Reportaje realizado con el apoyo de Oxfam Intermón
Cruzamos muchos kilómetros atravesando un paisaje que no puede ser más atractivo. Es esa sabana africana que hemos visto de niños en las películas. No hay camino alguno y solo falta Orzowei para cumplir nuestra fantasía aventurera de europeos. En el asiento delantero Nalla Gaye se ríe y nos hace reír cuando nos explica cómo logró adelgazar un verano que su mujer le dejó solo en casa a cargo de los niños. Corría de un lado a otro intentando llegar a todo: la oficina, la compra, la cocina, la limpieza… Se quedó hecho un fideo, él que es tan grandullón. Nos lo cuenta a propósito de las mujeres que vamos a conocer en Thethiane, comarca de Djeole, provincia de Kaedi, al sur de Mauritania. Están sobrecargadas de tareas, nos dice Nalla, responsable de Oxfam en Kaedi, y aun así están decididas a emprender, mejorar, aprender, transformar su realidad. Al fin llegamos a Tethiane, una aldea en la que quince mujeres hace tres meses han puesto en marcha una minúscula factoría de yogur pasteurizado. Recogen el excedente de leche de sus vecinos, eminentemente pequeños ganaderos, y producen, envasan y distribuyen los yogures. Lo de la distribución es lo más complicado, porque para llegar al mercado de Kaedi, la capital del departamento, no hay más transporte que el que cada uno logre ingeniarse: un coche compartido, un carro tirado por borricos o la mera marcha a pie. En estas pocas semanas de actividad han superado ya todas las expectativas. La cámara frigorífica que les proporcionó Acor, una ONG mauritana con apoyo de Oxfam y financiación de AECID, la Agencia Española de Cooperación Internacional para el Desarrollo, se queda ya pequeña. Quieren superar los veinte litros diarios que es su modesto límite actual, pero para ello necesitan un tanque de pasteurización. Cuando llegue la temporada de lluvia los animales producirán más leche y estas mujeres llevan demasiado tiempo esperando, están impacientes por progresar. A pesar de la precariedad de su modo de vida, de la rusticidad de sus viviendas de adobe sin luz ni agua corriente, sus hijos son los alumnos más aventajados de toda la provincia. Esta pequeña comunidad cree en la educación como cree en el progreso. Con poco hacen mucho. Solo necesitan una pizca de acompañamiento en el camino.
Así es Mauritania. Cuando llegas te parece que están desmantelando el país, que todo acabó hace mucho tiempo y que has aterrizado en una era posindustrial no muy distinta de aquella recreada en algunas películas de ciencia ficción. En Nouakchott, la capital, hay zanjas, obras, boquetes por doquier. Una importante capa de polvo recubre coches desvencijados que circulan paralelos a relucientes todoterrenos de una marca japonesa con muchísima implantación y a carros tirados por borricos más cercanos a las cebras que a los asnos. Entre socavones y adoquines, las cabras campan a sus anchas y mordisquean los abundantes desperdicios plásticos que se acumulan por el suelo. La inexistencia de un sistema de recogida de basuras es un problema generalizado en África que quizá no impresionaría tanto al visitante si no se produjera en medio de tanta belleza. Casi todos los hombres se cubren con vistosos y escultóricos boubous, una llamativa túnica azul o blanca que se superpone a camisa y pantalón. Están hechos de un algodón con tanto apresto que en ocasiones parecen de cartón piedra. Algunos portan además la cabeza envuelta con pañuelos o turbantes que les protegen del polvo y del sol y les confieren un aire todavía más exótico y teatral. Por la variedad de rasgos, pronto aprendes que este país está formado por múltiples etnias. Magrebíes de piel clara y magrebíes de piel tostada conviven con haratines, descendientes de africanos libertos absolutamente arabizados y asimilados, y con mauritanos negros como los soninké, pulaar y wolof, que, aunque también musulmanes, conservan lengua e identidad cultural propia. Esa variedad de apariencias hace al país todavía más interesante, rico y complejo y contribuye a la primera impresión de civilización del futuro: en cualquier callejón podrías cruzarte con un par de androides y no te sorprendería, quizá hayas puesto pie en la agitada cantina de La guerra de las galaxias y no te has enterado.
Salvo que en Nouakchott no hay cantinas. Es una república musulmana y el alcohol está severamente prohibido, y su tenencia castigada con tres meses de cárcel. Esa es una de las primeras advertencias que te hace el responsable de seguridad y transportes de Oxfam, porque al llegar a Mauritania nadie te libra de esa clase teórica: no hagáis fotos de lugares públicos, tampoco de las personas sin pedir permiso, nada de preguntas sobre religión, raza, sexualidad, familia u otros asuntos personales, jamás deambuléis solos, id en todo momento acompañados, siempre el móvil encima con vuestros contactos, no olvidéis el pasaporte ni la carta de la organización que os invitó, fotocopias a mano de todo, os las requerirán incontables veces en los innumerables puntos de control militar de la carretera. Estas son solo algunas de las recomendaciones que nos hace el solemne y minucioso Diouf, senegalés que desde hace un año trabaja en Nouakchott como jefe de logística para Oxfam.
Es extraña tanta precaución, porque, a pesar de que en 2010 tres cooperantes catalanes fueran secuestrados, la sensación de inseguridad es nula. Montones de personas transitan por la calles céntricas desplazándose afanosamente, centrado cada uno en lo suyo y con poco interés por el turista. Supongo que ganarse lo mínimo para sobrevivir ya les mantiene suficientemente ocupados en un país que ocupa el puesto 159 de 187 países en el índice de desarrollo humano y en el que el 42% de la población es pobre. La actividad es frenética, los horarios comerciales ilimitados, aunque en ocasiones, al entrar a una tienda, te topes con el dependiente tendido cual fakir sobre el mostrador echando una cabezadita. Y es que para muchos, ese negocio que mantienen abierto desde temprano en la mañana hasta la noche es también su domicilio. Siendo un pueblo de tradición nómada o trashumante, sus exigencias y necesidades en materia de vivienda son exiguas. Se adaptan a condiciones que a nosotros nos resultarían espartanas y procuran no apegarse demasiado a todo aquello que no puedan llevarse puesto. Cuando las cosas no marchan, porque no llueve y no hay ni cosecha para los seres humanos ni pasto para el ganado, los mauritanos sencillamente levantan campamento y parten en busca de mejores horizontes. Son duros y austeros, y por eso en su visión de la vida no falta astucia y capacidad de observación y aprendizaje. Han sido sus herramientas de supervivencia durante siglos, sumadas a otra que hace de Mauritania un país particularmente adecuado para dar el salto y salir de la pobreza: capacidad de adaptación.
Una sociedad con tales características no es una sociedad que está terminando. Mis compañeros de viaje y yo lo comprendemos fácilmente tras unos pocos días. Hemos dejado Nouakchott para visitar proyectos en la provincia de Kaedi cerca del río Senegal. Al regresar, esa febril actividad en calles y mercados, los estridentes atascos en la rotonda Madrid (lleva ese nombre por la importante huella de la cooperación española), el aparente caos, nos hacen comprender que la capital no se está desguazando, se está construyendo. Sin embargo la confusión es natural, pues los principios cuando son frágiles se parecen demasiado a los finales. Esta ciudad apenas se fundó en 1960 con la independencia de Mauritania, hasta entonces colonia de Francia y dependiente administrativamente de Senegal. Entonces el territorio no tenía recursos naturales que interesasen a los franceses, por lo que no pusieron mucho énfasis ni en construir ni en establecerse. Nuakchott carece de monumentos como carece de pasado, es solo presente y futuro. Un futuro delicado, que requiere equilibrios. Mauritania ya no puede ser ese lugar del que tendemos a olvidarnos, su papel estratégico en la geopolítica de la zona es enorme como enorme es su potencial económico. Aunque la población no esté viendo beneficio alguno porque la riqueza se queda entre una pequeña élite de oligarcas, el país crece al 6% anual. Tiene minas de hierro y otros minerales que interesan a China, un extraordinario caladero de pesca que interesa a Europa, Japón y Corea, del que la flota española es cada vez más dependiente (recuérdese el disgusto de nuestros pescadores cuando la UE llegó a un acuerdo en el que quedaban excluidos los cefalópodos, es decir, el pulpo gallego, o sea, mauritano) y sus posibilidades agrícolas son muy notables, aunque ahora mismo apenas se cultive el 0,5% del territorio y no logre abastecer ni las necesidades alimenticias más básicas de la población.
Más de treinta pequeñas mezquitas verdes jalonan la carretera que une Nouakchott con Kaedí. Son perfectamente idénticas y semejante planificación en un país tan destartalado extraña. Cuando pregunto al equipo de Oxfam que nos acompaña me explican que son regalos de Arabia Saudí. Admito que pueden ser mis prejuicios de española agnóstica que ve con sospecha toda creencia institucionalizada, pero inmediatamente asocio esta aportación religiosa tan generosa con algo que nos explicaron en Nouakchott: el conflicto de la propiedad de la tierra. Según consulto a unos y otros, me ratifican que este desprendido gesto saudí coincide con un incremento de la religiosidad más conservadora en Mauritania, un país tradicionalmente moderado y tolerante en su práctica, pero además coincide con ciertas polémicas adquisiciones de grandes extensiones de tierra por parte de corporaciones saudíes. Son las mejores tierras, próximas al río Senegal y sus afluentes, disponen de ríos subterráneos con los que se podría generar fácilmente un rico sistema de regadío si solo se pusieran un poco de infraestructura y voluntad política. El Gobierno mauritano vende o cede la titularidad de tierras que poblaciones autóctonas durante generaciones han cultivado o usado para la ganadería. Expulsadas y empujadas a terrenos peores, esas familias incrementan su exclusión y no logran nunca esquivar la pobreza. Es fácil de hacer. En Mauritania son pocos los que tienen prueba de la titularidad de sus tierras. En una sociedad basada en la tradición oral, la transmisión de propiedades no suele estar avalada por un registro público. El acaparamiento de miles de hectáreas en manos de unos pocos es una de las amenazas más graves que se ciernen sobre las posibilidades de desarrollo de este país.
Bithiounga es una aldea sin casas. En medio de una inmensa llanura carente de toda vegetación, las familias viven en estructuras llamadas hangares hechas para ser abandonadas cuando la necesidad lo dicte. Coloridas telas estampadas hacen las veces de paredes y alfombras y cojines las de sillas, camas y mesas. A pesar del calor exterior, la temperatura bajo el techado es fresca. La sequía de hace tres años asoló todas las cosechas de la zona y estas familias que viven de la ganadería perdieron sus animales y su medio de vida. Oxfam, junto con otras organizaciones locales e internacionales, decidió actuar, no solo con una intervención de emergencia para evitar la muerte por desnutrición de cientos de personas, sino con un plan a medio plazo: generar lo que ellos llaman «resiliencia». El concepto alude a la idea de que, en el caso de que una situación similar volviera a darse, los más vulnerables hayan adquirido recursos para afrontarla.
Parte central de esa resiliencia es lo que en cooperación internacional se denominan programas de buen gobierno, los que persiguen un doble orden en los cambios: prácticos (en sanidad, medios de vida, alimentación, alfabetización, capacitación técnica) pero también políticos. A estas alturas sabemos que solo la transformación política provoca beneficios duraderos en la vida de los más pobres. Nalla Gaye llama beneficiarios a las personas que participan en los programas de Oxfam. La nomenclatura es importante, busca describir las relaciones humanas de otro modo y señalar la enorme diferencia entre la caridad y la acción política. En un país en el que se calcula que entre el 3 y el 10% de la población vive en esclavitud (es el porcentaje más alto del mundo), que solo está penalizada desde 2007 sin que haya grandes muestras de que la ley se aplique, el concepto de derechos y deberes es algo familiar a muy pocos. La desigualdad es la causa más poderosa de pobreza en Mauritania y Oxfam, junto con la cooperación oficial española y de la UE, buscan rebajarla. «Sin necesidad de inversiones millonarias podría darse la vuelta a la situación, pero esa transformación no será posible sin el acceso de la población al pleno ejercicio de todos los derechos —nos explica Francisco Sancho, coordinador de la AECID en Mauritania—. No solo se trata de hacer una transferencia de recursos económicos puntuales, sino una transferencia de conocimientos y capacidades, que es lo que queda para siempre». Mauritania es un país con una Administración muy deficiente y esto sumado a que la población en su mayor parte carece de derechos o no los ejerce, hace imprescindible el papel de las ONG como intermediarias. «Trabajando solo con el Estado haríamos muy poco», ratifica Sancho. El nivel de corrupción es tan alto como la falta de transparencia: el Estado mauritano hasta ahora no ha cumplido sus compromisos de rendición de cuentas por la ayuda percibida. «Hay que exigirles mucho más», insiste Sokhna Baro, directora de Oxfam Mauritania.
Amadou Djigo es apasionado. Uno esperaría del director del Programa de Buen Gobierno Político y Económico de Oxfam una exposición fría y técnica, pero es imposible ser distante cuando la materia prima con la que trabajas son personas cuya suerte pende de un hilo. A Amadou le indigna la injusta e innecesaria exclusión en que viven muchos de sus compatriotas y le preocupan las tensiones identitarias y sociales latentes entre quienes siempre han copado los recursos y el poder, magrebíes de cultura arabizante, y los excluidos, pulaar, wolof y soninké, es decir, mauritanos negros. Nos habla con palabras encendidas acerca de la injusta expulsión a Senegal de más de veinte mil personas en 1989, de las trabas legales para reclamar hoy sus tierras y su nacionalidad y de los muy inflamables riesgos sociales de estas políticas de segregación. Su exposición me hace pensar en lo que tan bien explica el sociólogo Richard Sennett en su último libro Juntos (Ed. Anagrama) que versa, precisamente, sobre la cooperación: «Cooperar es difícil porque se trata de aprender a convivir con gente que piensa de manera distinta a ti o que jamás se ha parado a pensar en lo que piensa. Cuando intentas ayudar a la gente lo más fácil es identificarte con ellos. Lo que tiene mérito de verdad es tomar el otro camino y mantener la distancia manteniendo tu compromiso». Identificarse con las comunidades que visitamos no es difícil, no solo porque reciben con los brazos abiertos todo lo que huela a cooperación internacional, o porque sean gentes abiertas educadas en el compartir, sino porque hay muchas costumbres desde culinarias a domésticas que recuerdan a las nuestras. Es la herencia que nos dejaron estas gentes del desierto cuando vivían entre nosotros como moriscos. Esa cierta resonancia cultural facilita la identificación a la que alude Sennett, pero no debe ocultarnos la crueldad y la dureza de esta pobreza innecesaria.
Como ejemplo de un programa de buen gobierno que ha supuesto mejoras significativas, Amadou nos habla del financiado por la Junta de Andalucía entre 2011 y 2013. Oxfam trabajó con sesenta organizaciones de base y ochenta y cuatro concejales de municipios de cuatro provincias con el objetivo de tender puentes hasta ahora inexistentes entre la administración local y los administrados. Ayudándoles a estructurarse en asociaciones y creando vías de colaboración, los participantes toman conciencia de sus derechos civiles y aprenden a participar, proponer y ser verdaderos actores del cambio. Los visitantes europeos asistimos en silencio a la exposición de Amadou. Es paradójico que tengamos que venir a Africa para reconciliarnos con nuestras propias democracias europeas, esas que nosotros tanto denostamos y que damos por defectuososas o superadas.
Aissata es una de las mujeres que más ha aprovechado el programa andaluz. Residente en Bagué, una minúscula ciudad cercana al río Senegal, es ahora una importante activista y gestora de cooperativas. Que la cooperación potencie especialmente a la mujer rural como generadora de cambio económico y social tiene una explicación sencilla. Por un lado lo necesitan, pues muchas mujeres son cabeza de familia y hay una fuerte feminización de la pobreza, pero por otro «capacitar a las mujeres da resultados inmediatos y es más rentable, tienes garantías de que la inversión saldrá adelante —asegura Francisco Sancho, de AECID—. Las mujeres mauritanas son capaces de innovar, son más comprometidas y sedentarias. Aprenden rápido, pero también enseñan a los niños y a los jóvenes, son transmisoras de información. Con ellas sabes que los beneficios serán reinvertidos en la comunidad y las familias».
Lo terrible es que el flujo de ayuda una vez iniciado, se interrumpa, como ha ocurrido en Bithounga donde la huerta que las mujeres plantaron con dinero de la cooperación española, languidece hoy devorada por el desierto por algo tan simple como que el mecanismo del pozo se averió y no hay recursos para repararlo. España abrió su oficina técnica en 2000. Hasta 2010 habíamos invertido 217 millones de euros, convirtiéndonos en el tercer donante solo por detrás de la UE y de Francia. Hoy las cifras son otras. Si en 2011 la ayuda fue de 25,3 millones, en 2012 el Gobierno de Mariano Rajoy recortó hasta los 4,2. Ya conocemos las consecuencias de ese brutal hachazo. Es contradictorio que en la última cumbre UE-África se debata sobre inmigración ilegal si no contribuimos a que los africanos no necesiten emigrar. Es indudable que los Gobiernos locales tienen responsabilidades con las que en muchos casos no cumplen. En 2011 el presupuesto nacional mauritano fue de aproximadamente mil millones de dólares, de los que apenas el 3% se dedicó a agricultura y ganadería sin ningún instrumento público de protección social, capacitación o fomento del sector. La UE y en especial países como España y Francia están proporcionando los recursos que los políticos mauritanos niegan, pero la opción de no acompañar a este país y no ayudarlo en su crecimiento es inviable. La suerte de la población mauritana nos afecta demasiado. Nouakchott, esa bisagra entre el norte de África y el África subsahariana, está apenas a una hora de avión de Las Palmas.
Junto a la huerta seca, un constante ir y venir de carros cargados de bidones amarillos nos indica la ruta a seguir. A cinco kilómetros está Sabar, junto al río Marigot o Gorgol Noir, otra aldea de etnia pulaar. Si Bithiounga es una aldea magrebí, cuyos habitantes tienen esa inconfundible fisionomía que nosotros asociamos con los almorávides, aquellos con los que los españoles convivimos hace unos cuantos siglos, los habitantes de Sabar son negros africanos, pero la mayor disparidad no es cultural, es económica. Sabar tiene frondosas huertas a las que no les falta agua, como nos les falta el vallado, otra inversión costosa pero imprescindible en territorios donde la ganadería convive con la agricultura. Sabar marcha gracias a la ayuda española y aun así, las mujeres de la cooperativa nos trasladan la misma reclamación que las de Tethiane: quieren seguir creciendo. Sus hijos ya no padecen desnutrición, pero siguen yendo descalzos. Ellas saben que un futuro mucho mejor podría aguardarles y reclaman otro empujón para dejar atrás esta frágil y expuesta economía de subsistencia. No les asusta trabajar de sol a sol, porque crecer no es una opción entre muchas, es la única vía.
Fotografía: Ángeles González-Sinde (galería completa del reportaje aquí)
Traducción al inglés: Carolina Camarmo
Intermón Oxfam trabaja en Mauritania con comunidades agrícolas y ganaderas para que puedan cultivar a pesar de las sequías recurrentes. Sobre todo apoya a mujeres. Más información sobre el trabajo de Oxfam Intermón en Mauritania aquí.
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Un reportaje que nos acerca a la realidad de un país africano que apenas conocemos, con sus problemas étnicos, económicos, sanitarios y alimenticios. Conocer es un primer paso pasa entender y confirmar lo necesaria que la es la ayuda al desarrollo, para personas y países que luchan por un futuro mejor. Como dice la autora, no podemos debatir de inmigración ilegal si no contribuimos a que los africanos no necesiten emigrar.
Excelente reportaje!