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Un oso polar entra en un bar. Se acerca a la barra, toma asiento y pide al camarero un café con leche con una magdalena. El hombre, boquiabierto ante la visita de tan inesperado cliente, se apresura en servir el desayuno. Mientras el oso sopla su humeante taza de café y da buena cuenta de la magdalena, pregunta cuánto se debe. El camarero, aún impresionado ante lo surrealista de la situación, responde de forma balbuceante y apenas audible que la dolorosa asciende a veinte euros. El plantígrado paga religiosamente su cuenta y, mientras apura su café, se instala en el bar un silencio incómodo. Superado por la tensión del momento, el camarero decide iniciar un conato de conversación de ascensor y tratar, así, de romper el hielo:
—Pues no se ven muchos osos polares por aquí…
—¡Y no me extraña con estos precios!
Cuando era niño, este era mi chiste estrella. Aprovechaba cualquier fiesta de cumpleaños o evento familiar para contarlo. Me fascinaba el delirante contraste de un oso polar desayunando en una cafetería castiza de Madrid, compartiendo paisaje junto a una máquina tragaperras, el Marca manoseado, un camarero de frondoso bigote y el expositor con la repostería del día.
Un oso polar desayunando en un bar. ¡Qué mundo loco!
Hace poco volví a pensar en este oso. Estaba leyendo uno de los magníficos artículos que Alberto Rojas y Raquel Villaécija han escrito estos días en el diario El Mundo sobre el Congo. El artículo en cuestión contaba la vida de Jackie, una boxeadora zurda en el Congo que, como tantos otros ex niños soldados, tratan de olvidar la guerra poniéndose unos guantes de boxeo y bailando sobre un ring. La vida en el Congo es para gente con el corazón duro.
Jackie, como el resto de la población de Congo, vive en la extrema pobreza, en una casa sin agua corriente y sin electricidad. La renta per cápita en el país es de ciento veinte dólares y la República Democrática del Congo lleva varios años ocupando los últimos puestos en la clasificación del Índice de Desarrollo Humano (IDH), elaborado por el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo, y cuyos principales parámetros son la educación, la salud y la riqueza. Existe, además, un alto grado de criminalidad y violencia sexual en las calles, con unas cifras de cuarenta violaciones al día.
Paradójicamente, el Congo es uno de los países más ricos del mundo en recursos naturales, bendecido con todo tipo de minerales valiosos y estratégicos como oro, zinc, cobre, cobalto o uranio. En la Primera Guerra Mundial, las balas que se dispararon estaban compuestas en un 80% de cobre congoleño. Hoy en día es el coltán, componente de nuestros smartphones y tablets, lo que ha supuesto la última fiebre, al tener el Congo el 80% de las reservas mundiales de este mineral. Sin embargo, muchos congoleños trabajan en condiciones de esclavitud en las minas, controladas por grupos armados, traficantes y señores de la guerra.
Y en medio de toda esta pobreza, entre cascotes, polvo y miseria, aparecen los sapeurs —así se hacen llamar los miembros de la SAPE (Sociedad de Ambientadores y Personas Elegantes)— con sus trajes cruzados, sus chaquetas coloridas, sus rayas diplomáticas, sus zapatos con borlas y sus accesorios de gentleman: pipas, pañuelos, bastones, tirantes y sombreros. Con actitud de dandi. Con swing. Como bailarines de claqué en medio de un tiroteo.
Como osos polares en un bar.
Los sapeurs, a pesar de ese aspecto como de un invitado que se ha perdido camino a una fiesta en la embajada, viven también en casas sin agua corriente y sin electricidad. Pero encargan trajes a sastres remendones, inspirados en las últimas colecciones que ven en cualquier catálogo. Siguen, en la medida de lo posible, las últimas tendencias de los diseñadores más punteros. Apenas tienen para comer pero no dudan en renunciar al poco dinero que ganan para que algún familiar viviendo en Europa les compre un abrigo de Roberto Cavalli. «Porque vestir elegantemente alimenta nuestro espíritu y da placer a nuestro cuerpo» suelen repetir como un mantra. Se niegan a renunciar a cierta elegancia en el vestir por la situación en la que viven. Les interesan las marcas y sueñan con sastres parisinos. De hecho, todo sapeur ha de peregrinar una vez en su vida a París, la Meca de la moda, el buen gusto y el refinamiento.
¿Pero de dónde salen estos tipos y por qué visten así?
La SAPE tiene un origen rebelde. A mediados de los ochenta, el dictador del Congo, Mobutu, también conocido como «el Leopardo» por sus innumerables sombreros, trajes y vestidos confeccionados con las pieles de este animal, decretó por ley que los congoleños (por aquel entonces zaireños) vistieran un traje estilo Nehru, con el fin de aplacar la creciente influencia europea en la cultura del país e intentar fomentar la autenticidad africana. Esto no hizo sino reforzar el afán de los congoleños por vestir de forma europea. Como resultado, surgió el movimiento Abascost (apócope de À bas le costume —abajo el uniforme—) con el cantante Papa Wemba, toda una institución en el Congo, como uno de los principales abanderados. Por las calles se cantaba «No entreguéis el traje. Es nuestra religión».
Llevar traje se había convertido de pronto en un arma para combatir el despotismo y la tiranía de Mobutu.
Tradicionalmente siempre ha existido cierta fijación con el estilo europeo a la hora de vestir. Tanto en la R.D. del Congo como en la República del Congo, antiguas metrópolis de Francia y de Bélgica, la influencia de Europa siempre ha estado muy presente. En Liberia, la colonia bastarda de Estados Unidos, también adoptaron el estilo de los colonos a la hora de vestir. Sin ir más lejos, el propio Mobutu, el mismo que quiso abolir los trajes europeos y que se enfrentó durante años a la SAPE, se hizo construir al lado de su mansión una pista de aterrizaje para alquilar el Concorde y poder ir de compras a las mejores tiendas de París.
Los sapeurs tienen un código de conducta estricto. Se declaran personas pacíficas y rehúyen de los conflictos. «Dejemos las armas y vistámonos elegantemente» es uno de sus lemas más célebres.
Pero si hay algo que caracteriza a los sapeurs es el colorido. Sienten una auténtica obsesión por todos los colores vivos, llamativos, pasteles y eléctricos. Es su seña de identidad. Un sapeur siempre llevará algún detalle en alguno de estos colores: rosa, amarillo, naranja o pistacho. O combinados todos a la vez. Pero nunca más de tres. Es una regla de oro para los sapeurs: jamás combinar más de tres tonalidades distintas al mismo tiempo.
Cuando no se tiene nada, al menos te quedan los colores.
Así lo contaba Valentino Achak Deng, uno de los niños perdidos de Sudán, recordando a su madre en la novela de Dave Eggers Qué es el Qué.
Dedico un momento a contemplar su belleza. Es más alta que la mayoría de mujeres, mide casi metro ochenta y aunque es tan delgada como cualquier mujer del pueblo tiene la fuerza de un hombre. Se viste para llamar la atención, siempre en vistosos tonos amarillos, rojos y verdes, aunque su preferido es el amarillo, un vestido de cierto color amarillo, el amarillo preñado de un sol crepuscular. Puedo distinguirla a lo lejos en cualquier campo o a través de los matorrales, puedo verla desde la máxima distancia que me permiten mis ojos: solo tengo que buscar esa cimbreante columna amarilla que se mueve hacia mí por el campo para saber que mi madre se acerca. A menudo pensaba que nada me gustaría más en el mundo que vivir para siempre debajo de ese vestido, agarrado a sus suaves piernas, sintiendo sus largos dedos apoyados en la parte trasera del cuello.
Julio Camba decía que en Londres era considerado un gentleman todo aquel con un buen traje y sin deudas.
Algunos consideran a los sapeurs como auténticos héroes. Otros piensan que son los últimos dandis. Las voces más críticas sostienen que están chiflados y que son unos frívolos.
Pero de lo que no hay duda es de que, en el sentido estricto de la palabra, los sapeurs son auténticos gentlemen.
Y ese derecho a ser un gentleman, a vestir elegantemente mientras el mundo se derrumba, a ser, en definitiva, el oso que entra en el bar y pide un café, eso es algo que nadie les podrá quitar.
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Hacen muy bien. Los auténticos chiflados y frívolos son los que convierten uno de los países potencialmente más prósperos del mundo en la finca de dictadores, traficantes y especuladores, dejando a la gente en la miseria.
Me ha gustado mucho lo escrito. Enhorabuena! Iluminador en algo que desconocía completamente y que me ha abierto la mente, me ha hecho pensar, y me ha puesto una sonrisa en el rostro gracias a la satisfacción de la lectura que enriquece.
No voy a comentar sobre el texto (muy interesante).
Las dos imágenes atribuidas a «P. Djungu (CC)» tienen bastante trabajo de edición con Photoshop.
En la primera, el hombre de traje marrón de la derecha ha sido añadido con posterioridad.
http://fotoforensics.com/analysis.php?id=04210cd7b22c7730e9ae9fcda6d0a79a548b235d.161585
En la segunda, el hombre de camisa azul y tirantes también parece haber sido añadido después.
http://fotoforensics.com/analysis.php?id=641a98d904e9eff4e24ec8694cc00616a21cfdcb.1224450
No sé cuál es la política de JotDown al respecto pero me ha llamado la atención y quería destacarlo.
No entiendo porqué dices que se han añadido personajes… no veo que tengan valores ELA más altos (o diferentes) que los demás.
El Bronx NY. hace 30 años o L.A. (CA) en la actualidad con menos poder adquisitivo.
Es curioso el concepto de elegancia que tienen estos indivíduos. Sí, porque si se presentaran vestidos así a uno de mis guateques, serían echados a patadas sin miramientos aunque fueran negros.
¿Guateques? En Carpetovetonia y con Lina Morgan de chacha imagino. Deben de ser el acontecimiento social de la temporada en ABC.
Bless.
¡Ja, ja, ja! Sí, en efecto, pero cambiemos a la Morgan por Laly Soldevila, que incluso muerta, lo haría mejor. ¡Ja, ja, ja…!
Ya sabía yo que no podia ser usted tan malote como nos quiere hacer creer.
En esta jungla, debo disimular mi corazón de melón.
Pero ahora en serio, ¿se han fijado bien en los trapos que me llevan estos tíos? Para el carnaval de Notting Hill y poco más… ¡Y aún lo dudo!
El concepto de elegancia de los negros e incluso de los gitanos, es muy distinto al de los blancos occidentales. Lo mismo se puede amplíar a países similares a India, lugar por cierto, originario de la gitanería mundial, con ese amor por los colores chillones, rojos vivos, amarillos cegadores… ¡Qué horror!
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http://elpais.com/diario/2010/12/19/eps/1292743617_850215.html
También creo que París peregrinar Meca.
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Fascinante, la realidad supera a la ficcion.
Muy chulo. He visto otros reportajes con la misma temática pero el hilo argumental sin parangón. Oso polar. Buenísimo. Seguir asi JD aire fresco.
Muy interesante el artículo. Me permito una pequeña corrección: donde dice «República del Congo, antiguas metrópolis de Francia y de Bélgica» en realidad debería decir (o así lo entiendo) «antiguas colonias» o «cuyas antiguas metrópolis fueron…»
ya lo decían los MODs «clean living under difficult circumstances». Gran artículo.
Con lo que me ha costado salir de mi espiral de lectura africana este artículo me ha devuelto la sed. No deje de leer Ébano de Kapucinsky, le gustará.
«Hay que ser sublime sin interrupción. El dandy debe vivir y morir ante el espejo.”
Charles Baudelaire
Hace unos años (cuatro o cinco) se hizo un documental que explica precisamente esto.
http://www.dimancheabrazzaville.com/
y se puede ver en línea en el servicio a la carta de tv3