Sociedad

El monte de los treinta mil

Plano general

En 1862 se disparó catorce veces el cañón «el Caminante» desde la ciudad vieja de Melilla. La unión imaginaria entre los catorce impactos sirvió para marcar por dónde transcurriría el perímetro de la frontera entre Melilla y Marruecos. Fue así de aleatorio. El Tratado de Wad-Ras había puesto fin a la guerra de África dos años antes y entre los acuerdos que se firmaron estaba la ampliación de la ciudad de Melilla: el territorio de la ciudad llegaría hasta allí donde llegaran los disparos del Caminante. Casi como una premonición, los doce kilómetros de metal, concertina y malla que ahora mismo hacen de frontera se trazaron bélicamente, a cañonazos. Han pasado ciento cincuenta y dos años y los disparos en los límites con Marruecos no han cesado. También hay caminantes, pero estos están al otro lado, intentando alcanzar la ciudad vieja.

Para el migrante que intenta llegar a España, entrar en Melilla es un principio y es un final. Es poner un pie en Europa y acercarse a su objetivo, a esa nueva vida que salió a buscar y que seguramente no será como imaginó. También es el fin de su viaje por el continente africano, un largo periplo darwinista que solo consiguen terminar los más fuertes, los supervivientes. Un viaje que incluye un epílogo violento y desgarrador, un examen final concentrado en minuto y medio, el tiempo en que un inmigrante —dicen— es capaz de saltar la triple valla. Noventa segundos que encarnan toda la dureza del camino y toda la esperanza que les empuja a hacerlo.

El tiempo inmediatamente anterior al salto se vive en un lugar llamado Gurugú. A unos quince kilómetros de Melilla, es la zona más elevada de la sierra de Nador, y se eleva ochocientos noventa metros sobre el nivel del mar. Aunque el nombre y la altura es lo de menos. En realidad, es su última estación. El Gurugú es el sitio en el que entre quinientos y mil africanos, según la época, acampan mientras esperan el momento ideal para llevar a cabo ese salto con el que pretenden entrar en Melilla.

Nuestra ascensión al Gurugú empieza temprano. Con un coche llegamos hasta la ladera de la montaña e iniciamos la subida a pie. Las indicaciones son claras: hay que subir rápido, sin dudar ni pararnos en exceso, para asegurarnos de que no nos siga nadie ni nos vean desde abajo. El Gurugú es un campamento ilegal. La policía marroquí sube con frecuencia a hacer redadas: quema las tiendas, persigue a los ocupantes y si los pilla los ataca con violencia. No está permitido ayudar a los habitantes del Gurugú y las pocas asociaciones que intentan echar una mano lo tienen que hacer a escondidas. A la policía marroquí tampoco le gusta que los periodistas suban al monte. Si los interceptan, como mínimo les obligan a borrar las tarjetas y las cintas. El Gurugú es un agujero del que no se debe saber demasiado.

Desde abajo, enseguida se ven manchas de colores a lo lejos. Son las tiendas, si es que podemos llamarlas así, del campamento. A su alrededor, otras manchas en movimiento: vemos a los primeros migrantes. Algunos descienden por la ladera del monte. No van solos, casi siempre forman grupos de dos o de tres personas. «Si se atreven a bajar, es que hoy es un día bueno, sin policía marroquí. Arriba tienen puntos de control desde donde hacen guardia y ven si los «alis» —nombre por el que conocen a la gendarmería marroquí— se acercan», nos cuenta nuestro acompañante. Nos empezamos a cruzar con ellos. Sonríen, saludan, «bonjour, salut, ça va», educadísimos, dan la mano para presentarse. Son de Mali. Pronto descubrimos que los malienses son especialmente encantadores, muy refinados. Los tres primeros llevan tiempo en el Gurugú. Uno de ellos, cinco años. ¡Cinco años! Todavía no hemos visto el campamento, pero ya intuimos que sobrevivir cinco años en él es una barbaridad. Dice que nunca ha saltado la valla ni lo ha intentado, le da miedo. «Espero a que mi corazón me diga cuándo», remata. Lleva una ramita despuntada que utiliza como cepillo de dientes y se la mete entre las encías cuando no habla. Piden dinero; algunos periodistas han pagado para poder entrevistarles y están empezando a acostumbrarse a conseguir algo a cambio de explicar su experiencia. Nos aseguran que casi cada semana hay medios de comunicación en el Gurugú: suizos, ingleses, holandeses, franceses.

Seguimos subiendo por un sendero salpicado de latas de sardinas vacías y oxidadas. «Les encantan las sardinas en lata, está el campamento lleno. Y no solo aquí, cuando consiguen llegar a Melilla es lo primero que compran a la que tienen dos duros». El camino está también trufado de acebuches, un olivo silvestre, con cuyas hojas hacen infusiones de sabor muy fuerte que suponen una de las bases de la alimentación en el Gurugú.

Desde lo alto se ve Nador, la última población africana por la que pasará el migrante. El símbolo de todo de lo que huyen y la sede de la policía marroquí. Pero también se vislumbra a la perfección Melilla y la valla. Y, más allá, España, Europa, el futuro. Un contraste tan brutal como el hecho de estar en un infierno y, al mismo tiempo, sentir que están a punto de llegar al cielo.

El primer vistazo al campamento es impactante, como si hubiera habido una guerra o un desastre natural que hubiera arrasado con todo. Pero si fuera un campo de refugiados al menos estaría atendido por ACNUR o la Cruz Roja. Aquí solo hay tiendas precarias, hogueras en el suelo, olor a fogata, miradas desconfiadas. Todos los habitantes del Gurugú provienen del África subsahariana, pero no están mezclados. Se forman —de forma casi tácita— pequeños barrios de tiendas de campaña, organizados por nacionalidades. El primer campamento está formado por personas del Camerún. Un poco más arriba está el de África central, habitado también por un gran número de cameruneses entre sus habitantes. Hacia la cima, gente de África occidental: Togo, Mali, Guinea, Ghana.

Comiendo

Los cameruneses son los más hostiles al desconocido, también los más acostumbrados a que llegue gente, al estar más cerca de la ladera de la montaña. Todos se levantan y vienen a recibirnos. Quieren saber quiénes somos y qué queremos. También los examinamos a ellos. A simple vista, destacan brazos escayolados, muletas y cicatrices muy feas. Un chico nos muestra su yeso y nos dice que, trepando la valla, le golpeó la policía marroquí. Llegó a entrar en España, pero le echaron. No era la primera vez; cuenta que ha entrado en más de una ocasión a Melilla, pero no ha conseguido sortear a la Guardia Civil y lo han devuelto. Él no sabe que las devoluciones en caliente son ilegales, pero sí que las ha vivido más de una vez. Impresiona y no solo por el brazo —¡cómo se curará una fractura en medio de la montaña!—: también tiene cicatrices espantosas. Una en la frente, muy mal cosida. Otra en el cuello, cerca de la nuca. Heridas mal curadas que se están hinchando por dentro.

En el campamento de Camerún también está Aisha, una mujer. Nos dicen que es la única del Gurugú, la sexta que ha pasado por allí. Luego descubrimos que no es verdad, hay más mujeres. Aisha era amiga de Mirelle, la primera chica que consiguió saltar la valla. Está dentro de una tienda descansando. La llaman y sale, con cara de mal humor. Podría pasar por un hombre si no fuera porque lleva un vestido. Da la sensación de que, al ser «la mujer oficial» del campamento está acostumbrada a que la vayan a buscar los periodistas. Tiene dos hijos que se quedaron en Camerún, sus vecinos los están cuidando, no sabe nada de ellos.

Un grupo se acerca, quieren hablar. Se han enterado de que la valla está siendo reforzada. Están informados. No saben qué son las mallas antitrepa, pero saben que la defensa de la frontera está siendo modificada y quieren saber cómo les afectará. Preguntan cómo, por qué, cuándo. Piden explicaciones, preguntan por qué hacemos esto, por qué no les dejamos entrar. Entrar legalmente. Piden que digamos a la gente que refuerza las vallas que no lo haga, quieren que los traigamos al Gurugú para enseñarles cómo viven. Intentamos hacerles entender que los que trabajan en la verja no son los que deciden fortificarla. Que los que toman estas decisiones están en Madrid, en Rabat y en Bruselas. Que es un tema político que no se decide en Melilla. Asienten, pero uno tiene la sensación de que no lo entienden. Quizás porque, en realidad, es inexplicable.

Durante la conversación nos damos cuenta de que estamos rodeados. Treinta o cuarenta cameruneses se han acercado y nos envuelven; todos escuchan en silencio la conversación, a medio palmo, atentos. La primera sensación es de incomodidad: un blanco urbano no está acostumbrado a las aglomeraciones de negros mal vestidos. Un segundo después es inevitable avergonzarte de tus impulsos, nadie ha sido hostil.

Conocemos a un camerunés risueño. «¡Soy cineasta! En Camerún estudié cine. Hace poco me dejaron una cámara para pasar la noche y grabé una redada de la policía marroquí. Las únicas imágenes que hay de cómo nos escondemos en las cuevas». Habla algunas palabras sueltas en español. Es educado y cariñoso. Dice que quiere trabajar en España y sacarse un diploma en cine.

Nos piden dinero de nuevo y ahora repartimos lo que llevamos encima: jabón, cepillos de dientes, champú, alguna medicina. Todos quieren quedarse algo, no importa qué. Ni lo miran, lo guardan. En medio de este lío, oímos una voz más alta. Hay uno mascullando. Tiene el entrecejo cosido con hilo negro grueso y alza un palo en forma de tridente. Nos alejamos del follón y nadie intenta retenernos. Ellos siguen gritándose.

Cuando empezamos a subir hacia el siguiente campamento, nos adelanta el que nos estaba abroncando. No entendemos lo que dice pero es evidente que no quiere que estemos allí. Empuña de nuevo su bastón y se dedica a decirle a la gente que no nos dirija la palabra. Nos encontramos otra vez al cineasta, que va en nuestra dirección. Cuenta que el enfadado es el «Chairman», una especie de jefecillo dentro del campamento camerunés. Cada nacionalidad tiene el suyo. Hay una jerarquía, están organizados. Incluso tienen su primer ministro, dirigente de todo el campamento.

Hay un niño andando. Tiene trece años y cara de no saber qué hace allí. Es impresionante. Va vestido con un jersey fino, unos pantalones y unas chanclas. Sin calcetines. Al verlo, uno se da cuenta de qué temperatura hace. Pese a ir bien abrigados nos recorre un escalofrío. Él tiene los pies blancos, del polvo, de la arena, de vete tú a saber qué. Se llama Amara y es muy tímido. Le acompaña su hermano no de sangre, postizo, también muy joven, pero algo mayor. Es lo normal allí: un niño no está nunca desprotegido en el Gurugú, otro de más edad asume la custodia y se convierte en su hermano mayor.

También nos cruzamos con una chica cargada con unos huevos que sonríe. Se llama Miriam, no quiere hablar aunque domina el español, pero le sacamos algunas palabras. Es camerunesa.

Ha conseguido los huevos cambiándolos por alguna otra cosa y regresa a su campamento donde asegura que hay más mujeres. Se va corriendo. Vienen más personas con bolsas de plástico anudadas, dentro se transparentan unas cuantas patatas estofadas, con su salsa y todo. El intercambio de comida es habitual en el Gurugú. Cuando alguien consigue algunos euros, baja al pueblo más cercano a comprar y después viene el trueque.

En el campamento de África occidental hay gente de Mali, de Gambia, de Senegal, de Guinea Conakry. Algún periódico amante de la literatura ha bautizado el lugar como «Petit Bamako». Ellos no lo llaman así. Algunas tiendas no tienen todavía su cobertura y se ve su estructura al aire, como un esqueleto. En los extremos, montañas de ramas y leña que van quemando en pequeños fuegos. Agrupadas, garrafas de agua que llenan de los manantiales. Entre las tiendas hay pequeñas zonas delimitadas con piedras pequeñas y con alfombras dentro. Algunos inmigrantes rezan allí a menos de un metro de un grupo de compatriotas que está comiendo. Cada uno de los habitantes tiene su rol dentro de la comunidad. Entre los de Mali, por ejemplo, hay uno que es «el doctor». Aunque no fue nunca médico en su país, es él quien ejerce esa profesión en el campamento. Se llama Maida y cuando le llega medicación se encarga de distribuirla entre los demás. Lo malo es que hay un momento en que se acaba el betadine y las vendas pero no los que guardan fila.

Uno de los que corren por ahí nos interpela: no quiere que apuntemos nada en nuestra libreta. Dice que para escribir lo que veo, tendría que pedir permiso, por lo menos. Nos presentamos, le damos la mano. Se llama Mohamed y es de Gambia, pero estuvo un tiempo trabajando en Guinea Ecuatorial. Habla bastante bien el español. Nos cuenta que allí están ya muy cansados de las redadas de la policía marroquí. Que vienen y les queman los campamentos. Que son violentos y tienen que salir corriendo. Que algunos días vienen incluso dos veces: una por la mañana, otra por la noche. Que es mucho, repite. Que si vinieran una vez al día, lo entenderían, pero que dos veces al día es demasiado, y ya no pueden soportarlo. Que la próxima vez no va a correr y que sea lo que tenga que ser.

Cepillo de dientes

Un poco más allá, hay un grupo de gente muy joven. Amara no es el único adolescente del campamento. Son una cuadrilla de entre trece y dieciséis años. Uno de los más pequeños dice que lleva un año allí. Sus padres se quedaron en su país y le dieron permiso para venir. Otro dice que sus padres están muertos, ya no tiene a nadie. Todos ellos están solos, alguno no levanta la mirada del suelo. Tienen cara de niños, rasgos suaves, ni un pelo en la cara. Parece imposible que puedan saltar la valla. Explican que salieron en grupo de sus respectivos lugares, pero aunque estén acompañados se les ve solos. Cerca, otro grupo se ha sentado alrededor de una hoguerita. Están cantando reggae. Cuando nos acercamos, callan y sonríen avergonzados. Se levantan para que nos sentemos y entremos en calor. «La femme», que se siente ella. «Aquí solo se sientan los amigos», dicen.

Algunos de los acampados tienen móvil, más de los que nos imaginaríamos. Les sirve para saber en qué día viven y para hablar con sus familias. Unos tienen a los suyos al otro lado de la valla, en el CETI de Melilla, y les van informando de cómo son las cosas allí. Otras familias se quedaron en sus países de origen y siguen esperando que su hijo, hermano o nieto consiga llegar a Europa.

Nuestra ruta acaba en El Tranquilo, una explanada del Gurugú, bien resguardada, llamada así porque, al estar más elevada, normalmente no sufre las redadas de la policía marroquí. Allí pueden estar en calma. Un grupo de Costa de Marfil está de pie hablando. El más espigado de todos ellos lleva un chaqueta fluorescente con el logo de Fomento de Construcciones y Contratas, impoluta. Nos dice que no nos acerquemos demasiado, que tiene pulgas. Enseñan con orgullo el perro, un superviviente de una redada marroquí. Tiene la marca de un balazo al que sobrevivió. Le han puesto Bosa, que significa «victoria» y que es el grito que más repiten los que consiguen saltar la valla.

Empezamos a descender aunque no hemos visto todo el Gurugú. Hay muchos otros campamentos más arriba. Cuando nos vamos, nos cruzamos con un partido de fútbol improvisado. El campo es pequeño e irregular, pero los jugadores se ríen y corren. Durante toda nuestra visita nos hemos encontrado a gente con camisetas de fútbol. Alguno ha gritado «¡Barça!» y el de su lado ha respondido «¡Barça no, Real Madrid!». Aisha, que nos había recibido al principio, nos dice adiós y aprovecha para pedir comida, dinero y ropa. Los vigilantes, que están controlando si sube la policía marroquí, aseguran que la ladera está despejada y el descenso es seguro.

Al despedirnos, preguntamos a los últimos acampados si van a intentar saltar próximamente. Lo harán, pero no dicen cuándo ni cómo. Nadie quiere responder, niegan con la cabeza. Han hecho un pacto y no lo dirán a nadie de fuera del Gurugú. Es inevitable pensar en cómo se habla de ellos desde los medios de comunicación. «Avalancha» o «invasión», incluso «Treinta mil subsaharianos esperando para saltar a Ceuta y Melilla» son expresiones que cuesta relacionar con el partido de fútbol que acabamos de ver, con las patatas estofadas en una bolsa de plástico o con niños como Amara.

Menos de una semana más tarde, se produjo el famoso salto en el que quinientos inmigrantes llegaron a Melilla. Después de pasar por el Gurugú es más fácil entender que un minuto y medio sea suficiente para superar vallas, concertinas, policías marroquís y guardias civiles. No hay frontera que vaya a pararlos.

En el aeropuerto, antes de dejar Melilla, aterriza un avión lleno de guardias civiles que vienen a reforzar el equipo que trabaja en la ciudad autónoma. Uno silba la sintonía de Juego de tronos y dice que llegan para defender el muro, como en la serie. A cañonazos, si hace falta, como si no hubieran pasado ciento cincuenta y dos años.

A por agua

Fotografías: Bibiana Guarch, Màrius Sánchez.

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3 Comments

  1. Pingback: El monte de los treinta mil

  2. anómino

    excelente artículo

  3. Neofito

    Necesario… pese a que este agua no logre filtrarse en la roca que algunos tienen por cabeza.

    Gracias

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