La complejidad de su vida social, su capacidad para fabricar herramientas y su alto grado de autoconciencia convierten a los chimpancés en «los Albert Einstein del mundo de los seres no humanos», según la definición del primatólogo Michael P. Ghiglieri. Su estudio tiene una importancia extraordinaria para conocernos a nosotros mismos como humanos y sin embargo hasta hace unas décadas, sorprendentemente, apenas se sabía nada de su comportamiento en estado salvaje. Hasta que a comienzos de los años sesenta una joven inglesa llamada Jane Goodall se dedicó a observarlos en plena selva africana.
Nacida en Londres en 1934, con apenas cuatro años ya mostraba aptitudes de protobióloga, prestando gran atención a cómo ponían un huevo las gallinas. Más adelante realizó estudios de secretaría pero lo que realmente quería hacer es viajar por África. Una sensación difusa de que su lugar en el mundo estaba allí, semejante a la que años después tendría Dian Fossey. Así que cuando una amiga la invitó a pasar una temporada en su granja de Kenia no se lo pensó dos veces. Una vez instalada le recomendaron que se diera a conocer al director del Museo de Historia Natural, Louis Leakey. Algo debió ver en ella pues le ofreció durante su primera entrevista un puesto de secretaria en el museo. A partir de entonces todo vendría en una sucesión aparentemente inevitable. Jane comenzaría a acompañarle en sus expediciones arqueológicas y a absorber las maneras, los conocimientos y la curiosidad de los científicos que la rodeaban, un mundo que hasta entonces había sido por completo ajeno a su experiencia. Llegado cierto momento Leakey ya la consideró suficientemente madura y le ofreció la oportunidad de estudiar a un grupo de chimpancés a orillas del lago Tanganika, la tarea a la que terminaría dedicando su vida.
Las autoridades de Kigoma, donde se emplazaría el campamento, consideraban que era demasiado arriesgado el lugar para que viviera allí sola una joven inglesa y pusieron como condición que tuviera un acompañante europeo. Fue su madre, Vanne Goodall, quien se prestó para ello. La relación con los nativos resultó un poco tensa al principio ya que las consideraban espías del gobierno, pero pronto Vanne logró ganarse su confianza convirtiéndose en una especie de matrona, enfermera, maestra y dispensadora de fármacos. Mientras tanto Jane cayó enferma de malaria, tuvo incómodos encuentros con leones, búfalos y leopardos, terminó haciéndose inmune a la picadura de la mosca tsetsé, estuvo cerca de ser atacada por los chimpancés que observaba (un macho adulto tiene la fuerza de tres hombres) y sobrevivió al que quizá fuera su encuentro más peligroso con una criatura africana: mientras ella dormía se introdujo en su tienda de campaña un tipo de ciempiés cuya picadura resulta mortal. Por lo demás todo fue bien.
Mientras tanto su campamento cambió de ubicación y su estudio del comportamiento de los chimpancés iba aportando información hasta entonces desconocida. Dado que cada ejemplar tiene su propia personalidad Jane decidió ponerles un nombre a cada uno (en lugar de un número, como era la costumbre hasta entonces) para poder analizar sus alianzas, amistades, rivalidades y posición dentro de la jerarquía de cada grupo. Estudiaba también sus hábitos de alimentación, sueño y apareamiento y procuraba habituarlos a la presencia de sus observadores humanos proporcionándoles plátanos (hasta seiscientos al día) su estudio avanzó tanto que, unido a los contactos de Leakey, permitió a Jane ser una de las pocas personas en poder realizar un doctorado de etología en Cambridge sin tener previamente una licenciatura. Curiosamente habla ya entonces de su regreso temporal al Reino Unido en 1961 como un «exilio». Ya era africana.
De nuevo en el campamento tras esos seis meses de estudio, se encontrará que el proceso de habituación de los chimpancés ha llegado al punto de que las propias instalaciones son visitadas —y saboteadas— por ellos. Buscan principalmente comida, aunque también latas vacías, que han aprendido a hacer chocar unas con otras para asustar a sus rivales con el estruendo. Pero no solo son capaces de usar herramientas, también las fabrican: cortan tallos que despojan de sus hojas para extraer termitas con ellos de los hormigueros, usan hojas masticadas a modo de esponja para absorber el agua en huecos de troncos donde no pueden llegar con los labios y también como pan con el que untar los restos de sesos de dentro del cráneo de los babuinos que se comen (un manjar muy preciado para ellos, por cierto). Fue Goodall quien por primera vez dentro de la comunidad científica se fijó no en el uso sino en la fabricación de herramientas por parte de los chimpancés, una observación y un matiz de gran trascendencia aunque no lo parezca. Entre las numerosas definiciones del ser humano que a lo largo de los siglos han soltado con más o menos pompa cada pensador está la de homo faber, es decir, como decía Benjamin Franklin «el hombre es el animal que hace herramientas». Pues ya no. La distinción sería ya solo una cuestión de grado, dado que el desarrollo de la tecnología en los chimpancés tiene un límite: no son capaces de crear una herramienta para elaborar a su vez otra con ella. Usando por ejemplo una piedra a modo de martillo con el que afilar otra que les sirva como arma. Esa capacidad tecnológica de, digamos, segundo grado, fue el comienzo del salto tecnológico de los antecesores directos de la especie humana. Los chimpancés se han quedado justo al límite.
Pero volvamos con Goodall, cuyo trabajo con los chimpancés —igual que ocurriría posteriormente con el de Fossey con los gorilas de montaña y el de Biruté Galdikas con los orangutanes— tenía también una vertiente de divulgación y activismo en los medios. Fotografiar y grabar su relación con los chimpancés salvajes permitiría darlo a conocer al gran público y garantizar por tanto la financiación que requería el campamento. Así que cierto día Leakey escribió a Jane avisándole de que Hugo Van Lawick, fotógrafo de la National Geographic Society, llegaría próximamente al campamento. También escribió a la madre de ella, Vanne, diciéndole que había encontrado un marido idóneo para su hija. Aunque Jane tenía ciertas reservas sobre cómo aceptarían sus chimpancés al nuevo intruso cargado con su aparatoso equipo de filmación, apenas llegó tuvo la oportunidad única, toda una auténtica primicia, de grabar a tres de ellos comiéndose un mono. Vivir juntos algo tan bonito necesariamente une y efectivamente poco tiempo después, en el año 1964, Hugo y Jane acabarían casándose y teniendo un hijo. Lo que demuestra una vez más la aguda capacidad de Leakey para comprender y escoger a las personas. Respecto a ese hijo, Jane había desarrollado ciertas ideas sobre su educación a partir de su trabajo de campo:
En 1966 pasé varios meses en la reserva estando embarazada. Al año siguiente regresé con un hijo de muy corta edad. Comencé entonces a observar a las hembras madres desde una nueva perspectiva. Ya en el primer momento nos impresionaron grandemente tanto a Hugo como a mí muchas de las técnicas que utilizaban, y ambos pensamos aplicar algunas de ellas a la educación de nuestro propio hijo. En primer lugar, decidimos tratarle con una gran afecto, jugar con él a menudo y proporcionarle contacto físico frecuente. Durante un año se alimentó de la leche materna, sin restricciones de ninguna clase; nunca le dejamos llorar en la cuna y dondequiera que fuéramos le llevábamos con nosotros, de forma que, a pesar del cambio de ambiente, sus relaciones con nosotros permanecían estables. Cuando nos veíamos obligados a castigarle, le tranquilizábamos inmediatamente utilizando alguna forma de contacto físico, y a lo largo de su infancia procuramos distraer su atención en lugar de prohibirle que hiciera algo indebido.
El extracto proviene de su libro Mis amigos los chimpancés, pero a pesar del cariño y la cercanía que sentía por sus objetos de estudio, tampoco se formaba ideas erróneas de estos y procuraba mantener a su hijo fuera de su alcance: «Rodolf no veía en Grub a mi hijo querido, sino a un atractivo manjar». Mientras tanto, los estudiantes iban pasando por su campamento —convertido ya en un centro de investigación internacional— y algunos de ellos finalizado su periodo de aprendizaje fundaban los suyos en otros lugares, como Dian Fossey, Biruté Galdikas o Michael P. Ghiglieri. Ella por su parte en 1977 crea el Instituto Jane Goodall y, convertida ya en una figura de relevancia mundial, pasa a dedicar cada vez más tiempo a actividades de divulgación y concienciación: concediendo entrevistas, dando conferencias (que inicia saludando al estilo chimpancé, como podemos ver aquí en el minuto 3:40), escribiendo decenas de libros (o firmándolos al menos, pues el último de ellos según reveló el Washington Post contiene partes plagiadas) y participando en documentales.
Así que gracias al trabajo de Jane y de sus sucesores ahora sabemos mucho más sobre estos seres entrañables y feroces al mismo tiempo. Sabemos por ejemplo que se organizan en torno a grupos de machos vinculados por el parentesco, que atraen a hembras cuyas relaciones con ellos son bastante promiscuas. De esa manera ellos no están seguros de cuáles son sus propios hijos y los defienden a todos mediante un fuerte sentido de la territorialidad y de la xenofobia, organizando patrullas para detectar posibles invasores y desatando guerras contra los vecinos. Y cuando decimos guerras no es una exageración. Se han observado en las montañas Mahale —cerca del parque donde Goodall tiene su campamento— batallas de chimpancés con hasta ochenta atacantes en uno de los bandos y que acabaron con seis muertes. Aquí podemos ver a un grupo en uno de esos ataques organizados. Por otra parte, también se han desarrollado desde entonces multitud de experimentos con chimpancés en cautividad para comprender exactamente el alcance de sus habilidades. Aquí podemos ver a Ayumu ordenando números de menor a mayor con una notable pericia y aquí a un chimpancé enano o bonobo jugando al Pac-Man. Mientras que este otro vídeo nos muestra diversos experimentos con niños pequeños y chimpancés para reconocer su capacidad de colaboración y de comprensión de la intencionalidad de seres ajenos a ellos, lo que se conoce como «teoría de la mente». En fin, los ejemplos podrían resultar interminables pero permiten hacernos una idea de lo interesantes que pueden llegar a resultar. A Jane Goodall desde luego se lo parecieron lo suficiente como para dedicarles más de cincuenta años de su vida.
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Muy buena serie de artículos. Mis felicitaciones.
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