(Desenfrenada apología de Smoke)
Hace diecinueve años se estrenaba en todo el mundo una película llamada Smoke. Estaba producida por los hermanos Weinstein, dirigida por Wayne Wang y escrita por un tipo llamado Paul Auster.
Auster, un hombre de Brooklyn, vería disparada su fama y su fortuna y se convertiría en el icono de una generación necesitada de una narrativa cercana, llena de respiraderos; una literatura deliberadamente lenta para una década jodidamente acelerada.
Smoke le convertiría en el escritor de culto que todos querían que fuese y fue —paradójicamente— su última incursión exitosa en un ámbito que parecía perfecto para sus habilidades: el cine. La primera, La música del azar, era una perfecta pesadilla, una apología de la mala fortuna con tanta inquina que cualquier parecido con el Auster actual es pura coincidencia.
La protagonizaban dos monstruos del tamaño de James Spader y Mandy Patinkin y seguía las desventuras (nunca mejor dicho) de dos jugadores metidos en una partida de cartas que acababa saliendo terriblemente mal. Adaptación literal de la (sensacional) novela de Auster, dirigida por Philip Haas, la película se ha convertido en una rareza, un filme de culto. Se estrenó en 1993 y pasó sin pena ni gloria por las taquillas de medio mundo.
En 1995 llegó Smoke, producto de un particular concurso de relatos navideños promovido (si la memoria no me falla) por el propio Auster a través de una emisora de radio. La película, basada en el libro del mismo nombre, adquirió pronto dimensiones de leyenda. Su director, Wayne Wang, empezó a recibir toda clase de ofertas de Hollywood; William Hurt resucitó su carrera después de haberse arrasado en los ochenta; Jared Harris se postuló a ser algo más que el hijo del glorioso Richard Harris (y a fe que lo ha cumplido) y Harvey Keitel demostró lo grande que puede ser un actor cuando el material es el adecuado y el director no se entromete.
Pero, sobre todo, Smoke conectó de una forma extraordinaria con el público y es ahí donde la película (descatalogada en España salvo sorpresas de última hora) excede con mucho la media de feel good movie que algunos quisieron endosarle por aquello de que una película con final feliz siempre acaba desatando oleadas de cinismo entre los sabios de costumbre.
Smoke tiene algo de Ozu, algo de Rinpoche, algo de Seamus Heaney, un mucho de la tradición oral que atraviesa la historia desde la Iliada y la Odisea hasta el Corán y pizcas del cine de Ford, Hawks o Kurosawa: ese lugar donde la camaradería y la amistad son refugios sagrados para los hombres que no lloran (en público).
Heaney hablaba del the voltage of language para señalar la electricidad que desprenden algunas palabras (o mejor dicho, la combinación de esas palabras con algunas otras con las que —teóricamente— no deberían funcionar) y Frost y Whitman pregonaron el uso del silencio, no solo en la poesía sino en la vida diaria. Smoke vive también de esa mezcla oriental, esa cadencia pausada donde la vida acaba fluyendo como un río en la prosa de Patrick Leighfermor. Es ahí, en los momentos donde todo lo que ve el espectador es el humo que sale de los cigarros, donde se digiere la película. Ese andar de elefante rechoncho que se para de vez en cuando porque le duelen las patas es la excusa para ofrecer al tipo, repantigado en la butaca, un momento para disfrutar.
Todo ello cuaja en uno de los mejores finales de la historia del cine, que en realidad son dos (finales). El primero es el cuento, a plano fijo y con un maravilloso uso del zoom (viendo a actores como Keitel, McKellen, Tom Wilkinson o John Noble, se reconcilia uno con esa herramienta cinematográfica venida a menos) donde el protagonista, el mencionado Keitel, se casca trece maravillosos minutos de monólogo para acabar degustando en silencio un cigarrillo con su (nuevo) mejor amigo, ese espacio en el que fluyen realidad y ficción. El otro es el final que incluye los títulos de crédito (y no al revés) con esa preciosa historia en blanco y negro y al son de la música de Tom Waits. Si uno no acaba con una sonrisa de palmo estampada en la boca tras esos cuatro minutos adicionales, es que tiene un serio problema de acidez.
Es cierto que hay un enorme componente de ingenuidad en Smoke, esa idea que trasluce de que todo en la vida acaba (de un modo u otro) encajando. No hay tragedia que valga en la película y, aunque el material invita al drama más árido, todo en ella es de un tono casi luminoso, ajeno. El punto costumbrista lo pone ese retrato del Brooklyn pre-hipster, lleno de personajes abrazables, donde nada es irremediable y lo que es irremediable no les preocupa nada. Como dice ese (absurdo) axioma budista: «Si el problema es solucionable, ¿por qué te preocupas? Y si no es solucionable, ¿por qué te preocupas?».
Hay algo inevitable en las rendijas de Smoke y es esa sensación de que películas así te salen bien una vez en la vida. Podrías intentar rehacerla pero sería inútil, como si todo fuera una versión fílmica de la famosa hora mágica de Néstor Almendros, aquella donde la luz te ofrece lo mejor de sí misma y te grita que calles, que dejes lo que estés haciendo y te aproveches de ello. En realidad, y a priori, la historia de un tipo que tiene un estanco en un barrio más neoyorquino que Nueva York y la de un escritor atascado en su propio drama no parece material para tirar cohetes, pero es la intencionalidad de cada diálogo y la brillantez en los detalles la que convierte esta pequeña parábola sobre la bondad en uno de esos instantes donde el cine se enreda con la vida.
Smoke es ante todo un filme paciente. Un género (el de la paciencia) que ya no se toca. Cuando se hace, muchos tienden a confundirlo con algo como el aburrimiento o el hastío. En realidad la película de Wayne Wang es una brillante muestra del poder de la palabra, y —más aún— el de su ausencia. Sus personajes fuman para gozar de ese momento de paz, entre calada y calada, cuando el mundo deja de caérsete encima y —por unos segundos— parece que todo irá bien. No sé cuántos fumadores generó Smoke; cinéfilos, una tonelada.
(Unos meses después, obligados por el éxito, se estrenaba la secuela de Smoke, Blue in the face, que básicamente era una sucesión de historias con altos niveles de improvisación al hilo de varias conversaciones entre leyendas del tamaño de Lou Reed o Jim Jarmusch, estrellones como Michael J. Fox o Madonna y el genio de Keitel al frente del reparto. Un divertimento complementario para fans irredentos. No era Smoke, pero se le parecía).
Buen artículo, aunque creo que un par de datos del principio son erróneos, aunque ahora me han hecho dudar. Pero creo que se está confundiendo el conjunto de relatos del libro «Creía que mi padre era Dios», promovidos por Auster, con el guión de la película Smoke, y su cuento final, el cual fue encargado por el New York Times a Auster. Sobre el otro dato ya investigaré.
Correcto. En 1990 Paul Auster escribió “El cuento de Navidad de Auggie Wren” para el New York Times. Wayne Wang lo leyó y convenció a Auster para que escribiera el guión de una película en la que estuviese incluido ese cuento, materializándose dicha película en Smoke cinco años más tarde.
En 1999 Auster promovió por la radio que los oyentes enviasen sus relatos. Recibió unos cuatro mil y seleccionó 180 para publicar «Creía que mi padre era Dios», en 2001.
Así que si, Pablo Zavi, los datos del principio son erróneos.
Buen artículo para genial película. Conserva el ritmito sosegado que sigue esta.
Enhorabuena.
Personajes «abrazables» que enganchan al espectador a la interpretación pausada del relato, sí. Paciencia placentera.
Un regalo para entender -mejor- lo bien que se relacionan la literatura, el cine y la vida de cada uno, cuando están sabiamente contados.
Mis felicitaciones por esta «apología sin frenos». Me ha recordado muchos motivos por los que sigo insistiendo en esto de escribir y estudiar el cine.
Saludos.
Hola!!! Fantástica, maravillosa película. Y como bien decis, impresionante ese Harvey Keytel final. Parece ser que el final previsto era un montaje entre los dos de los que hablais, el primer plano de Keytel + imágenes de lo que contaba. Pero cuando vieron lo grabado de una sola toma Wang decidió dejarlo tal cual.
Me gustaría nombrar también a Forest Whitaker, otro de esos actores guadiana. Ah, y no está basado en ningún libro de Auster. «El cuento de Navidad…» es, como decis, una historia de Auster para el NewYorker. El resto fue puro guión.
Hola! No puede estar descatalogada, yo la veo a menudo en dvd en mediamrkt… El mejor sitio para encontrar gangas… Pero ademas justo la semana pasada la vi en bluray.
Y bueno, aqui la teneis en Amazon españa, por 10€
http://www.amazon.es/Smoke-Blu-ray-Harvey-Keitel/dp/B00DI53DXU
Muy bueno, de lo mejorcito que se pudo ver en la década de los 90, y también de lo mejor que he leído últimamente en JotDown.
Enhorabuena.
Ahora mismo está disponible para los clientes de Yomvi de Canal+… hace un mes que la he visto
«Hay algo inevitable en las rendijas de Smoke y es esa sensación de que películas así te salen bien una vez en la vida.»
Creo que esa frase lo resume todo. Esta película tiene una poesía imposible de describir con palabras. En buena medida descansa en las imágenes. No es la transcripción cinematográfica de una novela de Auster. Para nada. Es una obra cinematográfica pura, creada en cierto momento, para el cine, con el concurso de un escritor, que escribe un guión para el cine, un director, unos actores, un director de fotografía. Y la cosa salió, mágicamente. Digna de ver. No se puede explicar.
La cosa tiene sus momentos flojos, cuidado, como esa historia paralela del chico que busca a su padre, no del todo bien resuelta. Pero hay otras partes muy magnéticas, aunque de apariencia sencilla: todas las escenas en el estanco, la relación de Auggie con el escritor, o de éste con el chico. Sin embargo, los dos momentos más profundos e impactantes de la película son el cuento, al final y, relacionado con él, la historia de Auggie y la fotografía. En realidad todo lo que tiene que ver con el personaje de Keitel eleva el nivel, y no sólo por el actor, sino por la calidad del texto y las imágenes.
Una curiosidad: el restaurante del final es Barney Greengrass, que está en Manhattan, en el West Side, y no en Brooklyn. Una tienda y pequeño restaurante judío con unos estupendos emparedados de esturión. No es más que un lugar escogido para rodar la escena, claro.
«Blue in the Face» es, como bien dice el autor del artículo -felicidades-, un experimento basado en la improvisación, rodado en el mismo lugar. Tiene gracia pero esto otra cosa. Parece una especie de documental -falso- sobre aspectos de la vida de Auggie, o algo así. A mi me gustó. Es divertida. Pero cuidado, no es una segunda parte de Smoke ni nada por el estilo. Es un divertimento simpático, nada más.
Yo vi Smoke en el cine, cuando se estrenó. Qué viejos nos hacemos ¿eh?
¡Buen artículo!. Y llevas razón, es una de esas películas que sólo pasa una vez en la vida. Tiene ese ingrediente que no se puede copiar ni aunque parezca fácil. Yo también he escrito bastante sobre la película, y en concreto sobre la última escena… la del CUENTO DE NAVIDAD.
http://codigocine.com/smoke-cuentodenavidad/
Enhorabuena!!!
No soy muy exigente ni con los datos ni con las conclusiones. Sí lo soy en el espacio intermedio; por alguna razón, me parece fundamental. Y estoy satisfecha. Me encantó esta película. Hubiese dado cualquier cosa por conocer a sus personajes, a sus protagonistas, por compartir esas horas sin perdón y sin excusas, con esa verdad que, aun a medias, es mucho más que una certeza, es todo lo que necesitas, porque no vende nada y es cierta, honesta, dolorosa y dulcemente cercana.
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De hecho Blue in the face fue/es aun mejor que Smoke.