En este remoto y pobre país africano no se trata de una película, al más puro estilo de Las brujas de Zugarramurdi, sino de una tradición real, ancestral y, lamentablemente, aún vigente: si eres mujer, anciana, pobre y analfabeta, tienes muchas papeletas de ser acusada de brujería. Son les mangeuses d’âmes.
Bruja: según el diccionario de la RAE, «1. Mujer que, según la opinión vulgar, tiene pacto con el diablo y por ello, poderes extraordinarios. 2. lechuza (ave rapaz). 3. En los cuentos infantiles tradicionales, mujer fea y malvada, que tiene poderes mágicos y que, generalmente, puede volar montada en una escoba. 4. Mujer fea y vieja».
A muchas de nosotras, en alguna que en otra ocasión, nos han llamado brujas: cuando nos salimos con la nuestra, cuando somos un tanto malvadas… no es extraño este apelativo, incluso, entre mujeres para referirse a otras féminas.
Sin embargo, hay latitudes donde que a una la llamen bruja le puede suponer la muerte. Es el caso de Burkina Faso, país limítrofe con Malí, Níger, Costa de Marfil, Ghana, Togo y Benín, uno de los más pobres del mundo según la ONU.
Burkina es como cualquier otro país africano: colonia francesa hasta 1960, el país se denominaba Alto Volta hasta que el presidente Thomas Sankara lo renombró como Burkina Faso en 1984, término mooré que significa «patria de los hombres íntegros».
Íntegros o no, al presidente Sankara se lo quitaron del medio en 1987, una muerte que aún no ha sido esclarecida, y el territorio parece seguir sumido en una pobreza extrema. Hay cinco carreteras asfaltadas en todo el país, que tiene una extensión de 274.200 kilómetros cuadrados (más o menos, la mitad de España). Todo lo demás son, vamos a llamarlos, caminos. El 80 % de la población vive en el medio rural y la tasa de alfabetización general es del 30 %. Han leído bien: solo 30 de cada 100 personas saben leer y escribir. El objetivo es que este porcentaje llegue al 40 % en 2015. No es de extrañar que, con este caldo de cultivo y estas dramáticas cifras, la gente siga creyendo en brujería a pies juntillas.
La comida es necesaria, si consideramos que el alimento principal de las familias es el tô, una mezcla insípida hecha con harina de mijo o de maíz que se acompaña, con suerte, de salsa de cacahuete. Pero la formación, la cultura, es indispensable, sobre todo si se quieren erradicar algunas ideas fuertemente ancladas en la población como las que tienen que ver con la brujería.
Pauline Sawadogo es bruja, o eso dicen de ella en su pueblo y en su familia, a la que no ve desde hace muchos años y a la que, seguramente, no volverá a ver. En la vida practicó magia alguna, ni negra ni blanca. Ni cortó cuellos a gallos, más que alguna vez para comer. Y sin embargo Pauline está en uno de los centros de los que dispone el Gobierno para acoger les mangeuses d’âmes, «las comedoras de almas», como aquí se denomina a las mujeres acusadas de brujería.
Pauline, quien nos explica en el dialecto mooré que apenas ve, pasa sus jornadas trabajando el algodón, al igual que sus noventa y siete compañeras en este centro de Ouagadougou, la capital del país. Con lo que sacan por la venta del algodón, compran arroz, su principal sustento, y a veces, cuando tienen un dinero extra, patatas. No hay sala común donde ver la televisión o escuchar la radio, su única actividad es trabajar el algodón: las mujeres disponen de un cuarto que comparten con otra pensionaria y de una cocina común. Las medicinas también escasean… En otros centros, los que están dirigidos entre el Estado y ONG, sí que puede haber otro tipo de actividades extras para mantener ocupadas las mentes. No en la cour de solidaricé du secteur 12, donde se encuentra Pauline. Disponen de asistencia psicosocial, pero los problemas de ánimo y las depresiones son muy comunes, así como los problemas de salud física, derivados del envejecimiento, la malnutrición o simplemente, de los golpes que pudieron llevarse cuando escapaban de sus pueblos por ser brujas.
Hay nueve centros repartidos por el país, en los que había seiscientas veintitrés mujeres a finales de 2011, según los últimos datos del Ministerio de Asuntos Sociales. Con toda seguridad, el número será mayor en la actualidad. La acusación de brujería recae sobre todo en ellas, pero también puede ir a niños con alguna malformación física o psíquica, a hombres con trastornos mentales… aunque son ellas quienes se llevan la palma: «El 88 % de los que están en estos centros son mujeres, casi un 98 % de ellas analfabetas (con cónyuges que también lo son). Un 75 % tiene más de cincuenta años, la mayoría suele ser además la primera esposa (un 52 % de la población es musulmana, es habitual que el hombre tenga, de media, entre cuatro y cinco esposas)», explican en el Ministerio.
Mi mentalidad occidental, coleando a veces hacia el feminismo, me hacía pensar que eran los maridos quienes las acusaban de hechiceras, cansados de sus mujeres más ancianas (en un país con la esperanza de vida en cincuenta y seis años, uno es viejo con cuarenta). La realidad es otra: casi todas las acusaciones vienen de las otras esposas, de la familia del marido, incluso a veces, de los propios hijos. «Ha habido casos de hijos que han encerrado a sus madres, sin agua ni comida, esperando que se murieran», cuenta la asistente de la directora del centro, Suzanne Kagambega.
Madeleine Sawadogo tiene sesenta y nueve años y lleva dos en el centro. Su marido falleció hace diez: «A su muerte, mi familia política me echó. Tengo cuatro hijas, solo chicas, y esto está mal visto y es sospechoso de brujería. Me acusaron de haberme comido el alma de mi marido y como mis hijas eran grandes y yo no tenía ocupación, fue la excusa para librarse de mí», relata en el patio del centro. No ha recibido visita de ninguna de sus hijas desde que está aquí. «Me gusta estar aquí, estamos entre mujeres, el problema son los medios, que son muy escasos», añade.
En Burkina Faso, los argumentos más banales pueden ser utilizados para una acusación de brujería: no haber tenido hijos, o haber tenido solo hijas, la muerte o enfermedad del marido, la muerte de uno de los hijos, una malformación física, o incluso, ser longeva. Koudbi Kafanolo tiene noventa años y una piel aterciopelada y sin arrugas que sería la envidia de cualquier anciana en Occidente. También fue a parar a este centro tras la muerte de su esposo: «Fui víctima del suengo a pesar de que mi marido ni compartía ni aprobaba esas prácticas», explica. El suengo es un ritual que consiste en que, a la muerte del esposo, los hombres del pueblo portan el cadáver y este les guía, de manera irrefutable, hacia el culpable de su muerte… Huelga decir que las culpables suelen ser las mujeres, que no pueden defenderse de la acusación de brujería, aunque el plan de acción del Gobierno sobre este tema prevé asistencia jurídica y algunas ya estén acudiendo a la justicia para defenderse.
Kafanolo fue advertida por uno de sus hijos de que el ritual del suengo sería practicado y huyó antes de que tuviera lugar. Muchas son las que, si el cónyuge enferma y no hay visos de mejoría, huyen antes de que la posible acusación se materialice porque en muchos casos se están jugando el físico: palizas, linchamientos, incluso muerte suelen saltar a las páginas de la prensa local con frecuencia.
¿Cuántas personas han muerto víctimas de estas acusaciones? Ni se sabe, no hay estadísticas. ¿Cuántas han tenido que huir de sus pueblos? Se desconoce el dato. Como reconocen en el Ministerio, los centros de acogida son solo la punta del iceberg.
Tras años de inoperancia, parece que el Gobierno quiere tomar ahora cartas en el asunto para intentar poner freno a, según reconocen ellos mismos, «una tradición que está en las antípodas de cualquier Estado que se considere moderno». Por eso han puesto en marcha un plan de acción de lucha contra la exclusión social de estas personas, que funcionará hasta 2016. Su presupuesto, algo más de mil millones de francos CFA, la moneda local (1,7 millones de euros), se destinará a programas de información y comunicación dirigidos al 80 % de la población y a hacerse cargo de estas personas, con asistencia social y también jurídica.
Las necesidades son tales y tan grandes que requieren de acciones inmediatas: primero, una mejor asistencia a los centros, que subsisten con las ayudas que llegan del Ministerio o de ONG: «Si tuviera más medios lo primero que solucionaría sería el problema de la alimentación», cuenta Suzanne Kagambega. Después habría que ir hacia ayudas psicosociales, formación y una palabra que en este entorno ni se plantea, la reintegración en la sociedad: «¿Conoce algún caso de alguien que se haya reintegrado a la vida normal?», le preguntamos. «Recuerdo uno, no es lo habitual, es extraño que abandonen el centro», dice Suzanne Kagambega.
Son mujeres malditas, afortunadas por poder malvivir en estos centros (en la calle ya habrían muerto), que son, paradójicamente, su salvación y su cárcel, porque no volverán a salir de ellos.
«Las leyes están bien, pero no son suficientes, hay que cambiar las mentalidades para acabar con esto», explica sor María, monja perteneciente a la orden les Soeurs Blanches y que dirige otro centro de brujas en la capital. Aparte de mujeres, también acogen a hombres enfermos mentales: «Muchos políticos se avergüenzan de que esto siga pasando», añade.
En nuestra visita nos acompaña una periodista local, Asséto Ouedraogo. «Tú que tienes formación y has trabajado en la tele, ¿crees en brujería?», le pregunta la monja. Asséto responde afirmativamente intentando justificar sus creencias con todo tipo de razones poderosas.
En efecto, las leyes son útiles, pero servirán más bien de poco si no se cambia la mentalidad de la población en general.
Pauline sabe poco de leyes: sus curtidas manos solo han conocido el trabajo con los animales, con la tierra y ahora con el algodón. Mientras degusta un caramelo en el patio de la cour de solidarité du secteur 12, seguramente el primero que haya probado en su vida, bromea con nosotras y sonríe, sonríe muchísimo. Está feliz de recibir una visita, aunque sea de desconocidas. Otra mujer se acerca y comparte con nosotras su patata, mientras se interesa por nuestra visita y es que visitantes por aquí hay muy pocos, ¿quién querría compartir un plato de arroz con unas brujas? Obviamente, nadie: hasta los vecinos del centro evitan pasar por allí.
«¿Cuándo volveréis a verme?», pregunta Pauline.
Pronto, Pauline, le decimos, mientras escondemos las lágrimas tras las benditas gafas de sol.
Fotografía: Lucía Martín
Pingback: Las malditas brujas de Burkina Faso
La caza de brujas no cesa, es tan fácil cebarse con las perseguidas.
Triste y gran artículo. Ojalá pronto se consiga cambiar esto, aunque sea un poco.
Un detalle: no es «en el dialecto mooré», es «en un dialecto del mooré» e «en idioma moré», que tiene unos siete dialectos.
Saludos.
Pingback: Cómo sobrevivir siendo periodista ‘freelance’: tarifas, gastos fijos e impuestos