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Es jueves. Es 6 de septiembre. Es 1951. El apartamento de Burroughs, en la calle Orizaba 210, huele a droga, sudor viejo y comida. Las cucarachas corren pegadas a la pared. No es la limpieza la clase de virtud que le quita el sueño a William. Hay un pasaje en El almuerzo desnudo, referido a esos días en los que solo le importa pincharse cada dos horas, en el que confiesa que «hacía un año que no me bañaba ni me cambiaba de ropa, ni me la quitaba más que para meterme una aguja cada hora en aquella carne fibrosa […]. Nunca limpié el polvo de la habitación. Las cajas de ampollas vacías y la basura llegaban hasta el techo […]. No hacía absolutamente nada. Podía pasarme ocho horas mirándome la punta del zapato». Cuando algún amigo acude a visitarlo, él sigue sentado. Mucho se teme que si ese amigo «se hubiese muerto en el sitio, yo hubiese seguido allí sentado mirándome el zapato y esperando para revisarle los bolsillos». El aire del interior parece estancado, moribundo, como si las termitas lo royesen por dentro. Los niños corren de un lado a otro. A media tarde, William y Joan se preparan con tequila para visitar a John Haely, en la calle Monterrey 122. Haely es uno de los muchos americanos que residen en la colonia Roma, en Ciudad de México. Regenta el bar Bounty, en el mismo edificio donde vive. William, o Bill, como le llaman todos, queda en pasarse por su casa porque hay otro estadounidense, conocido de Haely, interesado en comprar su pistola. William necesita dinero. No es que el dinero sea más importante que su pistola, claro, pero le permitirá comprar droga, que es más importante que todo.
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La adicción a la droga de Burroughs dura quince años. Se volvió un adicto tras graduarse en Harvard. En recompensa —por graduarse— sus padres lo enviaron a Europa y empezaron a pasarle una asignación de ciento cincuenta dólares mensuales. Después de todo son una familia acomodada. El abuelo, William Seward Burroughs, inventó en 1885 la primera máquina de calcular impresora. Se construyeron más de un millón de calculadoras Burroughs. «Mi abuelo no inventó realmente la máquina de sumar, pero sí el artefacto que la hacía funcionar, a saber, un cilindro lleno de aceite y un pistón perforado que se movía hacia arriba y hacia abajo a una velocidad constante. Y eso me dio un poco de dinero». Tal vez porque su vida es cómoda, de pronto siente que no le ofrece grandes emociones. En una ocasión, Conrad Knickerbocker le pregunta por qué empezó a tomar droga. «Bueno, simplemente me aburría —dice—. No parecía tener mucho interés en convertirme en un ejecutivo publicitario de éxito o en vivir el tipo de vida al que te destina Harvard. La droga llenaba un vacío. Yo empecé por pura curiosidad. Luego empecé a pincharme cada vez que me apetecía. Terminé colgado».
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Cuando la situación remonte, se dice, conseguirá otra pistola. No es difícil. En México todo el mundo que lo desea lleva una. «Cuando entraba en un bar —decía— me encontraba al menos con quince personas que llevaban pistola. Todo el mundo llevaba pistola. Se emborrachaban y era una amenaza para cualquier ser viviente. Sentado en una cantina, tenías que estar siempre preparado para salir zumbando». Pero su gusto por las pistolas no tiene que ver con este país, sino con Estados Unidos. En San Luis (Missouri), durante su infancia, William ya estaba fascinado con las armas y los gánsteres. «Como muchos chicos de ese tiempo, quería ser uno de ellos; podía sentirme mucho más seguro con mis leales pistolas alrededor de mi cintura», confesaba. En Gato encerrado explica cómo durante una clase al aire libre, en un instituto de Los Álamos (Nuevo México), al que lo habían enviado sus padres, apareció de la nada un tejón, y el profesor sacó de su alforja un Colt automático del 45. Acalorado, empezó disparar. Al principio sin demasiado acierto. Hasta que acercó el revólver a unos pocos centímetros del animal, y lo reventó. La adolescencia de Burroughs fue vacua y las armas lo reconfortaron. «A veces paseaba en coche por el campo con una carabina del 22 y disparaba contra las gallinas». En fin, le gustan las armas, pero hoy la suya está en venta. Necesita droga. Cuando tenga droga, y vuelva a tener dinero, volverá a tener pistola. Pero primero, la droga.
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La droga lo empuja en ese estado flotante e íntimo en el que eres feliz mirando la punta de tu zapato. No quieres hacer nada más. Ni siquiera puedes. Burroughs le llama «el álgebra de la necesidad». Eso es la droga. El drogadicto es un hombre con una necesidad absoluta de droga. Todo se vuelve fútil a su lado, incluida tu pistola. «A partir de cierta frecuencia, la necesidad no conoce límite ni control alguno… Estás dispuesto a mentir, engañar, denunciar a tus amigos, robar, hacer lo que sea para satisfacer esa necesidad total», explica en El almuerzo desnudo, una novela escrita, precisamente, bajo el delirio absoluto y la desesperación que le producían el consumo y la abstinencia. De hecho, en la introducción confiesa que no tiene un recuerdo preciso de haber escrito las notas publicadas con el título de El almuerzo desnudo.
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Joan deja a los niños en casa de los vecinos. «Solo serán un par de horas», les promete, mientras se aleja. Caminan siete manzanas hasta la calle Monterrey. Hace calor. William lleva la pistola en un bolsillo. A veces siente como si el arma marcase las horas, igual que un reloj. Pronto serán las seis, hablando de horas. Llegan al edificio Gordehuela, suben tres plantas y llaman a la puerta del apartamento 10. John abre y los manda pasar. Huele a ginebra de ayer y de hoy. En el salón están Lewis Marker, de quien William sigue oscuramente enamorado, y un amigo de este llamado Eddie Woods. Pero ni rastro del americano que le va a comprar la pistola. «Supongo que llegará en cualquier momento», alega John Haely, que señala hacia la mesa. «Servíos algo de beber». Jorge García-Robles, el periodista que mejor ha documentado qué ocurrió ese 6 de septiembre de 1951, asegura que la sala está «atiborrada de botellas de ginebra, ron y refrescos vacíos», aunque «los presentes están sobrios». El caos se debe a la fiesta que anoche organizó John para los americanos becados en el México City College, que acaban de recibir su asignación mensual. Bill y Joan responden a la señal de Haely, y se acercaron a la bebida a pasos lentos y firmes, como si fuesen felinos. Los momentos importantes de un día cualquiera en la vida de los Burroughs se componen de gestos así, irrelevantes y cortos, como tomar una botella o buscar una vena.
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Joan bebe ron, tequila, ginebra, cualquier cosa, todo. Qué importa. Solo se trata de beber, sin más ciencia. También toma anfetaminas, marihuana, morfina. El caso es drogarse, se supone. Su equilibrio es una luz parpadeante, a punto siempre de fundirse. Pende de que una ráfaga de viento no sople, como cuando paseas por una cuerda entre dos rascacielos un día precisamente ventoso. Tiene días regulares y malos. Hoy es un día horroroso. Arrastra la esquizofrenia desde los años de Nueva York. Entonces, la bencedrina de Manhattan la empujó al hospital psiquiátrico de Bellevue. Eso fue un 1946. William la sacó de allí inesperada, casi milagrosamente, cuando no se podía esperar gran cosa de un Bill colgado de la heroína. De hecho, acababa de cumplir condena por falsificar recetas médicas, pero aun así acudió a su rescate. Bill sabía bien qué era Bellevue. En el otoño de 1939, «para impresionar a alguien que me interesaba por aquel entonces, recordé lo que había hecho Van Gogh y me corté una falange de un dedo con un cuchillo». A continuación, con el trozo de carne muerta, se presenta en la consulta de su psicoanalista, que evalúa el episodio y urge su ingreso en el psiquiátrico de Bellevue. Pero pasan los años. Es 1946 y ahora la interna es Joan. «Vayámonos a Texas», le propone. «Tendremos una vida apacible, cultivando marihuana». Y Joan lo sigue. A cuarenta millas de Houston descubren un lugar idílico, una barraca sin electricidad, con noventa y siete acres de bellos paisajes, lejos del apartamento de la calle 115 de Nueva York, donde fueron muy felices y desdichados.
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«¿Qué tomas?», pregunta William. «Ginebra con limonada», dice Joan, sin pensar demasiado. Cualquier bebida es maravillosa. Su marido prepara el combinado con ginebra Oso Negro y se lo tiende como si fuese un papel para firmar. Chocan sus vasos en un brindis fulgurante, más como tic que como apoteosis, y se funden en la inmensidad del trago, en silencio. Bill observa con cierta distancia a Lewis Marker, y Joan repara en que también Marker, en un locuaz y breve instante, estudia de soslayo a Burroughs, tal vez solo para despreciarlo. Ella está resignada a la homosexualidad de William. Ahora es Lewis Marker, pero antes fueron otros. En realidad, no le importó nunca. Ni siquiera cuando vivían en Nueva York, eran felices y un día Joan se quedó embarazada de Bill. Así que solo le produce indiferencia que su marido se rinda a los encantos de un joven veinteañero y presuntuoso.
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El apartamento de la calle 115 es una larga historia que conduce, por pasadizos estrechos y desiertos, al día que William conoce a Jack Kerouac. Eso es, seguramente, en el verano de 1944. Bill viste traje de tres piezas, corbata y sombrero, y despliega frialdad, erudición, melancolía, un sarcasmo que corta la carne, y una pistola. Es suficiente, incluso bastante, para empezar a vivir al límite, corriendo al filo de las azoteas. El grupo va sumando adeptos. Allen Ginsberg, Lucien Carr, David Kammerer, y pronto Eddie Parker, la novia de Kerouac, y su compañera de piso, Joan Vollmer. Ginsberg llamaba a aquella banda «el círculo libertino». El 13 de agosto de ese año, durante una de sus fiestas, Kammerer se insinúa a Carr por enésima vez. Amaga con violarlo, como si la violación solo fuese un oscuro pase de baile entre dos amigos de toda la vida, como en realidad son ellos. Pero Lucien saca un cuchillo de boy scout y lo hunde, como en una anáfora, tres veces seguidas en el cuerpo de Kammerer. Cada movimiento suena a guitarra. Después arroja el cuerpo vacío al río. La droga tiñó la fiesta. Es la ecuación. Burroughs explica en Yonki que «la droga no es, como el alcohol o la hierba, un medio para incrementar el disfrute de la vida. La droga no proporciona alegría ni bienestar. Es una manera de vivir». Y a menudo te impide ser tú mismo. Con Kammerer muerto, la policía detiene a Burroughs y Kerouac como posibles cómplices y encubridores. A Carr le espera la cárcel. El grupo entra en crisis. William les propone a Ginsberg y Kerouac hacer terapia de psicoanálisis y telepatía, y lentamente se restituye el equilibrio en torno a un gran apartamento de seis habitaciones de la calle 115, donde nace la Generación Beat. Kerouac y Edie, Joan y su hija Julie; Ginsberg y Hal Chase, un estudiante de la universidad de Columbia, y periódicamente Burroughs, que mantiene una pequeña habitación en el Down Town. Pero la felicidad es breve. William cae en el aburrimiento. Y desde ahí se precipita a la droga. Se une a las bandas de consumidores y vendedores de heroína.
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En su primera experiencia seria con la droga, advierte cómo la morfina «pega primero en la parte de atrás de las piernas, luego en la nuca», y después nota «una gran oleada de relajación que te despega los músculos de los huesos y parece que flotes sin sentir el contorno de tu cuerpo, como si estuvieras tendido sobre agua salada caliente». Eso es el principio. A partir de ahí, tu vida consiste en todo lo que haces para conseguir dosis diarias de heroína, morfina, cualquier cosa, todo. Los ciento cincuenta dólares que le asignan sus padres ya no son suficientes. Una vez convertido en un adicto «delinquí de modo consciente, al tener auténtica necesidad de dinero», admite en Yonki. Su vida se vuelve una rutina todavía más aburrida, aunque no lo advierte. Solo piensa en inyectarse su dosis. Y cuando lo hace, se limita a mirarse la punta del pie, aunque lo que «adoran los yonkis es ver la televisión». Billie Holiday decía que sabía que estaba descolgándose de la droga cuando no tenía ganas de ver la televisión. El yonki es obstinado. «Si no tuviese televisión, se sentaría a leer un periódico o una revista, y ¡Dios mío!, se lo leería entero. Conocí a un viejo yonki en Nueva York que se levantaba, compraba muchos periódicos y revistas, algunas barras de caramelos y varios paquetes de cigarrillos, y luego se sentaba en su cuarto y se leía esos periódicos y revistas de principio a fin. Indiscriminadamente. Cada palabra».
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El tiempo avanza lento en la casa. En realidad, parece que ha llegado a algún sitio, y ahora descansa. Entretanto, Lewis ignora a Burroughs y departe con Eddie, como si quisiese darle celos. Ha tenido bastante de William en los últimos meses. Entre julio y agosto viajan juntos por Panamá y Ecuador. Bill va en pos del yagé, o ayahuasca, la droga absoluta, esa capaz de otorgar el control de un cerebro sobre los otros. Le propone a Marker que lo acompañe. Este es reacio. «Pero Burroughs se ofrece a pagarle todos los gastos a cambio de que se acueste con él al menos una vez al día. Y Market acepta», revela García-Robles en La bala perdida. La aventura es un fracaso. No hallan rastro del yagé y, a la postre, Lewis no accede a follar con William más que ocasionalmente. Cuando regresa a Ciudad de México, el estado de ánimo de Bill es un espejo roto en demasiados trozos.
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William está lejos aún de ser un escritor. Cuando conoce a Kerouac y Ginsberg, estos consideran ya que su destino pasa por ser escritores, poetas, «pero Bill se mostraba reacio a compartir estos sueños tan extravagantes», asegura Allen. En 1945 empieza a escribir con Jack Y los hipopótamos se cocieron en sus tanques. Es una novela sobre la muerte de Kemmerer, pero el proyecto se diluye. El manuscrito solo se publicará en noviembre de 2008. Solo a principios de 1950, casi recién instalado en Ciudad de México, empieza a tomar notas de lo que será el germen de Yonki. «Al contestar a mis cartas —cuenta Ginsberg— me enviaba capítulos de Yonki, al principio solo era para hacerme partícipe de anécdotas que consideraba curiosas, aunque no tardó en acariciar la idea de convertir aquellos fragmentos en el embrión de una obra narrativa sobre el tema de la droga». William le confiesa a Conrad Knickerbocker que no se sintió movido a escribir sobre sus experiencias con la adicción y los adictos. Simplemente, «no tenía nada más que hacer. La escritura me brindaba algo que hacer cada día».
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Una hora y media después, el tipo que iba a comprar la pistola de William todavía no ha llegado. Bill está borracho y colocado. Suda. Siente desasosiego. Bebe. Mira la hora. Bebe otra vez. Suda mucho y el sudor le huele vagamente a heroína, como esas chimeneas que humean a lo lejos, en las montañas. En un momento fugaz, centelleante y turbio, cuando Joan se vuelve hacia él, ve que sostiene su Star .380 en la mano, empuñada, como si fuese a apartar tejones imaginarios con ella. Farfulla algo. «No sé qué daría por desaparecer en la selva y sobrevivir cazando animales», dice, como si, de pronto, lamentase profundamente estar en casa de Haely, como si fuese el mayor error de su vida. Joan está tan o más borracha, y se ríe de los sueños desesperados de William, siempre dispuesto a huir. «Tú serías incapaz de disparar a un pajarito. No aguantarías una semana vivo en la selva», lo provoca. Burroughs es una presa fácil, y cae en la trampa, así que para probar lo contrario, le sugiere que se levante y se ponga el vaso de ginebra y limonada en la cabeza. «Juguemos a Guillermo Tell», dice.
(Continúa)
el primer articulo que leo entero de Jot Down.
Pues no sabe usted lo que se pierde…
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Magnífico.
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Amigo Tallón: enorme. Apasionante. Espero ansioso la anunciada continuación…
Pertiñas
Esperando con gusto la 2ª parte… muy buen ritmo.
Saludos,
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