Aún hoy, ocho años después de que Roberto Saviano publicara Gomorra, cuelga de la Wikipedia un infamante «novela» que resulta ilustrativo del fracaso del autor. No me refiero, claro está, al fracaso literario ni a la glorificación melancólica de la derrota (al cabo, otra forma de triunfo); no, hablo de una vida en la ocultación, hablo de la dislocación semántica por la que cualquier suite de lujo se convierte, como por ensalmo, en un vulgar escondrijo; de un hombre, en fin, que en lugar de distraer el pensamiento con ese vecino que «no hacía más que rascarse la cabeza», no deja de vislumbrar el momento en que habrán de segarle la vida y se pregunta, acaso con la curiosidad que otorga la resignación, si será una bomba o una bala, si varios pistoleros o un francotirador. Esa cruz, obviamente, no se debe a una novela, sino a un reportaje tan obsesivo como aterrador, a un informe apabullante que, además, tiene la virtud de porfiar en la ambición estilística. Así como la maldición de Cuba radica en la fotogenia de su podredumbre, la de Saviano tiene que ver con que sus once partituras están magistralmente compuestas. O, por decirlo de otro modo, ninguna de ellas se halla encarnada en esa prosa de telegrafista que, al decir de ciertos fajadores, ha de ahormar el periodismo y aun la escritura misma.
A Saviano hay que ponerlo bajo sospecha como hay que poner bajo sospecha cualquier sorpasso del personaje a la persona. No obstante, jamás he entrevisto una fisura en su maldición, jamás una impostura en su discurso, jamás ese horrísono rictus de víctima vocacional, tan común en los verdugos. Saviano soy yo. Saviano soy yo recontando el oleaje de la playa Libre o relatando hazañas gitanas en el Resolís, a pie de barra, como hice aquella tarde en que el Cigala se dio a la honra y su tocha aleteó por rumbas. Saviano soy yo enseñoreándome de amor en Tijuana, o mi compadre Montano levantando acta de un atardecer en Torremolinos. A diferencia de nosotros, él tomó las polaroids en su pueblo y fue ampliando el cerco hasta convertir su prosa en un campo minado.
He ido leyendo todas sus entrevistas con terquedad redentora, como si el hecho mismo de leerlas y releerlas le fuera a conceder un bonus life o, a qué engañarnos, como si ese bonus life fuera a rozarme religiosamente a mí. En la última que leí abjuraba de su Gomorra. Le arruinó la vida, decía.
Dicen que si la mafia puso precio a la cabeza de Saviano no fue por lo que contaba en su libro, ni siquiera por que lo hiciera de forma exquisita, tanto en el plano literario como técnico (pleonasmo), sino por los cientos de miles de ejemplares que vendió. Al parecer, a los capos les agradó que la letra impresa ennobleciera sus nombres. Hasta que se percataron de que Gomorrra no era una novela de provincias, sino una true story que, contrariando el marketing al uso, se había convertido en un best seller global, en una biblia en verso que, lejos de glorificar a los mafiosos, los vulgarizaba hasta convertirlos en espantajos.
En las antípodas de Saviano están los cofrades de lo verosímil. Frederick Forsyth, por ejemplo, que hace poco declaraba sin rebozo que sus obras, en el fondo, no eran sino periodismo novelado; que sus ficciones siempre van precedida de una ardua labor de investigación, documentación y conocimiento del terreno. Y que el resultado no era una verdad o una falsedad, sino una historia que, sin ser del todo cierta, tampoco era del todo mentira. Ah, la verosimilitud. Habría bastado con que Saviano cambiara a los Nuvoletta o los Casalesi por unos Corleone o Montana cualquiera. Con que situara la acción en algún lugar entre la punta y el tacón de la bota. Con fingirse periodista.
Leo que su próximo libro trata sobre los cárteles de la droga latinoamericanos. También yo, en mi eterna niñez, acaricié la certeza de que los quinquis más sanguinarios del mundo eran los de mi calle. Y que habiéndome encarado con ellos, ya nada me detendría.
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