Los hombres también lloran, y la procesión va por dentro. Quizá les venga de nuevo lo que acabo de anunciar, pero que no confesemos nuestros dolores más íntimos ante un té con limón no significa que no nos duela. Que no verbalicemos la angustia no significa que ignoremos qué nos aqueja. Simplemente, tiramos adelante sin abrir la boca. Somos «the strong, silent type», que decía Tony Soprano. Como los hombres de 1914, los que regresaron del Somme y aplicaron una sólida tapa de alcantarillado sobre las mutilaciones espirituales y los horrores insondables, y continuaron acarreando el trauma en la joroba, levantando familias y sosteniendo casas y llorando sus pesadillas en secreto en el baño. Sólidos, caramba. Con corazas, leches. Soportando el desmorone interior, maldita sea. Tipos que no abandonan el bote cuando asoma la primera vía de agua. Fulanos que no moquean en un diván de psicoanalista cuando aflora la inaugural cicatriz paralizante en el alma.
Así, voy a romper una omertá milenaria y voy a cantarles aquí algunos de nuestros miedos más horripilantes, los terrores que nos mantienen insomnes durante las largas noches de invierno. Son mis miedos particulares, pero —a la vez— puesto que no soy más que un individuo corriente y moliente, lo más probable es que sean también los suyos. ¿Mi método? Embotellar la desazón, envasarla al vacío (sin autocompasión termina asfixiándose) y a seguir andando. A seguir viviendo, como caballeros victorianos, como siempre hemos hecho, contando chistes y palmeando espaldas y vaciando bares. Contándonos cosas los unos a los otros que nos recuerden lo que somos: hombres. Hombres hablando con otros hombres. Capeando el temporal y mañana será otro día y esta ronda la convido yo, cachis en la mar.
1) Sufrimiento infantil: He escogido quizá el peor momento posible para hablarles de este miedo, porque estoy visionando True detective, una serie donde se maltratan más niños que en las colonias de verano de un colegio de curas. Por lo común puedo enfrentarme a cualquier tipo de salvajada catódica sin pestañear (hombres envueltos en llamas, catástrofes naturales de proporciones bíblicas, noticiarios de Telecinco hablando de «los catalanes»), pero entra en escena un niño y me transformo en una temblorosa y sollozante masa de jalea. En True Detective no nos ahorran explicaciones gráficas: en el último capítulo vislumbrábamos de lejos un VHS snuff-pedófilo sustraído a un gang de abusadores paganos, y al cabo de un fotograma el agente Marty entraba a un hogar donde un adicto de crack había colocado al bebé en el microondas. Con el resultado ya experimentado en felinos. Oh, gracias a la vida, que me ha dado tanto. He llegado a la conclusión, así, de que mi padecimiento espectador se debe solo a la presencia querúbica de los inocentes gurruminos. Sustituyan las escenas con «niño» por escenas con «antidisturbios» o «banquero» y allí estoy, abriendo la siguiente cerveza y sacando las palomitas. Y es por toda la inocencia magullada. Es porque ellos no habían pedido vivir esa ponzoña. Hay gente que se busca la tortura rectal y los picahielos carcelarios en el bazo, pero un niño jamás merecerá algo así (exceptuando al abusón de la clase de mi hijo mayor; ese sí). Los niños confían en uno de forma implícita, y me parece una perrada devolverles todo el candor con malevolencia y putrefacción. El futuro está en los niños, como dicen las más vomitivas canciones melódicas. Quítenles de encima sus sucias manos, monos asquerosos.
2) Tráfico: Mi reacción a los automóviles es muy parecida a la que tendría un gentilhombre decimonónico replantado a traición en mitad de una rotonda urbana: pánico e histeria, seguidos de desesperados intentos de sortear las máquinas de hierro, regreso cobarde a la rotonda inicial, frustrante parálisis en el aparato motriz, amargos sollozos y súplicas finales de rescate en diligencia. Es fácil morir y ser matado por culpa de las cuatro ruedas y los motores de combustión. He estado ebrio tras el volante, así que sé lo fácil que es despistarte de la conducción y llevarte por delante un rebaño de cabras o una fila de parvulario. Llámenme Cioran, pero no suelo fiarme de la humanidad. Así, de forma sistemática. Por ello, cuando tengo que cruzar un paso de cebra con el semáforo verde (para peatones), hago igualmente que mis hijos miren y remiren cien mil veces a ambos lados por si se acerca algún vehículo, luego les obligo a tomar los sacramentos y rezar un rosario entero, y tras una última inspección exhaustiva logramos vadear la calzada con la presteza de tres yakuzas sobre un puente colgante de lianas deshilachadas.
3) Aerofobia: No, no: eso que dicen es aerofagia. Yo les hablo del miedo a volar. No se sonrojen: gente más digna y noble que nosotros se ha escagarruzado al subir la escalerilla del aeroplano. Gene Clark, el Dalai Lama y (ejem) Jennifer Anniston admitieron alguna vez estar aterrorizados por esa fruslería, la de elevarse por entre las nubes como un mito griego pasado de vueltas. A Clark incluso le echaron de The Byrds por esa tontuna, así que imaginen el pavor primordial del que era rehén. Para aquellos de nosotros a quienes lo de planear por la estratosfera en un pesado armazón de sólido acero nos da algo de canguelo, y lo de pensar que depende de un humano para elevarse no alivia en absoluto (un robot, un tejón o una patata me harían sentir bastante más seguro), volar puede ser uno de los peores bretes de la existencia. Lo peor es cuando alguien trata de calmarnos utilizando métodos de crueldad demente que incluso los jemeres rojos rechazarían por su debatible moralidad. Mi santa y anaranjada esposa, por ejemplo, cree que «tranquilo, si se estrella moriremos todos y no te enterarás de nada» es un bálsamo perfectamente adecuado para esa clase de terrores. Hace algunos años yo combatía dicha fobia hinchándome a Valiums, pero a la mañana siguiente me contaban lo que había sucedido (ya en mi destino) al combinar el poderoso tranquilizante con alcoholes de cataclísmica graduación, lo que había realizado sin pantalones encima de la mesa con el pepino de los Gin Tonics, y el asunto me acababa proporcionando más angustia fundamental que la breve planeadita en Boeing.
4) Morir indigente: Yo, que nada tengo… Parece un blues vetusto, pero lo cierto es que no poseo demasiados bultos físicos, nada valioso o vendible, y de entre los bienes que podríamos considerar conyugales muy pocos están a mi nombre. Hoy he revisado la hipoteca que mi mujer y yo sufrimos, y resulta que solo el veintidós por ciento de la casa es mío. Una cifra inquietantemente exacta (algún bastardo lo estuvo midiendo a conciencia) que me deja el retrete, el sector oriental del trastero y una baldosa del balcón de tender. Y no puedo vivir en ninguno de esos tres sitios; tendrían que obligarme unos cuantos SS con malas pulgas, como a Anna Frank. Tampoco tengo subsidio de jubilación y las cotizaciones antañonas de viejos empleos-basura prescribieron o fueron exprimidas hace eones. ¿Qué me deja eso? Una herrumbrosa Vespa de 1975 que pasa la ITV de pura chiripa (pero que poseo desde que tenía diecinueve años, con el consiguiente vínculo inquebrantable) y varios millares de libros y discos que preferiría morir —torturado rectalmente— antes que vender. O sea: que no tengo ná. Y eso me atemoriza, cuando me pongo a pensar en ello. Por fortuna, trato de pensar en ello lo menos posible, y a la vejez viruelas.
5) Guerra civil: Del mismo modo que el novelista Jonathan Ames heredó de sus abuelos judíos el miedo a resaltar entre la multitud (por temor a los cíclicos pogromos antisemitas eslavos), yo recibí por vía de mi abuela materna el sempiterno pavor a que vuelva «el general del sable», como le llamaba ella. Los que descendemos de los represaliados republicanos de la Guerra Civil Española hemos conservado en el ADN ese indeleble temor + desconfianza + repugnancia vis a vis las fuerzas armadas del Estado Español. Al menor desorden público y mínimo signo de desobediencia civil ya imaginamos sangrientos escenarios de represión fascista, bombardeos italianos sobre la población civil y fosas comunes en las afueras de los villorrios. Por supuesto, ese es un miedo que debemos vencer. Es nuestra obligación. Y si reaparece el viejo «general del sable», que decía mi abuela, esta vez sí le daremos para el pelo; como tuvimos que haber hecho en 1936.
6) Catástrofes naturales: Cuando acabé de leer ¡Todo importa!, de Ron Currie Jr, me pasaba el día escudriñando el cielo a la espera del colosal asteroide justiciero que barrería a la raza humana del planeta y me haría papilla instant contra el asfalto. Desconozco la cifra en cuanto a posibilidades matemáticas, pero no me digan que no resulta extraño que caigan aquí tan pocos pedruscos cósmicos, estando el universo sembrado de ellos. Cada mañana examino la bóveda celeste, temiendo que se avecine ya El Último Día, pero ese día no llega. Y sin embargo seguimos estando a la merced de los elementos, igual o más de lo que estábamos en el año mil. Como demostraron el Katrina o el tsunami de Chile, cuando la Tierra golpea no somos más que gomosos y frágiles muñecos basurillas en manos de un dios loco y cruel. Un pensamiento espeluznante que me permito barrer al fondo de mi polvorienta mente y dejarlo ahí almacenado, junto a la trigonometría de BUP, la métrica de la canción provenzal y los consejos de salud sexual que me dieron los salesianos: o sea, la bazofia inútil que jamás voy a utilizar.
7) Que fallezca la vieja silenciosa del piso de arriba y entren a vivir cuatro estudiantes farloperos amantes del techno gabber holandés: Un momento: es demasiado silenciosa. Nadie puede hacer tan poco ruido al desplazarse. Sin levitar, al menos. Eh: ¡Quizás está muerta ya! ¡Quizás su cuerpo sin vida se desplomó sobre la alfombra del salón hace un mes, y los estudiantes farloperos alumbran sus pipas de crack alrededor del fiambre en descomposición! ¡Mientras esperan el momento idóneo para poner algún maxi profano a 220 bpm y despertarme a los niños! ¡Vieja maldita, despojo ingrato, por qué no podías ser inmortal, como muchos otros ancianos! No bromeo. He visto cosas que jamás creeríais: atacar naves en llamas más allá de Orión. He visto rayos C brillar en la oscuridad cerca de la Puerta de Tannhäuser. Pero también he visto un montón de longevos matrimonios en estado de intachable lozanía derrumbarse como catedrales de escombros por culpa de una escalera de vecinos chillones. He visto las mentes más brillantes de mi generación tornarse neuróticos amasijos de tics solo porque tenían en el Cuarto Primera a un loco que tocaba al piano eléctrico I just called to say I love you cada día a la hora de la siesta. Así que si tengo que prolongarle la vida por métodos artificiales a la afásica nonagenaria del piso de arriba, vive Dios que lo haré. Y cuando digo métodos artificiales lo que quiero decir es atarle un brazo al mío y simular que aún no ha espichado —estilo Este muerto está muy vivo— cada vez que reciba visita de los servicios sociales.
8) Los muertos: Los muertos vienen a visitarme a menudo. Y no quiero decir en formato ectoplásmico, como en un capítulo de Scooby Doo. Me refería a que todos los caídos y desaparecidos de mi vida reaparecen a la que pego un ojo, y triscan a sus anchas por los fértiles pastizales de mi onírico Yo. Eso puede ser irritante (no tengo por qué soportar las sandeces de un antiguo rival de 7ª de EGB, o los reproches de aquella vejada novia de mis años de bachiller), pero también emotivo y triste. Hace poco vino a verme en sueños Agustí, un amigo mío que unos meses atrás se había quitado la vida. En el sueño arrastraba la Vespa azul y plateada de su amigo Alfredo, como si se hubiese estropeado, y me decía «¡cómo voy a estar muerto, hombre!» delante del Dadá, un viejo bar de Viladecans a donde siempre íbamos. Y entonces los dos nos echábamos a reír aliviados. Me desperté con los ojos resecos de lágrimas evaporadas, y la sensación de que la muerte se me había colado por entre las costillas y me había tocado el alma. La raíz del alma, joder.
9) El pasado: El futuro me la trae al pairo de manera holgada (qué será, seraaaaaaaaá, como cantaba Doris Day) pero la idea del pasado me martiriza. La posibilidad de que vengan my chickens home to roost, que dicen los ingleses. O sea: que todos mis pecados y faltas pretéritas se materialicen de forma napálmica y arrasen mi vida actual como si fuese un poblado de My Lai. Que ninguno de mis crímenes prescriba, y el castigo llegue en el exacto momento en que expelo el suspiro de alivio final (que significa: todo salió bien, después de todo). Esa inmundicia me trae de cabeza, se lo juro. Pero a estas alturas ya deberían ser capaces de adivinar qué infalible método antipavores atávicos voy a poner en práctica. Ajá: ¡patadón y al desván! Después de todo, si no piensas en algo lo más probable es que jamás suceda, contrariamente a lo que nos demuestran la historia, el cálculo de probabilidades y el más instintivo sentido común.
10) El despido: Cuando empecé a trabajar para La Vanguardia el año 2003, esta paranoia cesante era tan regular y cíclica como las mareas, la fiebre del heno o la moda sixties.
—Creo que quieren echarme —le decía a mi mujer, nadando en sudor, abriendo la luz de la mesita de noche a las tres de la madrugada y zarandeándola con la otra mano—. Esta vez va en serio. Estoy acabado. No volveré a trabajar en esta ciudad.
Entonces llegaba el miércoles y aparecían mis artículos publicados a todo color y en lugar destacado, y me reía de mí mismo por aquel julepe absurdo, y casi olvidaba que había padecido esa aprensión despedidesca; hasta que volvían a pasar unos días, y se reanudaba la pavura irracional y el insomnio pertinaz. Más de diez años después, nada ha cambiado. Mis queridos jefes me aseguran que siempre tendré un plato en esa casa (me lo aseveran casi con esas palabras exactas) y yo me reconforto durante el lapso de tiempo más insignificante posible, y entonces vuelvo a torturarme con escenarios de destitución oficial y patada en el culo a las puertas del edificio Godó. Inconsolable.
11) La juventud: También llamada efebifobia o «miedo irracional a estar cerca, entre o en compañía de adolescentes». Yo creía que todo esto me importaba un bledo, hasta que el otro día me tocó entrevistar al joven escritor Ben Brooks para una audiencia de jacarandosos veinteañeros. Allí estaban, con sus carnes absurdamente tersas y sus sombreretes absurdos y sus miradas de curiosidad bovina: eran ellos. Los teenagers. «Tranquilo, tú también fuiste uno», me repetía entre dientes para apaciguar el desasosiego que me producían sus ojos, tan limpios como crueles. Pero entonces mi próstata reaccionaba con punzadas que significaban: «Sí, pero lo fuiste en 1985». Y allí regresaban los viejos pánicos, la patética afectación y risible pretensión de ser más joven de lo que uno es, pretensión que suele mutar velozmente en un delirante lenguaje corporal que anuncia que estás allí, tron, peñeando con la peña peñil. Con tus homies (de la Retirement Home). Así, el miedo que tengo no es tanto a los jóvenes, sino al monstruo en que me transformo cuando me veo cercado por ellos: una mezcla de Homer Simpson (en modo rap), el abuelo heroinómano de Little Miss Sunshine y un personaje follaalumnas de Philip Roth. O sea: un desastre en ciernes.
12) Blandura penil: Estoy convencido de que cuando amaneció el primer día de la batalla de las Termopilas, el rey Leónidas I de Esparta no pensaba en la carnicería que se avecinaba si los persas cruzaban el paso, sino cómo funcionaría su príapo aquella noche en la tienda de campaña, junto a su concubina habitual. ¿Sería capaz de mantener el estandarte en alto como era de costumbre? ¿Se alzaría su cucaña con la rigidez y tenacidad de los días de gloria? ¿Alcanzaría su músculo reproductor el deseado «impulso hidráulico» (como lo denomina Tim O’Brien)? Lo he colocado en el número 12, pero de ir por orden de importancia quizás el miedo cerval al derrumbe eréctil sea la preocupación #1 del hombre. Si aquello cae, si el satisfactorio anquilosamiento del órgano deviene capitulación sanguínea, si el recio cantimpalo amanece cervela al vapor, entonces todo está perdido, y la cornucopia de la abundancia se transformará en cenizas en nuestros labios. Nada merecerá la pena, si allí abajo no hay alegría y cosa güena.
13) Los enemigos: Es broma. No les temo a mis enemigos en absoluto. Como sabiamente recomienda Ricky Gervais, me he guardado bien de hacer enemigos en los campos auténticamente temibles de la experiencia humana: entre mis rivales no hay gangsters ucranianos, miembros de la Aryan Nation o bombas humanas yijadistas. Solo músicos resentidos, un par de flácidos periodistas de tendencias, medio crítico literario, dos o tres trolls pijamiles completamente inofensivos y alguna antigua suegra. No es el Ejército Rojo en plena Ofensiva Leópolis-Sandomierz, como pueden ver. De ellos, como mucho, recibo de vez en cuando un escueto hatemail infestado de faltas de ortografía que me recomienda «chupar pollas» o «follar más» o pone en mi conocimiento que no me entero «de nada». Puedo vivir con ello, así que no sufran por mí.
14) Ser un mal padre: Pero no pasa nada. Del mismo modo que solo los bobos se vanaglorian de su inteligencia, solo los buenos padres se preocupan de no serlo. Quiere decir que uno se preocupa por la responsabilidad encomendada, ¿entienden? Que no asume que educar es enchufarles delante de la Wii y irles arrojando engorde, como si se tratase de alimañas. La comezón en el bajovientre cada vez que sospechamos que hemos cometido una injusticia paternofilial es una llamada a la mejora de la especie, una invitación a la superación educativoafectiva y al incremento del amor. Es bueno sentirse mal de vez en cuando. It shows you care. Y la próxima vez lo harán mejor, se lo garantizo.
15) El sentido de la vida: Ser irrelevante, fútil, innecesario, no dejar la menor huella: esos son algunos de nuestros mayores miedos. ¿Quiénes somos? ¿De dónde venimos? ¿Cómo decir la siguiente frase sin que la gente cante interiormente una canción de Siniestro Total? Cuando su vida llegaba a su fin, mi abuelo materno me decía, en el amargo tono Reginald Perrin que era su marca de fábrica, «no he fotut res a la vida» («no he hecho nada en la vida») y esa frase me desmantelaba las vísceras. Nunca supe qué contestar a aquello, porque todas las respuestas sonaban a ¡Qué bello es vivir! y mi abuelo —que sospechaba automáticamente del Homo Sapiens— no era mucho de esos melindres. Pero creo que el secreto de la felicidad y la dicha, el lugar donde se agazapa ese sentido vital, tiene que ver con encontrar tu llamada, aunque suene a mártir milenarista. Hallar tu vocación. Aquello para lo que sirves, el motivo por el que se te puso aquí, en este árido valle de lágrimas y apostasías. Los cínicos han conseguido que se identifique la búsqueda de posteridad como una fatua manifestación de petulancia, pero pretender inspirar a generaciones futuras de la misma forma en que esos artefactos –canciones, libros, actos– de hace cien (o mil) años nos inspiran a nosotros… Bien, no existe llamada más elevada que esa, que la de permanecer. Que tus acciones queden. Conseguir legar algo que nadie pueda borrar, que nadie pueda deshacer. Esa debe ser la meta definitiva, y no conseguirlo el peor de los terrores. Esa, y ser un hombre bueno. Todo lo demás es periferia.
Pingback: Los hombres también tiemblan: quince miedos masculinos y cómo sobrellevarlos con dignidad
Un artículo lleno de encanto. Enhorabuena. Por aportar un temor (es algo que seguro que añadirán muchos varones a continuación) yo añadiría a los ya dichos la conciencia de la enfermedad. Que uno se levante un día con un dolor, vaya al médico y después de unas pruebas el médico le diga: es un tumor maligno. Ser consciente de que uno ya se está muriendo debe ser la peor de todas las cosas que le suceden a uno. Peor que morirse, de hecho.
Las palabras más bonitas de nuestro idioma no son ‘Te quiero’ sino ‘Es benigno’ (Woody Allen)
Excepto por el miedo al pene fláccido y al hombre del sable (me dan más miedo las masas enfurecidas y armadas, quizá porque mi abuelo escapó por los pelos de ser fusilado por los milicianos por «oler a incienso») podría firmar el resto sin dudarlo.
En cuanto al cliché de que los hombres no saben o no quieren expresar sus sentimientos, puedo decir que mi experiencia personal es justo la contraria. Los hombres sois mucho más abiertos cuando hay amistad auténtica, de las de quererte hasta dar la vida por ti. Todos mis amigos de verdad son hombres.
Vosotros os ocupáis de lo que de verdad importa: la vida, vuestro legado, perdurar. El «sentido» del que habla Cristian Campos en otro (excelente) artículo. Las mujeres, por el contrario, se obsesionan con las relaciones y con el «qué dirán» que son tan variables como el ánimos de las personas implicadas.
Yo lo tengo claro: para salir a divertirme y ser frívola prefiero ir con mujeres. Para ser amigos de verdad, dame un hombre.
Y ahora, lapídenme, feministas enfurecidas.
Gracias :)
Hola Lady,
Quizas podrias plantearte que tu experiencia personal con los varones tambien extrapolable al mundo de las feminas. Mucha suerte – poca suerte.
No es justo que valores al genero femenino como frivolo e incapaz de tener amistades profundas. No te parece un pelin simplista? Cliches y topicazos mezclados con la cruda realidad de como crecemos, como se nos educa y el imaginario de lo que es ser mujer en este sistema patriarcal. Supongo que de esto a ti, ni te va ni te viene, ya que dices lo de ‘feministas enfurecidas’.
A mi, como mujer, me ha molestado profundamente tu opinion. Y yo, como mujer, tengo grandes AMIGAS con las que conecto profundamente y por las que daria todo. Sin embargo tengo menos amigos varones, aunque tambien buenos. Para quedarme con esos pocos amigos varones, a algunos primero he tenido que rechazarlos a nivel sentimental. Los hay que desaparecieron y otros quedaron, pero esa fase del interes sexual/sentimental ha sido bastante frecuente.. A pesar de esto no se me ocurre sentar catedra sobre el genero masculino.
Lo que creo que no hacen los hombres tan comunmente es atacarse entre ellos por ser hombres. Y esto es exactamente lo que estas haciendo tu con tu opinion.
Si no encuentras mujeres que sean como tu (o tu eres frivola y estas obsesionada con lo que piensan los demas??) quizas puedes cambiar de hobbies o buscar nuevos circulos.
Un saludo
Dicho sea de paso, me ha gustado mucho el articulo.
Vaya sarta de chorradas.
¿Por qué los editores de JotDown (¿no hay ninguno para revisar paridas?) no cambian el título por «Quince miedos que yo tengo, por si alguien también los tiene, sea masculino, femenino o neutro»?
Qué amargados están algunos. Si se hubiera titulado el artículo «quince miedos que yo tengo» habrían saltado otros diciendo que por qué el autor se cree tan especial, si otras muchas personas sienten algo parecido. Ganas de quejarse y soltar mala baba, en fin. El texto destila sinceridad y cercanía y me ha encantado.
Oye Xugar, qué koño es eso de pijamiles?
Me identifico únicamente con el nº15 y solo hasta la mitad del párrafo. Lo único que temo es decepcionarme a mí mismo. Los otros 14 +1/2 miedos me la traen al pairo.
Yo también tengo muchos de los 15 pero tengo otros, por lo menos 15 más de mi propia colección. Está simpático el artículo :)
Cuánto valiente!!
Cuando leo cosas tan buenas como esta me empiezo a preguntar, con una mezcla de asombro, ingenuidad y agradecimiento infinito, cómo leer el jotdown sigue siendo gratis, y me reconcilio con mi patria y hasta con el género humano.
El dia que cobren la pagina web dejan de hacerla. La cual no deja de ser una forma de promocionar productos que si cobran directamente, publicidad aparte.
Y despues, el nivel no es que sea precisamente como para plantearse cobrar nada. El mismo Amat, alguien a quien sigo hace mucho con cierto gusto, relaja bastante el esfinter a la hora de escribir para jotdown. Este artículo es un pasatiempo para cagar distraídamente. Y para los que lo leemos también.
Un buen ejemplo paradigmático del «hombre(cito)» contemporáneo español.
No, no es un halago.
Menos mal que están los próceres de la gran España para señalarnos el camino.
Joder, pues a mí me ha hecho bastante gracia en general y el cierre está fetén. Tampoco creo que pretendiera sentar las bases del estudio de la psique masculina del siglo XXI.
Entre ese tono irreverente encuentras fragmentos de ternura, te estás haciendo mayor Kiko, o será el efecto Jotdown.
el artículo tiene su punto. y te hace pensar sobre cuàles son tus propios miedos. como jr., yo tambièn incluiría el miedo a la enfermedad. en un mundo que exalta la salud, el hipocondrìaco es el anacoreta del siglo XXI.
M’has fet pensar en aquest poema:
http://writersalmanac.publicradio.org/index.php?date=2002/08/02
Con todo respeto, me parece que si reaparecen los militares del 36 seran los verdaderos hombres los que salgan a dar la cara. Y los hombres no se andan con tanto melindre y ombliguismo. Dicho todo esto con todo respeto por hombrecitos.
Hubiera sido un detalle haber dicho que no se pondrían spoilers de True detective…
Spoilers de True Detective!!
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