Detroit, Motown, el Arsenal de América y el París del Oeste. City of Hell. De-tro-it. La leyenda y el ave Fénix que como reza en el lema de la ciudad, renacerá de sus cenizas. Por enésima vez la amenaza de desastre se cierne sobre ella. El juez del estado de Michigan Steven Rhodes ha decidido que la ciudad cumple con los requisitos para acogerse al Capítulo 9 de la legislación sobre bancarrotas. Todo muy complicado y lleno de aristas económicas y legales que viene a decir que los administradores encabezados por Kevin Orr y nombrados por el gobernador del estado, el republicano Rick Snyder, tienen vía libre para meter la tijera sobre todo y sobre todos. Fundamentalmente salarios y pensiones de empleados públicos. Como siempre ocurre serán los habitantes de Detroit ―al menos aquellos cuyo salario y pensiones dependen de sus arcas― los que acabarán por pagar la factura de un desastre que no por anunciado deja de ser menos doloroso.
La historia de Detroit está jalonada de cifras. La más reciente es la de los dieciocho mil quinientos millones de dólares a los que asciende una deuda que ha conseguido ahogar a la ciudad provocando la mayor bancarrota pública de la historia de EE. UU. Hasta cien mil acreedores a los que se les ha acabado la paciencia llamando a la puerta. Pero hay muchos otros números. Cifras que hablan de una urbe que llegó a ser a principios de siglo pasado la cuna del capitalismo y el sueño americano.
Fuck you Nueva York o Chicago.
Hoy poco queda de aquello, comenzando por su población. Si hace seis décadas llegó a bordear los dos millones de habitantes (solo dentro de sus límites urbanos) hoy alrededor de setecientas trece mil personas resisten todavía en una actitud que tiene parte de heroica y parte de milagrosa. Según el censo, hasta el año 2000, unos ciento doce mil blancos habían abandonado la ciudad desde los años ochenta en orden de casi diez mil por año. Así hasta configurar una de las hoy conocidas como ciudades negras de América (junto a Baltimore, Nueva Orleans o Atlanta entre otras) donde el 80% de la población pertenece a esta raza. Detroit ya no es buena ni para los muertos y por la ciudad circula una leyenda no contrastada que dice que cada año son exhumados de su cementerio casi trescientos cuerpos que parten con destino a los camposantos de los condados circundantes. Allí todavía hay mucho dinero. Mucho.
Pero las cifras continúan. Detroit arrastra una tasa de paro del 18%, once puntos sobre la media nacional y el triple que hace trece años. El 47% de los bienes inmuebles no pagan a tiempo (o directamente no pagan) los impuestos municipales. Hay entre ochenta y cien mil viviendas abandonadas (nadie lo sabe a ciencia cierta) lo que convierte a la gran mayoría de los vecindarios en escenario de un apocalipsis que, de conocido, todos parecen haber olvidado ya. Es precisamente su apariencia postapocalíptica una de las últimas fuentes de ingresos de la ciudad. La última entrega de la franquicia Transformers se rodó este verano en sus calles. No es que el enfrentamiento entre Autobots y Decepticons tenga lugar en Detroit, sino que como me dijo un amigo «aquí siempre es más fácil hacer explotar cosas, no se nota tanto».
Las arcas municipales están vacías. La mitad del alumbrado público no funciona, varias escuelas han cerrado y Policía y Bomberos hacen milagros para seguir trabajando con cada vez menos medios. La policía tarda una medida de una hora en responder, frente a los once minutos nacionales. Y estamos hablando de la segunda ciudad más peligrosa de América según las estadísticas del FBI que hablan de 2,137 crímenes violentos por cada 100.000 habitantes. El año pasado. El dudoso honor de encabezar la lista le corresponde a Flint, también en Michigan y cuya historia se parece mucho, al menos en lo económico, a la de Detroit. Hay zonas en las que es mejor no respetar el rojo de los semáforos a ciertas horas y gasolineras en las que ni se te ocurra pararte a repostar. Sobre todo de noche. Una histeria que se palpa en el ambiente y que convierte a cualquiera en víctima o verdugo. Hace un mes una joven murió tras recibir un disparo en la cara. Se le había estropeado el coche, no tenía batería en el móvil y se le ocurrió acercarse a pedir ayuda a una casa cercana. El propietario se sintió amenazado. Tiró de gatillo.
Pero a pesar de todo, a mí me gusta Detroit.
La primera vez que visité la ciudad, en 2005, fui a ver un partido de baseball en el Comerica Park, templo de los Tigers. En una de las calles colindantes se acababa de estrenar una promoción de viviendas unifamiliares adosadas. Una gran pancarta con la frase «Live where the action is» («Vive donde está la acción») ejercía de reclamo comercial. El humor negro de los detroiters es memorable. Pero eso es mid y downtown. Un «oasis de horror en medio de un desierto de aburrimiento», que diría Bolaño parafraseando el célebre verso de Charles Baudelaire, porque más allá están los vecindarios llenos de inmuebles abandonados. Grandes factorías, edificios públicos y viviendas privadas. Un peligro para los residentes de los alrededores y una fuente de negocio para las redes de incendiarios que prenden fuego por mandato de un propietario deseoso de cobrar el seguro. O por gusto.
Lo de quemar casas en Detroit alcanza ya la categoría de tradición. Durante las décadas de los ochenta y noventa un nuevo fenómeno violento se apoderó de la ciudad, las llamadas «Noche del Diablo». Tenían lugar la víspera de Halloween y el objetivo eran las propiedades abandonadas. Solo en 1984 ardieron ochocientas viviendas en setenta y dos horas. Y así durante años en una peculiar costumbre que los padres utilizan como cuento para asustar a sus hijos que, absortos, observaban el infierno hacerse realidad en sus televisores durante la festividad del miedo por excelencia. Hay que decir que las Devil’s Night ya no son tan comunes pero los incendios siguen estando de moda en cuestiones de diversión. Prender fuego y ver cómo arde a la espera de que lleguen los bomberos. Si lo hacen.
La situación que relato la viví este verano. Regresando en coche de Belle Isle, una isla-parque en mitad del río Detroit, lugar preferido por los lugareños para pasar un día al aire libre. Mi acompañante, al volante, divisó una columna de humo y se dirigió hacia ella. Curiosidad, morbo, un poco de todo. Cuando llegamos al lugar confirmamos que el humo salía de un ala de la vieja factoría Packard, un imponente complejo industrial de trescientos veinticinco mil metros cuadrados diseñada por Albert Kahn (un arquitecto alemán conocido como «el hacedor de Detroit») en 1903 y localizada en el East Grand Boulevard en el lado este de la ciudad, la cara más mala de Detroit. Cuando llegamos ya estaban los bomberos. Habían desplegado la grúa y uno de ellos subía hacia el tejado para divisar el origen del humo. Poco a poco fueron llegando los curiosos. Como nosotros, con la salvedad de que mi amigo es periodista y quería sacar unas fotos «por si acaso». También llegó una patrulla de la policía. Y allí estábamos, una decena de coches aparcados a escasos metros del incendio. Viendo el espectáculo sin nada mejor que hacer un domingo por la tarde. El oficial se bajó de su vehículo, ignoró a los curiosos e intercambió palabras con los bomberos. Poco después, el que se había asomado al tejado descendió de la escalerilla y dijo que no había nadie, ya se apagará. Los bomberos recogieron y se marcharon. También nosotros.
—¿Es que nadie lo va a apagar? —pregunté a mi acompañante.
—Para qué… Eso cuesta dinero y a nadie le importa lo que pase con la Packard—contestó.
El fantasma que mira
La Packard es un imponente esqueleto de cemento y hierros retorcidos y oxidados. Un símbolo de la decadencia industrial de la ciudad, especialmente de su producto estrella, el automóvil. Todo lo que es Motor City se lo debe al coche; lo bueno y lo malo, el auge y la caída. Fue diseñada por Albert Kahn (1869, Rhaunen, Alemania-1942, Detroit), inaugurada en 1903 y en aquel momento era la cadena de fabricación más moderna del mundo. Cerró en 1958 aunque algunas alas mantuvieron cierta actividad hasta los años noventa. Desde entonces ha habido una batalla legal por la propiedad de los terrenos, varias subastas públicas, otros tantos proyectos para dinamizar la zona pero allí sigue. Muda, rodeada de vegetación y viviendas; algunas, las menos, habitadas. Un gigantesco set sacado de un capítulo de The Walking Dead. No hay zombis, como mucho yonquis, vagabundos en busca de un refugio o grafiteros. Hay quien dice que en su interior hay un Banksy. No podría decirlo con seguridad aunque lo he visto, pero qué ciudad no tiene hoy un Banksy aunque sea de pega. En febrero de este año, las ventanas del puente E. Grand Boulevard, que hace las veces de entrada principal al complejo, amanecieron cubiertas con letras de aluminio en color rojo fuego. Podía leerse: «Arbeit macht frei». «El trabajo os hará libres», el mensaje de bienvenida que veían los judíos al llegar a Auschwitz. Ya he dicho que el humor negro local no tiene límites.
Detroit fue fundada en 1701 por el oficial francés Antoine de la Mothe Cadillac. Su enclave original fue bautizado como Fort Pontchartrain du Détroit, haciendo referencia a la orografía del terreno. El río Detroit separa Estados Unidos de Canadá y, en el original francés, détroit, significa estrecho, donde se unen el lago Sainte-Claire y el Erie. Muchos años después y otras tantas guerras, primero entre ingleses y franceses, de las que los primeros salieron victoriosos para enfrentarse luego con las tribus indias (ottawas, hurones y potawatomis) y de las que no hace falta decir quién fue el ganador; el apellido del fundador dio nombre a la división de vehículos de lujo del gigante de la automoción GM, los míticos Cadillac.
La gran historia de la ciudad comienza con el desarrollo industrial. En 1900, apenas tiene un cuarto de millón de habitantes y de ahí hasta el pico de los dos millones. En 1896 Henry Ford construyó su primer automóvil en un taller alquilado de la Avenida Mack, y en 1904 salió a la calle el primer Modelo T. A Ford lo siguieron otros como William C. Durant, los hermanos Dodge y Walter Chrysler. Las fábricas necesitaban mano de obra y la ciudad se convirtió en destino de trabajadores que llegaban a Grand Central Station ―hoy otro mastodonte en ruinas―, desde todos los puntos del país, muchos de ellos inmigrantes recién desembarcados de la isla de Ellis en la bocana de NY. También muchos negros procedentes del sur. Se dice que Detroit fue construido por esos grandes multimillonarios. Es cierto, pero se suele olvidar que también por sus trabajadores; pero estos no escriben la historia.
Ford puso en práctica una de las máximas capitalistas: el producto debe generalizarse y los mismos que fabricaban los coches serán, en algún momento, sus propietarios. Visto el éxito de la Packard, en 1908 el viejo patrón encargó a Kahn la construcción de una nueva planta, Highland Park. Abrió sus puertas dos años más tarde. En 1913, Highland Park acogió la primera línea de producción en cadena lo que redujo los tiempos de fabricación del Model T de setecientos veintiocho a noventa y tres minutos. Un coche que comenzó costando setecientos dólares bajó su precio hasta los trescientos cincuenta en siete años. Además Ford pagaba tres veces más que sus competidores. Hoy Highland Park, en el 91 de la avenida Manchester esquina Woodward, acoge el Museo Ford. En los años veinte, el patrón trasladó casi toda la producción a un nuevo coloso también diseñado por Albert Kahn, el Ford River Rouge Complex, en el suburbio de Dearborn. En 1928 era capaz de producir nueve mil vehículos al día y en 1932 se convirtió en el complejo industrial más grande del mundo con un tamaño que doblaba en dos veces y media al del Central Park de Nueva York. Llegó a emplear a más de cien mil personas. La URSS de Stalin imitó hasta la extenuación el funcionamiento de The Rouge, como se conoce al monstruo. No en sus condiciones laborales, claro. La planta principal mantuvo cierta actividad hasta 2004 y hoy solo queda de ella un aparcamiento con capacidad para tres mil vehículos. Otros pequeños complejos que se fueron añadiendo con el paso de los años todavía funcionan. Tras la crisis, bancarrota y posterior rescate de las principales marcas por parte del Gobierno de Barack Obama, la industria automovilística de Detroit es sólo una sombra de lo que fue.
Blue-collar City
Detroit es una ciudad orgullosa. De gente con carácter, forjado a base de largas jornadas de trabajo en la cadena de montaje. Trabajadores duros, la punta de lanza de lo que el EE. UU. se llama el blue-collar worker, operarios manufactureros de mono azul; rostro oscurecido por la grasa y manos encallecidas por contraste a los trabajadores white-collar de las tareas administrativas. La obra de Bruce Springsteen puede servir de guía antropológica. Es la misma gente de la que hablan las canciones de Rodríguez, el último descubrimiento de la industria pop. Es en Detroit donde surge buena parte de la lucha sindical ―con todas las reservas que hay que ponerle a este concepto tratándose de Estados Unidos― espoleada en buena medida por el Crack de 1929. Las amargas luchas laborales de los unions ―con la United Automobile Workers a la cabeza―, encumbraron a líderes legendarios como Walter Reuther o Jimmy Hoffa, cuya desaparición sigue siendo hoy uno de los grandes misterios de EE. UU. junto con el asesinato de JFK. En 1932, miles de obreros desempleados marcharon hacia la sede de la Ford Motor Company lo que provocó unos disturbios en los que murieron cinco personas. Tras la tormenta llegó la calma y con el paso de los años, los trabajadores consiguieron unas condiciones envidiables (al menos en lo salarial) que, a la postre, en los años setenta y ochenta, se convertirían a juicio de los expertos en otro síntoma más de la enfermedad que ya comenzaba a azotar a una ciudad que vivía del monocultivo industrial. Solo automóviles y cada vez más costosos de mantener. Máquinas con un caballaje de tres cifras, utilitarios con motor de deportivo. Tal era el poder del lobby de la automoción que cualquier carrera política debía contar con el beneplácito de The Big Four: GM, Ford, Chrysler y, por supuesto, la UAW presidida por Reuther. En 1940, Detroit fue el lugar donde se construyó la primera autopista subterránea del mundo mientras que el resto del país era dibujado con millones de kilómetros de asfalto para que los automóviles que salían de sus fábricas circularan. También Detroit acogió el primer centro comercial con parking subterráneo y calefacción en el interior del Fisher Building (también obra de Kahn) un precioso rascacielos de estilo art deco que incluye un teatro con 2089 localidades. La industria automovilística parecía imparable. Por eso en EE. UU. el tren sigue siendo, pese a los tímidos esfuerzos, un medio en estado de subdesarrollo. La pinza de petroleras y cocheras jamás ha permitido otra cosa que no sea el automóvil, símbolo de la independencia y la libertad individual que los norteamericanos llevan en su ADN.
En cierto sentido hay quien considera a Walter Reuther un visionario pues en la década de los cuarenta supo ver lo que el futuro depararía a la por entonces invencible industria. Fue él quien propuso a las compañías bajar emolumentos de los trabajadores si estas se decidían por la construcción de coches más pequeños y baratos. Nadie lo escuchó. A principios de los años ochenta la Big Four era una sola voz a la hora de conseguir prebendas. Tal que así que el sindicato logró un acuerdo salarial que consistía en que trabajadores de cualificación y veteranía semejantes cobrasen veinticinco dólares la hora. Independientemente de la compañía y del estado de las cuentas de cada firma. No había competencia ni un mercado racional. La llegada de fabricantes extranjeros y la crisis del petróleo supusieron el golpe definitivo.
A finales de 2008, el vergonzoso peregrinaje a Washington de los entonces CEOS de las compañías automovilísticas para pedir ayuda fue toda una metáfora. Los grandes capitanes de la industria, con sueldos multimillonarios y habituados a prebendas de los altos cargos, obligados a mostrar una actitud contrita. Humillados. Escarmentados por las críticas que suscitó su primera comparecencia en noviembre a la que acudieron en sus jets privados, Rick Wagoner (GM), Robert Nardelli (Chrysler) y Allan Mulally (Ford), tuvieron que volver en diciembre en vehículos de sus propias firmas en los que recorrieron los ochocientos treinta y seis kilómetros que separan Detroit de la capital federal. La peripecia la cuenta el periodista Charlie LeDuff en su magnífico libro Detroit: An American Authopsy. Nardelly viajó en el que por entonces era el todo terreno estrella de la firma, el Chrysler Aspen, un imponente SUV con una última versión híbrida de 340 CV y motor serie Hemi. Según la compañía, el Aspen reducía en un 25% el gasto de combustible en carretera y en un 40% en ciudad. No debía ser tanto porque cuenta LeDuff que detrás del vehículo de Nardelly viajaba otro preparado para cualquier imponderable que pudiera surgir. Los hubo. Una vez conseguido el rescate ―hasta veinticinco mil millones de dólares llegaron a desembolsar las administraciones Bush y Obama para salvar a la industria―, el culo de Nardelly no aguantó más y a mitad de camino ordenó parar y que el jet de la compañía viniera a buscarlo. El Aspen, que había comenzado a fabricarse en 2007 murió en 2009.
No pocos se preguntan hoy en Detroit por qué el Gobierno de Obama se apresuró a salvar a las compañías automovilísticas y desde que la ciudad se declarara en bancarrota el pasado julio se ha negado en redondo a soltar un centavo en ayuda de la ciudad. La respuesta es la misma que explica el rescate de los bancos. «Riesgo sistémico». Así lo cuenta Allan Lengel desde el piso 14 donde está la redacción del periódico online Deadlinedetroit.com que dirige junto con Bill McGraw, otro veterano reportero de la ciudad. «La quiebra de esas compañías sería un golpe mortal para toda la economía del país. Hay muchos trabajos directos e indirectos a lo largo de todo el país vinculados estrechamente a estas tres compañías. Creo que no había opción, pues en el caso de Detroit es diferente, el impacto en la economía es menor, es algo mucho más local». Lo cierto es que a diferencia de en otras latitudes, tanto los bancos como GM y Chrysler ―Ford al final decidió no acogerse al rescate―, ya han devuelto parte de la ayuda y caminan solas. Incluso han creado empleo.
Un horizonte de incógnitas
Huérfanos de gobierno, ciudad y habitantes han quedado a merced de los encargados de reflotarla. Para ello hay que «tirar lastre» y «apretarse el cinturón», expresiones estas que de tanto repetidas han adquirido ya categoría de mantra. En todas partes. Todo son incógnitas aunque nadie duda de que salarios y pensiones de los empleados públicos serán las primeras víctimas. No hay un plan previsto todavía pero se habla de recortes de entre un 20 y un 40%. Puede que más. Tampoco se sabe en qué escala se aplicarán. La gente se divide entre la indignación, la resignación y el miedo a perder buena parte de por lo que han trabajado toda la vida. Aun así la bancarrota fue acogida con cierto alivio por los habitantes y una gran mayoría la apoya. Nada ha cambiado tras la decisión del juez Rhodes. «La bancarrota puede ser positiva», dice Lengel. «Es como si alguien tiene cáncer y durante mucho tiempo ha estado rechazando un tratamiento que puede ayudarlo y finalmente lo acepta: “Estoy listo para cualquier cosa”. Durante mucho tiempo, Detroit ha sido ese paciente, con un cáncer, pero pensando que no iba a matarlo».
Jordi Carbonell es un español que lleva en Detroit desde 2004. Posee una popular cafetería llamada Café con Leche, en el 4200 W. Vernor Hwy., en Southwest. Está cerca de la zona mexicana de la ciudad, que todavía conserva una cierta vida de barrio, con servicios, restaurantes y sede de muchas ONG. Su local se ha convertido en una especie de punto de encuentro por el que pasan detroiters de toda clase y condición. Influye el café, de verdad, en un país que bebe café por litros precisamente porque el líquido oscuro que ingiere a diario no es café. «Lógicamente la gente con la que hablo está molesta pero también hasta cierto punto aliviada. En el fondo es como si lo esperaran y muchos ya han hecho sus planes de emergencia», cuenta Jordi a través del teléfono.
Por supuesto, no todos están de acuerdo con el tratamiento pero lo que es innegable es que durante años, Detroit ha estado enfermo. Décadas de despilfarro y corrupción han ido gangrenando el sistema hasta hacerlo irrecuperable. El episodio definitivo transcurrió durante el mandato de Kwame Kilpatrick, antepenúltimo alcalde negro de una larga lista que se remonta a 1973, cuando la ciudad eligió a Coleman Young, su primer regidor de color. «Ahora es nuestro turno» fue su lema. Sin embargo al marcharse el poder económico, la ciudad quedó a su suerte inmersa en una espiral en la que corrupción y violencia han ido siempre de la mano.
Como la última esperanza negra se presentó Kilpatrick en 2002 a la alcaldía de Detroit. Tenía treinta y un años. Un Obama antes de Obama. Durante sus seis años en el cargo hubo señales preocupantes pero también una reelección. Hasta enero de 2008 cuando alguien hizo llegar a la redacción del Detroit Free Press la transcripción de hasta catorce mil mensajes de texto entre el primer edil y su jefa de personal, Christine Beatty. Además de revelar una relación sentimental entre ambos (casados con terceras personas), confirmaban lo que era un rumor que desde hacía años recorría la ciudad: Kilpatrick era un criminal y un chulo. En 2002, al poco de resultar elegido, tuvo lugar en la mansión oficial del regidor una fiesta-orgía en la que no faltó de nada. Y lo más importante, todo pagado con dinero público. La versión picante de la historia cuenta que la mujer del alcalde se presentó de improviso y llegó a golpear a una bailarina conocida como Strawberry a quien encontró en pleno espectáculo sobre las rodillas de su marido. El destino y otras razones quisieron que en 2003 Strawberry apareciese tiroteada en su coche. La investigación dictaminó que la pistola de la que salieron las balas que mataron a la bailarina era del mismo modelo que la que usaba la policía. Todo se complicó y la ciudad acabó pagando veinticuatro millones de dólares a los abogados de la familia de la víctima a quienes dejó leer algunos de los mensajes que, ahora en 2008, ya tenían los periódicos, a condición de no revelar nada y no llegar a un juicio.
Con la mierda rebosando por todas partes, Kilpatrick intentó incluso disimular el olor trayendo a la ciudad la celebración de la XL Superbowl en 2006. Para ello echó a cientos de sintecho, demolió miles de viviendas abandonadas e inició una campaña en la que hablaba de Detroit como símbolo de una supuesta marca América. Pero todo dio igual. Aunque desde el círculo del alcalde se empleaban a fondo en calificar las informaciones contra él como «nazismo», en septiembre de 2008, Kilpatrick acabó por dimitir. En octubre de 2013 sus cuentas con la justicia se saldaron con una condena a veintiocho años de prisión.
Por eso ha sido calificada de histórica la elección del nuevo regidor. Mike Duggan, el primer blanco en dirigir el Gobierno local en cuatro décadas. En una ciudad de mayoría negra, Duggan, un hombre de negocios con gran crédito ―no así entre los sindicatos― por haber salvado de la ruina a uno de los hospitales de la ciudad, derrotó en noviembre pasado a un candidato negro, el sheriff del condado de Wayne Benny Napoleon. También demócrata por supuesto; no es Detroit lugar para Republicanos. Pese a todo, Duggan poco podrá hacer ya que tiene las manos atadas por el administrador Kevin Orr que obedece directamente las órdenes que llegan desde la capital del estado, en Lansing.
La raza
Porque hasta el momento la raza sí contaba en Detroit. Y mucho. La ciudad tiene el dudoso honor de ser la única de EE. UU. en haber sido ocupada por la Guardia Nacional en tres ocasiones a lo largo de la historia. La primera en 1863, la segunda en 1943 y la última en 1967. Todas ellas como consecuencia de disturbios cuyo origen está relacionado en mayor o menor medida con las disputas raciales entre blancos y negros. Según LeDuff el estado de Michigan «puede ser geográficamente uno de los estados más al norte de Estados Unidos, pero espiritualmente, es uno de los más al sur», dando a entender que comparte con estos el veneno del racismo. Puede, pero no más que el resto de sus vecinos del norte. De hecho cuando Michigan se convirtió en parte de la Unión, la Ordenanza del Noroeste prohibió la esclavitud en su territorio. Antes de la guerra civil, Detroit era una ciudad whig, una parada en el ferrocarril subterráneo hacia Canadá, y hogar del abolicionista Zachariah Chandler, alcalde entre 1851-1852, luego senador y secretario de Interior. Sí, Detroit estalló en disturbios en 1863, pero también Nueva York y otras ciudades del norte. Después de la guerra civil, Michigan fue pionero en materia de derechos civiles. En 1867, el estado prohibió la segregación en la educación; en 1869, se prohibió la discriminación en los seguros de vida; en 1883, se eliminaron las barreras al matrimonio interracial; en 1885, la discriminación en los lugares públicos; y en 1890, más de medio siglo antes de ser ley federal, la Corte Suprema de Michigan rechazó la doctrina «separados pero iguales» que imperaba en el sistema educativo. Eso es un montón de historia que no conviene pasar por alto cuando se habla del presunto «historial racista» de Detroit.
Pero es difícil borrar 1967. Durante los convulsos años sesenta, los aún acomodados ciudadanos de Detroit creyeron que los disturbios que prendían por todo el país no llegarían a una ciudad cuyos vecindarios estaban radicalmente divididos. Se equivocaron. Mejores casas, mejores trabajos o incluso trabajos y casas a secas. En julio de 1967 la minoría negra dijo basta y lanzó su violento descontento por toda la ciudad: en cinco días de enfrentamientos murieron cuarenta y siete personas y ardieron más de dos mil inmuebles. Detroit cambió para siempre. Miles de blancos lo dejaron todo para comenzar de nuevo en pequeños suburbios de los alrededores reproduciendo el sistema de segregación que había reventado a sus espaldas. Con ellos se llevaron el dinero y dejaron un gran vacío.
«No estoy seguro de que la raza sea ya un problema, al menos como lo era hace veinte años», explica Lengel que pone como prueba la reciente elección de Duggan. Ahora, la preocupación «es tener un trabajo y vivir en un buen vecindario y eso lo piensa la gente que vive en zonas donde por mucho que llames a la policía, esta nunca aparece». Más que un problema de segregación racial, lo que hay en Detroit es lo que el premio nobel de Economía Joseph Stiglitz llama una «segregación económica». Porque en Motor City hay al menos dos ciudades. Por una parte está el downtown, el centro financiero colmado de bellos rascacielos con oficinas que ha experimentado un fuerte desarrollo en los últimos años. Rehabilitación, nuevas construcciones y apertura de nuevos negocios. Especialmente desde la celebración de la Superbowl de 2006. Luego están los vecindarios.
Para hacerse una composición de lugar sobre el proceso de degradación de la ciudad basta con dejar a un lado la autopista 75 dirección sur y adentrarse en la interminable avenida Woodward. Pongamos por ejemplo el punto de salida de esa ruta en Bloomfield Hills, uno de los suburbios que rodean la urbe. Junto a este, otros como Rochester, Birmingham, Royal Oak o Ferndale componen el próspero Oakland County que floreció tras los disturbios del 67 y otrora el condado con la renta per cápita más alta de Estados Unidos. Todavía uno de los más prósperos del país.
El trayecto es rápido. Solo interrumpido por los semáforos de una carretera estatal convertida en avenida de facto. A medida que se recorren sus treinta millas, se observa el cambio en la morfología urbana. Las casas de ladrillo rojo con aire victoriano van dando paso, poco a poco, a viviendas unifamiliares en contrachapado imitación de madera. Desconchado. Cuanto más grande se hace el perfil de Detroit ante los ojos del viajero, más palpable el abandono. De viviendas y de naves que en otro tiempo fueron prósperos negocios. Restaurantes, gasolineras, lavanderías y tiendas se esparcen a ambos lados de la carretera con las ventanas cubiertas por tablones de madera. Atravesando incluso Hamtramk, una ciudad autónoma dentro del propio Detroit. Este viaje ha sido descrito de muchas maneras y para la periodista Rebecca Solnit, Detroit es el ejemplo más palpable de lo que ella llama «Post-América»: «una ciudad en la que parece que el reloj corre hacia atrás». «Este continente no ha visto una transformación como la de Detroit desde los últimos días de los mayas», sostiene.
El cartel que anuncia la Milla 8, vecindario popularizado por ser el lugar de origen del rapero Eminem, marca el límite norte de la ciudad. Al sur, hacia el centro, todo es abandono, con pequeñas islas como los alrededores de Warren Ave. El Institute of Arts (DIA) con los frescos de Rivera y una importante colección de arte ―fue el primer museo de EE. UU. en tener un Van Gogh, eran los tiempos dorados de la ciudad y sus grandes filántropos―, cuyo futuro se ha puesto incluso en entredicho tras la declaración de bancarrota. «La venta de obras sigue siendo una opción», ha declarado el administrador Orr. Las casas de subasta se frotan las manos. Orr encargó en julio una auditoría a Christie’s que calculó que solo un 5% de las obras del DIA —2781 piezas— podría alcanzar un valor de entre cuatrocientos cincuenta y dos y ochocientos setenta millones de dólares. Estamos en Midtown, en los alrededores de la Wayne State University a cuyo servicio de seguridad privado prefieren llamar los ciudadanos antes que a la policía en caso de urgencia. Llegan antes.
El estado de los barrios es dramático. En la mayoría se pueden observar casas de gran belleza todavía habitadas que comparten calle con decenas de viviendas deshabitadas o simples solares con los trazos de la casa que un día se levantó en ellos todavía visibles. También muchos esqueletos carbonizados. Así transcurre buena parte del trayecto hacia el centro, atravesando avenidas como Davison, Chicago o Grand Boulevard. Recorriendo calles como Wabash en el lado oeste de la ciudad o Pennsylvania y Fairview en el lado este. Dentro de ese paisaje apocalíptico, en los alrededores de Boston Edison, se sitúa un barrio de elegantes casas donde vive la élite afroamericana. Allí está The Turkel House, una de las viviendas diseñadas por Frank Lloyd Wright en 1955. Tras años de abandono ha sido recientemente comprada por cuatrocientos mil dólares, un precio de subasta, según los expertos. Woodward muere a los pies del Renaissance Center, el conjunto de tres rascacielos plateados que sirve de cuartel general a General Motors y de imagen icónica de la ciudad. Más allá, el río y Canadá. Más que otro país, otro mundo.
Delta City
Entre tanta desolación, una luz de esperanza que esconde en realidad otra amenaza. El centro de Detroit vive desde hace unos pocos años una especie de boom inmobiliario. Donde antes se podía uno comprar un edificio entero por unos pocos dólares ―había que presentar un plan de desarrollo― ahora los precios de la vivienda en venta y alquiler se han disparado. Dice Carbonell que los precios siempre han sido altos «muchos se negaban a asumir lo evidente, es cierto que hay edificios de gran belleza, creían que tenían un tesoro, lo tenían, pero el tesoro estaba rodeado de la nada». Hoy el precio del alquiler medio supera los mil doscientos dólares mensuales por un estudio, a la altura de la cotización de los prósperos suburbios de Oakland. Los grandes especuladores han olido la sangre y ven en la desgracia de la ciudad una oportunidad. Muchos son grandes fondos de inversión que hicieron fortuna con las hipotecas sub-prime. Uno de ellos es Daniel Gilbert, cuyo holding empresarial Rock Ventures’ se ha hecho desde 2010 con la propiedad de más cuarenta inmuebles en el centro de la ciudad entre suelo habitable, comercial y plazas de aparcamiento. A día de hoy, más de once mil personas trabajan en sus edificios de oficinas. A Detroit ha trasladado los cuarteles generales de sus empresas, pero vivir, la gente vive en los suburbios o en zonas como Southtown donde la propia arquitectura urbana las ha mantenido separadas de las ruinas. «Ello no quiere decir que también hayan sufrido una degradación progresiva», explica Carbonell. Él mismo vive con su esposa, natural de Detroit, en Ferndale, uno de esos suburbios a las afueras de la ciudad, justo en la frontera simbólica de la Milla 8. «Es simplemente una calle, pero esa calle marca la división entre que la ambulancia tarde unos minutos en aparecer o una hora». Al final, la gente busca servicios y seguridad.
No se puede negar que la operación de Gilbert ha supuesto un golpe de dinamismo para el centro que ha vivido un resurgimiento con la apertura de nuevos negocios. Se vuelve a ver gente por la calle, lo que ya es mucho en una ciudad donde todo el mundo va en coche.
Pero no todos lo ven con buenos ojos. Detroit es el escenario (figurado, la cinta se rodó en unos estudios en Texas) de uno de los filmes distópicos por excelencia, Robocop, el éxito de los ochenta dirigido por Paul Verhoven. La visión de Verhoven era preocupante y hoy algunos creen que se está haciendo realidad poco a poco. En Robocop se dibujaban dos ciudades. Por un lado Delta City, el próspero y futurista centro urbano que quería construir la gran corporación Omni Consumer Products. Por otro, el viejo Detroit, el que tiene que ser destruido para que surja la utopía de OCP. Hay quien ve en esto una metáfora de lo que está pasando ahora mismo. Un dato llama al desconsuelo. Gran parte de la seguridad del downtown corre ya a cargo de las empresas privadas de Gilbert. Incluso él y otros empresarios han costeado nuevos coches para la policía. Vehículos de aire futurista que recuerdan precisamente a los de la película. «Hay quien habla ya de Gilbert City», dice con un punto de humor Carbonell. «Pero bueno, alguien tiene que hacer algo, esperemos que para bien», indica a sabiendas de que esta es precisamente parte de la idiosincrasia americana: el Estado ni está ni se le espera. Al fin y al cabo Gilbert y otros como él no están haciendo nada distinto de lo hecho a principios de siglo pasado por los padres de la industria automovilística. De hecho ya hay movimientos de grandes fortunas locales (en los suburbios) en el sentido de aportar dinero para salvar el DIA e incluso hacer menos doloroso el golpe que sufrirían pensiones y salarios de los empleados municipales. El tradicional mecenazgo norteamericano. Otros pueden llamarlo caridad; pero es lo que hay, esto es América para lo bueno y para lo malo.
Para completar el círculo hay que recurrir de nuevo al viejo sentido del humor detroiter con el proyecto de levantar en la ciudad una estatua del mismísimo Robocop. Comenzó en 2011 y ya se han recaudado más de sesenta y siete mil dólares. Está por ver si se hará realidad.
This is what we do
Llegados hasta aquí lo vuelvo a decir: a mí me gusta Detroit. O como todos, como el propio Carbonell dice, mantengo una relación de «amor-odio» con ella. La que se debate entre su realidad y su tremendo potencial. Lengel pone fecha y hora al resurgir de cierto sentimiento de orgullo entre sus habitantes. «De algún modo, el punto de inflexión de Detroit, el momento en el que la ciudad comenzó de nuevo a tomar conciencia de sí misma fue en 2011, con algo tan banal como el anuncio de Eminem para la Superbowl de aquel año. Aquello, de alguna forma cambió Detroit porque fue lo mejor, al menos que yo recuerde haber visto, que ha captado el alma de esta ciudad y la gente ha vuelto a abrazar esa idea».
Está ese orgullo de Motor City, el «this is what we do» que dice el rapero y, sobre todo, el espíritu creativo que han tenido siempre sus habitantes. Detroit hace coches pero también es Rock City, es Motown, es rap y techno. Detroit siempre ha sido una de las ciudades musicales de América. El Museo Motown es una de las visitas obligadas. De la factoría creada el 12 de enero de 1959 por Berry Gordy han salido astros de la talla de Smokey Robinson, Stevie Wonder, The Jackson 5, Marvin Gaye, The Temptations, Diana Ross & The Supremes, The Four Tops, y Gladys Knight & the Pips. Ellos fueron los protagonistas del llamado «sonido de la América joven». En Detroit dieron sus primeros pasos leyendas como Iggy Pop, Bob Seger, Alice Cooper o MC5. De Detroit sale Jack White e incluso Madonna. Aún hoy, una de las mejores cosas que se puede hacer por la noche es escuchar a alguna banda local en lugares como Lager House o The Majestic. En verano, la terraza de este último es el mejor sitio para tomarse una cerveza. Eso sí, ante la atenta vigilancia del foco del helicóptero de la policía que sobrevuela el centro de la ciudad.
Es imposible entender la NBA sin los Pistons y sus Bad Boys. Tres anillos, el último en 2004; cinco títulos de conferencia y once de división. Tampoco la NFL sin los Lions ―verlos perder en Thanksgiving se ha convertido ya en tradición americana―; ni por supuesto la NHL sin los Red Wings, el Real Madrid del hockey sobre hielo. El equipo con más Stanley Cups de la historia de ese deporte: once.
Atraídos por la luminaria que emanaba Detroit, en él recalaron algunos de los intelectuales y artistas más importantes del siglo pasado, Diego Rivera a la cabeza. En el peor de los casos, al menos nadie podrá llevarse las paredes del DIA con sus impresionantes murales industriales. Ello contribuyó a un desarrollo social y cultural que fue envidiado en otras partes del mundo y cuyos frutos han llegado a nuestros días.
Pero no solo la música es producto genuinamente local. Una ciudad derruida, con pocas oportunidades para sus jóvenes es también un lugar adecuado para que emerjan movimientos artísticos en todos los campos. Fotografía, pintura y moda se abren paso. Es en este ambiente donde surge de nuevo el trabajo desinteresado de sus ciudadanos. Es el caso por ejemplo del Heidelberg Project, un proyecto artístico nacido en 1986 de la mano de Tyree Guyton en la calle Heidelberg. Es el único lugar del mundo donde se pueden observar manzanas de calles con casas cubiertas por peluches y pintadas con colores chillones o jardines donde los coches portan mensajes políticos. Es un lugar de una belleza que duele. Lamentablemente, tampoco el Heidelberg Project se ha podido librar de las llamas y la degradación. Ocho incendios desde mayo, todos provocados.
Por todo esto, yo amo Detroit.
Y sí, también última ciudad hipster
Detroit evidencia grandes carencias pero ese desierto lleno de aburrimiento es también un lugar lleno de espacios óptimos para llevar a cabo una masiva rehabilitación. Es por eso que Motor City se ha convertido en uno de los últimos paraísos hipsters de América. La subcultura nacida en los años cuarenta y que hoy hace furor entre los nuevos modernos de la clase acomodada ha encontrado en Detroit un lugar para dar rienda suelta a su postureo. «Es cierto que han desembarcado muchos», reconoce Carbonell. «El problema es que han creído que antes de ellos no había nada y ello ha provocado cierto descontento». Los locales miran a esta tribu con desconcierto y ya han aparecido pintadas del tipo hipsters go home. Al fin y al cabo, los hipsters de hoy no dejan de ser los esnobs del mañana. Niños bien llegados de los suburbios que juegan a parecer pobres desaliñados en Detroit. «No nos engañemos, vienen porque ahora está de moda, cuando tengan hijos no se van a quedar», explica no sin sorna Carbonell. Ello no ha supuesto una gran diferencia en la balanza poblacional de la ciudad. La gente viene y va y la población se mantiene estable siguiendo la norma de que tan pronto como tus condiciones económicas mejoran «te vas a vivir a los suburbios».
Así las cosas, tras el golpe recibido, el futuro se presenta incierto pero cargado de optimismo. «La clave está en los servicios, que eso haga que cada vez más gente llegue a la ciudad, nuevos inmigrantes, no pienso que sea gente de los suburbios», cree Carbonell. En definitiva, que la recuperación que está viviendo el downtown se extienda hacia los vecindarios. De tener lugar, será un proceso lento.
Hasta entonces Detroit resiste y, ya lo he dicho, renacerá de sus cenizas. This is what they do.
Un apunte, los Red Wings son el equipo con más Stanley Cups (11) si sólo contamos los equipos de USA; los Toronto Maple Leafs tienen 13 y los Montreal Canadiens, 24.
Bueno, poco que decir, aunque demasiadas esperanzas hay en que Detroit vuelva a ser una ciudad como lo que fue, a mi eso me parece utopico, pero tal vez el error mas graves es el tomar el lema, uno de ellos, el de renaissance city, como la ciudad que vuelve a nacer, cuando no es asi, se refiere mas bien a renacimiento cultural, el que tuvo lugar en e siglo XV y XVI, ya que Detroit en el siglo XIX era una ciudad bastante culta
Por cierto, se me olvidaba, en la NHL, el madrid serian los Montreal Canadiens, no hay equipo mas laureado que ese, y aficion tan pedante o mas que los Chicago Blackhaks
«Las arcas municipales están vacías. La mitad del alumbrado público no funciona, varias escuelas han cerrado y Policía y Bomberos hacen milagros para seguir trabajando con cada vez menos medios. La policía tarda una medida de una hora en responder, frente a los once minutos nacionales.»
¡Joder, yo creía que el artículo era acerca de la decadencia de Detroit, no sobre Madrid! Se podrían escribir enciclopedias enteras sobre el estado ruinoso en que se encuentra la capital: la flamante T-4 de Barajas diseñada por Calatrava cayéndose a pedazos por falta de viajeros, las torres de la ampliación de la Castellana vacías porque ninguna empresa quiere alquilar sus oficinas, el centro de la ciudad convertido en el puto Bronx, un ayuntamiento en quiebra… ¿Para cuándo un post?
Pues nada, ya sé a donde emigrar. Ese 18% de paro es como un sueño para un joven de la Comunidad Valenciana.
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A nivel deportivo también recordar al mítico campeón mundial de boxeo Thomas Hearns, «Motor City Cobra», una leyenda de esta ciudad.
Muy buen artículo, aunque con un título así, habría estado bien alguna referencia a John Lee Hooker que inició allí su carrera de bluesman.
Saludos,
Iago López
Entre los orgullos deportivos de la ciudad te falto mencionar precisamente a los Tigers, aunque si bien comentaste que viste a ver beisbol, no explicaste que entre sus logros cuenta con 4 titulos de las Series Mundiales, la ultima victoria data de la decada de los 40, cuando la ciudad vivia su esplendor; la ultima vez que llego a disputar el titulo de dichas Series fue en 1984, cuando la ciudad ya estaba en picada y fueron derrotados por San Diego Padres; tampoco haces mencion al gran Tommy Hearns, ‘the motor city Cobra’, legendario boxeador que fue multiple campeon en diversas categorias, lidiando con pugiles de la talla de Ray Sugar Leonard, Marvin Jagglerm, Roberto Duran y otros grandes de la epoca; mucha de sus peleas por el cetro mundial fueron en Detroit (pese a que Hearns era nativo de Memphis, de muy chico se mudo con su familia a Motor City y alli comenzo su carrera) y otro grande de los cuadrilateros (segun Don King, el mejor libra x libra de la Historia), cuyo esplendor coincidio con el avance de la ciudad en los años ’30 y ’40: Joe Louis…por lo demas, la narracion es buenisima, a punto tal que la he leido unas 3 veces…saludos desde Malaga, España.
me gustaria agregar, deportivamente hablando tambien, que entre 1982 y 1988, en Detroit ( ya en plena decadencia y descenso sostenido de habitantes) se disputaba el ‘Gran Premio del Este de los EEUU’, de Formula 1, en un circuito callejero que bordeaba el rio Detroit, y que en 1985 y 1986, fue ganado por el, para muchos, mejor piloto de la historia: Ayrton Senna…
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