La inacción es una estrategia de gobierno minusvalorada. Es posible que esta frase suene como una cita de Mariano Rajoy, el hombre que nunca vio pasar un tren que no valiera la pena dejar pasar de largo, pero no me refiero a eso. Los gobiernos tienen que mandar, y eso implica hacer cosas; en España, eso de hecho requeriría ahora mismo aprobar un buen montón de reformas. La parte de gobernar a la que me refiero, y algo que a menudo se les escapa a muchos políticos y comentaristas españoles, es que a menudo lo mejor que puede hacer un presidente es no hacer nada.
Un presidente del Gobierno con mayoría absoluta en una democracia parlamentaria moderna tiene en sus manos un poder y capacidad de influencia descomunales. El Ejecutivo gestiona, directa o indirectamente, entre un cuarenta y un cincuenta por ciento de todo lo que se produce en un país en un año. La mayoría parlamentaria que le respalda puede decidir confiscar cantidades malsanas de dinero casi sin despeinarse. En un momento de mal humor, un presidente puede desposeer a sus ciudadanos de fortunas, privarles de libertad o ilegalizar sus negocios sin apenas problemas. Si tiene ganas de hacer cualquiera de esas cosas en la sombra, la maquinaria reguladora y la enorme capacidad de asignación de recursos del Estado pueden hacer la vida imposible a cualquier persona que moleste demasiado. Las burocracias modernas son maquinarias con una capacidad tremenda de movilizar recursos. El control que un gobierno más o menos desarrollado puede ejercer sobre su territorio ahora es infinitamente superior al de cualquier imperio del pasado.
España tiene muchos problemas, pero curiosamente el carecer de una administración pública efectiva no es uno de ellos. En los estudios sobre percepciones y expectativas de corrupción dentro de la Unión Europea, España está en las grandes ligas al hablar de reguladores y políticos deshonestos, pero sin embargo poder sobornar a un policía o un inspector de hacienda es casi impensable. Cuando el aparato del Estado quiere hacer algo (recaudar un impuesto, aplicar una ley, mantener el orden) nuestros funcionarios son perfectamente capaces de hacerlo. Nuestra burocracia no será tan eficiente o austera como la británica, pero es eficaz.
En los últimos meses varios periódicos de España misteriosamente han decidido cambiar su director casi a la vez. Un think tank independiente ha visto varias salidas sonadas y un cambio de liderazgo. Hace unos meses, la Agencia Tributaria empezó a cambiar cómo «investigaba» algunas empresas con buenas amistades. En todas estas ocasiones, tenemos a los políticos que controlan el Estado sugiriendo amablemente a empresas y organizaciones privadas que hagan lo que ellos dicen, mientras que perdonan la vida a otras de forma alegremente arbitraria. El Gobierno actúa para cambiar las cosas según sea de su gusto, y lo hace utilizando la casi infinita capacidad del aparato estatal para convencer a otros que hagan lo que dicen. El Ejecutivo puede apretar las tuercas o regar de riquezas infinitas a casi cualquier persona.
Cuando hablo de inacción, en este caso, me refiero a que los políticos precisamente no caigan en la tentación de utilizar este poder que tienen en sus manos. Una de las grandes aportaciones de las democracias liberales modernas es crear salvaguardas para evitar que los políticos utilicen este poder de forma discrecional, utilizando recursos públicos para favorecer ao perjudicar a quienes les apoyan o critican. Queremos gobiernos de leyes, que actúen siguiendo normas y reglas explícitas y eviten conductas arbitrarias. No solo eso: queremos que el estado y los políticos que lo controlan tengan límites claros, delimitados y firmes sobre qué pueden hacer. Básicamente, queremos un estado de derecho con seguridad jurídica.
No es una idea nueva, claro está, pero no es en absoluto trivial. La seguridad jurídica, la convicción de todas las empresas y ciudadanos de un país que el gobierno seguirá sus propias normas, es una de las bases de cualquier economía moderna. El potencial inversor de una empresa no quiere tener al Gobierno decidiendo contratos según sus amistades ministeriales (si él no es uno de los amigos, claro está) o andar temiendo que el Gobierno le retire un contrato de publicidad si el director del periódico no se porta bien. No queremos tampoco que los políticos aprueben leyes para proteger industrias dirigidas por compañeros de colegio, u otorguen subvenciones según criterios de afinidad ideológica. Queremos que las leyes se apliquen siempre del mismo modo, sin que el Estado se meta a molestar cada vez que puede para impulsar los caprichos de ministro de turno.
Mariano Rajoy, de forma un tanto paradójica, es un ministro muy activista en esta clase de temas políticos y completamente ajeno a los problemas del país en materia económica. El Gobierno ha intervenido de forma decidida para sacarse de encima a quien molesta (desde TVE hasta El País), ha protegido a los que le apoyan y favorecido los campeones nacionales con mercados cautivos que tanto parecen fascinar a los conservadores. Mientras tanto, ha dejado un montón de reformas económicas urgentes a medias, prefiriendo dejar las cosas como están a molestar a alguien.
¿Cómo evitar que un gobierno se meta donde deba? En este caso, las reglas no son suficientes. Un político no puede prohibirse a sí mismo no hacer algo; con mayoría parlamentaria, romper esa promesa es algo trivial. Tampoco es que las leyes sirvan de gran cosa cuando muchas de estas injerencias y arbitrariedades están a tiro de reglamento o decisión ejecutiva, y no del parlamento. La única forma de evitar la aparición de políticos demasiado activistas es, casi siempre, sacarles de la ecuación simplemente quitándoles capacidad de decidir sobre estos temas. Si una decisión técnica como la compra de publicidad institucional es gestionado por un técnico profesional independiente (un funcionario, vamos) y no un político, presionar a los medios es bastante más difícil. Y cuanto más separemos las decisiones discrecionales de los políticos, más propensos serán a la inacción.
Los políticos parlamentarios, en condiciones ideales, deben ser activistas al legislar y apáticos en la implementación. Queremos políticos que hablen grandes palabras y decidan sobre grandes temas, pero que su capacidad de dar órdenes directas sea escasa. El poder del Estado debe ser accesible para ellos en abstracto, no para dirimir temas concretos.
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Excelente artículo.
@Roger:
La descripción que efectúas en el artículo me temo que es muy acertada.
Lo peor pero es que nos aboca a un escenario de ir pasando el tiempo sin ni siquiera intentar solucionar ni uno solo de los grandes problemas del país (llámese modelo económico, paro, corrupción, desigualdad social, etc.). No es un modelo «sostenible» a largo plazo, ni siquiera si la economía empezara a crecer.
Entonces, ¿qué futuro nos espera? ¿seremos la próxima Argentina, como vaticinan algunos?
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El artículo está bien, pero me falta por saber, en todas las ocasiones que dices «el gobierno ha metido la mano», o «el gobierno ha influenciado», o tal o cual, qué es exactamente lo que ha hecho el gobierno. Porque está escrito un poco como si ya lo supiéramos todos…
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