Una de las razones por las que Gomorra me pareció una obra fascinante es el punto de vista que adoptó Roberto Saviano para escombrar Nápoles. En algunos pasajes asemejaba un pintor callejero de mujeres soles; en otros, un imberbe deslumbrado ante la sórdida belleza del crimen, acaso un motorista licencioso al que, antes que el tráfico, incumbía el trémulo visillo de un ventanuco. Había en el Saviano de Gomorra una suerte de precursor de Jep Gambardella, el pseudobartleby de La gran belleza; un Gambardella, entiéndase, que aún no hubiera malbaratado sus sueños entre lingotazos de cinismo.
Aquel Saviano perplejo da paso, en CeroCeroCero, a un escriba recluido en el ancho mundo, lo que determina que la obra sea, antes que un reportaje, un informe; todo lo condimentado y embellecido que se quiera, pero un informe al fin y al cabo. Por eso, entre otras razones, carece de making of, si bien este rasgo no deja de constituir un alarde de coherencia: el making of de Saviano ya no es otro que la más ultrajante tiniebla. En este sentido, y como no puede ser de otra forma, la obra hurta al lector las condiciones en que se efectuaron las pesquisas, las entrevistas, los rastreos (aunque la mayoría de los capítulos, insisto, desprenden el inconfundible aroma a naftalina de los expedientes policiales). Hay una incógnita, empero, a la que no dejo de dar vueltas: ¿Consumió Saviano cocaína para elaborar su ensayo? No parece una cuestión irrelevante, máxime teniendo en cuenta esos apartes pseudopoéticos consagrados a la fisiología de la euforia.
Paradójicamente, el embozo del oficio abre la espita de la hinchazón retórica. En otras palabras: ante la imposibilidad fáctica de incrustarse en el relato (lo que no se puede decir, no se debe decir), Saviano estampa su sello en forma de absurdos tautológicos del tipo «México no se puede definir. Es solo México. Es México y basta», o prodigándose en el caracoleo sabihondo del que está de vuelta del infierno mismo, abusando hasta la náusea de sentencias a lo «tú, lector, que crees saber y no sabes un carajo…». Las casi quinientas páginas de CeroCeroCero, en fin, dan para un cuaderno de agravios, entre los cuales habrían de figurar esa pulsión alucinada por la que cada mafia es más sanguinaria que la precedente, o el intento de anabolizar el texto con la especie de que el negocio de la coca no es sino una versión refinada (nunca mejor dicho) del capitalismo, o la insinuación de que el tráfico de cocaína por parte de las FARC es menos execrable que el que practican los cárteles, quién sabe si en virtud de una ignota derivada del «comercio justo», o la porfía en aseverar que la cocaína gobierna el mundo, sin que medie en tal aseveración el menor asomo comparativo con el sexo, el juego o la industria armamentística.
Lejos de mi intención aplicar a Saviano la reticencia que emplearía para recomendar o denostar el último bistró del Ensanche. Remedando al Semprún de La escritura o la vida, que se interrogó acerca de la presunta inmoralidad de que Buchenwald fuera susceptible de ennoblecimiento literario, me pregunté si no sería impertinente desenvainar el bolígrafo rojo con un autor que, al cabo, se juega algo más que la vanidad y los royalties.
Me dije que sí, que no habría peor desprecio que enterrar el reportaje en la clase de elogios maquinales que reservamos a los críos que adolecen de impericia.
También me dije que CeroCeroCero, aun siendo cautiva del personaje Saviano, es un portentoso mapeo del siglo, y que entre sus méritos ha de contarse su semejanza con Contra el cambio, de Martín Caparrós, para quien, obviamente, también el vector que regía el mundo no era otro que el de su negociado, en este caso, el cambio climático. No obstante, a diferencia de la multicrónica de Caparrós, Saviano se halla atrapado en un siniestro damero que no le permite más treguas que las de la magra nostalgia de futuro, la de aquellos días en que surcaba la bahía en una barquichuela y todo, incluso el prurito de estar vivo, se hallaba por delante.
No osaría decir que la lectura de CeroCeroCero debe ser una ordenanza cívica, pero estoy convencido (y ni siquiera firmemente) de que el progreso de la humanidad pasa por familiarizarse con el empeño de un hombre que, luego de sufrir la amenaza de la camorra, ha tomado la audaz resolución de retar a todas las camorras del mundo, cristalizando en pavorosa verdad la expresión «huida hacia delante», que a partir de ahora ya no podrá emplearse en vano.
Yo empecé a leer Gomorra y me pareció un truño. Admiro su coraje, pero eso no hace al Sr Saviano un buen escritor, desgraciadamente.
Contra el cambio es un libro tan valiente como el de Saviano. Caparrós es un grandísimo escritor.
Como informe, me quedo con «Mafia Export» de Forgione, del que Saviano se nutre sin decirlo. En cuando al adorno literario que le añade, me parece absolutamente prescindible, coincidiendo plenamente con el artículo.
Gomorra se queda en la mitad de lo previsto….
Por cierto….. en mis patios… nunca conocí al portero delantero…
En cambio si era muy valioso el portero mareador..