El último gato bar está en la curva, casi debajo de donde estuvo el castillo del inglés, luego mole de hotel Santa Clara, con las camas casi encima del mar colgando de una roca. Pasado El Bajondillo, donde hubo un inglés, otro, Tim Willoughby, nieto de Lady Astor, aquella por la que Churchill bebería arsénico, que vivió en «El hombre que baila sobre un volcán», casita con esas palabras en azulejos, hasta que un día voló su barca motora por los aires con salitre y la discoteca Lali Lali quedó huérfana. No queda nada de aquella casa. Cerca está El Gato Lounge, con banderas gays, olor a croissant de mantequilla, hamacas de tela, cojines de colores. Los que corremos con esfuerzo y sin ponernos al límite llegamos allí sudados desde la frontera de Málaga y no cedemos a la tentación de sentarnos a desayunar con periódico y café, que es lo que nos apetece. No nos engañamos. Seguimos corriendo a La Carihuela, pasando por delante de ese hippy que hace un pueblo de arena, pone cestillo para las monedas y este año se ha cambiado las gafas Nicholson fluorescentes naranjas por las Lennon, aquellas que yo compraba en Torremolinos años ochenta. Aviso. Este tipo que deja la bici apoyada en la palmera marca tendencias. Se pone antes de esos bancos donde se sientan viejos ingleses al sol, los ojos cerrados en puro éxtasis de vitamina D. Lucy y sus diamantes son un sol de invierno en el cielo para ellos.
Más adelante, en alguna callejuela de La Carihuela, estuvo otro gato negro. El Black Fat Pussycat. Pared encalada, logo de hierro forjado, furgoneta Volkswagen aparcada en la puerta. Ahora, olerá a fish and chips o será un pub irlandés de pega. En su esplendor, cuenta Antonio D. Olano en su guía secreta de la Costa del Sol, olía a porro desde cierta distancia. Finales de los sesenta. Tim Willoughby era ya un cadáver nada exquisito perdido en el mar. Nunca se encontró nada y su hermana Nancy pasó a ser la baronesa de Ancaster.
El dueño de ese otro gato no era aristócrata inglés y sí tenía algo de Hijos de Torremolinos, la novela que inmortalizaría a ese pueblo de la mano de un escritor de bestsellers como James Michener. Se llamaba John Mitchell, se ponía a dar discursos y había quien se llevaba una grabadora por si ese día tocaba el que haría historia. Venía de Tánger, estación de paso. Antes, vino de otro gato negro. En el Village de Nueva York. Igual: The Fat Black Pussycat. Se enfrentó con la mafia policial y apadrinó a los folk de pelo alborotado de amor Dylan-Baez o a Ginsberg y la panda beat leyendo poemas y pasando un cestillo. Aquel americano que nunca se bañaba en la playa llevaba sombrero y era un manitas, fue el que abrió los primeros cafés en el Village, cuando esa parte de Manhattan fue el Left Bank del Sena de los años veinte: París fue una fiesta. En uno de sus bares, el público chasqueaba los dedos en vez de aplaudir, ante las quejas de los vecinos. Mitchell fue valiente y se negó a pagar mordidas a la policía local. O se largó antes de que lo detuvieran por las drogas en el local. El caso es que se piró de su reino de bohemia. Aquello se llamó los escándalos de las Coffee Houses e hizo que Mitchell pusiera un océano de por medio.
Mitchell estuvo en Torremolinos unos años, pocos, y se murió en Besbee, Arizona, territorio ahora hipster, poblado del Oeste revivido por el pilates, el yoga, los zumos y la comida orgánica. Tiene pinta de haber sido también allí un pionero, pero la pista se pierde, aunque dejó una hija de Torremolinos que se llama Triana.
Hay un gato más escondido. Es el Gato Viudo, uno de los locales más veteranos de La Nogalera, esa urbanización revolucionaria de Antonio Lamela con bajos muy centrados en los bajos gays. Yo conocí el Gato Viudo al lado de una librería que se llamaba Internacional y de una crepería belga. Ya no estaba la Reina Astrid, pastelería delicada. No habían llegado las banderas multicolores del arcoíris gay. Ahora, el Gato Viudo, sigue y tiene una pegatina de ambiente en la ventana.
A la vuelta desde La Carihuela, trote todavía más lento, paso por delante de ese bar que no cierra en todo el año, por el último gato de Torremolinos; me cruzo con patinadores, con pensionistas, con madres adolescentes inglesas seguramente cobrando del Estado del bienestar. Empieza a oler a ensalada de pimientos, el mar está plato, hay oferta de pescaíto frito.
La última vez no estaba el hippy de las Lennon. No quedaba apenas nada de sus esculturas en la arena. Lástima que el espanto del Monumento al Turista no sea igual de efímero, levantado por un alcalde que no sabrá nada de aquellos gatos. Cerca de allí, del monumento al feísmo hortera, en Ukama, una sueca hace exposiciones como El Paraíso Reinventado. Torremolinos.
Me encanta el artículo. Falta un gato, de verdad, vivo, de angora, con collar de brillantes, que tenía Frank Rebaxes en la vitrina de su joyería en la calle San Miguel de Torremolinos.
bestial, Berta… el próximo miércoles que tiro para Málaga a currar, aprovecharé para surfear su ruta gatuna, bares vivos, moribundos o desfenestrados siete veces hata acabar con ellos… Jack the Cat´s Ripper me servirá los pinchitos
Buen artículo.
En uno de esos gatos, y a finales de esos sesentas, aparcados a la salida y encerrados en un seiscientos, me fumé, con el correspondiente grupo de colegas, uno de mis primeros porros. Yerba en papelinas que se compraban a gitanos en el Barrio/pueblo de Las Palmillas, en Málaga. Barrio, hoy inexistente y, en aquellos años, «fuera de la ley». Buena yerba, Costo Marroquí que no conocí mejor hasta que caí en N.Y. y probé la Colombian Gold.
Qué buenos tiempos los años del empiece del boom turístico torremolinense y los que lo vivimos siendo chavales, que, Torremolinos, comparado con otros sitios de la época de Don Claudio (no tengo confianza para llamar Claudillo a Paco la Culona) era Marte.
No había paseos marítimos ni estatuas, y la arena llegaba hasta las casas de la Carihuela. Tampoco eran muy conocidos los tripis beatlelianos, ni por haber, había mucho auge del fumo. Nada que ver con el que vino después al poco tiempo; inflación de pasotas. En esos años cubatas y gïsqui&cocacola era mas la rutina del meterse, y éramos menos los colgaos del fumo, y eso lo hacía mas de ir como de secreto, de grupo esotérico.
Y volviendo a nostalgias dentro de un seiscientos aparcado a la salido del Gato en la Carihuela.
Y es que uno de mis amigos mas cachondos malagueño y gran gasta bromas, cerraba bien las ventanillas del coche, y exageraba echándole el humo a los que decían —que no, que ellos pasaban de fumar porros y tal y pascual— (siempre había uno o dos del grupo) y que, al poco mas de la media hora, con todo lo que habían aspirado sin darse cuenta, soltaban un repentino: —ipasa tío que me toca a mi!— con el latiguillo de gracia malagueña al final de mi amigo diciendo: —sí pásaselo, que no es un Malboro lo que te estás fumando colega!! —
Qué tiempos; qué gracia tenía Málaga!!
Confesiones de un fumador de yerbas en el bajondillo :-)
Max, Las Palmillas deben de ser La Palmilla y te aseguro que sigue existiendo. ¿Te acuerdas de algún personaje reseñable de entonces? Estamos haciendo recopilación. Vive Sheilagh la del bar de su nombre.
No cabe duda cada gato tiene su historia, me imagino a aquel hippy que cambio sus gafas fluorescentes naranjas por unas Lennon y el señor dejando su bicicleta en una esquina.
Siempre que bajamos a Torremolinos, una parada obligatoria, no ya para mi, sino para mis hijos, era «El Gato Viudo», restaurante situado entre la calle Las Mercedes y la plaza de La Nogalera. Añorados recuerdos…!.