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In my beginning is my end: T. S. Eliot, un poeta en busca de la eternidad

T S Elliot Houghton Library Harvard University CC
T. S. Eliot en 1925. Fotografía: Houghton Library / Harvard University (DP).

In my beginning is my end. In my end is my beginning.

Hay libros que te pueden cambiar la vida, libros cuya lectura resulta de una intensidad tal que tu manera de ver y de experimentar las cosas, el entorno, el mundo, deja de ser la misma que antes; libros, en definitiva, que te tocan en lo más hondo del alma y logran, silenciosamente, cambiar tu percepción en cuanto a todo lo que te rodea. Uno termina de leerlos y queda sumido entre la plenitud y la felicidad más placenteras, con el único deseo de poder cobijarse y reposar de nuevo entre sus líneas, de vivir de sus palabras y beber de su lenguaje una vez más, y cuando se vuelven a leer —esta es la prueba de fuego definitiva— es como si nunca se hubiesen leído: ante el lector se extiende un horizonte completamente nuevo, augurando un redescubrimiento que sugiere y promete aún más que el anterior.

Cuatro cuartetos, de T. S. Eliot, es uno de esos libros. No tendría yo más de diecisiete años cuando un profesor del colegio, que ya antes me había prestado un ejemplar de 1942 de La tierra baldía en versión original y con las páginas amarillentas, me lo recomendó encarecidamente como si de una valiosísima joya se tratase. Claro que, por entonces, la poesía suponía para mí —al igual que, desgraciadamente, para la mayoría de los mortales— un mundo absolutamente extraño y desconocido; mi empeño por comprenderla solía ser en vano por muy buenas que fueran mis intenciones. Poco recuerdo de esa torpe e inexperta primera lectura, aunque la sensación generalizada fue de una gran impresión, como si me encontrase ante un monumento, imponente y lleno de significado, al que me esforzaba por entender. Pero, si bien era imposible no sentirse perdido, como un ciego buscando el interruptor a tientas, en ocasiones se me antojaba que no hacía falta entenderlo todo ni mucho menos; con simplemente leer las palabras impresas en la página, al margen de elucubraciones e interpretaciones, era suficiente para darme cuenta de su envergadura poética y humana. Provisto, esta vez sí, de cierta madurez —tanto vital como literaria— volví al libro por segunda vez hace no mucho, como quien se reencuentra con un viejo amigo al que nota cambiado; y, sobre todo, con ojos distintos. Dicha relectura, claro está, supuso una experiencia nueva, tan rompedora como reveladora.

Cuatro cuartetos es la obra cumbre de Eliot y una de las piedras angulares de la poesía moderna. Escritos por separado a lo largo de ocho años, los poemas se publicaron conjuntamente en 1943, en Nueva York (gracias a la editorial Harcourt, Brace & Co.), y un año después en Londres, en Faber & Faber. El volumen final, glorioso broche final a su gran carrera de poeta, quedó así compuesto por los poemas «Burnt Norton» (1936), «East Coker» (1940), «The Dry Salvages» (1941) y «Little Gidding» (1942), todos los cuales hilvanan un minucioso análisis poético de los vínculos del hombre con el tiempo y la eternidad, la inmortalidad y lo divino, temas sobre los que Eliot medita, tal y como apunta Helen Gardner en La composición de cuatro cuartetos, tomando sus propias experiencias como fuente principal. Fue la última colección de poemas que publicó Eliot, logrando así despedirse al contrario de como acaba su poema «Los hombres huecos» (1925), con sus célebres versos finales con un bang en lugar de un gemido. Citando a un poeta contemporáneo, la poesía de Eliot es como un martillo al lado de la ventana de emergencia; Cuatro cuartetos se presenta así como un libro de cabecera al que acudir en casos de auxilio o penuria intelectual, un perfecto manual de autoayuda en verso.

La poesía de Eliot, considerado el mejor poeta en lengua inglesa del siglo XX y uno de los privilegiado pater familias del modernismo literario anglosajón (sin olvidarnos de Joyce, Woolf, etc.), siempre fue descrita como una poesía de ideas. Que su poesía resulta impecable desde el punto de vista de la forma es del todo indudable, y es en parte gracias a esto que Eliot logra transmitir una sensación de trascendencia de principio a fin; se trata de pura poesía metafísica, anclada en lo terrenal y comprometida, a su vez, con una constante búsqueda de las inquietudes, espirituales o no, que separan al hombre de lo animal. Cuatro cuartetos, que él mismo consideraba su obra maestra y razón principal por la que recibió el Premio Nobel de Literatura en 1948, conforma la tesis definitiva acerca de sus preocupaciones poéticas. Pero no nos dejemos abrumar por estas observaciones: a pesar de la temática del poemario —manifiestamente densa— el lenguaje empleado es tan lúcido como sencillo.

Durante su juventud el precoz Eliot ya apuntaba maneras; basta con leer «La canción de amor de J. Alfred Prufrock» («Let us go then, you and I…»), para darse cuenta de ello. Con este intrincado monólogo de stream of consciousness, a través de las contemplaciones de un narrador que se asoma a la vejez y, por ende, a la muerte, el escritor de St. Louis logró poner el mundo poético patas arriba: escribió la mayoría del poema con tan solo veintidós años y, en 1915, lo publicó en la revista Poetry gracias a la intervención de Ezra Pound, con quien mantuvo una potente amistad que duraría toda una vida. Al margen de sus evidentes cualidades literarias y sorprendente madurez, el poema asombra por la habilidad con que se adentra en lo profundo a raíz de imágenes cotidianas (restaurantes con serrín, atardeceres, cucharillas de café, mujeres que conversan sobre Miguel Ángel, etc.), dando lugar a reflexiones que marcaron el inicio del afán poético de Eliot por todo aquello que nos transciende, aquello que se halla fuera del tiempo y del espacio.

Unos años después, en 1922, se publicó La tierra baldía y el panorama poético, como es bien sabido, quedó alterado para siempre. En parte debido a su influencia, su naturaleza esquiva y a las continuadas reinterpretaciones en torno a ella, no resulta extraño que permanezca como la obra más conocida del autor hoy en día. Sin embargo, quizá sea Cuatro cuartetos su visión más madura y cohesiva, puesto que mientras La tierra baldía se muestra en ocasiones forzosamente complicada y escurridiza, cual código impenetrable, Cuatro cuartetos aboga por la claridad, no solo en cuanto a la forma, sino también y sobre todo como finalidad última: claridad es, de hecho, lo que Eliot persigue a través de estos cuatro poemas. Claridad como fin; claridad como meta vital. Fue precisamente en su discurso de aceptación del Nobel donde Eliot recalcó que, si bien el lenguaje constituye una barrera, la poesía misma nos proporciona un motivo para tratar de superar dicha barrera. De esta forma, con Cuatro cuartetos Eliot consigue expresar mediante palabras lo que estas a duras penas dan a entender por sí solas, sobreponiéndose así a sus limitaciones intrínsecas y revelando lo que se esconde tras ellas con pasmosa destreza, si bien, como confiesa de manera contrita en East Coker, solo ha aprendido a dominar las palabras para decir lo que ya no tiene que decir.

Las palabras de Eliot bullen en todo momento con ansiedad por encontrar algo superior a lo meramente humano. En «Burnt Norton» parte de la premisa de que «la Humanidad no puede soportar mucha realidad» y por ello se esfuerza, a lo largo de las cuatro composiciones que siguen, en elevar a la persona, imperfecta en todo su ser, a la perfección anhelada. Eso sí: consciente de lo mundano y de lo terrenal, y sin perder de vista todo aquello —tanto sus limitaciones como sus aspiraciones ulteriores— que hacen del individuo, de la persona, algo tan particular. En su día dicha obra fue criticada por ser abiertamente cristiana, lo cual resulta un tanto desconcertante; si Cuatro cuartetos es «cristiana» se debe en esencia a que es poesía humana, y no al contrario. Entre algunos de los más críticos con esto se encontraba el gran George Orwell (en un artículo publicado en Poetry London, número octubre-noviembre 1942) que renegó de los poemas con el descriptivo «deprimidos y deprimentes». En todo caso, insinuar que el anhelo por la inmortalidad o la eternidad —o su mero concepto siquiera— es algo que pertenece en exclusiva a los devotos es un craso error, más aún teniendo en cuenta que lo que dota a estos poemas de muchos de sus rasgos cualitativos es su descarada universalidad. No nos encontramos ante un mero panfleto teológico, sino ante una obra poética de gran profundidad. 

Pero esta claridad que tan trabajosamente persigue Eliot, ¿dónde se encuentra? La problemática del tiempo y su relación con el hombre es el tema que más peso ocupa en los poemas. Las reflexiones de Eliot sobre aquel, concebido como irredimible e irreversible en su constante movimiento, destacan por su belleza y sensibilidad: «Only through time time is conquered», pero el tiempo no fue ni será, simplemente es («And all is always now»), moviéndose perpetua e inexorablemente: «If all time is eternally present / All time is unredeemable». Eliot nos recuerda que poco podemos hacer al respecto, con lo que únicamente nos queda vivir con ello en el momento actual («What might have been and what has been / Point to one end, which is always present»), a la espera del momento que Eliot aguarda esperanzadamente: la eternidad, ese presente sin futuro. Muchos han sido los poetas de tradición anglosajona que describieron, si no condenaron, al tiempo y su irreparable flujo como un asesino sin escrúpulos: Shakespeare, Shelley, Keats, Yeats, Dylan Thomas, y un largo etcétera. De ahí que la eternidad, momento anhelado durante toda una vida, suponga por tanto la muerte del asesino, ese asesino de agujas que matan lenta y despiadadamente; y, por ende, la victoria del hombre sobre lo que, paradójicamente, le hace hombre. Parafraseando a William Blake, aquel quien besa la joya cuando esta cruza su camino vive en el amanecer de la eternidad. Es esa joya la que, sin fatiga y con ilusión, busca Eliot.

Atento a todo lo imperfecto que le rodea y ávido, a su vez, por alcanzar la perfección inalcanzable, Eliot cree que la humildad —y no la soberbia—, el reconocimiento de nuestra naturaleza fallida, probablemente sea la vía idónea para seguir dicho camino: «The only wisdom we can hope to acquire / Is the wisdom of humility: humility is endless». Así, la verdadera virtud yace en el intento honesto y no tanto en el resultado final, momento que, por mucho que nos duela, no depende de nosotros: solo nos queda intentarlo, aunque sea una y otra vez y a rastras («For us, there is only the trying. The rest is not our business»). No obstante, Eliot no desiste en ningún momento, consciente de que lo eterno está ahí, en alguna parte, animándonos a ello. Tal y como escribe, no cesaremos en la exploración y el fin de todas nuestras búsquedas será llegar adonde comenzamos, conocer el lugar por vez primera. En último término, su poesía es un reflejo perfecto de dicha pretensión y, ante todo, un bellísimo canto a lo contradictorio e incomprensible de la vida y la muerte, de lo humano y lo divino, del tiempo pasado, tiempo presente y tiempo futuro.

Así las cosas, es fácil imaginarse a Eliot colocando la pluma sobre el escritorio al terminar de escribir tras esos ocho largos años y, pudiendo por fin convertir en suyas las palabras de Rimbaud, declamando triunfalmente:

¡La hemos vuelto a hallar!
¿Qué?, la Eternidad.

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4 Comentarios

  1. Quizá sonará raro, no sé, pero el que hizo cambiar muchas cosas para mí fue la primera autobiografía de de Beauvoir.

  2. Pingback: 13/05/14 – In my beginning is my end : T. S. Eliot, un poeta en busca de la eternidad | La revista digital de las Bibliotecas de Vila-real

  3. Gracias por el artículo, es una alegría encontrar una reflexión sobre Eliot y la eternidad. Con todo, discrepo de la separación que se hace aquí entre su cristianismo y su afirmación de la eternidad: Eliot la afirma a través de su creencia religiosa y su convicción en el clasicismo en literatura. Que nosotros, como lectores, podamos no tomar las raíces de su afirmación, y quedarnos con lo que solapa con nuestra posición (el misterio, la intuición de otra vida, la victoria sobre el tiempo, el triunfo del corazón y sus razones…) es otra cuestión. Totalmente legítima. Pero Eliot fue muy claro en la reivindicación de la tradición (la que sea) en la conformación de una identidad. All time is unredeemable, si estamos dentro del esquema cíclico pagano; pero la eternidad entra en el tiempo a través de la encarnación del Verbo. Esa es la tradición a la que pertenece Eliot. For us there is only the trying no es una declaración pesimista, de una intentona que nunca consigue lo que pretende, porque the rest is not our business refiere a la llegada de la gracia divina, garante de que el tiempo puede ser vencido, y la eternidad, a las puertas.

  4. Pingback: Demasiada realidad - Jot Down Cultural Magazine

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