«Un caballo de batalla montado por tenderos». Esa es la definición de un periódico, según el cronista inglés James Cameron. Así lo escribió en 1960 en un obituario dedicado al cierre del News Chronicle, el periódico que envió a Arthur Koestler a cubrir la guerra civil española. A pesar de tener una tirada de más de un millón de ejemplares, el Chronicle fue vendido, como una caja de pescado, al mejor postor: fue absorbido por el tabloide Daily Mail.
Tantos años después, seguimos en esa misma tesitura: no sabemos si el periodismo ha muerto. Puede que no.
«Ink and rage». Tinta y rabia. A principios de 1960, un joven Hunter S. Thompson dejó escrito en su novela Los diarios del ron que esos serían los dos ingredientes que alimentarían su voz como periodista. Una afirmación que, tal vez sin saberlo, también ha firmado Nick Davies con letras de sangre.
Davies es un periodista inglés que trabaja desde hace ya muchos años para The Guardian. Es el autor y promotor de las más grandes exclusivas de este periódico y que, de paso, han moldeado nuestra visión de la realidad: Wikileaks y el robo y compra ilegal de información privada por parte del tabloide The News of the World. Estas dos extraordinarias historias, tan diferentes y, a la vez, con tantos rasgos en común entre sí, dinamitaron las reglas de juego del poder político, mediático y económico con las que se regía el mundo hasta ese momento.
En la primera, Wikileaks, fue Davies quien convenció a Julian Assange para llevar a cabo la filtración que determinó y marcó en adelante las relaciones entre los infinitos agujeros que ofrecen las nuevas tecnologías, su papel determinante en la fuga masiva de información clasificada por parte de los gobiernos y el conocimiento probado de las sospechas de manipulación, hipocresía y desprecio hacia sus ciudadanos, a los que teóricamente deben servir. Además, con Wikileaks Davies trazó el camino de alianzas entre periódicos para cubrirse las espaldas y publicar conjuntamente exclusivas contra gobiernos que, de otro modo, los podrían mandar a la cárcel. Wikileaks es también, en parte, la historia madre de otra de las exclusivas periodísticas más importantes de este siglo XXI: el espionaje masivo de la National Security Agency (NSA) a millones de personas.
La segunda gran historia de Davies fue la demostración sobre el robo y la compra sistemática de información —pinchando teléfonos, sacando datos de documentos privados— por parte del tabloide The News of the World, propiedad de Rupert Murdoch, a personas anónimas, celebrities y miembros del Gobierno. El imperio Murdoch, recordémoslo una vez más, es uno de los conglomerados mediáticos más potentes e influyentes del mundo, de un poder devastador sobre el periodismo serio. Davies llevaba años reportando pormenorizadamente que muchos tabloides robaban o compraban información privada sobre diferentes ciudadanos a detectives, policías y funcionarios corruptos. Pero el 4 de julio de 2011 fue diferente. Ese día The Guardian publicó una de las noticias más importantes de su historia: Davies y su colega Amelia Hill reportaron cómo periodistas de The News of the World habían llegado a hackear el buzón de voz del móvil de Milly Dowler, una niña desaparecida. Una historia insoportable. El artículo explicaba: «Los mensajes fueron borrados por los periodistas en los primeros días de la desaparición de Milly, para dejar espacio a más mensajes. El resultado fue que familiares y amigos de Milly llegaron a la conclusión de que la niña estaba viva. La policía teme que, a causa de esto, es posible que algunas pistas se borraran con este acto. Según una fuente, esta acción tuvo un efecto devastador: cuando familiares y amigos llamaron al número de Milly y descubrieron que el buzón de voz había sido limpiado, llegaron a la conclusión de que había sido la chica. Pero no. Esta interferencia creó falta esperanza y agudizó la agonía de la familia».
Tras este párrafo, The News of the World desapareció de la faz de la tierra. La ira, la rabia y el hondo desprecio por los abyectos métodos de The News of the World —incluso para su legión de ávidos lectores, habituales compradores de historias de lo más escabrosas— forzó a Murdoch a cerrar el tabloide en menos de una semana, para evitar que la repulsa popular contaminara al resto de sus publicaciones. (Tiempo después la policía llegó a la conclusión de que no quedaba del todo probado que los mensajes del buzón de voz de Milly Dowler fueran borrados expresamente por periodistas de The News of the World). Sea como fuere, a estas alturas, en forma de juicios, y a golpe de legislaciones, Gran Bretaña se está aún recuperando de las revelaciones de Davies y Hill.
Nick Davies siempre utiliza el término «cavar» a la hora de trabajar sus historias. Cuando más hondo cavas, mayor y mejor se desarrolla la investigación. Dice no considerarse especialmente inteligente pero sí tenaz. Para desarrollar ese tipo de labor periodística, que es la que a él realmente le interesa, va por libre: trabajó en plantilla en diversos periódicos hasta que en 1989 decidió que necesitaba tiempo y libertad y se hizo freelance.
Perro viejo y sabueso eficaz, Davies entendió que para conseguir buenas historias se necesitan tres cosas fundamentales: buen olfato, mucho tiempo por delante y contacto humano. Una tríada que, asombrosamente, casi todos los periódicos desprecian actualmente.
No es ese el caso de The Guardian y ni de su editor, Alan Rusbridger, un periodista fanático de las nuevas tecnologías que, a su vez, es un perro guardián de las esencias del mejor periodismo: la combinación perfecta para estos tiempos. En 1995 se erigió en el jefe del periódico, entendió antes que nadie que las redacciones digital y de papel debían fusionarse en una, creyó en la demanda de un periodismo serio y de calidad. Con el tiempo, ha convertido a The Guardian en el tercer diario en inglés más leído, solo por detrás del tabloide Daily Mail y el sacrosanto The New York Times. El talante tranquilo y pétreo de Rusbridger, íntimo de Davies —los dos entraron a trabajar en The Guardian exactamente el mismo día, en julio del año 1979— ha sido determinante para alentar las investigaciones de Wikileaks, The News of the World y la historia del espionaje masivo de la NSA y su contraparte británica, los Government Communications Headquarters (GCHQ), también revelada en su periódico.
Rusbridger y Davies son de los que presentan batalla. Poca broma con esto. Con sus historias han peleado contra los abusos de poder de los verdaderos gigantes —Tony Blair, David Cameron, Rupert Murdoch, George W. Bush y Barack Obama— y su conglomerado de acólitos en forma de ministros, jefes de prensa, abogados de los mejores bufetes del mundo, comandantes en jefe y espías de alto rango.
Sesentón con cara de leche agria, especialista en Filosofía Germánica, atento lector de Kant y Hegel, Davies también es admirador de otros clásicos: de Woodward y Bernstein y el caso Watergate.
A su vez, es deudor de Ron Hall, Clive Irving y Jerry Wallington, el equipo de reporteros ingleses de la sección «Insight» del Sunday Times que una década antes que los de Washington, a principios de los sesenta, inventaron el periodismo de investigación, el que decidió retar al secretismo y al abuso de poder. Entre otras proezas periodísticas, el 1 de octubre de 1967, tras ocho meses de investigación, publicaron el escándalo y la inmensa mentira sobre la identidad de Kim Philby, uno de los jefes del espionaje inglés que resultó ser un doble agente de Moscú, en plena efervescencia de la guerra fría. Pero todo pasa: años después, en 1981, el Sunday Times se vendió, precisamente, al imperio Murdoch.
El deseo de Davies de llevar justicia a aquellos que abusan de sus posiciones empezó en su infancia. De chiquillo, Davies era nervioso, hablador, uno de esos niños pesados. Y por ello le zurraron un buen número de veces, tanto en la escuela como en casa. «Aquello me dejó marcado, y desde entonces siento una profunda indignación hacia la gente que detenta el poder y abusa de él», explicó en una entrevista.
Davies empezó a leer The Guardian cuando tenía catorce años. Y también le pegaron por eso: «Entraba y salía de escuelas públicas y privadas, y acabé el bachillerato en un colegio pijo donde todos leían The Times y el Telegraph. Pensaban que yo era un bicho raro por comprar The Guardian», confesó una vez.
Nuestro amigo da un extraño consejo a los interesados en ejercer el periodismo: recomienda no leer periódicos. «Si lo haces tiendes a querer reproducir sus historias, a repetir lo mismo, y tiendes a no buscar historias propias». Además, está en total desacuerdo con la máxima de que hay que darle al público lo que quiere: «Por ejemplo, si estuviéramos haciendo un periódico en el sur de Estados Unidos para lectores blancos entre 1950 y 1960, sabemos que a estos no les gustará leer lo que está pasando al otro lado de la calle donde ellos viven. Pero el buen periodismo debe decir: «¡Te jodes, te lo voy a contar igualmente!»».
En Gran Bretaña ya hace años que, entre la profesión, Davies es amado y odiado a partes iguales. Como buen sabueso, husmea y escudriña todo lo que ven sus ojos, incluidas las redacciones de los periódicos. Y tampoco le han gustado muchas de las cosas que ha visto en ellas. Antes de Wikileaks y de The News of the World, un día decidió ejercer de insider y, como un policía que persigue a policías corruptos, investigar el funcionamiento de los periódicos con el mismo método con el que seguiría el rastro de un caso de pederastia: sin perdón.
Con la ayuda de un grupo de estudiantes de Periodismo, durante un tiempo se dedicó a llevar a cabo un análisis pormenorizado sobre cómo se nutren de noticias los periódicos serios, y llegó a una conclusión desoladora: el 60-70 % de las noticias de dichos medios proviene del trabajo de agencias de información y de relaciones públicas, y la propaganda, la distorsión y la mentira campan a sus anchas. Lo publicó en un libro extraordinario titulado Flat earth news. Muchos colegas lo admiraron por eso, pero son legión los que no le han perdonado. En las páginas de Flat earth news compruebas cómo las agencias de relaciones públicas realmente se han apoderado del periodismo de masas hasta convertirlo en una herramienta al servicio de los intereses de las empresas o instituciones que usan sus servicios, y presenta claras evidencias sobre hasta qué punto Tony Blair usó a ciertos miembros de los medios como cómplices para vender su postura en la puesta en marcha de la guerra de Irak.
En Flat earth news también explica historias menos histriónicas, pero muy significativas. Ese es el caso de la historia de Gary Webb, un periodista del San José Mercury News con dos premios Pulitzer. En los años ochenta Webb publicó una conexión entre la CIA, la Contra nicaragüense y el negocio de la cocaína, un bombazo que asustó a su propio periódico. Algo avergonzados, The New York Times, The Washington Post y Los Angeles Times no dieron credibilidad a la historia —muchos años después confirmada en un documento de un alto cargo de la CIA— y Webb no recibió respaldo de nadie. En 2004, el periodista fue encontrado muerto con dos balas en la cabeza, y aún no se sabe si se mató o fue asesinado.
No hay duda de que Davies es un tipo atrevido. Por ejemplo, se aventura a dar la fecha exacta del día en que el periodismo empezó a irse al garete: fue el sábado 25 de enero de 1986. Ese día Rupert Murdoch se llevó sus periódicos a la zona de Wapping de Londres, separando así la redacciones de las rotativas, esto es, rompiendo la relación de lucha e intereses comunes entre los periodistas y el sindicato de los talleres, los compañeros más duros, los que tenían más fuerza para negociar y podían frenar la publicación de un periódico.
El periodismo es un milagro, un bien tan grande como la educación. Quizás no debería regirse por poderes económicos. ¿Quién debería pagar por información de fiar? Deberían ser los lectores, los consumidores. O algún organismo independiente. Puede ser un buen negocio, pero su lógica ferozmente mercantilista —la del tendero— solo da la opción de exprimir el producto. Eso significa abaratarlo, publicar información de pésima calidad y organizar una sangría de talentos que quieren ser pagados con dignidad.
Si no se apoltronan, si no se dejan encandilar por los que necesitan sus favores, si consiguen mantener su pasión primera, los periodistas, cuanta más experiencia tienen, mejores son. El asunto es que los periódicos se dirigen, forzando el volante, exactamente en dirección contraria.
Se habla de que estamos inundados de información, pero no es del todo exacto. Efectivamente, vemos como en muchos casos las noticias que circulan son repeticiones, refritos y burdas copias que se multiplican en el infinito.
The Guardian es un vetusto diario que está ahora a la vanguardia del periodismo. Fue fundado en 1872 —entonces llamado The Manchester Guardian— y C. P. Scott fue su primer director. Fue este quien escribió aquello de «la opinión es libre, pero los hechos son sagrados». Una frase importante: miles de personas fueron a rendirle homenaje en su funeral.
Hay otros grandes, sí. Ahora y siempre. Pero no siempre es fácil estar a la altura: Davies cuenta que el periodista Walter Lippman se tomó una vez el trabajo de contar cuántas veces el New York Times anunció, entre 1917 y 1921, el colapso inminente de la Unión Soviética: fueron noventa y una veces.
Sencillamente espectacular
Me uno al goce.
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Dutton Peabody jugandosela y escribiendo contra el poder local (Liberty Valance)…
Coraje? El coraje se puede comprar en el bar.
Crédito? El crédito está barato.
El panoramio en España es desolador.
El tal Pedro José Ramirez y su subalterno dandole 8 años a la matraca e ignorando la debacle economica que se venía encima y lo que escondía.
y los demás parecedido.
Viva Mongolia.
Pues al tal Pedro J… lo ha largado el poder, no sabia que de la debacle económica era culpable el tal … y no el cual…
PD: viva mongolia… y sus mongoles…