El váter de Onetti
Juan Tallón
Edhasa
Toda mudanza lleva consigo una desgracia desesperada por salir. Nadie piensa que desencadenará una reacción inesperada que acarreará su ruina.
¿Saben lo que sucede cuando aparece una grieta en la pared de una presa? Seguro que se lo imaginan: el agua golpea y golpea y golpea inadvertida contra el hormigón, empujando con sus mil millones de pascales de presión, deslizándose primero a hurtadillas y después en tropel entre la grava y el cemento, entre el acero y la arena, como un grupo de punkis de los ochenta colándose en un concierto de La Polla Records. La grieta se va haciendo un poco más grande a cada golpe del pantano, primero un centímetro, luego una pulgada, luego alcanza la masa crítica y la presa revienta y el agua lo arrasa todo a su paso.
Bueno, en realidad esto no es lo que sucede. Tendría yo trece años cuando me llevaron de excursión con el colegio a la presa de El Atazar, en la sierra norte madrileña. Recuerdo que en entre las dos paredes de hormigón, en las tripas del ingenio civil había —supongo que seguirá estando allí— una enorme sala de control que medía las presiones, la altura del agua y la electricidad producida, de tal manera que, ante cualquier contingencia, saltarían más alarmas que en los búnkeres de Londres durante la Batalla de Inglaterra. Había una persona muy preocupada por enseñar las instalaciones con rigor y entusiasmo a nuestro grupo de preadolescentes. Lo malo es que nuestro grupo de preadolescentes estaba bastante más preocupado por bambolear pechos y colitas como palomos en época de apareamiento que por conocer las intrínsecas interioridades de una construcción fluvial, por grande e importante que fuese. Recuerdo también que la persona repetía a menudo su nombre, lo que no recuerdo es si ese nombre era Paula o Ramón, posiblemente porque mi propia hinchazón pectoral me impedía prestar atención a nada que no fuesen los rizos pelirrojos de Natalia Pérez, mi amor platónico de octavo de EGB.
¿Han visto lo que acabo de hacer? Es lo que en las clases de escritura creativa llaman stream of consciousness y lo que yo llamo pobre y desvergonzado sucedáneo del estilo que Juan Tallón despliega en El váter de Onetti, su tercera novela —o tercera y media—, pero primera escrita en castellano. Lo bueno es que el flujo de pensamiento del escritor ourensano se parece menos a las cuidadosas metodologías de control de una presa y mucho más a la indómita riada que se produciría si el pantano superase dichos sistemas de control: arrollador e imparable. Y eso que disfrutamos los lectores.
Si Neil Gaiman decía que cada persona que camina por la faz de la Tierra esconde en su cerebro cientos de mundos, inimaginables, magníficos, estúpidos o maravillosos, imaginen los que discurren por la mente de alguien que se considera resacoso militante y periodista a tiempo parcial, a lo que yo añado escritor a tiempo completo. Porque eso es lo que es Tallón, un escritor perpetuo. El gallego escribe cuando redacta columnas para El País, escribe cuando se emborracha y escribe cuando ve un partido de fútbol. Escribe cada minuto de cada segundo de su tiempo, porque piensa en escritura y escribe cuando piensa. E incluso cuando no piensa.
Ese día no hice el ridículo, o lo hice humildemente, de tal forma que no se notó demasiado. Ese momento, al parecer, lo reservaba para la próxima cita, que sería al día siguiente con una redactora de Faro de Vigo. No quiero resultar pretencioso, pero me superé: peor, imposible. […] La historia es una eterna repetición de errores, una búsqueda del despropósito perfecto, invisible. Inexplicablemente, me salió bien. Pocas veces ocurre, pero cuando algo va muy mal, cuando ese algo se dirige directamente al precipicio, de pronto se tuerce y va bien. Raro.
El váter de Onetti cuenta las tribulaciones que sufre un resacoso militante y periodista a tiempo parcial cuando se traslada de su Ourense natal a la capital del reino para trabajar en un ministerio y, así, poder dejar atrás la parcialidad de los periódicos en favor de la totalidad de la escritura. A tal fin, la novela salta alegremente cual condensador de fluzo de las peripecias que el recién mudado debe afrontar —nuevos vecinos, nuevas vecinas, nuevos ruidos y nuevos bares—, hasta el necesariamente aburrido discurrir de su nuevo empleo institucional. Y aunque (casi) todo lo que le sucede a nuestro protagonista, alter ego del autor, puede ser considerado normal, afortunadamente nada de lo que cuenta el autor, alter ego de nuestro protagonista, lo es.
Porque en cuanto pongan un dedo del pie en el borde del cauce, el torrente de pensamiento que es la mente de Juan Tallón les va a arrastrar sin piedad ninguna. Entonces conocerán a Obdulio Jacinto Muiños Varela, capitán de la selección uruguaya del Maracanazo y también conocerán a «ll Negro Jefe», que son lo mismo pero no lo son. Sabrán cómo hacen los redactores de El Faro de Vigo para dejar en evidencia a los delegados de La Voz de Galicia. Descubrirán que, para Quincy Jones, la mejor música se hace en Brasil y en Cuba, pese a que «los muy hijos de puta trabajan con las mismas doce notas desde hace quinientos años». Mirarán sujetadores push-up tendidos en el balcón de enfrente y escucharán a sacerdotes más crápulas que El Gran Gatsby. Se irán de juerga por la noche madrileña y entrarán en La Vía Láctea, en el Tupperware y en el Nasti y quién sabe si se verán envueltos en una pelea con los componentes de Los Planetas. Y además, Javier Marías, Enrique Vila-Matas, Alfred Hitchcock, Janet Leigh, Visconti, Wittgenstein y claro, Juan Carlos Onetti. Mientras, el protagonista, alter ego de todos nosotros, explicará las razones que le empujaron a dejar el periodismo en busca de la tranquilidad para luego enfrentarse al combate que supone la edición y promoción de una novela. Esta novela dentro de la novela es El Caso Aira-Bolaño, un relato tan ficticio como directamente extraído de A pregunta perfecta, el primer libro —o primero y medio— que escribió Tallón, y que describe la improbable pero verosímil lazada que une a Roberto Bolaño con César Aira.
Y todo esto en las primeras cien páginas de El váter de Onetti. Así que aún les quedan otras ciento cincuenta para sumergirse en los vertiginosos remolinos (y ya se me están acabando las metáforas hidrofluviales) de quien se declara incapaz de escribir una «novela normal en la que todo pase en orden y haya argumento», pese a creer que «Un escritor debe acometer novelas que no sepa escribir, que le aboquen al fracaso». Así, a golpe de carcajada —porque la prosa de Tallón es tan precisa y delicada como descojonante— comprenderán que cuanto más anodino quieres ser, más divertida es tu realidad y que si te esfuerzas mucho en solidificar tu fracaso, vendrán los engorrosos éxitos a joderte la vida. Sobre todo si el éxito es un emocionante atraco a mano… bueno, a mano alzada.
Y es que, al final, la vida es esa nube desordenada de situaciones en las que no ocurre nada, y que, con el paso del tiempo, te acaba envolviendo en un narcótico letargo. A menos, claro está, que te dejes llevar por el flujo de pensamiento de Juan Tallón, porque allí la existencia navega entre las olas de una normalidad trepidante.
Me hicieron sitio y, cuando uno de los camareros me hizo caso, pedí un gin-tonic, a secas. «¿Qué clase de gin-tonic?», me preguntó mientras arrastraba hacia mí una de las cartas. No supe decidirme. «¿En qué estáis fuertes?», pregunté. «Los toques de albahaca, regaliz, uvas o pétalos de rosa están muy bien». Pedí uno con toque de plancton, por joder.
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