Corría ya la segunda mitad de la Vuelta a España de 1984 y el líder era Perico Delgado para jolgorio de los fans que se incorporaban al ciclismo a principios de los ochenta, coletazos de aquellas primeras retransmisiones en directo del Tour de Francia, lagos de Covadonga coronados por Marino Lejarreta por delante del todopoderoso Bernard Hinault. Había pasado un año desde la exhibición del bretón en la carrera española, la que le terminó de destrozar la rodilla y le obligó a pasar dos años casi en blanco, y todo era Reynolds, la fiebre Reynolds iniciada por Ángel Arroyo y Julián Gorospe y culminada ahora por este joven segoviano, «el loco del Peyresourde» según los franceses, un tipo capaz de cualquier cosa, de esos kamikazes que en seguida entran en la literatura y en el imaginario ciclista.
El líder era Perico Delgado, decíamos, y la etapa era la decimosegunda, de nuevo ascensión a Covadonga, que tan buen resultado había dado en términos de audiencia televisiva. La gente se agolpaba en la salida convencida de que habría exhibición española: Delgado, Laguía, Belda, Chozas, Alberto Fernández, incluso el excelso pero irregular Julián Gorospe… junto a ellos, dos invitados extranjeros con un punto sorprendente: el alemán Reimund Dietzen, ciclista del Teka, de veinticuatro años y victorias de pedigrí en la Semana Catalana y la Vuelta a Valencia… y el desconocidísimo Eric Caritoux, francés del Skil, de vintitrñes años y palmarés reducido prácticamente a una etapa meses antes en la París-Niza, ascensión al Mont Ventoux.
De Caritoux se sabía poco, o más bien, se sabía que acabaría cediendo. Eran los tiempos en los que ganar a los españoles en la Vuelta o a los italianos en el Giro era toda una aventura. Tiempos de extrañas coaliciones y sobres al principio y al final de las etapas. Caritoux, además, si creemos a Willy Voet, el masajista del equipo que quince años después estaría en el origen del famoso «caso Festina», iba «limpio», nada de «pot belge», nada de anfetaminas ni cocaína ni corticoides. En su libro Masacre en cadena, de hecho, repasando sus casi treinta años como profesional, solo salva al citado Caritoux y a Charly Mottet, estrella de finales de los ochenta y principios de los noventa. Del resto, mejor no hablar.
En realidad, Caritoux ni siquiera debería estar ahí. No en ese rol, al menos. En el que sería su debut en una vuelta de tres semanas, el francés se perfilaba como ayudante de Sean Kelly cuando el irlandés decidió renunciar a la Vuelta y su director deportivo se vio obligado a llevar a alguien que al menos hiciera al equipo competitivo. Hasta ese mes de abril, Kelly había sido el hombre estrella del pelotón: ganador de la París-Niza, la Vuelta al País Vasco, la Lieja Bastogne Lieja, la París-Roubaix y el Criterium Internacional. Casi nada. ¿Cómo pensar que Caritoux podía llenar ese hueco? Imposible.
Y eso que el chico subía bien, eso era innegable. En tiempos de colombianos y españoles, Caritoux empezó la Vuelta mostrándose agresivo desde las primeras etapas, lo suficiente como para dejar sin aire a Francesco Moser, pero no tanto como para tener que asumir responsabilidades que el Reynolds o el Teka estaban encantados de tomar junto al Zor de Javier Mínguez, que nada más iniciar la ascensión colocó a Eduardo Chozas para hacer la primera selección, sacrificándolo en la general en aras de su líder Alberto Fernández, para los entendidos el gran favorito de aquella edición, tercero en Giro y Vuelta de 1983.
Con seis corredores en un minuto, la etapa tenía que marcar forzosamente un antes y un después en una Vuelta sin dominadores, sin estrellas. Chozas, Gorospe y Bagot, el otro francés del Skill, tirando de un grupo de favoritos donde se quedaba Álvaro Pino, luego Marino Lejarreta y todavía a nueve kilómetros de meta el mismísimo Perico Delgado, para decepción de los fans. Delgado cabeceaba mientras Caritoux salía de su segundo plano para acelerar un poco el ritmo, tiempos en los que se subía de pie, nunca sentado.
Caritoux se llevó a Alberto Fernández y Reimund Dietzen y en ese ataque configuró el podio, kilómetros de ataques de Fernández a los que siempre respondía Caritoux con su calma habitual, dejando unos metros y luego poniéndose a ello, preconfiguración de LeMond o Induráin, todo para que en la última curva se les colara Dietzen y se llevara la etapa entre agarrones y codazos.
Un liderato entre paraguas y piedras
Era oficial: Caritoux se había convertido en el enemigo público número uno. Como decían en TVE, si Fignon había explotado en cuanto se había quitado a Hinault de en medio, ¿por qué no iba a pasar lo mismo con este jovencito Caritoux? En su contra había dos circunstancias: una, deportiva: todo el mundo parecía estar de acuerdo en que Fernández era mucho mejor contrarrelojista y quedaban dos etapas contra el crono, aunque una fuera en subida al Naranco. La otra eran los equipos españoles, los aficionados españoles… la situación llegó a un momento en el que el francés tuvo que pedir calma en la prensa: «No me puedo pasar la etapa esquivando puñetazos, recibiendo insultos y viendo cómo me tiran agua helada».
Cuando Gorospe ganó en el Naranco y Fernández se colocó a treinta y siete segundos del francés, Caritoux llegó a declarar: «Tengo la Vuelta perdida, sé que Alberto me va a ganar en la contrarreloj final y que tengo que atacar pero no sé ni dónde hacerlo». Camino de León, Reynolds intentó dinamitar la carrera pero lo consiguió solo en parte, acercando a Gorospe y manteniendo a Perico en tercera posición, a poco más de minuto y medio del líder. La fuerza del equipo navarro hacía de cada etapa una emboscada, pero Caritoux no caía, no había manera. Años después, acusaría a los españoles de intentar comprarle la carrera. Mínguez, inmediatamente, lo desmintió. Si fue verdad, desde luego, no tuvieron éxito alguno.
La carrera se estancó. Teka y Reynolds lo intentaban sin medios suficiente, Zor y Skill se limitaban a guardar fuerzas y luchar por que todo quedara como estaba. Alberto Fernández estaba convencido de que treinta y siete segundos eran pocos, Caritoux estaba obsesionado con una conspiración nacional y pensaba que mejor decidirlo todo en los treinta y tres kilómetros de la contrarreloj de Torrejón. No había antecedentes entre ellos, Caritoux no era un especialista pero Fernández tampoco… y las últimas contrarrelojes en las grandes vueltas son más una cuestión de fuerza que de técnica.
Lo cierto es que la mañana del 5 de mayo de 1984, los dos corredores se jugaban la Vuelta bajo la lluvia. Lo primero que se vio fue que la etapa iba a ser de nuevo para Gorospe y que Dietzen le iba a quitar el podio a Pedro Delgado. ¿Era esa una mala señal para el ciclismo español? Pocas veces se había dado tanto dominio con tan pocos resultados: trece etapas y un prólogo antes de conseguir la primera victoria, cinco clasificados entre los nueve primeros, la sensación de que Delgado, Gorospe y Fernández eran los más fuertes… y sin embargo todo pendiente de una contrarreloj con el suelo empapado. La suerte estaba echada.
El hombre que no pudo reinar
La hostilidad seguía reinando en el ambiente, una hostilidad que incluso para la prensa nacional resultaba exagerada. Fernández no era Perico, no era un corredor explosivo y simpático de humildes orígenes castellanos. Fernández era un tío recio, luchador, cántabro, acostumbrado a ganar carreras de una semana con una facilidad sorprendente y que se acercaba ya a los treinta años, supuesto declinar de su carrera como deportista profesional. Si no era la oportunidad de su vida, lo parecía. Un periódico dejó claro en su editorial: «Hoy sabremos si el conservadurismo del Zor ha servido para algo o si ha quedado en un horrible ridículo».
Caritoux, en cambio, incluso con su jersey amarillo de Caja Postal seguía siendo considerado, literalmente, como un «don nadie», un tipo que apareció por ahí, supo aprovecharse de los conflictos ajenos y llegó al final de la Vuelta con aspiraciones que iban más allá de sus méritos. Una asunción injusta: Caritoux y Fernández habían sido los mejores y punto. Otros años el mejor había sido Faustino Rupérez y tampoco había pasado nada, hay años cumbre y años valle.
Frente a frente en Torrejón, junto a la base estadounidense, los dos observaban cómo sus rivales iban cayendo al suelo en las distintas curvas resbaladizas: Pedro Delgado, Francesco Moser, Julián Gorospe, Cabestany, Suárez Cueva… el recorrido pedía precaución cuando lo que Fernández necesitaba era épica. Arriesgó todo lo que pudo mientras su rival esquivaba paraguazos e incluso recibía un puñetazo nada más cruzar la meta. Fernández acabó en quinto lugar a cincuenta y cuatro segundos de Gorospe, Caritoux lo hizo en una meritoria novena posición a un minuto y veinticinco segundos.
La diferencia entre ambos quedó en treinta y un segundos, seis menos de los que necesitaba el de Cuena.
La decepción fue enorme y no solo para el corredor, el equipo o el público. El propio director deportivo del Skill reconoció que la organización le había pagado el doble por no traer a Kelly. El objetivo no era otro sino ese: que ganara un español, como fuera, que la euforia del mágico 1983 no acabara nunca. Se dice que Moser, a quien se dejó participar con reservas, llegó a pedir perdón después de su segunda victoria de etapa, en Santander. En cualquier caso, la cosa quedó como quedó: seis segundos de diferencia entre primero y segundo, la más corta en la historia de cualquiera de las tres grandes.
El futuro no trató demasiado bien a ninguno de los dos: Caritoux tuvo una carrera tirando a mediocre, excluyendo los dos títulos de campeón de Francia en carretera de 1988 y 1989. Después de aquella Vuelta corrió el Tour de 1984 y acabó entre los quince primeros. Al año siguiente, volvió a España y quedó sexto. Después, la nada: lesiones y cambios de equipo. En 1991, formando parte de aquel mágico RMO en el que volaba todo el mundo, incluido un joven Richard Virenque, tuvo un pequeño amago de competitividad, quedando decimoséptimo en la general del Tour, pero quedó en eso, en un amago. En 1994, diez años después de sorprender al mundo se retiraba del ciclismo.
Peor fue el destino de Alberto Fernández Blanco: aún bajo el manto de la popularidad y el cariño de la hinchada, «el Galleta» moría el 14 de diciembre de 1984 en accidente de coche junto a su esposa a menos de un mes de cumplir los treinta años. Un Citroen CX de matrícula francesa se chocó en su camino y lo mató casi en el acto cuando viajaba de Madrid a Santander, donde residía. Al año siguiente, 1985, el organizador de la Vuelta logró lo que quería, un ganador español, ni más ni menos que Perico Delgado. Para ello fue necesario que Robert Millar y su equipo tuvieran una tarde muy extraña camino de las Destilerías Dyc pero, en fin, bien está lo que bien acaba.
Buen artículo sobre aquella época dorada del ciclismo en España, cuando era portads de periódicos y los chavales hablábamos de ello en el cole.
¿Para cuándo un artículo sobre aquella penúltima etapa de la Vuelta del 85?
Época dorada, supongo, respecto al interés que despertaba el ciclismo, por lo que dices de los periódicos y tal. Porque el artículo no es que deje en muy bien lugar ni a la afición española, ni a los organizadores, ni al ciclismo en general.
A eso me refiero, y en particular a la vergonzosa victoria de Perico, héroe nacional de la época, en la Vuelta del 85.
Dicho lo cual, y solo a titulo informativo, tanto Caritoux como Mottet si se vieron envueltos en alguna controversia sobre dopaje. Lo digo por si algun romantico habia soltado una lagrimita al leer las declaraciones de Woet
A mí me trajo muchos recuerdos. Llama mucho la atención escuchar a los que retransmitían (Antolín García o Luis Miguel López) que se notaba que estaban aprendiendo a hacerlo.
Y comprobar cómo todos los espectadores lucían pantalón largo.
Como para llevarlos cortos en muchos sitios de España en el mes de abril…
Parece que, en la vida y en la muerte, siempre se cruzó un francés en el camino del admirado Alberto Fernández.
La Vuelta la han ganado muchos corredores extranjeros, por aquella epoca Freddy Maertens, Battaglin, Hinault, Caritoux, más tarde Sean Kelly, Lucho Herrera, Rominger, Zulle, Jalabert… Todo este panorama de paraguazos, puñetazos, insultos y no se qué historias del articulo es pura exageración. Al que le sacudieron fue a Merckx en el Tour, dejandole para el arrastre y certificando anticipadamente el final de sus exitos deportivos.
A ver, quizás se ha exagerado, pero los hubo. La gente no supo aceptar que Caritoux era el maillot amarillo y eso creaba frustración.
Eric Carotoux fue víctima de un odio furibundo por parte de un sector de los seguidores. En el podio tuvo que salir varias veces en su apoyo Alberto Fernández levantando el brazo del francés para que le dejaran de abuchear, y recibió no pocos gestos de desprecio en carrera.
Labreitor habla con sabiduría.
UN SECTOR, no una mayoría apabullante como da a entender de modo arbitrario y ridículo el autor de este artículo. Que SIEMPRE los empaña soltando alguno de sus disparates marca de la casa, como esta generalización de un repulsivo comportamiento cavernario (,con perdón para el sufrido hombre prehistórico…) de un sector de la afición a toda ella.
Yo mismo, aún no había cumplido los 12 años, vi cómo algunos energúmenos insultaban con los ojos salidos de sus cuencas a Eric Caritoux, y cómo alguno le empujó y golpeó tras cruzar la línea de meta.
Pero no era algo masivo y generalizado.Claro que pedir rigor total a Guillermo Ortiz es pedir peras al olmo.
Alberto Fernández no era cántabro, era aguilarense, por lo tanto Palentino, por lo tanto castellano, como Delgado. Nació en Cuena, pueblo limítrofe con la provincia de Palencia, perteneciente en 1955, cuando nació, a la provincia de Santander que pertenecía a Castilla la vieja. A los siete años se trasladó a vivir a Aguilar de Campoo, acerca del pueblo de su padre. Allí se hizo ciclista y allí vivió durante años. De ahí su apodo de Galleta. Y cuando se mató, cuando un coche francés cometió ese adelantamiento prohibido, no viajaba a Santander. Viajaba a Aguilar donde el iban a hacer un homenaje un día después y donde descansan sus restos mortales junto al de su esposa. Hay que informar con más rigor.