Reportaje realizado con el apoyo de Oxfam Intermón
Sinta, el taxista que me enseña Addis Abeba de punta a punta, gesticula despectivamente cuando le pregunto por el pasado. «¡Ahora estamos bien!», dice convencido. Quedamos muy temprano por la mañana para subir al parque de Entoto desde el que se divisa toda la capital. Tiene que ser pronto porque el motor de su Lada soviético, me explica, está hecho para el frío y a determinadas temperaturas hay cuestas que no sube.
No entiende qué interés pueden tener para alguien los años del comunismo, que en Etiopía fueron particularmente sangrientos, ni las consecuencias de la guerra con Eritrea. «Fue una estupidez, ¡ridículo!», sentencia. En los ochenta perdió a un hermano en el frente. Pero todo eso está olvidado, insiste. Pasó.
Sin embargo, el hambre siempre ha estado ligado a los cambios políticos de la historia reciente de Etiopía. Fue un documental sobre una hambruna, The unknown famine (Jonathan Dimbleby, 1973) lo que marcó el principio del fin del reinado del emperador Haile Selassie. Y bajo el régimen comunista de su sucesor, Mengistu Haile Mariam, el uso político del hambre sumió al país en uno de los periodos más catastróficos y oscuros que ha conocido la humanidad. Según explicó Robert Kaplan en Rendición o hambre, la lucha contra el hambre sirvió de excusa al dictador comunista para realizar deportaciones masivas y los aranceles que impuso a la entrada de ayuda humanitaria al país le sirvieron para financiar la guerra contra Eritrea.
Estas hambrunas fueron ampliamente divulgadas por los medios de comunicación. Aquellas imágenes televisivas de niños famélicos marcaron a una generación en los años ochenta. El impacto fue de tal calibre que desde 1989 la Asamblea General de ONG Europeas adoptó un código de conducta para evitar que sus campañas se concentraran en los aspectos sensacionalistas de la vida en el mundo en desarrollo que pudieran sobresimplificar la imagen que se da del mismo.
De hecho, esta realidad hace tiempo que quedó atrás. Actualmente, Etiopía lleva siete años creciendo al 11 %. En el contexto de la crisis internacional, su economía se ha frenado hasta el 7,5 %, pero Eduardo Reneses de la Fuente, responsable de programas de cooperación en Etiopía, considera que sigue siendo «robusta». En diciembre, un artículo en el diario de Addis Abeba The Reporter señalaba que Etiopía busca integrarse en el grupo de naciones «de nivel medio» en 2025 con los planes de desarrollo que ha puesto en marcha.
El recuerdo de las hambrunas sigue presente en la memoria de varias generaciones de etíopes. A este país no le vale con datos macroeconómicos para creer en el futuro y eso es algo que sabe bien el Gobierno, que mantiene la lucha contra el hambre y la pobreza entre sus principales objetivos o, al menos, entre los más publicitados. No obstante, todavía existe un déficit importante de inversiones gubernamentales en la construcción de infraestructuras que faciliten el acceso a un bien esencial, como es el agua, en condiciones seguras. Existen la voluntad y los planes, pero suele faltar la financiación. Y el del agua es uno de los principales lastres para que muchas regiones del país puedan salir del subdesarrollo.
Según datos de este año de la ONG Water AID, en Etiopía 43,4 millones de personas, más de la mitad de la población, no tiene acceso a agua potable o a fuentes seguras. La población campesina sufre frecuentemente enfermedades parasitarias como la amebiasis, ascariasis, esquistosomiasis, y diarreicas como la giardiasis. Según las cifras de 2006 de Oxfam Intermón, ciento sesenta y nueve niños de cada mil mueren antes de los cinco años. En algunas zonas del país, un 40 % de la mortalidad se debe a enfermedades relacionadas con el agua. A la falta de infraestructuras hay que añadir que la población no sabe que este tipo de dolencias están provocadas por beber agua en mal estado.
A través de Oxfam Intermón, Jot Down ha visitado un proyecto humanitario consistente en algo tan sencillo como establecer puntos seguros de agua potable. Una misión simple en apariencia, pero que está transformando la sociedad a todos los niveles.
La región de Oromia es la más extensa de Etiopía y también la más poblada, en ella viven 28 millones de personas. Aquí, es un 24 % de población la que no tiene acceso al agua en condiciones seguras. El paisaje es verde. No es nada especialmente exótico. Resulta muy cercano a las praderas y serranías de la península ibérica. Asefa Gelmessa es médico en Ginchi Town, en la woreda —región, en amárico— de Dendi. A pesar de que el índice de desabastecimiento de agua es casi la mitad que en el resto del país, el doctor señala que la diarrea es la enfermedad más habitual.
Cuando los campesinos notan los síntomas, si no van al hospital inmediatamente pueden morir deshidratados. Si son tratados, la recuperación suele requerir alrededor de siete días. Eso para muchos granjeros es un problema porque no pueden trabajar durante ese periodo. Pero la población más afectada por este problema son los niños menores de cinco años.
El centro médico de Ginchi Town, sigue Gelmessa, tampoco está bien provisto de medicamentos, pero según explica, mucho más importante que el equipo médico —con el que tienen pueden atender a todo el que llega— es que llegue agua potable a las comunidades y construir letrinas. El Gobierno lo intenta, opina, pero no tiene fondos suficientes.
Sin embargo, en Dendi Woreda, Oxfam Intermón y su socio local Water Action han llevado a cabo la construcción de una cañería de sesenta kilómetros que abastece de agua potable a todo un valle. La instalación ha supuesto una pequeña revolución y está sentando las bases de cambios profundos en las condiciones de vida locales.
La tubería lleva agua a diez kebeles (poblados, en lengua amárica), unas cuarenta mil personas. Las autoridades regionales presumen de que ya un 56 % de población de Dendi Woreda tiene fuentes de agua potable accesibles. Confían en llegar al 100 % en los próximos años con la ayuda de la cooperación. Por lo pronto, esos sesenta kilómetros de tubería han mejorado la salud de los campesinos y han servido para escolarizar a miles de niños y, especialmente, niñas.
Tradicionalmente las mujeres han sido las encargadas de ir a por agua en sus comunidades. Lo habitual era hacer el viaje dos veces al día, eran trayectos que podían ser de tres o cuatro kilómetros. Lo suficiente como para que no pudieran ni pensar en ir a la escuela y estudiar. Además, las largas caminatas las exponían a la picadura de mosquitos de la malaria, por lo que caían enfermas con más facilidad. Un punto de agua potable frente a su kebele ha servido para que muchas de estas niñas ahora puedan escolarizarse. Además, con la construcción de letrinas separadas en los colegios, informa un representante del Departamento de Salud de Dendi Woreda, cuando tienen la regla pueden seguir yendo a clase. Antes, la menstruación era una causa de prolongada absentismo escolar.
En cuanto a la economía, en Etiopía «hay más cabezas de ganado que personas», explica Reneses. Desde que ya no hay que llevar a los animales a recorrer largas distancias cada día para que beban agua, pueden engordar. Esos kilos de más del ganado se traducen en inyecciones de liquidez en la economía familiar.
En el tortuoso camino hacia el primer puesto de agua en el manantial de Worka Gara Kebele se comprueba a cada paso que los niños sustentan la economía rural con su trabajo. Se puede ver a pequeños que no deben de tener más de seis o siete años empujando un arado con bueyes. Y no se puede hablar de explotación infantil como ocurre en otras latitudes, es un sistema de trabajo tradicional en el campo que reparte las cargas entre toda la familia. El paisaje lo conforman niños y adolescentes que van segando en hilera el trigo, emplean hoces. Aunque el país invierte en maquinaria moderna para mecanizar la agricultura, aquí todavía no han llegado las cosechadoras. Topamos con dos hermanos pastores que están descansando debajo de un árbol. Explican que solo el pequeño puede ir a la escuela.
Los responsables del primer colector de agua que encontramos son Kifie Desfa y Amerewerk Chekol, un matrimonio de granjeros. Son de la etnia oromo, campesinos de profundas creencias religiosas. La mujer confiesa que su economía no ha cambiado sustancialmente con la llegada del agua potable porque no es «una persona que necesite muchas cosas», pero explica con claridad que ahora ya no se pone enferma cuando bebe agua. Antes, el río pasaba frente a su casa. Enfermaba periódicamente, pero no sabía el porqué.
En las faldas de la montaña está el primer poblado que se beneficia de la cañería. El aire es fresco y agradable, pero el sol abrasa. Los jóvenes se arremolinan alrededor de dos futbolines y juegan como posesos. Algunos mayores toman tala, cerveza casera, en una pequeña cantina que está en el otro extremo del kebele. Kebede Keru relata cómo han construido las letrinas y las duchas para que la gente no haga sus necesidades al aire libre. Según la misión de Oxfam Intermón, es muy difícil convencer a los campesinos de que tienen que utilizar baños. A menudo se ensucian y para ellos es más saludable deponer en otros lugares, lo que supone estar rodeado constantemente de un foco de infecciones. La misión de la ONG no termina con hacer llegar el agua a la localidad. Educar a la población para que adquiera hábitos higiénicos es una fase del proyecto igual de importante.
Todos los hijos de Kebede van a la escuela. Tienen el puesto de agua en mitad del kebele, y su mujer, Zergi Negasa, es la cajera. Se encarga de cobrar a todos los que recogen agua y llevar el dinero al banco. Solo pueden hacerlo a una hora del día, suele ser por las mañanas. Al anochecer, los campesinos se reservan un puesto en la cola poniendo sus bidones en hilera frente al puesto. La fuente está cercada y cerrada con llave para evitar que nadie haga mal uso de ella o que el ganado pueda entrar y contaminarla con sus excrementos. Zergi Negasa fue voluntaria en el comité que puso en marcha este proyecto. Tuvo que ir puerta por puerta convenciendo a los vecinos para que trabajasen voluntariamente en la canalización hasta el kebele.
La tubería cuenta con sesenta puntos de distribución como este. Con el dinero recaudado por su uso, un 40 % se dedica a pagar a operarios profesionales que solucionan las averías y un 60 % es para el mantenimiento de la infraestructura. En el comité de la junta directiva todos son voluntarios.
Si el agua potable ha servido para que los niños sean menos necesarios en el trabajo diario y puedan estudiar, la siguiente necesidad urgente que han tenido estas comunidades ha sido la de construir escuelas. Un ejemplo es la de Nubarite, construida por iniciativa de los propios campesinos, que aportaron la mano de obra en cuanto el Gobierno les dio la autorización para tener un centro escolar.
A mediados de diciembre no se ve más que media docena de alumnos en la escuela. Es temporada de recogida y las clases están suspendidas para que los niños ayuden a sus padres en las tareas del campo. No obstante, el director, Arasa Tasisa, cuenta que normalmente tiene entre ochenta y noventa niños por aula. La llegada del agua y la instalación de letrinas ha multiplicado el número de alumnos. Estos días en que no hay niños, trabajadores reclutados entre los campesinos realizan labores de mantenimiento de la escuela.
Johannes es el director del proyecto de canalización del valle. Explica que cuando terminaron la fuente que daba agua a esta escuela, a la hora de abrir el grifo por primera vez, no salía una sola gota de agua. Tuvieron que desenterrar kilómetros de tubería hasta encontrar dónde estaba obstruida. La reparación les llevó dos años. Y esta es solo una de las cientos de dificultades que se ha encontrado en este proyecto. Dice que ha sido «como licenciarse en una carrera universitaria».
Pero todavía no ha llegado el agua a todos los puntos importantes de la región. En la escuela del distrito, Aanaa Dandii (aquí encontramos rotulación en oromo), los niños beben agua colgándose de la manivela de un pozo por turnos en cada recreo. Aquí hay cuatrocientos veintiocho alumnos entre cuatro y catorce años para siete profesores. Uno de ellos explica que los críos enferman habitualmente por enfermedades digestivas relacionadas con el agua e incluso por malaria, que es complicada de contraer a esta altura sobre el nivel del mar. Cuando un alumno enferma suele perderse hasta dos semanas de clase.
Este profesor confirma que desde que los kebeles empiezan a contar con puntos de agua, cada vez es más habitual ver chicas en clase. Sin embargo, se queja de que todavía no pueden dedicar el tiempo necesario a realizar correctamente los deberes porque todas tienen que colaborar en casa. Enseñar higiene es mucho más importante que cualquier otra asignatura, sigue. A los alumnos se les exige que estén limpios y que mantengan limpia la escuela. Los niños que aprenden hábitos saludables luego se los enseñan a sus padres y los exigen en su entorno. Los alumnos aprenden a hervir el agua y a lavarse las manos —los etíopes, sean de la condición que sean, comen sin cubiertos— antes de las comidas.
Esta escuela fue construida por Save the children en el 1999 (nuestro 2006) del calendario Ge´ez etíope, el juliano de los cristianos ortodoxos. Empezó como una guardería, pero en estos siete años ha terminado dando clase a niños de 1.º a 6.º grado, de modo que el espacio empieza a quedarse pequeño. El responsable del centro recuerda que cuando se puso en marcha esta escuela la mayoría de los niños estaban sucios. Poco a poco eso va cambiando, dice. Ahora cada vez más niños van calzados y llevan partes del uniforme, un traje verde, que es muy extraño ver completo en algún alumno. Visten lo que pueden conseguir; lo que pueden permitirse pagar sus padres, explica.
La mayor dificultad que afrontan estos niños de cara a su educación es que sus padres no les pueden ayudar porque no tienen ninguna cultura, revela el profesor. Aunque conservan mentalidad de granjeros, tienen ganas de aprender, reconoce, pero no tienen acceso en muchos casos a los medios de comunicación y eso les sitúa en desventaja para progresar en sus estudios. El aislamiento mediático de los críos lo comprobamos in situ. Un cámara de We are water lleva gomina en el pelo. Cuando los alumnos lo ven, en el patio se forman corrillos. Se acercan y preguntan tímidamente en inglés: «¿Es Cristiano Ronaldo?». Tienen serias sospechas de que puede ser el futbolista portugués.
En el campo, los niños han nacido durante años sin más fin que el de ser un recurso económico para los padres. Servían para ayudar con el ganado o en las labores agrícolas. No existe ningún tipo de planificación familiar. Las viejas generaciones desconocían el valor de la educación, confiesa el maestro, aunque ahora ha cambiado la mentalidad y los campesinos quieren que sus hijos vayan a la escuela.
Algunos de los chicos que han pasado por esta escuela en estos siete años han logrado llegar al instituto y luego a la universidad. Pero muy pocos, puntualiza. Los exámenes son una auténtica ley del embudo para ellos. Lo consiguen dos o tres de cada cincuenta. Si pasan, les esperan sacrificios muy duros. Tienen que marcharse a la ciudad y sobrevivir allí toda la semana, en algunos casos, solo con unos trozos de pan.
Pero educarse en mitad del campo también puede tener sus ventajas. En clase, por ejemplo, tienen un nido de pájaros. Las crías han salido hace poco de sus huevos y acompañan nuestra conversación. Aprovechando todo lo que tienen a su alcance para aprender, el profesor considera que está potenciando la creatividad de sus alumnos. Es el único valor añadido que puede ofrecerles.
Aparte del agua, la escolarización también se enfrenta a otras dificultades. En el kebele de Yubdo, Dejene Hirico se alegra de tener agua potable cerca de casa, pero quiere que el Gobierno también le lleve electricidad. De entre todas las privaciones que esto le supone, destaca una: «Mis hijos no pueden estudiar sin una luz en condiciones».
En cualquier caso, tiene la sensación de que la vida mejora. Cuando él era estudiante, en la época de la dictadura comunista del DERG, solo podían llevar uniforme los niños privilegiados, recuerda. Ahora están al alcance de todos, dice. Además, él tuvo que esconderse en los bosques para no ser alistado en el ejército para la guerra. En esta zona del país, las reclutaciones forzosas fueron un drama generacional. Johannes recuerda que en la escuela se preparaba a los niños para la guerra y que las familias celebraban como una bendición tener una hija. El wash officer de Intermón, Abayneh, perdió un hermano. Es uno más de los miles de desaparecidos durante el eterno conflicto con Eritrea. Una película reciente, Teza («rocío de la mañana», en amárico) del director independiente Haile Gerima relata el sufrimiento que padecieron las familias en los años ochenta. Lo que se ve en el film es lo mismo que cuentan los campesinos in situ.
En Yuddo una mujer, Galane Geremo, nos muestra el interior de su casa y enseña orgullosa la letrina que tiene en el terreno que la rodea. Sus hijos se encargan de espantar a las cabras y ovejas con las que viven para que no molesten. Galane muestra su baño, pero en la mano sostiene su teléfono móvil. Las telecomunicaciones han llegado antes que el agua a esta comunidad.
De hecho, la Fundación AVKO ha desarrollado una aplicación para teléfonos móviles para señalar embalses de agua y marcar el caudal de los arroyos. En Etiopía lo está implementando UNICEF junto a la autoridad local. Esta iniciativa pretende mejorar las condiciones de vida en las lowlands (Oromia está en las highlands, más verdes y agrestes) aunque si funciona el objetivo es implementarla en todo el país. En esa zona están los pueblos nómadas, de pastores, que viven llevando su ganado de un lugar a otro. La incidencia de enfermedades relacionadas con el consumo de agua en estas zonas es muy elevada.
Abayneh explica que desde que tiene uso de razón recuerda el agua como un problema en su país. Aún en Dendi Woreda, a Jamjam Lafa Batu Kebele todavía no ha llegado el agua. Aquí el ambiente es sensiblemente distinto al de las comunidades que ya han iniciado las obras de saneamiento. Una mujer, Akeclamariem Assefa, revela que sus hijos solo pueden beber agua en el colegio, si lo hacen en el kebele se ponen malos. Ella intenta hervir el agua, pero no puede calentar los cuarenta o cincuenta litros que consume diariamente su familia.
La economía en todos estos kebeles está protegida por un régimen cooperativo. El sistema está importado de la India y permite que los campesinos compren productos básicos a precios reducidos en tiendas comunitarias a cambio de sus cosechas. No se pueden negar sus efectos positivos, dice un miembro de una ONG local, aunque los los intermediarios compran las cosechas a precios demasiado bajos. En AECID, además, explican que para el campesino corriente es muy complicado llevar su producción a los puntos de venta por el déficit estructural de carreteras y vías de comunicación.
Aunque con la entrada de fertilizantes y abonos han aumentado las producciones y la calidad, no hay acceso a los mercados. Y tampoco hay plantas de transformación con las que acumular los excedentes en conservas.
El FMI dice que para sostener los niveles de crecimiento del país y realizar todas estas reformas estructurales, Etiopía debe aumentar el sector privado. Actualmente, el país conserva en manos públicas lo que se conoce como «las joyas de la corona», la gestión de la energía, las telecomunicaciones, cultivos de azúcar y Ethiopian Airlines. Hasta el sistema financiero es 100 % público, no existe la banca privada, el Gobierno controla todo el ahorro para financiar sus inversiones, pero nada de esto se encuentra «dentro del presupuesto nacional, si se contabiliza así, el déficit se dispara al 10 % y es un cifra preocupante», detalla Reneses.
En esta coyuntura, que los niños de los kebeles lleguen a la universidad y formen parte de la tímidamente naciente clase media sigue siendo muy complicado. El fenómeno existe, pero a base de tremendos sacrificios. Abayneh recuerda a un compañero suyo de la universidad que nació en uno de estos kebeles. «Iba a clase de noche, por el día trabajaba limpiando zapatos en Addis Abeba para sobrevivir. Se alimentaba de los restos de comida que dejábamos en el plato el resto de los compañeros. Ahora es médico».
Un licenciado en Economía que también nació en un kebele, Dinsa Girmaye, recuerda que él también tuvo compañeros que vivían este tipo de situaciones. Y no en la universidad, ya desde el instituto.
En aquella época no había frigoríficos ni en los pueblos ni en las ciudades. Muchos de mis compañeros que estudiaban en la ciudad y eran del pueblo, tenían que ir cada tres o cuatro días andando a casa para coger comida, sus padres no podían permitirse ni que la comprara en la ciudad. Muy pocos aguantaban estudiando en estas condiciones.
Tras finalizar sus estudios universitarios, muchos licenciados abandonan el país. Menos los que han estudiado becados por el Estado, que tienen la obligación de trabajar para él durante unos años. Existe división de opiniones sobre el éxodo de universitarios. Hay quien considera que a la gente de hoy solo le importa el dinero, como se queja el profesor de la escuela Aanaa Dandii. El espíritu de los que quieren devolver a su comunidad lo que les ha dado prevalece. Pero también hay quien ve esta situación como algo comprensible. A Etiopía no le faltan denuncias, entre ellas una del Parlamento Europeo, por su déficit en derechos humanos. Un médico que trabaja en la sanidad publica porque estudió becado cuenta que es normal que mucha gente quiera una vida mejor fuera de la nación. En cualquier caso, las remesas de los emigrantes son una de las fuentes de financiación más importantes del país.
Este médico habla amargamente de las calles de Addis Abeba. Son de las más seguras de África, pero «por la noche puedes ver muchos niños por la calle que sufren abusos físicos y sexuales y eso es un problema muy grave pero el Gobierno no lo soluciona». El asunto aparece en la prensa. El Daily Monitor abre una de sus ediciones de diciembre con que Etiopía está en el top-ten de países con niños «oficialmente desconocidos». Hay un 7 % de niños que no existen para el Estado. «La estadística dice lo que dice la estadística», advierte con ironía un trabajador extranjero sobre los índices de escolarización de casi el 100 % de los que presume el Gobierno.
Por otro lado, otra brecha social se está abriendo por el incremento de precios. En los últimos años se han multiplicado. Los jubilados ya no pueden hacer frente a la cesta de la compra elemental y son los hijos los que mantienen a los padres. La vida en la capital, por la presencia de funcionarios de las embajadas y de la Unión Africana, que tiene aquí su sede, junto con unos impuestos del 100 % a los productos importados, es más cara que muchas ciudades europeas.
En todo el país hay una pasión desatada por el fútbol inglés. Un grupo de jóvenes de clase media comenta que el nivel de precios es tan elevado que no pueden ahorrar nada y que por eso prefieren gastarse lo poco que tienen en cerveza viendo los partidos. Mientras, los obreros y trabajadores manuales en la capital tienen jornadas largas y sueldos bajos, alrededor de cincuenta birrs (dos euros) al día. En su caso, beben tala y mastican khat, una planta estimulante. Sus lugares de reunión están señalados con una lata clavada en un palo en la puerta de cada local, con eso se indica que en esa casa se vende cerveza casera.
El 16 de diciembre, en el diario Fortune, el columnista Girma Feyissa se quejó de que los jóvenes etíopes no tienen interés en la historia de su país y sentenciaba: «No se me ocurre nada tan poderoso como el fútbol para mantener a casi todo el mundo unido (…) Ningún tipo de propaganda o retórica puede disfrutar plenamente de tanta atención como el fútbol».
Pero esto ocurre sobre todo en las ciudades. Volviendo a los kebeles, la construcción de esta cañería ha forzado a las comunidades del campo a colaborar entre sí. Un técnico de Water Action explicaba que la actitud de los campesinos se resumía en ayudar al resto de las comunidades con su trabajo para que así el saneamiento les llegase a ellos lo antes posible. Ayudar a los demás para ayudarse a uno mismo, una filosofía más edificante que la cohesión que pueda llegar de la mano del deporte del balón.
Ilustraciones: Ferran Esteve
Fotografía de portada: Álvaro Corazón Rural (galería completa del reportaje aquí)
Traducción al inglés: Dianne Conn
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Osea que con 7 años de crecimiento envidiable aún tienen que venir las ONG de fuera a construir las infraestructura, ¿donde invierten ese dinero me pregunto? Por otro lado no hacen sino perpetuar esa superpoblación endémica (casi el doble de la población de España!) que crea más pobreza y acaba con hectáreas y hectáreas de tierra virgen y toda la asombrosa flora y fauna.
Aún encima estos ultrareligiosos mandan a sus mujeres a por agua! en fin…
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