Cuando James «Buster» Douglas sube al ring de entrenamiento, puede percibir aún la electricidad acumulada en el vacío, la energía contenida de los cientos de periodistas y fotógrafos que se agolpaban en ese mismo cuartucho apenas diez minutos antes. Fotos para el otro, artículos para el otro, preguntas, siempre, para el otro. Douglas mira alrededor: solo quedan tres redactores y unos japoneses que descuelgan los carteles de promoción del evento. Desde los carteles, un Mike Tyson pasado de cocaína le mira apretando las mandíbulas mientras un enorme «Tyson’s back» parece querer taparle los guantes.
Douglas repasa con su entrenador los movimientos, corretea por el ring y cruza golpes con un sparring japonés. No acaba de acostumbrarse a la diferencia horaria y odia entrenar a las nueve de la mañana por mucho que el combate sea a las nueve de la mañana, cortesía de Don King, el jefe de todo esto, el eterno hombre del pelo de pincho y las cadenas de oro. Las nueve de la mañana en Tokio son las ocho de la tarde en Nueva York, las cinco de la tarde en Los Ángeles y Las Vegas, una hora aceptable incluso en pleno invierno.
Con sueño o sin él, con los músculos activos o no, el caso es que lo único que le queda a Douglas es seguir adelante. Hace tres semanas que ha muerto su madre, de un derrame cerebral, y aunque hubiera querido cancelar el combate su padre no le habría dejado, al fin y al cabo sin el empeño de su padre por convertirle en lo que él había intentado ser, boxeador profesional, Buster estaría ahora mismo jugando al baloncesto o al fútbol, llevando una vida de lo más anodina en Columbus, Ohio.
Estamos en febrero de 1990. Douglas tiene veintinueve años y un futuro lleno de bruma. Boxeador con talento y con un físico imponente, siempre se le ha acusado de venirse abajo en los momentos más importantes. Un boxeador funcionario, aburrido, gris, que no quiere molestar a nadie. Pudo ser campeón del mundo de los pesos pesados en 1987, pero Tony Tucker lo impidió, quitándole un combate que era suyo pero que no supo o no quiso defender. Desde entonces le acompaña la etiqueta de «blandito», de lo que los americanos llaman underachiever: combates de relleno en las grandes veladas de Don King, algún triunfo llamativo, poca cosa más.
Sabe que es el contrincante ideal para el regreso de Mike Tyson y en el fondo le jode. Le jode mucho. Le jode porque no quiere avergonzar a su padre igual que no quiere que su madre esté muerta y por eso hace como que no y se traga las emociones y sigue entrenando en aquel cuadrilátero aislado del mundo. Su madre, la que no quería que luchara contra Tyson porque «le iba a hacer polvo». El miedo que se contagia de generación en generación. Douglas sabe que es el rival idóneo porque ha aceptado una bolsa muy baja y porque nadie duda de que, cuando la presión suba, él caerá al suelo.
Por otro lado, también sabe, o quiere creer, que si le han elegido es porque saben que es alguien, que ni siquiera Tyson puede permitirse otro combate de noventa y tres segundos como el de Carl Williams seis meses atrás. Don King no va a montar este espectáculo en Tokio y no va a hacerles pagar a los japoneses cientos de dólares por una entrada… para que luego solo vean un minuto y medio de pelea. Si está ahí, en el fondo, es porque se lo ha ganado. La prensa puede opinar lo que quiera y puede gastar su tiempo libre en el karaoke que le plazca, pero él se lo ha ganado. Se lo ha ganado. Doble aspirante a campeón del mundo, como si eso lo regalaran. Douglas se sienta en un rincón, se tapa la cabeza con una toalla sudada y se repite: «Soy alguien, soy alguien», hasta que su entrenador le destapa y descubre que tiene la cara llena de lágrimas.
Mike Tyson, un niño enganchado a la montaña rusa de Don King
«Tyson ha vuelto», dicen los carteles, y una buena pregunta sería: «¿De dónde ha vuelto exactamente con solo veintitrés años?». De algo que él cree que es el infierno porque aún no sabe lo que es el infierno de verdad, los años en la cárcel, la espiral de autodestrucción, las violaciones a modelos… Eso lo sabrá después, de momento lo que sabe es que el que iba a ser el amor de su vida, Robin Givens, no solo se ha divorciado de él sino que va paseando el divorcio por todas las revistas y las televisiones, acusándole de maltrato.
Givens, la actriz glamurosa que pretendió domar a aquel mostrenco burdo incapaz de decir nada sin abusar de un ceceo desagradable, los dientes rotos desde la adolescencia.
Mike Tyson está acostumbrado a arrasar por donde pasa desde que fuera el campeón del mundo más joven de la historia con apenas veinte años y al primer problema ha reaccionado como reacciona un hombre perdido: huyendo hacia adelante. Al divorcio de Givens, Tyson une por su cuenta el divorcio profesional con su entrenador Kevin Rooney, el que ha hecho de él un boxeador junto al viejo Cus D’Amato, su segundo padre. El primero, en ocasiones.
Cuando a Tyson le acusan de no prestar suficiente atención al deporte y estar más preocupado de las fiestas, el dinero y las mujeres, reacciona dando la razón a todo el mundo y abandonando un equipo profesional para recaer en el circo mediático de Don King y un improbable entrenador llamado Aaron Snowell, más preocupado de no molestar a la estrella que de advertirle de que es mortal. Desde la separación con Robin, Tyson solo ha competido dos veces, las dos en 1989: contra el inglés Frank Bruno —y ahí ya mostró sus primeras debilidades— y el citado combate contra Carl Williams, que no pasó del primer asalto.
Desde entonces, seis meses. Seis meses de cuidar el cuerpo pero relajar mucho la mente. Demasiado. Tyson llega a unos niveles de desparrame que podría haber convertido a Resacón en Las Vegas en un documental basado en hechos reales. Después de treinta y siete combates consecutivos sin perder, treinta y tres por KO, «Iron Mike» se ha convencido de que va a ganar siempre, sea en Nevada o en Tokio o en Atlantic City bajo el amparo del ubicuo Donald Trump. Cuando llega a Tokio, comienza con los entrenamientos públicos, esos en los que reporteros de todo el mundo se pelean por conseguir el mejor puesto alrededor del ring, y un sparring le tumba con un uppercut en plena rutina. Aquello causa sensación: Tyson parece estar en un buen estado físico: musculatura abundante en un cuerpo pequeño, compacto, ni un gramo de grasa de más. Nadie se lo explica.
Sin embargo, ha caído. Diez minutos antes de que el «don nadie» Douglas empiece su rutina. ¿Es una táctica de Don King para dar emoción a un combate en el que uno de los dos boxeadores se paga a cuarenta y tres auno como se podría pagar a un millón a uno?, ¿es un signo de debilidad? Tyson ha vuelto, eso es cierto, pero la pregunta ya no es de dónde ha vuelto sino en qué condiciones, qué queda del campeón.
El ambiente más frío de la historia
A las nueve menos cuarto de la mañana del 11 de febrero de 1990, la sensación que recorre el Tokyo Dome es que nadie quiere estar ahí: ni los aficionados, que, como buenos japoneses, prefieren ver todo desde una cierta distancia, ni King y Trump, hartos ya de tantos días de diplomacia nipona, perdidos en la traducción, deseosos de volver a sus asuntos en Nueva York y acabar ya con este paripé, ni mucho menos Mike Tyson, que se ha pasado los días después de su inesperado knock down celebrando en distintas fiestas de la ciudad, hasta el punto de que incluso el apocado Snowell le ha tenido que decir: «No eres Superman, y por lo que yo sé de este deporte, todo lo que estás haciendo y cómo lo estás haciendo te va a llevar de camino a una buena hostia».
Aquello desde luego no es Zaire y Tyson no es Alí. Al contrario, está tenso, como salido de una mala resaca. Mientras Douglas sube al ring con la clásica bata brillante y capucha, al estilo Rocky, Tyson lo hace con una camiseta abierta por el pecho y sin mangas, dejando ver su impresionante musculatura desde el primer momento. Los comentaristas de televisión, siguiendo la tónica general, solo se fijan en uno de los dos rincones: el rincón del ganador, el del «hombre más malo del planeta», según Mike se ha definido a sí mismo. Es el campeón del mundo, nunca ha perdido un combate profesional, se comporta como una estrella del rock and roll y su último rival le duró lo que dura un tiro de cocaína.
Hay una cierta incomodidad en el ambiente, como si Douglas no se mereciera la paliza que se va a llevar. La incomodidad de la rutina, de la falta de épica. Los japoneses, siguen sentados y obedientes en sus asientos mientras el árbitro mexicano Octavio Meyran hace las comprobaciones y da comienzo a un combate que no debería ser sino un aperitivo del verdadero plato estrella: el Tyson-Holyfield que Don King tiene preparado para septiembre… listo para anunciarse en cuanto el bueno de Douglas haga su papel, como Marcellus Wallace le pide a Bruce Willis en Pulp Fiction, y caiga a la lona en algún momento que no sea demasiado pronto pero tampoco demasiado tarde, no nos vayamos a cansar.
Solo que, como sabe cualquiera que haya visto Pulp Fiction, los perdedores son puñeteros y James «Buster» Douglas no tiene la más mínima intención de que las cosas acaben como deberían.
El inicio de la tragedia
Desde tres años antes, los títulos por los campeonatos del mundo no se disputan al mejor de quince asaltos sino al de doce. La decisión ha traído cierta polémica porque esos tres últimos asaltos son, para muchos, los que separan a los niños de los hombres, pero para los médicos son los que separan una lesión cerebral de la posible muerte instantánea y su criterio ha prevalecido. En cualquier caso, nadie piensa en el duodécimo asalto, ni siquiera en el séptimo. Cuando Meyran da la orden de empezar el combate y suena la campana por primera vez la gran pregunta es si Douglas acabará de pie el primer asalto, más que nada porque veintiuno de los anteriores rivales de Tyson no lo han conseguido.
Sin embargo, Douglas tiene algo a su favor: es el único que de verdad quiere estar donde está, luchando por un título de campeón del mundo, la segunda oportunidad que nunca pensó que podría conseguir. Está contento de no tener nada que perder, nada que demostrar, de no ser más la eterna promesa. Está contento de saber que nadie le conoce, que nadie le recuerda, que no tendrá que dar explicación alguna si las cosas salen mal, solo coger el dinero y correr de vuelta al medio-oeste. Y también, de alguna manera, está contento porque, si las cosas salieran bien, si por fin consiguiera sacar ese combate mágico que sabe que tiene dentro, de repente todo cuadraría: su carrera, su caché, la relación con su padre, la memoria de su madre…
Douglas está cómodo y como está cómodo no piensa demasiado, solamente baila de una manera sorprendentemente ágil para un tío tan alto, treinta centímetros mayor que su oponente. Baila y coge el centro en vez de refugiarse en una cuerda y confiar en que todo acabe cuanto antes, como hizo su amigo Michael Spinks en su momento. Douglas decide defenderse atacando, un jab de izquierdas que impacta siempre que quiere en el rostro o en el abdomen de su rival, algo adormilado, aburrido casi, anestesiado. No es la primera vez que pasa, contra Frank Bruno sucedió lo mismo, recuerdan los comentaristas, pero lo cierto es que después de dos asaltos, Douglas ha conectado cincuenta y dos puñetazos y Tyson solo diecisés. Algo está pasando.
En el Tokyo Dome sigue el silencio. Douglas continúa su exhibición durante tres asaltos más, sin bajar nunca la guardia pero alternando el jab con unas combinaciones izquierda-derecha que sorprenden a Tyson. La sensación es que nadie ha preparado ese combate, que Mike no sabe qué hacer. Su defensa es una broma. Cuando llega a su rincón, Snowell, en vez de despertarle, le mima. Le abraza, le habla al oído, le pide que sea bueno, que no les haga esto. Todos confían en que con un solo golpe baste: Douglas no tiene la potencia suficiente para tumbar a Mike, así que, si el combate sigue, si el grandullón se va cansando, ese golpe llegará, solo hay que intentar buscar el hueco, es decir, moverse un poco, lo que Tyson no está haciendo.
Así, llega el quinto asalto, el que marcó el final de la aventura de Bruno un año antes. El que sirve de punto de partida para la hazaña de Douglas un año más tarde.
Golpes bajos contra la incompetencia
La táctica es sencilla pero funciona porque nadie ha previsto lo contrario: jab de izquierda y acorralar con el cuerpo. En las gradas, Evander Holyfield no se puede creer lo que ve y siente cómo poco a poco se le está haciendo un agujero en el bolsillo. Justo delante, Donald Trump le pregunta a Don King qué demonios está pasando y este le responde: «No lo sé, pero no me gusta nada». El ojo izquierdo de Tyson empieza a hincharse. Cuando acaba el asalto, los preparadores buscan un «Enswell», la clásica plancha metálica que se utiliza en boxeo para bajar las hinchazones, pero resulta que a nadie se le ha ocurrido traer uno.
Es el momento que ejemplifica lo que está pasando, hasta qué punto Tyson ha pasado de ser un campeón a ser una marioneta. Desesperado, el entrenador coge un guante de látex, lo hincha y lo llena de hielo para colocarlo sobre el ojo. Tyson ni siquiera reacciona, apenas una mueca de dolor. Sigue sin saber qué está haciendo ahí y los comentaristas empiezan a prever lo imprevisible: «Esto no sería solo una sorpresa, sino que marcaría un nuevo nivel en el mundo de las sorpresas». Douglas domina el sexto asalto, domina el séptimo asalto. El ojo de Tyson se cierra ante la hinchazón y las piernas flojean. Recurre a un par de golpes bajos, por si cuela, y aunque el árbitro no está muy por la labor de erigirse en protagonista lo cierto es que sirven para desconcentrar un poco a Douglas, lo justo para que, en pleno ataque, ya en el octavo asalto, se descuide por un momento, exactamente lo que llevan tiempo en el rincón de Tyson.
Es la jugada de siempre: el luchador pequeño se crece, se confía, cree que puede ganar en un intercambio de golpes y de repente se encuentra a sí mismo en la lona tras un gancho del campeón. Douglas encaja el golpe y retrocede tambaleándose hasta que cae, visiblemente tocado. El árbitro inicia la cuenta, una cuenta pausada que Douglas se toma más como un descanso que como una amenaza. Cuando oye el número nueve, se yergue de nuevo y demuestra que está listo para continuar. Quizá ha llegado la hora de que Tyson acabe lo que ha empezado… pero justo entonces suena la campana y acaba el asalto.
El hombre con el que nadie contaba: «Buster» Douglas, campeón del mundo
.
En la HBO resumen la opinión general: «Pase lo que pase, Douglas puede estar orgulloso de su combate de hoy». Lo dicen porque después de verle caer nadie duda de que volverá a hacerlo. Y muy pronto. Tyson le enganchará de nuevo y acabará con esta broma. Nadie cree en Douglas salvo el propio Douglas, que en vez de entrar en estado de pánico, vuelve a su rutina: jab de izquierdas y combinación de derechas. Aquello es como ver a Rafa Nadal tirarle bolas liftadas al revés de Roger Federer. Tyson no parece con fuerzas como para dar el punto de más que necesita y el noveno asalto no solo acaba con dominio de Douglas sino que el décimo sigue el mismo camino.
Esto ya no es casualidad: Tyson se está llevando una paliza de órdago. Le llueven los golpes por todos lados, no sube la guardia, se mueve muy lento y Sugar Ray Leonard observa: «No me gusta el equilibrio de Mike, las rodillas no le sostienen bien». Justo entonces, Douglas le engancha con la derecha en la mandíbula con un uppercut, luego le sigue con la izquierda, mientras Tyson retrocede le cae otra derecha… y justo cuando está cayendo recibe otro golpe de izquierda, el definitivo. Cae con los brazos en cruz y Douglas parece iniciar un amago de baile que corta de inmediato. El público, incluso el silencioso público japonés, se vuelve loco. Tyson intenta ponerse de pie pero solo puede gatear buscando el protector bucal, completamente perdido. El árbitro va contando y cuando llega a diez y Tyson se ha levantado con el protector medio caído entre los dientes, le abraza y da el combate por finalizado.
Es el momento de euforia en el rincón del aspirante. El momento soñado. El de dedicar al padre y a la madre y acordarse de los fracasos anteriores. A la victoria de Douglas le siguen unos días confusos, aún en Japón, porque Don King se niega a reconocer la victoria y pide que se anule el combate por cuenta irregular. Según él, y así lo intenta demostrar en una rueda de prensa con el propio Tyson y sus amigotes delante, el árbitro dejó que Douglas pasara mucho más de diez segundos en el suelo. Dos de las federaciones internacionales le hacen caso, pero la tercera no, y así, Douglas vuelve a Ohio con su cinturón, el pueblo totalmente entregado, los medios de comunicación rellenando su agenda con entrevistas y reportajes… y Don King entiende que el público manda y que igual un Holyfield- Douglas, Cenicienta revisitada, tampoco está mal, aunque para entonces Douglas ya no tenga nada que demostrar, llegue pasado de peso y en una continua resaca, y aguante tres asaltos. Tres asaltos por los que se lleva veinticuatro millones de dólares.
Así acaba la historia: de Douglas no se volverá a saber, solo cuando llegue a los doscientos kilos y sufra un coma diabético pocos años después, aún a mediados de los noventa. Una enfermedad de la que se recuperará a tiempo para ver cómo un desquiciado Mike Tyson recién salido de prisión se dedica a morder orejas a sus rivales y escupirlas en el cuadrilátero.
Porque exactamente eso es lo que queda de él.
Pingback: Mike Tyson y Buster Douglas: la historia del «Don Nadie» más famoso del mundo
Muy buena crónica.
Genial como siempre Guillermo Ortiz!!
Guillermo solo escribes para JotDown?? porque me gustaría leer mas artículos tuyos y los de JotDown ya me los he merendado :)
Gracias!!!
«sorprendentemente ágil para un tío tan alto, treinta centímetros mayor que su oponente». ¡Venga ya, como mucho le sacaba 15 centímetros!
Según Wikipedia, 1’80 para Tyson por 1’92 para Douglas. Apenas 12 centímetros, por tanto, pero lo había asumido como una mera comparación poética. Como siempre que los tíos hablamos de treinta centímetros. :p
la tarde del combate mi primo mayor lo tenía claro…»gana douglas, pesa más».
Yo sigo pensando que King arruinó la preparación de Tyson para ganar un pastón apostando al paquete Douglas. Un «Ironman» en forma hubiera obliterado a «Buster» en un asalto o dos. Por ahí recuerdo haber leido que King sacó de una patada al hipnotizador que le permitía manejar su desorden emocional. Sin la hipnosis su preparación fue un caos y llegó a la pelea hecho una ruina. Por eso la pelea demoró en pactarse tanto, para aumentar la expectativa y ganar más apostando al aparentemente más débil.
Qué idiotez dices. Douglas hubiese molido tal cual a tu Tyson entrenado o no. No seas un fan boy clásico sin objetividad por favor.
Magnífico artículo Guillermo, sea cual sea la disciplina haces que me enganche al texto, aunque sea un absoluto profano en la materia, como es el caso.
En la primera foto, se nota que hasta el árbitro está encantado con que sacudan a Tyson. Solo le falta gritar:
¡¡Venga, hunde a este cabrón!! ¡¡¡Otra hostia!!!
https://www.youtube.com/watch?v=h_qZPdBbwH0
Muy bonita la historia según la cuentas, pero te tomas unas licencias que cuanto menos deberías aclarar. Decir que en la foto del cartel Tyson va puesto de coca es como si yo digo que este texto lo has escrito fumao de maría. La pelea no empieza a las nueve, empieza varias horas más tarde (aunque el cartel ponga 9AM), a esa hora se inicia la velada, en la que hay combates previos. Tyson vuelve, sí, pero sin tanta floritura. Tyson vuelve a Japón, donde había peleado años atrás, de ahí la expectación. La cuenta que le hacen a Douglas sobrepasa con creces los diez segundos reglamentarios, el árbitro la caga, y eso cambia el devenir de la pelea. De esto último se han escrito hojas y hojas. Decir que Tyson da sintomas de debilidad en las peleas anteriores… En fin, Frank Bruno le dura tres rouns, Carl Williams uno. Ambos fueron o serían campeones mundiales, Bruno se retiraría con un 90% de victorias por KO.
Escribes de lujo, pero no para hacer crónicas de un deporte que desconoces. Un saludo.
Tú también hablas con mucha pedancia para terminar lloriqueando como otro fan de Tyson por los segundos contados más lentosafavor deDouglas, que al fin y al cabo el mismo Douglas afirmó, pudo haberse parado en 4 y contados hasta rápido. Así que con más o menos segundos, Douglas partió a tu Tyson ese día te guste o no. Lo demás?, excusas y baratas de un mal perdedor.
Completamente de acuerdo con el comentario de Óscar.
Pingback: The Tyson Zone o cómo un boxeador retirado terminó peleando contra un youtuber - Cerosetenta