Ustedes y yo vivimos inmersos en una maraña cultural que aceptamos como algo connatural: en España hablamos a gritos en el trabajo, dormimos después de comer, echamos conejo al arroz y no vamos solos a restaurantes. Pero todas esas cosas nos pasan desapercibidas porque lo cotidiano nos resulta invisible. Nuestra percepción, seguramente por buenas y biológicas razones, funciona de otra manera y exige que se produzca un contraste para que se haga clic en nuestra cabeza y algo capture nuestra atención.
Por eso las sorpresas tienen siempre algo relativo. Déjenme poner un ejemplo. Me crié en un pueblo de la costa alicantina, uno bastante pequeño, pero que tenía tres colegios: uno español, uno inglés y otro noruego. Había muchos noruegos en mi pueblo. Por eso cuando viajaba me extrañaba no encontrarlos por ninguna parte. Esa ausencia me resultaba muy inquietante, cosa natural, y me tuvo preocupado un tiempo, hasta que averigüé que los noruegos son una cosa exótica y que lo anormal no era su escasez, sino su abundancia en aquel pueblo mío, un municipio remoto que es la segunda colonia noruega más grande del mundo. Lo que intento decir es que la rutina mata la curiosidad, mientras que lo novedoso la despierta. Por eso yo nunca pregunté de donde salían todos esos noruegos, pero su ausencia me estremeció cuando salí fuera.
Salir «fuera» tiene esa propiedad —nos predispone para la sorpresa— y quizá por eso nos gusta viajar.
Ese es al menos mi caso: viajo para recuperar la capacidad de asombrarme. No voy buscando mirar cosas distintas, sino mirar las cosas de una forma diferente. Si les ocurre como a mi habrán notado que cuando uno está de viaje de repente el mundo se vuelve más interesante. Observas a la gente, hablas con extraños o descubres sabores distintos. Desayunas pensando en tus tostadas. Miras el paisaje con un detenimiento inusual. Te descubres preguntándote por qué las casas no tienen persianas, por qué esta gente no usa cortinas, o por qué los tejados no se inclinan. Te conviertes en uno de esos niños que observan el mundo por primera vez, con los ojos muy abiertos, y que preguntan por qué y por qué de forma incesante.
Pensaba sobre esto hace unas semanas mientras viajaba por el Valle del Draâ. Hacia el Sáhara. Marruecos es un país fascinante y un destino perfecto si uno busca una forma asequible de despertar esa capacidad para la sorpresa de la que hablo. Basta un vuelo low-cost, unos días libres y un presupuesto ajustado para cambiar Europa por África, abandonar Occidente y sentir el influjo del mundo árabe. Si además uno cruza el Atlas y se encamina al desierto se asoma a una sociedad moldeado por una geografía extrema.
En realidad pasé solo unos días más allá del Alto Atlas, siempre en los alrededores de Ourzazate, recorriendo algunos kilómetros por los valles del Dadès y el Draâ. Pero esos pocos días me bastaron para registrar muchas cosas llamativas. No son grandes anécdotas, al contrario, son observaciones sin importancia, pero en eso reside el misterio que quiero ilustrar: como lo intrascendente se vuelva fascinante a los ojos del viajero.
Un tamiz de antenas parabólicas
Si enumero las cosas asombrosas del viaje, el paisaje a lo largo del Draâ merecería una mención por méritos propios. El mismo camino hacia allí contribuye a creer una maravilla porque cuando alcanzas la entrada del valle llevas a tus espaldas kilómetros y kilómetros de desierto árido, rocoso y polvoriento. Tienes la retina saturada de grises y de todas las variedades de marrón que puedas imaginar. No hay vegetación y acabas viendo rocas de tonos verdoso donde solo hay un marrón grisáceo. Entonces llegas al cauce del río, una brecha de humedad por donde emerge un reguero kilométrico de palmeras, olivos y tamarindos cuyos colores habías olvidado.
Pero no es eso lo más llamativo del paisaje. Si continúas la carretera que acompaña al río vas encontrado poblados de construcciones a base de adobe. Son casas espartanas, que se agolpan unas con otras, muy deterioradas porque el adobe resiste mal el paso del tiempo. Miras esas casas y te llama la atención que apenas tienen elementos de madera, pero enseguida recuerdas que el paisaje ya te ha enseñado que la madera es un bien escaso. También entiendes que los techos sean perfectamente planos porque desaguar la lluvia nunca es un problema. Pero lo que te llama más la atención es otra cosa: los techos planos de esas casas de apariencia pobre están repletos de antenas parabólicas.
Puedes contar más platos parabólicos de los que has visto nunca.
¿Por qué gente con recursos limitados se gasta dinero para ver cadenas extranjeras de televisión? Esta aparente paradoja, que los pobres tiendan a gastar mucho en cosas superfluas, es una constante bien estudiada. Las personas a menudo renuncian a cosas que juzgamos básicas a cambio de pequeños caprichos. Pero como explican Abhijit Banerjee y Esther Duflo en su libro, esa conducta no es irracional. Por dar solo un argumento, piensen que en mitad del valle del Draâ no hay realmente mucho que hacer. No siempre hay trabajo, no vas al cine, no compras libros, ni quedas para tomar el té. Por eso es común encontrar grupitos de gente en un terraplén mirando la carretera, el único elemento a la vista que ofrecer variedad a un paisaje por lo demás inmóvil. En ese mundo que (hoy) nos resulta tan ajeno, ver la televisión es un placer mayor de lo que pensamos. Al menos eso es lo que sugieren todas esas antenas parabólicas.
Cruzando en taxi el valle del Draâ
También me llamó la atención el uso distinto que dan a los taxis en la región. Los petite taxi cumplen funciones semejantes a los de aquí, pero lo que llaman grand taxi hacen las veces de autobuses. Uno llega a la parada, dice dónde quiere ir, y un enjambre de taxistas se encarga de dirigirte hacia un coche que partirá en esa dirección. El coche, normalmente un mercedes vetusto, se va llenando con otros viajeros hasta completar siete plazas (siete, sí). Estos grand taxi se usan para recorrer distancias largas y conectar pueblos y ciudades. Más allá de lo curioso del sistema, lo que me sorprendió fue la aparente paradoja de que en España los taxis sean un pequeño lujo y allí no lo pareciesen en absoluto; al contrario, me parecieron un servicio que usa gente de recursos más o menos limitados. Para nosotros un taxi es una alternativa más cara que conducir tu propio coche o usar el transporte público, básicamente porque tienes que pagar el sueldo de un conductor. Pero Madrid no es Ourazazate. Allí el lujo no es pagar un conductor —el tiempo es barato—, sino tener un coche en propiedad. Por no hablar del lujo que sería articular una red de transporte público en un lugar donde la densidad de población tiende rápidamente a cero.
Las paradas de taxis ilustran otra cosa que los que conocen Marruecos seguro han observado: uno encuentra siempre dos o tres personas haciendo el trabajo que, a los ojos de un europeo, bien podría hacer una persona sola. Grosso modo, yo diría que por cada taxi aparcado había tres choferes de brazos cruzados. Y lo mismo pasa en bares y comercios. Encontramos un bar barato y diminuto, abierto más allá de las once de la noche, sin clientes, y sin apenas comida que ofrecer, pero que mantenía tres personas trabajando —un señor nos tomó nota, otro cocinó y el tercero trajo el pan—. Este exceso de trabajadores es una constante en países más pobres que el nuestro y los extranjeros tendemos a ser paternalistas y clasificarlo como una ineficiencia absurda. Esa fue mi primera impresión. Sin embargo, si uno lo piensa quizá la ineficiencia no es tal. Al contrario, es posible que en un país donde los costes salariales son bajos, el óptimo de eficiencia se alcance empleando más personas de lo que a nuestros ojos sería lo normal.
Sorpresas que dejé sin explicar
Hay otras cosas que me sorprendieron durante el viaje a las que no pude encontrar una explicación. Una de esas cosa fue el tráfico caótico. Por la carretera circulábamos con normalidad, pero al cruzar los pueblos regía un desorden educado: los coches pierden la prioridad, la gente cruza la calle en todas direcciones, las bicicletas circulan al revés, y todos esquivan los carros tirados por burros. Las personas caminan en grupos por mitad de la calzada en lugar de por el arcén, aunque se hacen a un lado cuando llega un coche. Todo esto es tolerado por los conductores que se mueven lentamente y esperan con paciencia para adelantar transeúntes. ¿A qué se debe ese desorden? No sé explicarlo, pero de nuevo me quedó la sensación de que no es un error; quizá ese caos educado funciona bien cuando la calzada la comparten peatones, carros, bicicletas y solo algunos coches. Porque lo cierto es que aquel caos me recordó a los cruces desquiciados de la India, pero también al desorden cauteloso del centro de Ámsterdam y otras ciudades del norte de Europa.
La otra sorpresa que dejé sin explicar fue la reacción de un autoestopista beréber que recogimos cerca Ait Saoun. Lo encontramos en el arcén junto a su coche averiado y nos ofrecimos a llevarlo hasta el pueblo siguiente, Agdz. El beréber nos dio conversación todo el trayecto, indicándonos las montañas por su nombre y aconsejándonos la mejor ruta hacia el verdadero desierto. Cuando llegamos a la puerta de su casa nos invitó a entrar para tomar un té con su familia. Pero nosotros queríamos seguir el camino y dijimos que no, dándole muy efusivamente las gracias. Él insistió también muy efusivamente. Todos nos dábamos las gracias mucho. Tras un rato de forcejeo por fin se rindió y aceptó que no tomaríamos ese té… y entonces como movido por un resorte se ofreció a pagarnos por el viaje. Por alguna razón que no entendí, al no aceptar nosotros su invitación de té, el beréber se sintió en la obligación de ofrecerse a pagar el viaje. Nos negamos rotundamente y nos entregamos a un nuevo forcejeo muy amable, hasta que pudimos marcharnos sin tomar el té ni su dinero. Pensándolo después me doy cuenta de que el resultado del intercambio fue para nosotros el esperado —ambos nos ofrecimos cosas que era educado rechazar—, pero el proceso llevó más tiempo de lo que es habitual en un formalismo, y eso me dejó con la duda: ¿habíamos violado alguna de sus normas o sencillamente sus formalismos toman más tiempo?
Ojos de recién despertado
Hubo más cosas que me llamaron la atención —por ejemplo, no encontré ni un solo cuadro ni nada que colgase de una pared que estuviese recto, y una señora al verme con un libro en la mano me ofreció una bolsa de plástico, supongo que para protegerlo bien—, pero de nuevo no son más que las típicas anécdotas que a uno le sorprenden cuando está lejos de casa. Son cosas triviales; pero eso es precisamente lo que intento subrayar, que hay algo mágico en viajar que consigue que lo trivial nos resulte fascinante.
Hay algo en alejarse, en viajar a otro lugar, que nos transforma en ese niño al que todo le sorprende y que todo lo pregunta, como si de golpe quisiéramos entender el mundo entero en una mañana. Porque hay algo que los niños siempre parecieron intuir, pero que los adultos tendemos a olvidar: que detrás de todas las cosas hay un porqué esperando ser descubierto.
Me alegra leer lo de que «el coche pierde la prioridad» ya que creo que tendemos a pensar que aquí, en un alarde de buenismo, los peatones tienen prioridad (suena muy cívico) y eso sólo es así en los pasos de peatones/cebra por seguridad.
A pequeña escala, cuando llegué a Barcelona me chocó ver que en algunas calles, el carril bici está entre los coches estacionados y la acera, evitando así que circulen pegados a los coches. Para mis amigos barceloneses resultaba totalmente natural.
Y que en Marruecos las bicicletas circulasen en dirección contraria a los automóviles tal vez responda a la misma lógica que el hecho de que los peatones deban caminar por la izquierda: ver venir el peligro de frente y poder evitarlo (una norma casi por completo olvidada). Aunque supongo que en calles estrechas es complicado.
PD: Sobre la «ineficiencia» del exceso de trabajadores, no veo nada que pueda sorprender a un español! Tenemos el tópico de «uno currando y cinco mirando».
Creo que no se entiende mi primera frase: yo considero que el coche tiene y debe tener prioridad (por seguridad), pero parece que queda muy cool dar al peatón la prioridad en la mayor cantidad de sitios…
Hay miles de textos que circulan en la red; pero muy pocos provocan terminar de leer la segunda línea, y menos son los que motivan a dejar un comentario.
Gracias por este viaje fascinante, me ha traído a la memoria una serie de imágenes que por algún tiempo creía haber olvidado. Conozco muchos pueblos con esas características, y lo curioso es que, el desorden que significa para nosotros es el orden para ellos.
Saludos cordiales.
Muy buen artículo
Totalmente de acuerdo
Viajar te enseña a volver a ser curioso como un niño
Y la gracia está en ir intentando aplicarlo a tu día a día también!
el episodio del bereber autoestopista rompe con el fairplay al uso que implica aceptar una taza de té, a cambio de un tiempo diluído, sin compás alguno, sin valor… realmente interesante su reacción, que me lleva a preguntarle a usted que lo vivió, por la película a los ojos del bereber y su familia… seguramente, vivirían sensaciones simétricas a las de usted, paradójico espejo que a ellos bien pudiera provocarles una reflexión y un cambio de impresiones, similar a lo que nos propone en su excelente artículo
No sé realmente como fue el intercambio a los ojos del beréber. No creo que le resultara tan llamativo porque seguramente está acostumbrado a tratar con extranjeros del mismo tipo que yo. Pero, quizás no esta vez, pero si en otra circunstancia simular se enfrentó a ese espejo, tal y como comentas.
Gracias a todos por las buenas palabras.
Bonito artículo. Bastante inspirador.
Pues si, todo pinta que habéis roto la norma de cortesía del te (y el no tener tiempo para tomarlo, por ir con «prisa») En Marrakech oía a menudo «la prisa mata» en referencia a nuestras velocidades europeas…
Sí, éramos conscientes. Pero es que nos quedaba mucho que ver y menos tiempo del que nos hubiese gustado. Además que el beréber había dejado a su compañero con el coche en mitad de la nada y tendría que ir a por él.
‘En aquel pueblo mío, que es la segunda colonia noruega más grande del mundo’… ¿Hablas de Alfaz del Pí? ¿?¿?
Sí. Me crie en Alfáz del Pí y parte de mi familia todavía vive allí.
Felicidades, Kiko, un gran artículo. Me encantan los dos primeros párrafos y ese «Salir «fuera» tiene esa propiedad —nos predispone para la sorpresa— y quizá por eso nos gusta viajar.» Estoy totalmente de acuerdo, aunque algún turista (no viajero) hay por ahí que quiere platos «de casa» en casase otro. En cualquier caso, nunca deberíamos perder la capacidad de asombrarnos ni la curiosidad para estar realmente vivos.
Totalmente de acuerdo con eso último. Vivir como si uno estuviese siempre de viaje sería perfecto.
Un artículo sin las estridencias habituales en la literatura de viajes. Me siento muy identificado con la idea de que lo importante del viaje son las cosas sin importancia.
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A mí sin embargo el viajar es algo que nunca me ha llamado la atención. No acabo de tener demasiado claro que existe realmente algún lugar al que merezca la pena desplazarse con todos los riesgos que eso conlleva.
Viajar, como leer, ir al cine, escuchar música o hacer deporte no tiene porqué gustarle a todo el mundo. Pero no hacerlo «por los riesgos que comporta» no tiene mucho sentido.
Creemos estar más seguros en un entorno que conocemos y nos sentimos más vulnerables en un sitio desconocido, pero eso es todo: una mera cuestión de percepción que no tiene relación con la realidad – obviamente, otra cosa es si uno viaja a una zona de guerra o casos similares.
Es lo mismo que nos lleva a tener miedo a los pederastas que puedan acosar a nuestra hija pequeña en el parque, cuando el 90% de los abusos se producen en el entorno familiar y cercano, o que nos preocupen los accidentes de avión cuando es mil veces más probable un accidente de coche, etcétera, etcétera. Las personas somos muy malas calculando riesgos, y la sensación de control nos calma (irracionalmente). Solo pensamos en accidentes de coche cuando conduce otro.
Y vivir con miedo es morir en vida, a fin de cuentas.
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Uno, que tiene por costumbre viajar solo, se plantea a veces esto mismo que tú planteas aquí. Los motivos de viajar. Yo, tras sesudas sesiones de análisis ( ;-) ), creo haber llegado a la misma conclusión: es tan fácil como simplemente ver cosas que no has visto nunca. Y no hablo de grandes experiencias en plan Livingstone, no. Simplemente detalles como que un habitante de las zonas visitadas te devuelva una sonrisa sincera o que sepas como se dice gracias en uzbeko o que te interrogen en el aeropuerto. Al final, eso es lo que, al menos yo, recuerdo con mayor fruición.
Me siento plenamente identificado con el texto, cosa que, por otra parte, me satisface enormemente.
Gracias por caracterizarlo.
Un par de reflexiones para animar esto. La primera, del inefable Josep Plá: «.. a partir de los treinta solo viajan y leen los tontos». Plá no dejó de viajar ni de leer nunca, que yo sepa. Otra de Louis Ferdinand Céline: «.. viajar, ese pequeño vértigo para gilipollas». Frase de Céline que se puede encontrar en las páginas de su mejor novela, titulada precisamente «Viaje al fin de la noche». Creo que hay que diferenciar entre viajar y hacer turismo, y creo que por ello estos dos autores nos dan la pista. Hasta los 30, digamos que mientras se siente uno joven, se viaja por una necesidad vital de «conocer» el entorno alejado, por desconfianza y superación de un territorio familiar dominado por nuestros padres y mayores; es decir, escapamos para fortalecer nuestra personalidad con experiencias genuinas no tuteladas por nadie, A partir de los 30, sin embargo, se hace turismo, es decir, nos desplazamos por el aburrimiento que nos abruma en el entorno que ya conocemos y que hemos hecho nuestro (trabajo, amistades y familia). Otra cosa es ya el que viaja por trabajo: una putada, seguramente, y a la vez una ocasión de conoceren profundidad el paisanaje,
la suya, Jose Angel, es otra «explicación parcial», sujeta a la propia experiencia, al igual que la de Kiko Llaneras, que se ocupa de un aspecto, no de todos los posibles aspectos… viajar es desplazarse, lo que nos asimila a las amebas, deslizándonos con fluidez por una resbalosa esfera bien comunicada como percibimos en la actualidad el mundo accesible… ésta cualidad (la moderna capacidad de movernos), altera lúdicamente nuestra rutinaria referencia espacio-temporal y nos acerca placenteramente a tantos animales que hacen del viaje su fundamento vital… enfin, otra (personalizada) «explicación parcial»
…volver a contarlo… o correr a contarlo, como Dominguín… en muchos casos, es lo que se paga con dinero
Señalar solamente un efecto indeseable de esta (en el fondo) tonta pasión por viajar: la vara insoportable que nos dará el que ha viajado a su regreso.
Nací y me crié en Melilla, por eso nunca me gusta viajar al tercer mundo, acabé saturado con Marruecos, todos los países pobres me parecen iguales pero con distintas caras.
Yo pienso lo mismo Manuti. Además me cuesta mucho cagar en el extranjero en un bater que no es el mio. Mayormente no salgo por eso.
Ha resumido usted en línea y media todo lo que subyace en el fondo de este dilema consistente en viajar o no viajar. ¿Cómo lo ha conseguido…?
Un artículo muy certero, muchas veces nos emocionamos con cosas que pueden parecer la mar de banales en ese país pero que cuando se vive en otro sitio son raras, en mi caso personal me sucedió en mi primer viaje a España (soy mexicano) que la verdad me sorprendió bastante el hecho de colocar una rodaja de limón en el vaso en el que se sirve el refresco o el agua mineral, algo que en anteriores sitios no me había ocurrido nunca.
Pero es cierto, muchas veces más que los monumentos emblemáticos las cosas que más te dejan marcado son las que para los residentes de ese país son triviales.
Con respecto al episodio del bereber, creo que es más sencillo de lo que parece. El hombre ofreció el té como una especie de pago de cortesía. Si lo pensamos bien, es como cuando alguien te hace un favor y tú le invitas a una cerveza o un café (que no es un pago por el favor, sino una forma de agradecimiento). Al no aceptarlo vosotros, ofreció un pago convencional. No creo que haya que buscarle más explicaciones culturales, ya que, por otra parte, Marruecos no es tan distinto a nosotros (al menos el sur de España).
En cuanto al fenómeno de mucha gente trabajando, aparte de Marruecos, donde más me ha llamado la atención es en la hostelería y el comercio de EEUU. Lo normal allí es que alguien te siente en la mesa, otro te tome nota, otro te traiga los platos y otro más limpie la mesa (y los que habrá en la cocina, claro). Debe tener que ver también con los bajos salarios y el tema de las propinas (la gran mayoría son hipanos, a lo mejor ilegales), pero no lo se. A ver si alguien puede darme una explicación.
Lo último que quería comentar es lo de las antenas parabólicas. Es una constante en todo el mundo árabe. El paisaje de El Cairo o Damasco, por ejemplo, es un mar de casas precarias, con su bosque de antenas parabólicas encima. Eso explica el éxito –y el poder — de Al jazzira, o el predicamento de las cantantes libanesas o la devoción por las telenovelas egipcias. Es un mundo y un mercado, independiente, aunque muy influido, del mercado audiovisual occidental.
Un viaje por esa misma zona, hace un año y pico, está anotado en mi diario. Copio una parte (puede que sea demasiado larga para un comentario):
«Son, sobre todo, franceses los viajeros por el norte africano. En realidad, los franceses han seguido viajando y carteándose con todo el mundo en el que estuvieron alguna vez. Sólo hay que ver su canal internacional de televisión, la TV5, para darse cuenta. Uno puede ver un informativo sobre Canadá, Mozambique o Indochina. Es la pujanza de la francofonía y las secuelas de la grandeur. Me da igual que vayan buscando el conservar las minas de diamantes o hacer negocios en Vietnam. Ahí están estos días, solos, en Mali, zurrándose con los fundamentalistas.
En España, la tradición viajera, o pictórica o literaria con el moro de la morería es escasa. Tengo por aquí un librito, de César González Ruano, titulado Viaje a África, y subtitulado Por las rutas posibles de los posibles prisioneros. A finales de 1933, el Diario ABC, envía a G.R. al norte de África para intentar esclarecer las fantasías y conjeturas que circulaban en España hacía más de diez años sobre los prisioneros españoles de la guerra de Marruecos.
Cuando lleva unos días ya, anota: “En Marruecos, conforme se avanza más, todos vamos siendo un poco cautivos de este raro encanto, que se entra por los sentidos, como en un pesado sueño de languidez y de pereza propicio al mundo enamorado que habla del sentimiento.” Repite esas caídas y abandonos líricos a medida que sus pesquisas son de pobres resultados. Él insiste, sin embargo, en que su intención no es otra que reflejar la verdad con la mayor exactitud: “El dar por terminados hace ya mucho tiempo para mí los facilísimos procedimientos de estirar un reportaje, de embarullarlo y de tomar de la mentira todo aquello que falta en la verdad, casi siempre sencilla de espectáculo, me hacen escribir las cosas tal y como suceden, no permitiéndome caer en la tentación de, por buscar un consonante al lucimiento, hacer ripioso este verso que debe ser libre y exacto, sereno y simple como una fotografía sin malicia.”
Estas pesquisas librescas mías tienen que ver con un correo electrónico que hace unos días nos envió Ignacio Guereñu, adjuntando un enlace que te llevaba a una canción, para recordarnos que hace un año, ocho amigos pasamos ocho días en Marruecos. La idea había surgido en el restaurante de la rusa, en Villanueva. Allí nos vemos de vez en cuando para comer cocido, y la sobremesa del mediodía se prolonga hasta la madrugada.
Fueron Ignacio y Miguel Salguero los encargados de organizar las rutas, los billetes y los cambios de moneda. Anoto aquí las impresiones telegráficas de Mar en nuestro cuaderno de viaje. “Desde el avión vemos el Peñón y la línea de la costa. Tardamos tiempo en pasar el control de pasaportes en el aeropuerto de Marrakech. En el parking revolotean una lavandera y un escribano distinto. Armamos un pequeño tumulto con los coches por las callejuelas del mercado, pensábamos que era una idea de Miguel y resultó que el GPS había enloquecido. Inmersión inesperada en un mundo de color, tiendas, talleres… Ya fuera de la ciudad, pastores, cabras, ovejas, burros, chumberas. Vamos hacia Ouarzazate por la carretera que cruza el Atlas. Hay nieve en las montañas. Ignacio dopa a Sali por su mal de altura. Pueblos con casas de adobe que se integran con el fondo. Llegamos ya de noche al hotel. Cena frente a la Kasbah.
Segundo día: No sé qué decir. Es todo tan impresionante, mires hacia donde mires… El paisaje va cambiando: malpaís, montes, estratos, plásticos escapados del vertedero, palmerales… y los pueblos sumidos en el paisaje, como de incógnito.
Unos mustélidos toman el sol. Hay muchas collalbas negras. Miguel se desvía por un camino hasta la cascada de Tizgui. Llegamos a un pueblo junto al río Drâa. Sali nos trae unas piedras de tono verdoso. Un guía nos lleva a ver el Ksar, con dos zonas, judía y musulmana. Un laberinto de callejas, la sinagoga, una cárcel de esclavos… Tomamos té y fumamos la pipa en Chez Yacob. Rosa compra unas ventanitas de madera de tamarix, donde luego pondrá sus vidrieras.
Estamos encantados. Es una pena no poder fotografiar, porque no les gusta, a los grupos de hombres, con sus chilabas de tonos tostados, sentados junto a los muros, a las mujeres con trajes de colores (hoy es fiesta), a los niños jugando… Son bereberes. [ G.R., “esa elegancia de ademán que tiene todo aquel cuya vida es libre, hasta preferir la alegre miseria a la mediocre sumisión”]
Vamos rápido hacia Zagora para no perdernos buscando el hotel, que está más allá de Amezrou. El hotel es de bungalows y jaimas. Toño y Pilar hacen treinta y dos fotos de la habitación. Habíamos decidido renunciar al guía para el desierto, pero las chicas, al verlo, hemos cambiado rápidamente de opinión.
Tercer día. Desayuno con variedad de tortas y mermeladas. Cerca, hay dos pájaros de cabeza y cola oscuras, pico ganchudo azulado y cola larga ¿bulbules? Llega Hassan para llevarnos a la biblioteca coránica de Tamegroute. La enseña un viejito. Compras y regateos en la fábrica de cerámica. A Pilar le hacen un tatuaje en la mano: colores índigo, menta y alfalfa, azafrán y rosa del desierto.
Comenzamos la aventura. Carreteruca con montañas bajas a los lados. Un palmeral inmenso. Cruzamos el Drâa. Pueblos con canales y regadío. Muretes bajos de barro, adobes al sol, empalizadas de palma. Saludan los niños con la mano. Sin clase el fin de semana, es la fiesta del Profeta.
Desierto. Hassan coge un rato el coche. Nos atollamos cerca de Mhamid. Nos lleva casi dos horas de trabajo poder salir. Tomamos el té en un campamento. Qué ricas las cervezas luego, en Chez le Pâcha. Al atardecer, Rosa y Pilar se ponen turbantes azules. En la cena discutimos sobre la Guerra Civil y la Memoria Histórica.
Cuarto día: Seguimos el río, de vuelta a Marrakech. Sali se dopa de nuevo. Ignacio frena de golpe al oler que se ha caído nuestra carga de licores. Nace la sociedad hortícola Amado&Salguero. Vamos al Ksar d’Ait ben Haddou, patrimonio de la Humanidad, cruzando el río sobre sacos de arena. De nuevo, el Atlas. Cambios en el paisaje. Pueblos rojos, negros, marrones, montes pelados, pedregales, valles verdísimos, “médulas”… Comemos en un pueblo, brochetas, alubias y mandarinas. Cambian de color las piedras del río. Llegada a Marrakech…, adiós relax. Locura en la búsqueda de lugar para aparcar. Nos guía un chico con carrito en el que luego nos lleva las maletas. El Riad 10 está al lado de la plaza Jemaa el Fna, en un callejón apartado. Segundo tatuaje a Pilar, ¿qué tendrá esta chica?
Quinto día: Algunos nos hemos despertado a las seis con la oración. Desayunamos en la terraza. Hace fresco. Damos cobijo a unos italianos. Paseo en carruaje, jardines Majorelle, mezquita y minarete de la Koutoubia, del que copiaron la Giralda, tumbas saadíes… Miguel se empeña en llevar las riendas. [ G.R., “entre mezquitas , entre murallas y sugestiones fabulosas”]. Comemos en un puesto al aire libre en la calle Derb-el-Bahalá: humo. Descanso, té con pastas; Toño duerme al sol en la terraza junto a dos tortugas. El zoco: calles y calles, callejas y callejones, tienditas y tiendas, y de todo, de todo, de todo… En la Medersa Ben Youssef hay 132 celdas para estudiantes y es un laberinto. Compramos especias en un enorme almacén lleno de colores, hojas, polvos, tintes… Cena para turistas. Ignacio sale a bailar. [ G.R. “al borde dulce de los vasos de té con hierbabuena, entre músicas monótonas y blandas”]
Sexto día: Fotografía de una mariposa. Foto con Mustafá. Hacia la costa. Cabras subidas a árboles de argan. Ahora, los pueblos no son siena, son blancos. De repente, el mar y la ville d’Essaouira (Mogador). Hotel Les Terrasses. Habitaciones coquetas, ¿la verde o la crema? Ignacio elige la más bonita para su Rosa. Mucho viento. Comemos en los puestos del puerto. Ricos los langostinos y la dorada, duros los calamares. Descanso en el hotel. Garzón, condenado por las escuchas. Hay muchos gatos. Asistimos a una subasta de cachivaches en una corrala atestada. Una niña preciosa, que pronto ira tapada como su madre. Ignacio se emociona con un barito en un primer piso para cenar y escuchar música. Siempre la lía, pensamos. Maravillosa elección. Cenamos, cantamos, bailamos, bebemos nuestro wisky. Un grupo de jóvenes lleva el bar. El jefe canta conmigo “Y otra vez será”. ¿Dónde ha podido aprenderla? Maravillosa improvisación. Sali está encantada. El que toca el órgano es profesor de arte; nos hace un dibujo en nuestro diario, al lado del de Ave. Pilar anda mosca con una holandesa mastodonte que habla con Toño más de lo necesario. Un camarero se liga a una rubia. Rosa baila incansable. Ignacio añora la pipa. Miguel le pone el móvil a Laura para que pueda oír la música. Nos llama Marta Idoia. Nos perdemos varias veces –creo que estamos todos– camino del hotel.
Séptimo día: A las ocho nos despiertan los pájaros que viven en el patio. Dolor de cabeza. Desayuno en el salón-biblioteca. Compras. Sali elige un pantalón para Chisco. Vemos una exposición en la Alliance Franco Marocaine. Comemos mucho mejor, en un restaurante del puerto. Galerías de arte. Té en la plaza. Hablamos de la corrupción. Hay una luz preciosa que no sabemos si se debe al mar o al cielo. Volvemos a nuestra cita con el pintor de la muralla. No está, pero ha dejado a un amigo con un cuadro sujeto por una cuerda, una botella de agua y una radio. Nos lleva a su casa. Seguía sin terminar nuestros encargos. Paseamos. Tomamos otro té. Fotos a alguien que nos sigue. Volvemos al Café des Arts. Cenamos cerca del hotel; lentitud, humedad, Bob Marley. Paseo. 33 gatos.
Octavo día: Desayuno en otro salón. Vamos a Diabat. Sin interés. Aquí estuvo Jimmy Hendrix; hay un club de golf. Sidi Kaouki: playa maravillosa y dromedarios. Un morabito que se alquila. De la comida no se salvan ni los espaguetis. Tráfico cerca de Marrakech. Vemos adelantamientos imprudentes. El Atlas entre brumas. En el parking nos reencontramos con nuestros amigos, “sahabi”. Cenamos en la plaza. Goytisolo, en una terraza. Música suave. Sali tropieza y se daña las rodillas. Miguel compra un sombrero.
Último día: Desayuno, abrigados, en la terraza. Pilar sigue dejando ropa en los hoteles para el personal. Devolvemos los coches sin que nadie de la agencia repare en la avería. Vemos desde el avión Doñana y el Guadalquivir. Un guardia civil imbécil en el control de Barajas. Hay retraso, seguimos leyendo y haciendo sudokus. Rosa pierde una maleta.”
Aquí estamos, pues, una pareja de provincias llevando un diario a lo Paul Klee. Tengo ahora los ojos semicerrados, ensimismado, tratando de que vengan, hasta mis manos abiertas, las imágenes y sensaciones de aquellos días luminosos.
Suena entretanto en el tocadiscos “Reflections after Jane”, mientras llueve ya en la noche, oscura como sus cabellos.
En la última comida no cuajó el nuevo itinerario: Ignacio era partidario de remontar, como en la película de W. Herzog, el Amazonas; Miguel y Mar, de la aurora boreal; Sali hablaba de una zona al sur de la India. Miguel Díaz y Marta, que no pudieron ir esta vez, de Nueva York. Les dije que una amiga recorrería este verano la Ruta 66; que los abandonaría e iría con ella si no se ponían de acuerdo, que lo que importaba era estar juntos de nuevo.»
Sí, una miaja largo si que a sido pero como yo leo en diagoná pues como si ná. Mu majo, de verdad.
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Viajamos para conocer otras realidades, otros mundos, para vivir experiencias de distinto tipo que nos enriquecen, para desconectar de nuestra realidad cotidiana
Enhorabuena Kiko, gran artículo
Siempre son sorprendentes sus artículos, Señor Llaneras, son verdaderos viajes mostrándonos diferentes paisajes de los que aprender. Enhorabuena por su artículo tan magnífico.
Saint-Exupery: » Sólo se ve bien con el corazón; lo esencial es invisible para los ojos». » Todas las personas mayores fueron al principio niños, aunque pocas de ellas lo recuerdan». »
https://www.youtube.com/watch?v=3LbJ38GWIbA
Saludos.
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Muy buen artículo Kiko.
«Salir «fuera» tiene esa propiedad —nos predispone para la sorpresa— y quizá por eso nos gusta viajar.»
Actualmente estoy viviendo en Vietnam desde ya hace un tiempo, y he convertido la sorpresa – que mencionas -, en algo normal. He llegado a un punto en que ya no estoy tan interesado en viajar, no sé si lo he aborrecido – muchas cosas ya no me sorprenden. Pero sí que me gusta descubrir esos nuevos rincones, maneras de vivir, etc. Me interesa hacer vida fuera, me enriquece. Fuera conozco gente que se mueve, y que con varias visiones de la vida, me enriquecen la mía.
Un abrazo, ¡y sigue viajando! :-)
Actualmente estoy viviendo en Vietnam, y de re
Como nosotros decimos, viajamos para conocer otros mundos.
Viajar es lo único que no te hace mas pobre. Totalmente al revés. Invierte en viajes y experiencias para convertirte en alguien más rico y sabio…
Buen artículo!