos un contexto más amplio de saberes, vivencias y reflexiones, entiendo que el nexo es más fuerte, en cuanto que difícilmente puede nacer arte totalmente descontextualizado y ajeno a su entorno. ¿Son lo mismo, pues? No, pero una difícilmente se da sin la otra.
En cualquier caso, posiblemente no sea éste el mejor contexto para analizar ese asunto, como bien señala
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