El último baile Opinión

Guillermo Ortiz: Kim Jong-Un, Dennis Rodman y los «expendables»

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Fotografía: REUTERS / Cordon Press

Kim Jong-Un sonríe y entrega una carta a Dennis Rodman. En realidad podría haberlo hecho de manera menos solemne, en medio de una de sus charlas, como si nada, pero siente que su posición y el encargo exigen algo de este tipo, algo novelesco, lo que espera Occidente: el dictador entregando sus deseos en un sobre cerrado. El misterio del hombre de negro. Llevan tres días juntos y no acaban de caerse mal, algo que a Kim, en parte, le extraña, más que nada porque no viene siendo lo habitual en los últimos años. No saben lo fácil que es cansarse de la gente cuando puedes cansarte de la gente, cuando nunca hay consecuencias para ti.

Rodman no molesta y eso le gusta. Rodman siempre intenta hacer el gamberro, saltarse los protocolos y después mira de reojo como buscando aprobación, sabedor de que algunos protocolos aquí no son un juego. «Dennis the menace». El travieso convertido en poco más que un perrito que recoge el hueso y pide la galleta y se niega a dar la patita durante un rato para luego hacerlo complacido, sabiendo que los focos están sobre él. De alguna manera, piensa Kim, son un poco como Christopher Robin y Winnie the Pooh. Si fuera un poco más occidental, más occidental aún, quiero decir, porque Kim se ha educado en Occidente, entre Suiza y los mismísimos Estados Unidos, viendo al propio Rodman coger un rebote tras otro en las madrugadas de Berna, se sentiría algo parecido a Jay Gatsby, pero no, Christopher Robin está bien.

Y si Rodman quiere ser Pooh, perfecto.

Rodman, gafas de sol puestas, medio tumbado en una especie de reclinatorio romano, perdido en su propia resaca, abre la carta y lee una serie de nombres. Entonces recuerda la promesa y por qué ha venido aquí, más allá de porque el Líder Supremo quiere conocerlo. No todos los días un Líder Supremo quiere conocerte, así que, si Paddy Power está dispuesto a poner la pasta, él está más que dispuesto a poner la fiesta. Rock en Pyongyang. Rodman se siente como en aquellas películas en las que un americano molón, un Jack Black o algo así, va a un país tercermundista y les enseña lo básico, es decir, cómo divertirse, cómo ligar con las tías, cómo pillarse un buen pedo… John Belushi pasado por la corrección noventera.

Solo que Kim ya sabe de qué va eso y no son necesarias lecciones y de alguna manera se siente complacido pero perdido a la vez, como si no le quedaran conejos en la chistera y hubiera que ir cerrando el bar, pero, ¿cómo cierro el bar con el dueño dentro?, y mira la carta, la lista de nombres, el encargo que él mismo aceptó sin dudarlo, como el que acepta una apuesta estúpida, y lee: «Michael Jordan, Scottie Pippen, Charles Barkley, Karl Malone…» y se da cuenta de que básicamente, y con alguna excepción —de entrada, su propio nombre y más abajo el de Kobe Bryant, el mismo Kobe que fuerza una sonrisa aún adolescente en la foto junto a un niño que será un asesino— lo que el jefazo le está pidiendo es que reúna al Dream Team y se lo lleve a Corea del Norte.

Cosa que él sabe que no puede hacer pero al menos puede intentar. No los doce, pero Pip siempre se está quejando del dinero, y puede que Karl Malone… En fin, desde luego, Charles, con esa bocaza y trabajando de comentarista no va a jugársela, pero, ¿Christian Laettner? No debería ser tan difícil… así que choca los cinco con su nuevo amigo, «el Mariscal es una gran persona», dice en la prensa estadounidense y vuelve a mirar para comprobar que la broma ha gustado, que lo ha hecho todo bien, good puppy, good puppy, y promete un poco por prometer, como ha hecho siempre, que la próxima vez que venga será a lo grande, con lo que Kim le ha pedido. O parte.

Solo que no es tan fácil. Ni siquiera Chris. Rodman llega a Estados Unidos y se emborracha de nuevo y se pasea por platós de segunda y vuelve a su vida anodina, esa vida disparatada de Mickey Rourke cincuentón que solo en Los Ángeles puede pasar desapercibida y cuando Kim llama —a Kim le gusta llamar él, podría hacerlo cualquiera de sus asistentes, pero llama él y cuando lo hace recuerdan juntos a Brickowski, Kim Jong-Un y Dennis Rodman recordando a Frank Brickowski y los playoffs de 1996— tiene que formular una serie de excusas, un montón de fuegos artificiales que hagan el suficiente ruido como para mitigar la decepción, una decepción que en cualquier caso percibe en los ojos de Kim cuando llega a Pyongyang con su propia lista y la repasan…

… Porque a Kim le suena Kenny Anderson, le suena Vin Baker, aunque no sabe muy bien de qué —«es al que ficharon los Sonics cuando vendieron a Shawn Kemp», dice Rodman, y los dos están de acuerdo en que los Sonics nunca debieron vender a Kemp e incluso Kim se atreve a preguntar si Kemp no podría venir al partido, pero Dennis niega con la cabeza y dice que ha hecho lo imposible, aunque probablemente no sea verdad—, le suena también Doug Christie, aunque siempre le pareció el malo de los Kings. «Es un auténtico hijo de puta», dice Rodman como el que dice «te va a encantar ese tío», pero en realidad el único momento en el que muestra una verdadera sonrisa de aprobación es cuando encuentra en nombre de Craig Hodges, el triplista de los primeros Bulls de Jordan.

—¿Te acuerdas de él?, tenías que ser un niño…

—Me acuerdo más o menos, lo he visto en vídeos, he visto todos vuestros vídeos —dice Kim, refiriéndose a los Bulls, los Bulls sin Rodman y los Bulls con Rodman, y sigue repasando la lista, solo que lo demás son desconocidos: Sleepy Floyd, Clifford Robinson y Charles Smith. Después de hablar con Dennis, recuerda a Robinson, final de 1992, Portland Trail Blazers, pero a los otros dos no, no cae.

El dictador se pregunta si tiene sentido seguir adelante con un equipo así. Pidió el Circo del Sol y le quieren traer a Stallone y Los Mercenarios. Los actos están preparados para el 8 de enero pero lo bueno de ser Kim Jong-Un es que los planes igual se hacen que se deshacen al instante y nadie pide explicaciones. A veces, Kim fantasea con que alguien en algún momento le pida una explicación por algo, una insubordinación que mereciera la muerte triturado por ciento cincuenta perros hambrientos. O lobos. Ciento cincuenta lobos hambrientos y cuarenta cebras. No sabe por qué pero le gustan las cebras. Tampoco sabe si sería fácil encontrar cebras ni si son carnívoras, pero es una imagen potente. Tú preguntas y yo te mando a las cebras… pero no, nadie pregunta, nadie pide explicaciones, y un mundo sin justificación acaba siendo un mundo tedioso. Te piden que te pases la juventud en Europa examinándote y al final resulta que las únicas respuestas correctas son las que tú has decidido de antemano.

Mira a Dennis con cierta desaprobación, como un hijo que riñe a un padre que se ha portado mal, que no ha sido suficientemente responsable, y al final dice: «De acuerdo», y, muy solemne, añade: «Pero a la moral de mi pueblo le vendría bien que ese equipo, ya que va a ser esa porquería de equipo, perdiera».

Así que ahí llegan los ocho del patíbulo a Pyongyang, en plena celebración del cumpleaños del Líder Supremo. A Charles Smith, olímpico en Seúl, única razón por la que Kim ha aceptado que esté ahí y se lleve el dinero, le enseñan un modelo de ciudadano norcoreano que después de darle tímidamente la mano se la sacude, como si quisiera quitarse el color de encima. «Los afroamericanos no tienen muy buena fama en nuestro país, estamos trabajando en ello», dice el traductor con toda la educación y a la vez la firmeza del mundo. Lo incluirán en el próximo plan quinquenal, piensa Smith, que en cualquier caso lo que quiere es volver al hotel y seguir con la partida de póquer y fumarse un buen puro habano de los que tienen aquí.

Paddy Power, la empresa de apuestas irlandesa, esta vez se ha bajado del proyecto. En palabras del que ponía el dinero, «la cosa se está poniendo demasiado caliente». Dennis debería ser el líder del grupo pero no es un grupo que acepte demasiado bien el liderazgo y no es Rodman un hombre llamado a liderar. Está tenso. Los demás lo ven y se ríen pero a la vez les da un poco de miedo. Saben lo que puede hacer Dennis cuando el mundo le importa una mierda y no quieren pensar qué puede hacer en pleno ataque de ansiedad.

Y es que Rodman se siente exigido. Por primera vez en mucho tiempo, siente que hay unas expectativas detrás y que esta vez no puede soslayarlas. El entrenador no admite retrasos. La prensa americana le pregunta por Kenneth Bae, el misionero detenido desde hace años, y él, borracho, les contesta: «Me importa una mierda ese tío» y no deja de repetir la palabra «paz» y «diplomacia» como si fuera un autómata, como si alguien pudiera creer a Dennis Rodman hablando en esos términos. Hodges, el único que está ahí por convicción, por verdadero odio al Estado, el que castigó a su raza durante siglos, mucho más de doce años por mucho que diga Hollywood, el que acabó con su carrera solo por ir vestido con un dashiki a la Casa Blanca, quiere dar una vuelta por la calle pero un funcionario le explica que mejor no dé vueltas, que si quiere ver algo, estarán encantado de enseñárselo pero debidamente acompañado.

«Es por su seguridad, la opresión de Estados Unidos sobre nuestro pueblo es tan grande que tememos que puedan pagarlo con ustedes», dice, y a Hodges le parece bien y vuelve a su habitación, donde no hay partidas de póquer, sino libros de sociología y algún manual de baloncesto, y se echa a dormir el jet lag, esperando el momento en que les llamen, que tengan que ir al paripé, miles de uniformados en marrón y en medio aquel hombre de peinado imposible —«¿Por qué se peina así?», le preguntaron a Dennis pero Dennis no siguió el chiste y entonces se dieron cuenta de que la cosa iba en serio—, la charla prepartido en aquel amago de vestuario, las camisetas de Kmart, el recuerdo innecesario del capitán: «Tenemos que perder», como si tuvieran la más mínima intención de ganar algo a estas alturas de la vida.

Y, así, the expendables —el nombre se lo han dado a sí mismos y les gusta porque de pequeños todos soñaron con ser balas perdidas y lo han acabado consiguiendo— salen a la cancha, intentan completar unos arcaicos ejercicios de calentamiento, aguantan la carcajada cuando Rodman canta el «cumpleaños feliz» y hacen lo que se espera de ellos: el ridículo, mientras Dennis completa la función con unas cuantas bromas de dudoso gusto, porque se ha pasado tanto de rosca que ha vuelto a su posición original, y el alcohol va saliendo por los poros en cada carrera, el esfuerzo enorme que supone que esos chicos de enfrente les ganen, las ovaciones de todos a una, algún mate de Charles Smith, algún rebote abriendo las piernas de Rodman, algún triple de Hodges desde la esquina… suficiente para que Kim esté satisfecho, y, quién sabe, les invite de nuevo el año que viene.

Porque ser Winnie the Pooh tampoco está tan mal y si hasta el descerebrado de Dennis lo ha conseguido, ¿por qué ellos no? Solo tienen que ser buenos chicos. O, justo lo contrario, ser tan malos que consigan que el gordo deje de aburrirse y les elija cuando se decida a cambiar de juguete.

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4 Comments

  1. JohnDoe9991

    Una de las premisas de Jot Down es que no va con amarillismo frente a situaciones que discute, pero incluir como hechos situaciones que la misma prensa occidental ha acreditado como falsas es triste, faltan las imágenes con un pie de foto que diga que en Corea solo se permite un corte de cabello y en la imagen un grupo de mujeres, todas peinadas de distintas maneras.
    No es el cielo y tiene gravísimas deficiencias pero que patético recurrir a tonterías para armar una opinión.

  2. Engonga

    ¿Puedes dar un ejemplo de esos «hechos» que se dan por ciertos?

    • Hombre, por lo pronto Craig Hodges no pisó Pyongyang, porque perdió el vuelo de conexión en Beijing, y las autoridades chinas lo devolvieron a Norteamérica ipso facto.

  3. «La vida anodina de Chris Rodman», que ya la quisiera más de un fantasioso columnista que recrea el encuentro coreano con más caspa que el peine de carey de Arias Navarro.

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