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Insomnia: terror, maldad y sexo con escarabajos

La colección que llegó para condenarnos

Me gusta la literatura de terror. Y no me refiero a terrores figurados, como los que se deben sentir a la hora de asomarse a las páginas escritas por cualquier sesudo autor alemán, sino a la auténtica sensación de pavor que nos proporcionan monstruos y apariciones, paisajes hostiles y pactos con el diablo. El horror cósmico, el vudú, las civilizaciones perdidas; las brujas y hadas con mala leche y hasta nuestros buenos amigos los zombis, que ya prácticamente han alcanzado la consideración de animal de compañía. Todos juntos o por separado constituyen un apartado de la literatura que tiene muy difícil hacerse un hueco en las estanterías de aquellos que aspiran a elevarse a un plano superior de intelectualidad, a pesar de que ciertos nombres honorables como Poe, Hawthorne, Henry James o Maupassant —un autor francés siempre proporciona un toque de distinción hayan escrito sus mejores páginas cuando se han enfangado las manos con torbellinos gigantes, aquelarres en los que no falta un lascivo ejemplar de macho cabrío, casas encantadas a cargo de niñeras de una imaginación desbordante (o no…) y fantasmas de todo tipo y condición (1). Aun así, parece que siempre sea obligado proporcionar una explicación sobre la afición al terror, así que daré una contestación por anticipado a la consabida pregunta para que, por favor, no la vuelvan a formular nunca más porque ¿acaso les preguntamos nosotros con asombro por qué les gusta tanto aburrirse leyendo sobre la decadencia del modo de vida americano?—. Allá va: me gusta pasar miedo porque me hace sentir vivo. Ya. Casi diría que no hay más. También es cierto que el miedo ayuda a conocernos mejor; cada uno tiene sus fobias particulares, y ahondando en ellas puede sacar conclusiones valiosas (2), pero esta aportación socrática bien pudiera estar incluida en la anterior. Parece paradójico, pero ese estrecho contacto con la muerte que se da en la literatura de terror me hace apreciar la vida de un modo único. Quienes deseen una explicación más convincente pueden echar mano de los estupendos ensayos Danza macabra, de Stephen King y El horror sobrenatural en la literatura, de H.P. Lovecraft. El primero es, junto a Mientras escribo, el mejor libro de su autor, y solo por eso no deberían perdérselo. Y si quieren rematar sus ansias de erudición macabra con la obra de un renombrado intelectual, un opúsculo que aborda el tema de la muerte como elemento fundamental de la aventura es La aventura africana, de Fernando Savater.

En estos tiempos en los que el medio parece importar muy poco, se agradece la publicación de una cuidada colección dedicada a la literatura contemporánea de terror como la que acaba de lanzar Valdemar bajo el título de Insomnia. El aficionado al terror, a la manera de los adictos a las drogas duras o blandas, ya ha tenido que bucear entre cientos de ediciones infectas, sucias en un sentido literal y adulteradas como para no merecerse un descanso y poder acudir a esta colección con la tranquilidad con la que se llama al camello de confianza. Papel ahuesado de ochenta gramos, pliegos de treinta y dos páginas cosidas con hilo, cubierta de cartoné al cromo, sobrecubierta de plastificado mate antirrayable… Hay que ser un estoico sin corazón, sin ni siquiera un corazón negro, para sostener que el soporte no importa a la hora de leer un libro.

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La guardia de Jonás y El hijo de la bestia. Imagen: Ed. Valdemar.

Dos libros han inaugurado la colección, y las razones de este doble lanzamiento resultan obvias tras leer los dos títulos. La guardia de Jonás, de Jack Cady, es un relato marino de fantasmas que sigue la estela del mejor Henry James. No resulta terrorífico, porque no es ese su objetivo, sino que todo es ambiguo, todo es tenue, sutil, sombrío, con los contornos indefinidos. Una historia narrada en un estilo muy poético que no solamente se queda en la superficie de las palabras, sino que ahonda en los personajes de un modo que habría envidiado el mismísimo Joseph Conrad. Es una maravilla literaria, y como tal el mejor exponente de la injusticia que se comete encasillando este tipo de literatura como un asunto para tarados y acomplejados; pero por ese mismo motivo podría asegurar que se venderá poco. Es una pena, porque es una de las mejores novelas que he leído en los últimos diez años.

El hijo de la bestia, una colección de relatos del escocés Graham Masterton, proporciona un contraste sensacional con el libro de Cady. Pocas veces encontramos en las páginas de un libro lo que nos promete la promoción y sufrir desencantos resulta ser un atractivo más para el yonqui de la lectura, eso también es verdad y este es el caso de Masterton. Si han oído que sus relatos son extremos, hagan caso. La carga sexual es potentísima, y el efecto demoledor. Descubrirán filias que no sabían tener, y que aflorarán en forma de erecciones inesperadas u otras manifestaciones no menos conspicuas. Apartarán la mirada de las páginas que estén leyendo, cerrando los ojos, apretando los dientes hasta que les salten los empastes y, en más de una ocasión, llevándose la mano a la entrepierna en un gesto que unas veces resulta ser defensivo y otras busca un efecto analgésico. Soltarán carcajadas motivadas por escenas que les harán dudar sobre su integridad moral. Experimentarán dolor, placer, compasión, repugnancia y el aliento de la muerte. Se sentirán vivos, vivos y coleando como un escarabajo que se arrastra eufórico a través de la uretra de cualquier afortunado epicúreo. Y una vez que terminen la lectura, vivirán gozosos como un davidiano a punto de inmolarse. Ahora díganme, sin imposturas, qué más le pueden pedir a la literatura.

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(1) Un descenso al Maelström, que bajo mi humilde punto de vista es su mejor relato, aunque puede ser debido a una especial debilidad por los cuentos escandinavos; El joven Goodman Brown y la inagotable Otra vuelta de tuerca. Otro relato de fantasmas menos conocido escrito por James, y también soberbio, es El rincón feliz.

 (2) Por ejemplo, Un descenso al Maelström nos muestra cómo un relato sirve para escarbar en las parafilias de cada uno; en mi caso la predilección por él tiene mucho que ver con un verano en Estocolmo y unos látigos de cuero. En fin.

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