A mediados de 1981, un niño británico llamado Patrick Bossert, que contaba apenas trece años de edad, colaba su primer libro en las listas de bestsellers de medio mundo. Ni siquiera había terminado el colegio, pero solamente durante los primeros meses desde la publicación, los derechos de autor le permitieron ganar el equivalente de unos cien mil euros actuales. Alrededor de veinte ediciones del original inglés se habían agotado a final de año, más las diversas traducciones a otros idiomas: era el escritor más joven que había aparecido en esas listas desde que se estandarizaron las estadísticas sobre ventas de libros en los años cuarenta. Aquel libro escrito por un colegial y que había llamado tanto la atención no era la estremecedora narración en primera persona de acontecimientos vitales dramáticos, ni tampoco una original revelación en algún género literario, ni siquiera un cuento infantil. Su libro se titulaba sencillamente Tú también puedes resolver el cubo.
No fue el único escritor en hacerse de oro aprovechando el tirón de un hexaedro de colores que estaba causando furor a lo largo y ancho del globo. Una de las listas de ventas más importantes a nivel mundial es la que elabora el periódico New York Times. Pues bien, por aquella época llegaron a figurar tres libros de la misma temática entre los cinco primeros más vendidos… los tres al mismo tiempo. Algo completamente insólito. El mercado estaba saturado de libros que hablaban sobre el cubo. Sobre cómo resolver el cubo. Sobre qué hacer con el cubo. Todo giraba alrededor del cubo.
Y créanlo, para mucha gente era importante obtener una respuesta a los misterios del susodicho cubo. El diabólico artefacto estaba sacando de quicio a cientos de millones de personas, generando una fiebre cultural de masas que no conocía parangón. Ni la Beatlemanía, ni los primeros años de la televisión, y es posible que ni siquiera las grandes revoluciones comunistas del siglo XX hayan movido a tanta gente al mismo tiempo como aquel hexaedro. Sin abandonar el polvoriento pilón de ejemplares del New York Times de 1981, podemos leer una curiosa anécdota que ilustra a la perfección el estado mental de medio planeta por aquel entonces: un buen día, en la concurrida Quinta Avenida neoyorquina, un objeto salió volando a través de la ventanilla de un autobús municipal. El objeto cayó en mitad de la calle, bajo la mirada de los sorprendidos peatones, poco acostumbrados a que los autobuses ejerciesen como catapulta de bombardeo. ¿Qué había pasado? Los viajeros del bus narrarían más tarde lo sucedido en el interior: un hombre de mediana edad se había pasado el viaje intentando resolver el famoso rompecabezas de las sesis caras. A mitad de viaje, ante el asombro de quienes lo rodeaban, rompió el silencio pronunciando en voz alta la frase: «¡Al infierno con él! ¡Es imposible!», se giró hacia la ventanilla… y unos segundos después, su flamante cubo de colores terminaba sus días hecho pedazos sobre el asfalto neoyorquino.
Semejante reacción, claro está, solamente podía provocarla el cubo de Rubik. Es más, el que un individuo ya talludito viajase en autobús con un juguete entre manos no resultaba nada extraño en aquellos días. El cubo era mucho más que un juguete, era el objeto más parecido a un tótem cultural global que haya existido excepción hecha del aparato de televisión, de algunos símbolos religiosos y seguramente muy poco más. Quienes conserven alguna memoria de aquellos tiempos no necesitarán que se les insista sobre el grado de obsesión que originó el cubo de Rubik en medio mundo.
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Que se lo pregunten a Graham Parker. Albañil oriundo de Portchester —suburbio de Portsmouth conocido particularmente por las solemnes ruinas de su castillo costero— se compró un cubo de Rubik en 1983. Tenía por entonces diecinueve años. Intentó resolverlo. No pudo. Pero tampoco se rindió. Empezó a pasar horas y más horas con el cubo entre manos. Se convirtió en una obsesión y también en una cuestión de orgullo, porque Graham rechazaba cualquier consejo y tampoco quiso leer ni una sola línea de lo mucho publicado acerca de las estrategias para resolver el rompecabezas. Quería conseguirlo por sí mismo, sin ayuda de nadie, pero por algún motivo su cerebro no era capaz de descubrir el truco. Pasaron meses. Pasaron años. Y su vida continuaba. Se enamoró («cuando le conocí ya estaba obsesionado con el cubo y pasaba varias horas diarias con él», recordaría más adelante su futura esposa). Tuvo un hijo y formó un hogar. Pero nada de ello le hizo abandonar su cubo de Rubik, que llegó a causar serios problemas en el matrimonio (una vez más, habla ella: «a veces era como si hubiese una tercera persona en medio»), además de noches en blanco y pensamientos obsesivos que amenazaban con hacer trizas su equilibrio. En el 2009, finalmente, sus esfuerzos fueron recompensados. Lo consiguió. «Cuando esa última pieza hizo click y cada lado del cubo era de un color, me eché a llorar». Graham Parker era por entonces un hombre de cuarenta y cinco años. Había pasado veintiséis años de su vida intentando descifrar el enigma.
En 1982 mucha gente tenía ya muy claro que el cubo provocaba obsesión en personas predispuestas, una especie de adicción compulsiva. Quizá por ello empezaron a circular extrañas habladurías en torno a él: que si algunas personas se habían vuelto locas intentando resolverlo, que otras se habían suicidado a causa de la frustración… Evidentemente, la realidad era bastante menos dramática y la inmensa mayoría de los usuarios lo tomaban como lo que era: un pasatiempos absorbente pero nada trascendental. Con todo, aquellos tétricos rumores ilustraban el impacto que el cubo de Rubik había tenido en la sociedad. Por algún motivo era el rompecabezas que casi cualquier persona quería resolver en un momento u otro. Había gente que no se interesó, claro. Pero se vendieron cientos de millones de ejemplares, así que los desinteresados no fueron muchos.
Cierto es que algunos desistían de inmediato, calificando el invento como artilugio infantil e inútil. Algunos lo apartaban de sí quizá por el miedo a no ser capaces de solventar el enigma o por intolerancia a la frustración. Otros, como ya hemos visto, pasaban horas y horas dándole vueltas al maligno cacharro, probablemente mientras se preguntaban si merecía la pena perder la paz de espíritu en una abstracta batalla contra un hexaedro de plástico que jamás ofrecería recompensa ninguna excepto el reconocimiento íntimo de la victoria sobre lo que, en el fondo, no era más que un juguete. Otros, más afortunados, conseguían descifrar la piedra de Rosetta y acceder a los secretos de aquella intrincada danza de seducción que culminaba en el momento feliz en que las seis caras del hexaedro lucían colores uniformes. ¿Era la facilidad para resolverlo mera cuestión de inteligencia? No realmente: algunas personas muy inteligentes se veían incapaces de completar la tarea. Y muchos de los más hábiles dominadores del cubo eran extremadamente jóvenes, entre otras cosas porque un cerebro que todavía está aprendiendo es lo suficientemente flexible como para captar la naturaleza del problema sin apenas esfuerzo. Por entonces, en 1981, se decía que los más rápidos podían resolver el cubo en dos minutos y medio, aproximadamente. En 1982 empezarían a celebrarse competiciones oficiales de cubistas (aunque dicho así suene a partida de futbolín entre Picasso y Paul Klee) y quedaría oficialmente establecida el primer récord mundial: diecinueve segundos. Para gente como el desdichado Graham Parker o como aquel viajero del autobús neoyorquino, semejante noticia debía resultar descorazonadora. ¡Había gente que resolvía el cubo en poco más de lo que se tarda en encender un cigarrillo! Con los años, esta marca iría bajando hasta rondar los diez segundos, y aún menos. Porque los campeonatos de resolución del cubo de Rubik han continuado celebrándose, claro. Aunque no se ha vuelto a igualar el nivel de locura colectiva de principios de los ochenta. Ni en torno al cubo de Rubik, ni en torno a ninguna otra cosa.
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El cubo de Rubik es, de hecho, una mancha negra en la historia de los especialistas en marketing. Como juguete —juego, rompecabezas, objeto lúdico, instrumento de tortura o como prefieran clasificarlo— incumple absolutamente todas las características que se suponía debe poseer un producto de éxito. No tiene una forma llamativa, ni una funcionalidad clara a primera vista. De hecho solamente tiene un objetivo: ser resuelto. Una vez resuelto, no sirve para mucho más. Parece un producto ideal para ser presentado como ejemplo de mal diseño de juguete en algún curso de mercadotecnia. Al menos eso le dijeron a su inventor cuando pensó en comercializarlo y consultó a supuestos expertos en la materia: «es demasiado difícil y no le va a gustar a nadie». Los expertos en economía, esa inagotable fuente de predicciones erróneas. En 1982 se estimaba que uno de cada cinco seres humanos vivos poseía su propio ejemplar de cubo. Piensen bien en esa estadística. Posiblemente ni en las novelas de ciencia ficción hubiesen imaginado semejante escenario: una de cada cinco personas, en todo el planeta. De no haber existido pobreza endémica en muchas regiones —algo que perjudicaba la distribución, porque el cubo en sí no era demasiado caro— hubieran sido muchas más.
Los cautivos del cubo como el albañil inglés que pasó media vida tratando de resolverlo o los desertores tempranos como aquel hombre que arrojó su cubo por la ventana de un autobús no tenían, sin embargo, motivos para sentirse avergonzados. El cubo era efectivamente un rompecabezas difícil, al menos que el usuario experimentase un insight epifánico y comprendiese por intuición el procedimiento a seguir. En el caso contrario, el maldito invento parecía no tener solución y provocaba la desagradable impresión de que quienes sí lo resolvían estaban imbuidos por una mágica ciencia infusa que los convertía en una suerte de Pueblo Elegido, mientras que los demás estaban condenados a un humillante estado de ceguera cúbica que los hacía parecer inferiores. Pero no, no había motivo para la vergüenza: su propio creador, el profesor de arquitectura Erno Rubik, había tenido semejantes problemas. Y eso que era un hombre muy inteligente; lo bastante como para diseñar semejante artefacto, que algunos califican como la obra de un genio. Su primera intención al crearlo, en 1974, era la de estudiar un mecanismo cuyas partes componentes se mueven de sitio sin que la estructura básica resulte alterada. Cuando Rubik construyó sus primeros cubos rudimentarios y empezó a mover las piezas deshaciendo la uniformidad inicial de las seis caras, no pretendía nada más que eso: crear un ilustrativo ejercicio de ingeniería. Hasta que intentó devolver uno de los cubos a su posición inicial. Entonces se dio cuenta de que lo que tenía entre manos trascendía con mucho la ingeniería estructural.
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Empezó a mover las piezas en lo que a primera vista podía parecer una tarea fácil: devolver el artefacto al estado original. Solamente seis caras, no parece gran cosa. Pero no lo consiguió. Empezó a obsesionarse con la tarea, diciéndose que debía existir una manera de llevarla a cabo. Pero el asunto terminó pareciéndole tan complicado que llegó a pensar que no había forma de conseguir colocar las piezas de nuevo en su ubicación original. El propio Rubik estuvo a punto de creer que su invento, tomado como rompecabezas, era imposible de resolver. Los números apoyaban su pesimismo. El cubo se compone de veintiséis piezas visibles, que en realidad son veintiuno porque los ejes centrales cuentan como una única pieza para lados opuestos del cubo. Pues bien, el número total de permutaciones, de combinaciones posibles entre las posiciones de las veintiuna piezas es una cifra tan alta que produce mareos. Respiren hondo: las posibles combinaciones ascienden a cuarenta y tres trillones doscientos cincuenta y dos mil tres billones doscientos setenta y cuatro mil cuatrocientos ochenta y nueve millones ochocientas cincuenta y seis mil permutaciones.
Esto es, si se necesitasen realizar todos los movimientos posibles para resolver el cubo y usted hubiese empezado a mover piezas en el momento mismo de la aparición del universo, pongamos que al ritmo un movimiento por segundo, hoy seguiría sin terminar la tarea. Se habrían formado galaxias, estrellas, planetas; habría evolucionado la vida hasta generar civilizaciones enteras…. y usted continuaría sin haber resuelto el cubo de Rubik. Por fortuna para resolverlo no es necesario realizar todos los movimientos posibles —aunque nuestro amigo Graham Parker parecía decidido a comprobarlo— pero ni siquiera eso lo convierte en tarea fácil. Erno Rubik se encontró ante una encrucijada inusual: había diseñado un artilugio interesante, pero ni siquiera él, su creador, sabía ponerle de nuevo en su posición inicial. Él mismo lo recordaría así: «Era como mirar un fragmento de texto escrito en un código secreto. Pero ¡era un código que yo mismo había inventado! Y aun así no era capaz de leerlo. Esto constituía una situación tan extraordinaria que sencillamente no pude aceptarlo».
No lo aceptó. Y el joven profesor Rubik pasó varios meses tratando de devolver el cubo a su posición original, trabajo innecesario que además de innecesario resultaba frustrante… y sorprendentemente entretenido. Finalmente lo consiguió. Supo que podía resolverse y entendió que había descubierto un nuevo tipo de rompecabezas. Había experimentado lo que podríamos llamar el síndrome del cubo, aquella obsesión por resolverlo que lo convertía en un absorbente pasatiempos. De hecho, su madre fue la primera en recibir la entusiasta noticia: «¡lo he resuelto!», escena que pronto se repetiría en millones de hogares por todo el globo.
Rubik descubrió que no era el único en verlo así: sus alumnos quedaron encantados con el invento cuando empezó a llevarlo a sus clases para demostrar sus propiedades. Al igual que le había sucedido a él, lo encontraron más intrigante como rompecabezas que por su verdadera función inicial, como decíamos la de demostrar que el objeto mantenía su forma pese a que sus piezas podían ser movidas. Esa cualidad estructural poco importaba. Lo «importante» era devolver las seis caras a su estado inicial. Viendo la pasión de los alumnos y habiendo experimentado él mismo la fijación con el extraño artilugio, Erno Rubik empezó a preguntarse si podría tener posibilidades comerciales. Preguntó a algunas voces autorizadas. Le dijeron que no habría manera de vender semejante artefacto: ni servía como juguete, ni era lo bastante sencillo para que el gran público lo entendiese o se interesase por él, ni parecía otra cosa que un vulgar pisapapeles, ni tenía ningún tipo de atractivo. Una mala inversión, le dijeron. Él no opinó igual y siguió adelante con su idea.
La Hungría comunista de 1974-75 no era el mejor escenario posible para lanzarse a una aventura emprendedora. Si bien el comunismo gulash húngaro mostraba una relativa manga ancha para con las actividades mercantiles —más que algunos vecinos del área de influencia soviética—, la ausencia de un tejido empresarial adecuado le pondría las cosas difíciles. Obtuvo la patente en 1975 pero le costó lo suyo encontrar en Hungría una empresa especializada que tuviese los medios técnicos necesarios para fabricar una tirada de aquellos complejos cubos de plástico. Los cuales, de acuerdo a los deseos de Rubik, debían ser lo bastante resistentes para que el usuario entendiese rápidamente que el objetivo ¡no consistía en desmontarlos! Puede parecer una tontería, pero el cubo exigía una construcción cuidadosa y Rubik lo sabía. Terminó encontrando la empresa en un ámbito bien cultivado detrás del Telón de Acero, el de las sesenta y cuatro casillas: los primeros Cubos Mágicos —como serían publicitados en su país— fueron manufacturados en una fábrica de donde habían salido cajas y cajas de piezas de ajedrez. Se puso a la venta durante 1977, solamente en tiendas húngaras. Fue un gran éxito. En 1979 Rubik empezó a obtener patentes ien el extranjero y el cubo llegó al mercado internacional en 1980. Fue presentado por todo lo alto como el invento del año: por ejemplo, en Estados Unidos se celebró una fiesta donde el hexaedro de colores fue introducido por una famosa actriz de Hollywood, Zsa Zsa Gabor, que era compatriota del propio Rubik. Tiradas y tiradas del cubo se vendían a un ritmo crecient: primero cientos de miles, después millones, más tarde centenares de millones. El profesor, que hasta entonces había ocupado una habitación en el modesto piso de su madre, se hizo repentinamente multimillonario. También se volvió inmensamente famoso, dado que el cubo se vendió asociado a su apellido en todo el planeta excepto en dos lugares: en Hungría, donde continuaba siendo el «cubo mágico», y en Israel, donde lo comercializaron con el curioso nombre de «cubo húngaro». El apellido de su creador funcionó de maravilla como marca: «Rubik». Breve, sonoro y fácil de memorizar. Desde luego mejor que otras posibilidades que se barajaron y que eran verdaderamente horribles: el Nudo Gordiano, el Oro del Inca…
El cubo de Rubik conquistó los ochenta. En 1983 llegaron a crearse unos dibujos animados protagonizados por el hexaedro. Se multiplicaban los libros y artículos dedicados a él. Todas las cifras relacionadas con la ingente cantidad de combinaciones posibles despertaban la fascinación de aficionados a las matemáticas. Se le hacía referencia en incontables contextos, incluyendo secuencias cómicas como aquella del film UHF en la que un ciego intenta resolver el rompecabezas. Incluso Homer Simpson lo culparía más tarde por su deficiente formación como técnico nuclear, ya que los cursillos habían tenido lugar en mitad de la fiebre del cubo. Y él, claro está, tenía el suyo propio y estaba demasiado ocupado intentando resolverlo.
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Tras la explosión internacional de su invento, Erno Rubik respondió a la repentina fama de manera inusual. Continuó diseñando juegos y alguno de ellos obtuvo también bastante éxito, como la famosa «serpiente de Rubik». Pero en los siguientes años se volvió más huraño y retraído. Su apellido era uno de los más famosos del planeta, tanto como el de los grandes iconos anglosajones: Presley, Lennon, Jordan o Jackson. Y sin embargo, Rubik no parecía demasiado entusiasmado por su nueva condición de superestrella. Un periodista estadounidense lo entrevistó a mediados de los ochenta para la revista Discover y dibujó un sorprendente retrato de lo que era un multimillonario fuera de lo convencional. Rubik seguía residiendo en Budapest, aunque ya no en un deprimente apartamento comunista, claro, sino en una suntuosa casa dotada con buenas vistas, piscina y un amplio garaje en el que podía verse aparcado un flamante Mercedes de lujo. Pero el millonario se presentó a la cita despeinado y «con aspecto de haber pasado una mala noche». Rubik, aunque se mostraba como un individuo amable y correcto, no parecía particularmente feliz. Su estampa se ajustaba a las muchas habladurías que circulaban sobre su carácter seco, y así lo reflejaba el periodista en su reportaje: «durante el paseo en el que me mostró Budapest, a lo largo de toda la mañana, no sonrió ni una sola vez». Cuando regresaron a su residencia, el reportero se sorprendió de que Rubik hubiese renunciado a tener un comedor y que planease servir la cena en un rincón de la cocina: «¿va a venir mucha gente a cenar?». El famoso creador del cubo mágico, mientras fumaba un cigarrillo, respondió lacónicamente: «espero que no».
Ese mismo carácter distante fue el que demostró durante sus primeras visitas a los Estados Unidos, donde su comportamiento no podía resultar más sorprendente para quienes acostumbraban a tratar con los nuevos ricos europeos, y especialmente con los del este, por lo general ansiosos de gastar rápidamente su dinero en lujos y placeres. Y más cuando viajaban sin la familia, claro. Erno Rubik no se ajustaba a ninguno de esos estereotipos. Después de cada compromiso social o empresarial, lejos de querer visitar lugares turísticos o las tiendas preferidas por los millonarios, pedía que lo llevasen directamente de vuelta al hotel. Allí se encerraba en su habitación y pasaba el resto del día leyendo: «no gastaba dinero en sí mismo y el único cambio en sus hábitos era que fumaba tabaco de una marca mejor», contaría uno de sus asistentes. Rubik no bebía, no salía de fiesta, ni siquiera parecía interesado en utilizar su fortuna para retozar con bellas mujeres, actividad habitual entre muchos hombres adinerados. Extremadamente circunspecto, ni tan siquiera parecía interesado en cultivar amistades con quienes formaban su círculo de negocios: «no le gustaba hablar», recordarían. Mientras estaba lejos de casa, su único propósito parecía ser el de regresar junto a su familia cuanto antes. No hacía el más mínimo esfuerzo por aprovechar las enormes posibilidades que su fortuna y su momentánea libertad le ofrecían.
Aquella personalidad lo había caracterizado, según parece, ya desde sus primeros tiempos, antes del éxito y el dinero, cuando era un oscuro profesor en Budapest. Y la instantánea celebridad planetaria no ayudó a hacerlo más accesible. De hecho, se tomaba esa celebridad con bastante sorna: cuando alguien le preguntaba «¿qué se siente siendo tan famoso?», Rubik contestaba no sin amarga ironía: «¿qué se siente no siéndolo?». Aun así, con el paso del tiempo y una vez amainada la tormenta cúbica en torno a su persona, Erno Rubik parece haberse tranquilizado. Centrado en diversas actividades empresariales y en el trabajo con varias fundaciones, se diría que agradece haber alejado de sí el exceso de atención, y es algo más accesible, aunque continúa siendo un hombre de aspecto bastante serio.
Es imposible prever si volverá a producirse un fenómeno análogo al del cubo de Rubik. Hoy está internet, o los teléfonos móviles y demás artilugios electrónicos. Pero son un medio para obtener otros contenidos: información, relaciones sociales, etc. No son un simple cubo de plástico que no sirve para absolutamente nada más que para descifrar su propio rompecabezas y que, precisamente por su aparente sencillez, tiene tal carácter icónico. Desde luego, sirve como icono visual de los años ochenta mejor que casi ninguna otra cosa. Hubiera sido interesante que nos hubiesen visitado unos exploradores alienígenas durante aquellos años: «solamente tenemos una cosa clara sobre los terrícolas: su dios es un hexaedro de colores, le rezan constantemente y sonríen satisfechos cuando el dios les contesta».
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el número total de permutaciones, de combinaciones posibles entre las posiciones de las veintiuna piezas es una cifra tan alta que produce mareos. Respiren hondo: las posibles combinaciones ascienden a cuarenta y tres trillones doscientos cincuenta y dos mil tres billones doscientos setenta y cuatro mil cuatrocientos ochenta y nueve millones ochocientas cincuenta y seis mil permutaciones. O dicho de otro modo:
519,024,039,293,878,272,000
¿La diferencia entre ambos numeros esta bien ?? o es que como soy de Artes me he perdido algo ??
El número de formas posibles de reordenar las piezas del cubo sí que es 519 trillones, pero algunas de esas combinaciones no son posibles de alcanzar moviendo las caras del cubo. Por ejemplo, no es posible girar una sola esquina dejando el resto de piezas en su sitio. Por supuesto, siempre se puede desmontar el cubo y girarla, y así es como se llegaría a 519 trillones. Si sólo se permiten movimientos «legales», el número de configuraciones alcanzables son esos 43 trillones. Supongo que habrán mezclado los dos números sin darse cuenta.
Ah, pues será eso…
Respuesta muy logica, esperemos a que se pronuncie el autor para darle un tirón de orejas, aun asi muy buen artículo sobre este cacharro mitad juguete, mitad tortura
Lo mismo digo, y yo soy de ciencias… aunque también me puedo haber perdido algo.
Hola:
Al redactarlo olvidé aclarar que el segundo número es la versión refinada del primero. Pero tranquilo, yo también soy de artes.
Un cordial saludo.
(que alguien corrija esto, una de las dos cifras debe estar mal:)
las posibles combinaciones ascienden a cuarenta y tres trillones doscientos cincuenta y dos mil tres billones doscientos setenta y cuatro mil cuatrocientos ochenta y nueve millones ochocientas cincuenta y seis mil permutaciones
(o sea: 43.252.003.274.489.856.000 )
. O dicho de otro modo:
519,024,039,293,878,272,000
Genial, ya no son 519 trillones sino solo 43.
Me siento más animado.
Me está empezando a doler la cabeza solo de leer el artículo y luego los comentarios. Así que como para ponerme a jugar con el cubito…
Encontré el año pasado uno sobre un contenedor. Estuve una semana volviéndome loco intentando resolverlo. Acabé dejándolo donde lo había visto.
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¿Como algo tan simple (el cubo) puede llevar consigo algo tan complejo (su resolución)?
Lo «maquiavélico» del cubo. ;)
Nos lo compramos una decena de niños a la vez, en cuanto uno lo tuvo fuimos todos detrás. Aquello era imposible, no había manera y como preadolescentes machos ya estábamos compitiendo para la posición de machos alfa que buscaríamos en la adolescencia.
Aquello era imposible y no podía quedar último. Entonces descubrí que mi cubo (no recuerdo el resto, supongo que igual) tenía pegatinas para los colores. Y si algo se pega también se despega. Y si algo se despega puede volver a pegarse.
Y así fue como fui el primero de mis amigos en poner todas las caras del cubo con sus colores en perfecto orden de formación, causando grande admiración y envidia entre mis demás competidores y alguna carantoña entre las ariscas féminas de mi clase, entre las que surgió un halo de admiración a mi alrededor.
Pocos años después con una de ellas perdí la virginidad y con otra hice un máster de varios años. Así fue como resolver el cubo de Rubik me elevó a la categoría de premacho alfa entre mis garrulos congéneres.
Que no lo hiciera de forma honrada es un secreto que se irá conmigo a la tumba. Como el cubo de Rubik original, que aún conservo.
Sospecho que alguno de mis amigos aún sigue intentando montarlo de vez en cuando. El secreto para resolverlo estaba en algo tan sencillo como el vapor.
«ni siquiera parecía interesado en utilizar su fortuna para retozar con bellas mujeres, actividad habitual entre muchos hombres adinerados»
joer, esta frase es ridícula hasta el extremo.
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