… Acoja, pues, Vuestra Magnificencia, esta pequeña ofrenda con el mismo ánimo con que yo se la envío, pues si se hace de ella un estudio y lectura diligente, reconocerá en su interior un profundo anhelo mío: que alcancéis esa grandeza que la fortuna y las restantes cualidades vuestras os prometen. Y si Vuestra Magnificencia, desde el ápice de su elevado sitial, posa en alguna ocasión los ojos sobre estos bajos lugares, reconocerá cuán inmerecidamente soporto una enorme y continua malignidad de la fortuna. (El Príncipe, dedicatoria a Lorenzo di Piero de’ Medici [1513]).
(Viene de la segunda parte)
En 1513 Sant’Andrea in Percussina consistía en poco más de dos hileras de edificios a lo largo de una antigua vía postal romana: un puñado de casas, una pequeña iglesia, una posada y el caserón de los Machiavelli. Ubicada en lo alto de una colina, desde la aldea se podía contemplar el ondulante paisaje toscano cubierto de olivos, viñedos, arboledas, flores, etc. y, allá a lo lejos, Florencia. Pero tras una vida consagrada a los asuntos del Estado y la res publica, este marco bucólico y apacible no satisfacía a Maquiavelo en absoluto. «Mi cuerpo está bien —escribió a su sobrino Giovanni el 4 de agosto—, pero estoy mal de todo lo demás».
La mejor manera de acercarnos a su nueva existencia en Sant’Andrea es a través de las misivas que empezó a intercambiar con su amigo Francesco Vettori al poco de salir de prisión. Niccolò intentó conseguir por medio de Vettori algún puesto en el Gobierno Medici, pero el nuevo embajador florentino en Roma parecía incapaz de ayudar a alguien que en aquellos momentos era políticamente radioactivo. Lo que podía hacer era compartir con él noticias y rumores de la corte papal, y los dos diplomáticos no tardaron en entablar un apasionante diálogo sobre la situación de Italia y el equilibrio entre las grandes potencias europeas. ¿Había hecho bien Fernando el Católico en firmar una tregua con los franceses? ¿Qué curso de acción debía tomar el nuevo papa? ¿Atacarían los turcos? Esta correspondencia contiene ejemplos de fina reflexión política y momentos que recuerdan al mejor Bender de Futurama («Embajador, vos vais a enfermar; me parece que vos no tenéis ningún pasatiempo; aquí no hay mancebos, no hay damas: ¿qué casa del carajo es esta?»), pero alcanza su cenit en una misiva que Maquiavelo envió a su amigo el 10 de diciembre de 1513.
En esta carta, joya del género epistolar italiano, Niccolò describe a Vettori su rutina diaria. Por las mañanas charla con unos leñadores que trabajan en un bosque de su propiedad; lee a Dante, Petrarca o algún poeta menor junto a una fuente; habla con los viajeros que pasan por la taberna para oír qué nuevas traen. Tras almorzar con su familia, vuelve a la taberna y se pasa la tarde jugando a las cartas con los lugareños; cuando anochece, vuelve a casa.
… Avanzada la tarde, me vuelvo a casa y entro en mi despacho. Y en el umbral me despojo de mis vestidos cotidianos, llenos de fango y lodo, y me visto de ropas nobles y curiales. Entonces, dignamente ataviado, entro en las cortes de los hombres antiguos, donde, amablemente recibido por ellos, me deleito con este alimento que es solo para mí, y para el que yo nací. Y no me avergüenzo de hablar con ellos, y de preguntarles por las razones de sus acciones. Y ellos, por su humanidad, me responden. Y durante cuatro horas no siento ningún aburrimiento, me olvido de toda ambición, no temo la pobreza, no me da miedo la muerte: me transfiero enteramente donde están ellos. Y como Dante dice que no hay saber si no se guarda lo que se ha comprendido, yo he anotado lo que he sacado con su conversación, y he compuesto un opúsculo, De principatibus [De los Principados], en el que profundizo cuanto puedo en las dificultades de esta materia; razonando sobre qué es un principado, de cuántos tipos hay, cómo se adquieren, cómo se mantienen, por qué se pierden…
Este diálogo con los hombres antiguos, que inicialmente había empezado a cristalizar en los Discursos, tuvo su primer fruto en el tratado De los Principados. Publicado póstumo en 1532 con el título de El príncipe, haría a Maquiavelo inmortal. Veamos por qué.
Un príncipe para gobernarlos a todos
La originalidad de El príncipe no radica en el tema que trata: de política se llevaba escribiendo como mínimo desde los tiempos de la República de Platón y el Arthashastra del filósofo indio Chanakya. Tampoco en su formato, pues el subgénero de los espejos de príncipes se remonta a la Edad Media. No, la genialidad de Maquiavelo consistió en abordar el análisis de las dinámicas de poder dejando de lado toda consideración moral, tomando como objeto de estudio la realidad que es y no la que debería ser. Su principal consejo para un gobernante es que procure hacer lo mismo, porque a la hora de salvaguardar el bien común se ha de ser, ante todo, eficaz. Y es que desde su punto de vista el proceder mezquino y caótico de las personas solo puede contrarrestarse con las leyes y las armas, el monopolio de la violencia, el Estado.
Habrá que esperar a los Discursos para profundizar en la doctrina política de Maquiavelo: «El príncipe es una obra breve, rápida y atenta a movilizar» (M. A. Granada, 1981) cuyos principios teóricos se hallan generalmente implícitos en la argumentación que sustenta cada uno de sus capítulos. Además de ser antropológicamente pesimista (que no misántropo), Niccolò consideraba que la naturaleza humana es inmutable. Al ser las pasiones, ambiciones y necesidades de sus contemporáneos las mismas que movían a israelitas, aqueos, y romanos, un príncipe virtuoso puede valerse de las lecciones del pasado —y la atenta observación del presente— para subyugar a la fortuna y perpetuar su Estado. Aunque no sea fácil definir el concepto de virtú maquiaveliana, al leer El príncipe salta a la vista que esta amalgama de cualidades incluye arrojo y audacia en lo marcial y lo político, atención a la imagen pública (1) y una saludable falta de escrúpulos. No es de extrañar que César Borgia sea propuesto al lector como modelo a imitar, ya que antes de ser traicionado por Julio II su curso de acción había coincidido punto por punto con las recomendaciones de Maquiavelo. El opúsculo se cierra con una exhortación a liberar Italia de los bárbaros invasores y fundar un Estado italiano independiente: un arrebato idealista que, aun contrastando con el carácter fríamente analítico de los capítulos anteriores, nos da a entender cuál es ese bien común que Niccolò tenía en mente.
El príncipe circuló inicialmente en copias manuscritas; cuando fue publicado en 1532, ya era lo suficientemente conocido como para haber sido plagiado al menos una vez (De Regnandi Peritia, de Agostino Nifo). El carácter amoral de la obra y el desdén de su autor hacia la Iglesia y el cristianismo aseguraron que este tratado —y todos los escritos de Maquiavelo, de hecho— figuraran en el primer Index Librorum Prohibitorum de 1552, listado extraoficial de los best seller de ayer, de hoy y de siempre. La Reforma también lo rechazó: se decía que Catalina de’ Medici, azote de hugonotes, tenía el opúsculo dedicado a su padre como libro de cabecera. En la condena de las dos ortodoxias europeas a El príncipe entroncó un antimaquiavelismo que ha llegado hasta nuestros días, aunque durante la Ilustración se reinterpretó la obra para convertirla en una velada advertencia al pueblo sobre los excesos del poder absoluto. Los Padres Fundadores leyeron El príncipe, como también hicieron Napoleón, Mussolini, Lenin y Stalin. Pero en 1516, cuando Niccolò entregó finalmente una copia del manuscrito a Lorenzo de’ Medici, este lo recibió con indiferencia y no hay constancia de que llegara a leerlo jamás.
Se ha especulado mucho acerca de los motivos que llevaron a Maquiavelo a escribir El príncipe. Hay quien acepta la interpretación que menciono en el párrafo anterior —defendida entre otros por Rousseau y, en cierto modo, Gramsci— y hay incluso quien ha querido ver en esta obra una sátira contra los Medici (2), pero desde mi punto de vista la explicación es más sencilla. Expulsado de la Cancillería y exiliado en la aldea de Sant’Andrea, escribir sobre política era uno de los pocos lazos que todavía unían al exsecretario con su vida pasada, además de una excelente manera de hacer ver a los Medici que se hallaban ante un estadista avezado al que harían bien en emplear. Aunque fuera, como escribía a Vettori en la carta del 10 de diciembre de 1513, «para hacer rodar una piedra».
Atardecer en los jardines Rucellai
Maquiavelo y Vettori continuaron con su correspondencia a lo largo de 1514: en sus cartas hablan de la política, los impuestos, sus amigos o el amor. Niccolò seguía fuera de la órbita medicea, y en ocasiones no podía ocultar la profunda amargura que sentía al verse aislado, inútil y empobrecido. En una carta con fecha del 10 de junio escribía lo siguiente:
… Seguiré tal como estoy, entre mis piojos, sin encontrar a un hombre que se acuerde de mis servicios o que crea que yo pueda ser útil para algo. Pero es imposible que yo pueda estar así mucho tiempo, porque me estoy consumiendo, y veo, si Dios no se me muestra más favorable, que acabaré teniendo que salir un día de casa a trabajar, si es que no hay otra cosa, como pasante, o como secretario de algún dignatario; o establecerme en algún lugar perdido a enseñar a leer a los muchachos; y que los míos se hagan a la cuenta de que estoy muerto. Ellos se las arreglarán mucho mejor sin mí, puesto que yo les supongo una carga, porque desde siempre estoy acostumbrado a gastar, y no sé hacer nada sin gastar…
Pero parece que en diciembre la puerta de los Medici empezó a abrirse, aunque apenas se tratara de una rendija. La tregua entre España y Francia estaba a punto de acabar, y León X dudaba entre conservar su alianza con Fernando el Católico, Maximiliano I y Enrique VIII o pasarse al bando de Luis XII y los venecianos. El cardenal Giulio de’ Medici (primo de Giuliano de’ Medici y del papa) encargó a Francesco Vettori que escribiera a Maquiavelo para sondearle: ¿qué debía hacer Su Santidad? Este abordó la cuestión entusiasmado, y a los pocos días envió a su amigo una larga carta en la que abogaba con elocuencia por una alianza entre Francia y los Estados Pontificios. Cuenta Vettori que tanto León X como Giulio de’ Medici se mostraron impresionados por sus argumentos; no lo suficiente, por desgracia, como para ponerlo a su servicio. Y es que por mucho que pudieran valorar su punto de vista, Niccolò seguía estando vetado: cuando en 1515 Giuliano de’ Medici y Paolo Vettori (hermano de Francesco) se plantearon darle empleo en un hipotético señorío mediceo centrado en Parma, desde Roma llegó una perentoria exhortación a no mezclarse con él.
Resignado quizá a pasar el resto de su vida apartado de la política, Maquiavelo se entregó de lleno a la actividad literaria. No es casual que en torno a 1516 empezara a frecuentar los jardines de la familia Rucellai, que acogían a un círculo de jóvenes patricios intelectuales (escritores, poetas, músicos…) de marcadas tendencias republicanas. Inmerso en este ambiente culturalmente fértil e ideológicamente afín, Maquiavelo terminó los Discursos y escribió La Mandrágora y Del arte de la guerra, todas ellas obras que —aun siendo brillantísimas— suelen verse eclipsadas por la fama de El príncipe y el aura maldita de su autor. Y es una lástima, porque los Discursos sobre la primera década (3) de Tito Livio son su legado más profundo y ambicioso, Del arte de la guerra se anticipa tres siglos a Clausewitz y La Mandrágora es la obra de teatro más importante del Renacimiento italiano.
Maquiavelo conocía bien a Livio y su narración de la historia de Roma: en 1475 su padre Bernardo había obtenido un ejemplar sin encuadernar del Ad Urbe Condita a cambio de elaborar un listado de sus topónimos. Al no haber para él mejor forma de gobierno que la república ni mejor república que la romana, esta obra suponía un punto de partida inmejorable para reflexionar sobre las causas del éxito de la Roma republicana y el modo de replicarlo en la Italia de sus días. Se ha dicho que resulta algo incoherente escribir un manual para monarquías y acto seguido uno para gobiernos populares, pero esta supuesta contradicción no es tal: aunque la estabilidad y libertad de las repúblicas las hagan superiores a cualquier otro régimen, Maquiavelo —en la línea de Platón— creía que hasta el Estado más perfecto está condenado a corromperse y decaer. Y cuando eso ocurre, solo concentrando el poder en manos de un príncipe se puede dejar atrás la anarquía y refundar un orden institucional sobre los restos del anterior. Por lo demás, tanto en El príncipe como en los Discursos el precepto fundamental es el mismo: bien común mediante Estados libres, Estados libres mediante Realpolitik.
A punto de cumplir cincuenta años, Maquiavelo leyó fragmentos de los Discursos en los jardines Rucellai ante una audiencia de jóvenes republicanos a los que imagino adecuadamente impresionados. Cuando terminó el libro (en 1519, probablemente), se lo dedicó a sus amigos Zanobi Buondelmonti y Cosimo Rucellai, asiduos a estas tertulias. Pensando a bien seguro en la dedicatoria de El príncipe —y en un estilo autoirónico típicamente suyo—, afirma que:
… [los que escriben] suelen dedicar sus obras a algún príncipe y, llevados por la ambición y la avaricia, alaban en él todas las virtudes, cuando deberían vituperarlo por sus faltas. Así que yo, para no caer en este error, he escogido no a los que son príncipes, sino a los que por sus buenas cualidades merecerían serlo; no a los que podrían llenarme de empleos, honores y riquezas, sino a los que, no pudiendo, quisieran hacerlo…
Por esas fechas Maquiavelo también terminó el Del arte de la guerra, un tratado militar presentado al lector a través de un diálogo ficticio entre el célebre condottiere Fabrizio Colonna y figuras habituales de los jardines Rucellai. Si bien es cierto que su fijación con los autores clásicos —que en este libro raya lo dogmático— le lleva a minimizar la importancia de la artillería o a recomendar formaciones sin cabida en un campo de batalla real, estos fallos no desvirtúan en absoluto la dimensión estratégica de la obra. El tratado resulta particularmente brillante e innovador cuando afronta aquellos temas que brotan de la intersección entre lo militar y lo político, porque para Niccolò un Estado no podía ser realmente libre (no podía ser) si carecía de medios fiables para defenderse. De ahí la necesidad de prescindir de tropas mercenarias e instaurar un servicio militar obligatorio: la guerra le parecía demasiado importante como para dejarla en manos de la clase de personas que hacían de ella su profesión.
«Niccolò Machiavelli, historico, comico et tragico»
Del arte de la guerra (1521) convirtió a Maquiavelo en una autoridad en el campo de la teoría militar: solo en alguien realmente excepcional podía solaparse ese logro con el enorme talento para la comedia que demostró con La Mandrágora. Después de todo, tanto la política como la comedia exigen un íntimo conocimiento de la naturaleza humana, y… ¿acaso hay algo más humano que la lujuria, la codicia y el engaño? Lujuria la de Calímaco por la bella y joven Lucrezia; codicia la de su anciano marido Nicia, la del parásito Licómaco o la del fraile Timoteo; engaño el que vertebra la obra y por virtud del cual todos y cada uno de los personajes transgreden las normas morales para finalmente acabar —de un modo u otro— saliéndose con la suya. Estrenada en 1518 (o en 1520, según otras fuentes), La Mandrágora tuvo una gran acogida. En una época de adaptaciones de autores clásicos y teatro sacro, los diálogos de Maquiavelo en prosa vernácula resultan naturales y espontáneos; sus personajes son lo suficientemente creíbles e imperfectos como para que el público no tenga problemas para verse reflejado en ellos. Y la trama, que se desarrolla en la misma Florencia, funciona como un reloj sin necesidad de gemelos secretos, hechiceros entrometidos o intervenciones divinas. Está claro que nos hallamos ante un catalizador del teatro moderno (P. Oppenheimer), una obra innovadora cuyo éxito hizo circular el nombre de Maquiavelo en los ambientes más elevados.
Tras la muerte de Giuliano de’ Medici en 1516, el control de Florencia había pasado a manos de su sobrino Lorenzo. Este sucumbió en 1519 a los efectos combinados de la tuberculosis y la sífilis, pero antes de que su cadáver se enfriara el cardenal Giulio de’ Medici ya se había trasladado a la ciudad para evitar desórdenes y velar personalmente por los intereses de su familia. Los amigos de Maquiavelo en el cenáculo de los jardines Rucellai se mostraron entonces más eficaces en la rehabilitación del exsecretario de lo que Vettori había sido años atrás: Lorenzo Strozzi —a quien Niccolò dedicaría el Del arte de la guerra un año después— le consiguió en marzo de 1520 una entrevista con Giulio de’ Medici; Battista della Palla, en abril, le informó de que León X estaba pensando en encargarle algún proyecto.
Florencia había alcanzado su cénit con Cosme el Viejo y su nieto Lorenzo el Magnífico, pero hacía décadas que la única constante de la política florentina era su volatilidad. Los Medici querían dar con una forma de gobierno que fuera tan estable como la de sus antepasados y perpetuara a su familia en el poder, así que —tras ocho años de ostracismo— Maquiavelo fue consultado sobre el tema. El resultado, entregado a los Medici en algún momento de ese mismo año, fue el Discurso sobre los asuntos de Florencia después de la muerte de Lorenzo de’ Medici, el joven. Me gustaría remitirles a los primeros capítulos de las imprescindibles Sumisiones Voluntarias de Albiac, pero mientras tanto baste con decir que Niccolò se mantuvo fiel a sus ideas en vez de limitarse a escribir aquello que los Medici querían leer. Para Niccolò el esplendor de la Florencia pseudorepublicana del siglo XV era un espejismo, y si no lo fuera daba igual, porque en la Italia del siglo XVI esos modelos políticos tenían los días contados.
No puede, por tanto, Su Santidad, si lo que desea hacer es construir un Estado estable en Florencia para gloria suya y salvación de sus amigos, hacer otra cosa que constituir un principado auténtico o una república plena. Cualquier otro modelo no solo sería vano sino además de brevísima vida…
Como señala Albiac, Maquiavelo podía haber terminado el memorándum ahí.
¿Lo hizo? Claro que no.
Porque ¿por qué construir un principado allá donde tan bien funcionaría una república? Del mismo modo que ¿por qué se construiría una república donde funcionase bien un principado? Eso sería cosa difícil, inhumana, indigna de alguien que desease ser tenido por piadoso, por bueno, y por esa razón a partir de aquí dejaré de razonar acerca del principado y hablaré de la república…
A partir de ahí, el grueso del documento va dedicado a esbozar una constitución republicana que garantizaba un puesto privilegiado a León X y al cardenal Giulio, pero no a las generaciones Medici posteriores. El informe fue ignorado, pero por suerte para Maquiavelo los Medici seguían interesados en contar con sus servicios. Tras ser despachado a Lucca (4) para mediar a favor de unos mercaderes florentinos afectados por una bancarrota, en septiembre de 1520 se le encomendó la redacción de una nueva historia de la ciudad de Florencia, un encargo prestigioso que llevaba asociado un modesto sueldo anual. Maquiavelo aceptó encantado y en mayo de 1525 presentaría su Historia de Florencia ante el nuevo papa Clemente VII, né Giulio de’ Medici (5), que se mostró ciertamente satisfecho y le pagó con sus fondos personales el doble de lo acordado. Dice M. Viroli que esta es la decisión más acertada que tomó Clemente VII en toda su vida, ya que con ese dinero Niccolò pagó la dote de su hija Baccina, a cuyo hijo (Giuliano de’ Ricci) hemos de agradecer que recopilara gran parte de la correspondencia de su abuelo. De las otras decisiones de Clemente VII —menos afortunadas, sin duda— hablaremos más adelante.
En mayo de 1521 Maquiavelo hizo una pausa en la redacción de su Historia para representar a Florencia durante el capítulo general franciscano que había de celebrarse en la ciudad de Carpi. Se trataba de una legación de importancia más bien menor, pero vale la pena mencionarla porque puso de manifiesto la complicidad entre Niccolò y Francesco Guicciardini, padre de la historiografía italiana, alto funcionario de los Estados Pontificios y, a la sazón, gobernador de la cercana Módena. Maquiavelo quería divertirse a costa de los franciscanos, y con la ayuda de su amigo hizo creer a los frailes que se hallaba entre ellos por cuestiones trascendentales y secretas. Estos no tuvieron más remedio que creerle: todos los días llegaban desde Módena ballesteros al galope con misivas para Niccolò, misivas en las que los dos amigos iban comentando la jugada y a las que Guicciardini llegó a adjuntar informes diplomáticos de Zurich para hacer bulto. Estamos ante dos mentes privilegiadas —dos gigantes del Rinascimiento—, pero está claro que no se resistían a hacer el idiota de vez en cuando.
Tras la muerte de León X, los oponentes de la casa de’ Medici intentaron aprovechar la coyuntura para retomar tradiciones florentinas de toda la vida: en junio de 1522 fue descubierta en el seno de los Jardines Rucellai una conspiración con respaldo francés para asesinar al cardenal Giulio de’ Medici. En esta ocasión las autoridades consideraron que Maquiavelo no estaba implicado, pero algunos de sus amigos fueron ejecutados y otros, como Buondelmonti, della Palla y Alamanni, tuvieron que huir a Francia. A partir de 1524, y con el círculo de los Jardines Rucellai disuelto, Niccolò empezó a disfrutar de la hospitalidad de Iacopo Falconetti: sus veladas no ofrecían quizá el mismo estímulo intelectual, pero los banquetes eran excelentes. Más allá de eso, solía coincidir en estos encuentros con Barbara «Barbera» Raffacani Salutati, una actriz, cantante y cortesana de la que acabó siendo amante. Maquiavelo era tan consciente como sus amigos de que su enamoramiento por una mujer treinta años más joven tenía cierto componente senil, y para muchos su comedia Clizia —escrita para Falconetti a partir de una farsa de Plauto— no deja de ser Maquiavelo riéndose de sí mismo. La obra, al fin y al cabo, gira en torno a los esfuerzos del decrépito anciano Nicómaco (nótese el juego de palabras) por acostarse con la joven criada Clizia, de la que está locamente enamorado. Sin ser tan brillante u original como La Mandrágora, el estreno de Clizia en enero de 1525 fue un éxito clamoroso que extendió la fama de Niccolò como comediógrafo. Incidentalmente, las piezas que Philippe Verdelot compuso para los entreactos (con letras de Maquiavelo y cantadas por Barbera) están entre los primeros madrigales de la historia.
Con cincuenta y seis años, Maquiavelo ya había dejado de verse a sí mismo como el quondam Segretario de la República florentina, y en una carta de octubre de ese mismo año se autodefine como historiador, cómico y trágico. Pero en las postrimerías de su vida, la Fortuna iba a ofrecerle una última oportunidad de servir a su patria, no como el hombre de letras en el que se había convertido, sino como el hombre de Estado que en su fuero interno nunca había dejado de ser.
Tanto Nomini Nullum Par Elogium
La derrota de Francisco I en la batalla de Pavía (24 de febrero de 1525) abrió un paréntesis en la guerra por la Lombardía que le había enfrentado al emperador Carlos V. Con el rey francés prisionero y camino de Madrid, Clemente VII cerró un acuerdo de protección con el Emperador —pagado por los florentinos— y al mismo tiempo empezó a maniobrar en secreto para frenar el dominio imperial sobre Italia. En enero de 1526 se firmó la Paz de Madrid: a cambio de su libertad, Francisco I renunciaba a cualquier demanda sobre los territorios italianos. En una carta escrita en marzo, Maquiavelo afirmaba lo siguiente:
… De manera que yo me atengo a esta opinión: o que el Rey no será liberado, o que, si es liberado, observará lo pactado…
Pero se equivocaba por partida doble, pues Francisco I fue liberado tres días después y el 22 de mayo se uniría a la flamante Liga de Cognac, una alianza contra Carlos V impulsada por el papa y compuesta por los Estados Pontificios, la República de Venecia, el Milanesado y Florencia. En una cosa tenía Niccolò razón, no obstante: «yo pienso que, pase lo que pase, en Italia habrá guerra, y pronto».
En estas circunstancias, la popularidad del Del arte de la guerra no podía sino beneficiar a Maquiavelo. A finales de marzo fue convocado a Roma para discutir sobre el estado de las fortificaciones de Florencia; en abril se le nombró secretario del comité encargado de reforzar las defensas de su ciudad. Y en junio, cuando estallaron las hostilidades en el norte, fue enviado a la Lombardía para supervisar la disciplina de las tropas y hacer de enlace con Francesco Guicciardini, que había sido nombrado teniente general de los ejércitos papales (6). Por esas fechas escribía el propio Guicciardini que
… Maquiavelo se encuentra aquí; había venido para reorganizar este ejército, pero, viendo hasta qué punto está corrompido, no confía en obtener ningún mérito. Se conforma en reírse de los errores de los hombres, ya que no los puede corregir…
Aunque los ejércitos italianos cosecharon algunas victorias al principio de la campaña, el retraso de las tropas francesas y los titubeos del papa frenaron a la Liga, que fracasó en su intento de capturar Milán. La situación empeoró el 19 de septiembre: aprovechando que Clemente VII había reducido las defensas de la ciudad, los Colonna (nobleza romana partidaria del Emperador) entraron en Roma, saquearon el Vaticano y obligaron al pontífice a retirar sus tropas de la Lombardía. Dos meses después, y con la Liga a la defensiva, diez mil lansquenetes descendieron sobre Italia sin que los venecianos hicieran nada para impedirlo. Giovanni de las Bandas Negras —el último condottiere— intentó hacerles retroceder a la orilla norte del río Po, pero no tuvo éxito y sucumbió a sus heridas el 30 de noviembre. Aunque el duro invierno ralentizó el avance imperial, a finales de febrero de 1527 las tropas españolas y alemanas retomaron su marcha hacia el sur lideradas por Carlos III, duque de Borbón.
Maquiavelo cabalgó hasta Parma (y más tarde a Bolonia, Ímola y Forlì) para mantener informados a sus superiores de los movimientos del enemigo, cuyas tropas —aun estando mal pagadas y peor alimentadas— mantenían su curso inexorable hacia la Toscana mientras Clemente VII dudaba entre pactar o luchar. Preocupado por la seguridad de su familia, el 2 de abril Niccolò escribía a su hijo Guido:
… Saluda a doña Marietta, y dile que yo he estado cada día a punto de partir, y así estoy ahora; y que nunca tuve tantos deseos de estar en Florencia como ahora, pero no puedo hacer otra cosa. Dile solamente que, por más que lo sienta, mantenga el buen humor, que yo estaré allí antes de que suceda cualquier contratiempo…
Lo único que podía interponerse entre Florencia y veintidos mil soldados imperiales era el ejército veneciano del duque de Urbino, que había evitado en todo momento entablar combate con las tropas invasoras y se había limitado a seguirlas desde una distancia prudencial. Para Maquiavelo (y Guicciardini) el problema no era de exceso de prudencia sino de falta de motivación: el Duque solo acudió a defender Florencia cuando los florentinos se comprometieron a entregarle la fortaleza de San Leo (7). Sus fuerzas llegaron el 24 de abril, justo a tiempo para sofocar un levantamiento popular contra los Medici que nos da una idea del estado de ánimo en el que se encontraba la ciudad.
Las tropas del Emperador no contaban con los suministros necesarios para asediar Florencia en esas condiciones, así que aprovecharon la confusión para marchar rápidamente sobre Roma y el 4 de mayo acamparon ante las murallas aurelianas. Del salvaje Saco de Roma se ha escrito mucho, así que seré breve: los soldados de Carlos V asaltaron la ciudad el 6 de mayo, entregándose a una orgía de violencia y destrucción que redujo la población de la ciudad a la mitad, devastó su patrimonio artístico y marcó a fuego el fin del Renacimiento italiano. Maquiavelo recibió noticias de la tragedia estando en Orvieto, donde prestó asistencia a los primeros refugiados antes de desplazarse hasta el puerto de Cittavecchia para organizar una contingente evacuación del papa.
Hay cierta simetría en el hecho de que la carrera política de Maquiavelo —que había comenzado tras la caída de la República de Savonarola en 1498— terminara definitivamente el 16 de mayo de 1527, cuando los florentinos proclamaron una nueva república savonarolista y expulsaron a los Medici (8) de la ciudad. Los esfuerzos de Niccolò por entrar al servicio de la Casa de’ Medici se habían vuelto en su contra: en la nueva República de Florencia no había sitio para él. Derrotado, decepcionado y abatido, cayó enfermo poco después; falleció el 21 de junio rodeado de amigos y familiares.
Cuentan que en su lecho de muerte Maquiavelo tuvo un sueño. En él vio a una fila de personas harapientas y de aspecto miserable: eran los santos y los beatos camino del paraíso. Luego vio a una multitud de personas de porte augusto y nobles atavíos que discutían con elocuencia de cuestiones políticas: eran los condenados al infierno. Al despertar le contó el sueño a sus amigos; confesó que cuando muriera prefería ir al infierno a debatir con filósofos e historiadores antes que aburrirse para toda la eternidad entre santos y beatos.
No sé cómo lo verán ustedes, pero con Maquiavelo en el infierno, la elección está más clara que nunca.
BIBLIOGRAFÍA
Además de los libros citados anteriormente (I y II), para esta entrega he consultado las siguientes fuentes:
ALBIAC, Gabriel. Sumisiones Voluntarias. La invención del sujeto político: de Maquiavelo a Spinoza. Madrid: Tecnos, 2011.
GUGLIELMINO, S. GROSSER, H. Il sistema letterario. Guida alla storia letteraria e all’analisi testuale. Quattrocento e Cinquecento. Milano: Principato, 1993.
MACHIAVELLI, Niccolò.
-
Discursos sobre la primera década de Tito Livio. Arancón, A. M. (trad). Madrid: Alianza Editorial, 1987.
-
Del arte de la guerra. Carrera, M. (trad). Madrid: Tecnos, 1998.
MACDONALD, Don. A biography of Machiavelli in graphic novel form. 2012.Disponible aquí.
SKINNER, Quentin. Maquiavelo. Benavides, M. (trad). Madrid: Alianza Editorial, 2008.
8. Y de paso también a los judíos.
Fotografía de portada: Video Villain (CC).
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Una figura que ha influido en la historia seguramente más de lo que nos atrevemos a admitir. Lo que no sé es si para bien o para mal…
Muy buena serie…
Espero que siga hablándonos de otras personalidades del Renacimiento
Lo más parecido que le puedo prometer es un artículo sobre el asedio de Florencia de 1529, pero antes me gustaría escribir (muy despacio, como acostumbro) sobre otros temas. ¡Gracias por leerme!
Buena serie sobre Maquiavelo, enhorabuena.
Gracias por la serie de artículos!