Hoy vamos a hablar de una obra en la que el protagonista es asesinado al final. No, no vayan todavía a los comentarios a despellejarme por hacer semejante spoiler: ahora están en igualdad de condiciones que los espectadores del siglo XVII cuando iban en masa a los corrales de comedias a disfrutar de El caballero de Olmedo de Lope de Vega.
«¿Teatro? ¿Pero este artículo no va sobre literatura? El teatro no es para leerlo sino para verlo representado, ¿no?», dirán los más suspicaces. Bueno, ese es otro mito que habrá que echar por tierra, igual que cuando hablamos del Decamerón ya vimos que los clásicos no son aburridos. Veamos. Es cierto que cuando un dramaturgo escribe un texto lo hace pensando en la representación, y que solo con esta el texto podrá adquirir su totalidad expresiva: mientras que otros géneros literarios tienen un único emisor (quien lo haya escrito) y un único receptor simultáneo (quien lo lea), en el teatro existen varios emisores simultáneos (quien lo escribe, quien lo dirige y quien lo interpreta) y un receptor colectivo (el público, que ve la misma representación al mismo tiempo) siendo cada representación distinta por motivos distintos (incluso siendo el mismo espectáculo, nunca hay dos funciones iguales). Hasta aquí la teoría, que está muy bien saberla. En la práctica, sin embargo, sabemos que el número de obras que se representa cada año es muy reducido con respecto al infinito caudal de textos teatrales que se han escrito a lo largo de los siglos. Es fácil, por tanto, que muchos de ellos tarden tiempo en ser representados. ¿Cuántas ocasiones han tenido ustedes de ver en escena en los últimos años obras tan imprescindibles como Edipo Rey, El jardín de los cerezos o Bodas de sangre? En grandes ciudades como Madrid, Barcelona o Buenos Aires (un saludo a los que nos leen desde el otro lado del océano), la cartelera teatral siempre está más nutrida; pero si usted vive en una localidad pequeña es muy posible que la respuesta a mi pregunta sea un número cercano a cero, con lo que o lee teatro o se pierde algo muy grande. Y no digan que prefieren ver la película, porque muchos de los grandes textos teatrales no han sido llevados a la gran pantalla. Recuerden además que el teatro se lee más rápido que la novela, ya que las obras están concebidas para que su representación dure solo unas horas.
Pero volvamos a Lope y al spoiler del comienzo: les decía que era el mejor modo de situarse en la historia, porque la obra está basada en una copla popular que todo el mundo conocía. Como si hoy, por poner un ejemplo, alguien escribiera una obra sobre la Tarara o sobre el señor don Gato sentadito en su tejado. La copla en cuestión decía así:
Que de noche le mataron
al caballero.
La gala de Medina,
la flor de Olmedo.
Aunque la copla es más larga, en ningún momento se aclaraba quién era ese caballero, quién lo mato ni por qué. Así que Lope, que era más chulo que un rebaño de ochos, decide responder a esas preguntas inventándose las respuestas. La historia real se remontaba a 1521, cuando Juan de Vivero fue matado por Miguel Ruiz a causa de una pelea por unos galgos. Pero de eso hacía mucho tiempo y nadie se acordaba: las hemerotecas no estaban, digamos, en el punto más álgido de su historia y las noticias corrían de boca a oído gracias a la oralidad, donde cada cual añadía y/o eliminaba la información que le apetecía para contar la historia a su manera. Era frecuente que los escritores de la época modificaran la historia para complacer al poder (no solo en España: Shakespeare, por ejemplo, era un experto en eso), así que Lope de Vega no veía problema en inventarse un nuevo caballero de Olmedo si con ello podía agradar al público, y, de paso, escribir una de las historias de amor y traición más extraordinarias de todos los tiempos.
Lope, que sabía muy bien en qué consistía el show business, comprendió que una historia de riñas por unos galgos no tiene mucho tirón comercial y que si quería mantener su status de autor de éxito necesitaba una trama que vendiera. ¿Y qué es lo que vendía en aquella época? Pues básicamente lo mismo que hoy en día: las historias de amor y las de tiros. Espadas, en este caso; o, para los puristas, capa y espada. ¿Algo más? Sí, claro. Las historias cercanas, las verosímiles. Las que seguramente no hemos vivido pero nos gusta imaginar que podríamos vivirlas. Lope había emprendido una cruzada personal para entregar al pueblo la magia del teatro, que por aquel entonces se encontraba en manos de los cultos y eruditos. El llamado «Fénix de los ingenios» fue una especie de Prometeo que se enfrentó a las reglas establecidas para mejorar la vida del ser humano. A Lope le debemos, entre otras muchas cosas, que el teatro abandonara las rígidas normas neoaristotélicas (la famosa regla de las tres unidades) para agradar al público con dos actores, dos tablas y una pasión. Y muchísima calidad, claro. Que luego ese gusto del público derivara siglos después hacia Paco Martínez Soria y cierta forma de entender la televisión que todos sabemos, ya no es culpa suya.
Así que Lope creó una trama de amor y espadas tan intensa que fuera creíble que desembocara en asesinato: a la feria de Medina llega don Alonso (el chico guapo de Olmedo) que se cruza con doña Inés (la chica guapa de Medina) y se enamora perdidamente de ella aunque no llegan a cruzar palabra. Inés también se ha quedado prendada de él para desesperación de don Rodrigo (el chico guapo de Medina), que lleva dos años rondando a Inés con bastante poca fortuna. Contado así, el argumento parece una bobada, pero lo mismo sucede con el de Cien años de soledad (un siglo de la historia de una familia en la que todos se llaman igual y tienen miedo de que les salga un hijo con cola de cerdo) y ya ven ustedes la maravilla que hizo García Márquez. Pero claro, en ambos casos nos encontramos con personajes inolvidables.
La obra comienza con un monólogo en el que don Alonso, que no sabe si su sentimiento es correspondido, se queja al Amor de haber disparado sus flechas solo contra él y no contra ella también. El monólogo tiene un marcado tono neoplatónico, que era el código poético de moda en la época según el cual el amor es el mejor instrumento divino para que el alma cumpla su misión de unir lo corporal con lo intelectual. O lo que es lo mismo, que el amor es capaz de convertir a un hooligan borracho en el hermano listo de Einstein. Quédense con este dato del neoplatonismo al menos cuatro párrafos más y verán que esto tiene su chicha. En ese monólogo don Alonso nos expresa sus dudas, por las cuales ha hecho llamar a Fabia, un trasunto de Celestina a quien le pide que haga llegar una carta a Inés. Antes, eso sí, le explica el encuentro en un monólogo larguísimo en el que básicamente cuenta lo guapa y bien vestida que iba. La complicación de este monólogo, lleno de léxico de prendas de ropa del siglo XVII, es un buen ejemplo de por qué a mucha gente le tira para atrás el teatro del Siglo de Oro. Pero ustedes tranquilos: recuerden que en casos así lo importante no es entender cada palabra sino el concepto general, igual que es posible leer Rayuela sin conocer las infinitas alusiones jazzísticas que introduce Cortázar. Esto es como montar en bicicleta, y las notas a pie de página como las ruedas traseras de entrenamiento: al poco tiempo se acostumbrarán a los aquestes, los hipérbatos (alteración del orden lógico de las palabras en una oración o, para los frikis de Star Wars, «de Yoda hablar la forma de») y los corrido estoy, que, aunque no se lo crean, significa «estoy avergonzado».
La siguiente escena es la presentación de Inés, que viene con las mismas dudas neoplatónicas que don Alonso pero más eufórica, más excitada. ¿Cómo sabemos esto si en ningún momento dice abiertamente lo feliz que es en su vida de luz y de colo-oh-oh-or? Muy sencillo: por el cambio de estrofa. No es este el lugar para una clase de métrica, pero una de las grandes renovaciones teatrales propuestas por Lope es utilizar una estrofa distinta para cada situación dramática. De este modo, don Alonso comienza la obra en décimas, una estrofa de ochenta sílabas, meditada y reposada. Pero la escena de Inés es en redondillas, una estrofa ágil de treinta y dos sílabas. Porque uno se está lamentando y la otra está casi bailando de felicidad. No crean que esto es algo que solo lo pueden disfrutar los entendidos: escribir en verso no es más que dotar de ritmo a las palabras y Lope entiende que las personas hablamos más o menos precipitadamente según nuestras emociones. Si quieren entender mejor de lo que hablo, prueben a leer en voz alta la presentación de cada uno y, jugando a ser directores de escena, imaginen qué banda sonora pondrían a cada fragmento. ¿A que son dos melodías muy distintas? Este poliestrofismo es una de las características más brillantes del teatro en verso y también su lastre: ninguna tradición teatral de la literatura universal es tan rica poéticamente hablando, pero es imposible que en la traducción permanezca esta riqueza. De ahí que nuestros autores del Siglo de Oro sean tan poco representados en países no hispanos.
En la siguiente escena, Fabia visita a Inés. Esta se deja engañar para recibir una carta de don Alonso, pero de pronto aparece don Rodrigo. Atención, que aquí nos encontramos con uno de los personajes más insólitos del teatro del Siglo de Oro español: al igual que don Alonso, don Rodrigo es presentado con tres hermosísimas décimas en las que se queja a Inés de su desdén. Igual número de sílabas, igual grandeza para el personaje. A fin de cuentas, la grandeza del héroe se mide por la grandeza de sus adversarios: Aquiles no sería Aquiles si Héctor no fuera Héctor, por ejemplo. Por eso necesitamos un galán a la altura del de Olmedo. Pero hay una gran diferencia: mientras que el concepto de amor de don Alonso e Inés es neoplatónico, don Rodrigo sufre de un modo más antiguo. Sus hermosísimas décimas transpiran un aliento medieval de poesía cancioneril. Ese sentimiento de amor frustrado y contradictorio cercano a la muerte y lleno de juegos de palabras que se resume en dos desolados y proféticos versos:
Serás mi muerte, señora,
pues no quieres ser mi vida.
De esta forma, don Alonso y doña Inés están unidos por algo más que palabras y no hay sitio para don Rodrigo. Qué cuco este Lope, ¿verdad? No solo presenta al neoplatonismo como caballo ganador, sino que pone la poesía «antigua» en boca de aquel a quien Inés ya tiene muy visto, mientras el estilo más «innovador» lo representa el pretendiente perfecto que para ella es una novedad. Así, la respuesta de la dama a las que posiblemente sean las décimas más bellas de todo nuestro teatro clásico es «¡Qué de necedades juntas!». Este monólogo de Don Rodrigo es, además, un delicado malabarismo con los tres grandes conceptos en torno a los cuales gira la obra y la existencia del ser humano en general: el amor, la vida y la muerte:
Si al amor no satisface
mi pena, ni la hay tan fuerte
con que la muerte me acierte,
debo de ser inmortal,
pues no me hacen bien ni mal
ni la vida ni la muerte.
Sirvan estas pinceladas para conocer a los tres personajes: a partir de aquí la trama se complica incluyendo peleas de espadas, corridas de toros, profanaciones de cadáveres y hasta bosques misteriosos con fantasmas. Pero aunque la trama es estupenda, lo que hace a El caballero de Olmedo una obra única son sus dos protagonistas masculinos, ya que ninguno de ellos se corresponde con el estereotipo de galán de las comedias de la época: don Alonso es apuesto, valiente, leal… pero inseguro de sí mismo. Todo texto teatral necesita conflictos internos que son bastante frecuentes en la comedia áurea española (La vida es sueño, por ejemplo, está llena de ellos) pero nunca hasta el punto de que el galán necesite la ayuda para seducir a una mujer de alguien como Fabia, que es, a la vez, dos de las peores cosas que se podía ser en la España del XVII: bruja y alcahueta. Pero la copla original nos obliga a matar al caballero, y si este es un dechado de virtudes se nos va a tomar por saco la justicia poética según la cual los buenos siempre ganan y van al cielo de la Contrarreforma. Don Alonso busca la complicidad del lado oscuro provocando un desajuste en el perfecto mecanismo que es la sociedad de la época: a partir de ese fallo suyo todos los personajes obrarán en consecuencia, también erróneamente. Es el caso de Inés, que se presta al juego celestinesco, pero también el de otros personajes que sabiéndolo no lo denuncian. Por eso no hay happy ending posible: todos tendrán que ser castigados porque todos han obrado mal.
Para disfrutar de un personaje tan excepcional como don Rodrigo, es necesario que no piensen en él como el malo de la historia con cara de cabreo y mirada torcida: si don Alonso es el caballero de Olmedo, don Rodrigo es el caballero de Medina. Todas las chicas le aman en secreto. ¿Todas? ¡No! Una irreductible dama llamada Inés resiste todavía y siempre el asedio. Y la vida no es fácil para don Rodrigo, cuya impotencia de macho herido le lleva a hacer lo más impensable en aquella época: renegar de su propio honor para convertirse en un asesino traidor. Explicar el significado profundo del honor en aquella época nos daría para varios artículos; así que, para entendernos, diremos que es el statu quo personal por el que uno mismo debe velar para seguir siendo parte del sistema establecido. Algo así como el qué dirán que aún llevamos a rastras pero a la enésima potencia: eran tiempos en que una delación anónima te podía llevar delante de la Inquisición y tu mejor defensa era que algún vecino pudiera atestiguar que, como la mujer del César, seguramente eras honesto porque lo parecías. La expresión ser un pringado, por ejemplo, proviene de cuando a los condenados se les pringaba con tocino derretido sobre las heridas en sangre viva. El torturado era liberado, pero la cicatriz de sangre y tocino permanecía a la vista de todo el mundo, que se apartaban de él como si tuviera la peste. Ante una perspectiva tan halagüeña, ¿cómo no seguir el código del honor?
Es complicado explicar cómo abandona don Rodrigo su honor sin desvelar parte de la trama, así que solo les diré que el estricto código de la época estipulaba que a secreto agravio, secreta venganza. Lo cual es lo mismo que a público agravio, pública venganza y a público rescate de la muerte, público agradecimiento. Y con estas palabras tan pseudoenigmáticas les conmino a que abran el libro y comiencen a leer.
«¡Un momento! ¿Qué pasa con Inés? No merece la pena hablar de ella porque es solo una cara bonita, ¿verdad?», dirá alguno (o alguna). Lamento contradecirle: Inés es un personaje imprescindible y delicioso, pero no es tan insólito como don Alonso o don Rodrigo porque lo frecuente en la literatura española del Siglo de Oro es que las mujeres sean como ella: personajes activos que mueven las riendas de su destino, decidiendo por sí mismas lo que quieren y lo que no. ¿Quieren un ejemplo? Les pondré cuatro. La pastora Marcela del Quijote, las hermanas Serafina y Madalena de El vergonzoso en palacio de Tirso de Molina y Leonor en El galán de la Membrilla de Lope. Tres grandes autores que crearon grandes personajes femeninos porque conocían muy bien a las mujeres: uno porque le salvaron la vida, otro porque era su confesor y otro porque su amor por ellas era aún más grande que su talento. Así que empiecen por El caballero de Olmedo y, si les gusta, anímense con cualquier otra obra de nuestro Siglo de Oro: tienen varios miles para elegir.
Ayuda para vagos y maleantes: no es fácil encontrar una versión filmada de El caballero de Olmedo. Existen sendos Estudio 1 de 1968 y 1973 y una versión en prosa que podría estar patrocinada por H&S. Algún día habría que plantearse por qué la mayoría de nuestros grandes textos teatrales del Siglo de Oro no se llevan a la pantalla más allá de la formidable adaptación de El perro del hortelano de Pilar Miró y aquello llamado La dama boba en donde salía José Coronado haciendo de Johnny Depp en Piratas del Caribe. Así que lo suyo es ver El caballero de Olmedo en escena. Hasta el 13 de abril se representa en Barcelona una coproducción entre la Compañía Nacional de Teatro Clásico y el Teatre Lliure dirigida por Lluís Pasqual. También pueden acercarse a Olmedo, donde podrán conocer el Palacio del Caballero y en verano se celebra un buen festival de teatro clásico. Son buenas opciones, por supuesto. Casi tanto como abrir el libro por la primera página y escuchar —sí, escuchar— a don Alonso decir algo tan hermoso como
…pero si tú, ciego dios,
diversas flechas tomaste,
no te alabes que alcanzaste
la victoria; que perdiste
si de mí solo naciste,
pues imperfecto quedaste.
Fotografía de portada: Luis García (CC).
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Mi perezómetro se ha disparado por encima de niveles tolerables con ese arranque de «Hoy vamos a hablar…» y me he visto obligado a interrumpir mi lectura durante varios minutos para reponerme de tamaña argucia prosística. Supongo que un «Queridos niños» antes de la frase de apertura del artículo habría sido suficiente para anular el efecto de, para mí, tan nefasto inicio. Perdóneme por parodiar su estilo apenas redicho, educativo y entretenido a partes iguales (añádase otra parte de ron, ron, ron, la botella de ron), con este pobre verbo que Dios, o quien fuera que estuviese al cargo, tuvo a bien en otorgarme.
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Su serie de «clásicos» es una verdadera delicia don Ernesto.
En el caso particular del teatro clásico español es una pena que sea tan desconocido porque nuestros sXVI y sXVII no tienen nada que envidiar al resto de tradiciones literarias. Y por «nuestro» me refiero a ambos lados del Atlántico. Para cualquier estadounidense o canadiense, usted lo estará viendo, Shakespeare es tan suyo como de un británico.
Hay trabajo por delante y gracias a iniciativas como la suya avanzaremos. Lo dicho, una delicia. Gracias
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