Supongamos que usted es español o española y por algún sentido trágico del deporte o simple costumbre sostenida por los años quiere que siempre ganen los de su país, jueguen como jueguen, tanto si usted se divierte viéndolos como si no. Supongamos que esa es su manera de entender el juego, un «los míos» contra los demás y que la bandera queda por delante de la técnica, la táctica, la estética… todo… y no hace falta siquiera que usted sea un nacionalista furibundo, simplemente se ha acostumbrado a esa bandera, a ese país, ha visto a ese deportista jaleado en los medios o, qué demonios, el deportista —o la deportista— le gusta, de por sí, le cae simpático, pasaportes al margen.
En ese caso, usted, el 2 de julio de 1994, estaba jodido.
Y estaba jodido porque Conchita Martínez, española de Monzón, poseedora de un talento descomunal y una cabeza algo errática, jugaba la final de Wimbledon contra un mito: Martina Navratilova. La primera final de una española en Londres desde 1928, tiempos de Lili Álvarez. En los primeros noventa, Arantxa aún no se había acostumbrado a la hierba, Nadal tenía ocho años y «la hierba era para las vacas», en el decir habitual de jugadores y entrenadores. Sin embargo, por mucho que la zorra despreciara las uvas, Wimbledon seguía siendo el torneo de tenis más grande del planeta. Nada se podía comparar a aquellas dos semanas de lluvia, familia real, historia por todos lados, trajes blancos inmaculados y corrección a raudales.
Es normal que el torneo más técnico del circuito fuera el elegido por Conchita para despegar por fin su carrera, a los veintiún años, después de varios amagando pero sin terminar de dar. Es normal, también, que la tenista más espectacular de la historia —no digo la mejor porque para mí la mejor es y será Steffi Graf, porque Graf es mi adolescencia y la adolescencia se te pega al cuerpo y no hay manera de sacártela de encima— estuviera al otro lado de la red: la estadounidense de origen checoslovaco, pelo rubio en media melena y ojos de miope, nueve veces ganadora del torneo en individuales, empezando en 1978 y acabando en 1990.
Navratilova, aún cabeza de serie número cuatro del torneo a sus treinta y siete años, había empezado su carrera en 1973, cuando el circuito lo dominaban Chris Evert, Billie Jean King, Evonne Goolagong y la eterna Margaret Court, la intolerante Margaret Court, la conservadora que odiaba a las lesbianas, que las consideraba bichos raros con los que mejor no mezclarse. Y ahí, Navratilova, lesbiana ella misma aunque quizá aún sin conciencia de serlo porque ser lesbiana al otro lado del telón de acero era de película de Almodóvar y canción de Sabina juntas, cosechaba sus primeros triunfos en dobles, mientras la mismísima Billie Jean King, la que se peleaba con el fanfarrón Bobby Riggs en la «batalla de los sexos», se aguantaba las ganas de salir del armario, consciente de que todo eso le costaría los patrocinios, las invitaciones, la carrera deportiva…
Navratilova acabaría destronando a Court y a King en los setenta, se disputaría con la siempre angelical Chris Evert el trono de los ochenta y, cuando ya nadie lo esperaba, en la temporada en la que había anunciado su retirada del tenis o, al menos, su retirada de Wimbledon porque ya no se consideraba competitiva, se plantó en la final. Su duodécima final en individuales, más de veinte si contamos todas las modalidades. De hecho, pocas horas después, levantaría el título de campeona de dobles mixtos junto a Mark Woodforde.
El plácido y soñado último baile
Hay que recordar de dónde venía Navratilova cuando llegó a Londres: quiso despedirse de Roland Garros, el peor torneo del mundo para las jugadoras de saque y volea, y lo más que consiguió fue caer en primera ronda ante la desconocida Miriam Oremans. Cuando tienes treinta y siete años y pierdes contra una Oremans en primera ronda de un torneo de Grand Slam ya tienes los epitafios listos para esa misma noche. La campeona derrotada, el fin de una era, bla, bla, bla…
Es cierto que a Navratilova ya le había pasado Graf por encima a finales de los ochenta y Monica Seles terminó de rematarla antes de que aquel loco quisiera rematarla a ella en el torneo de Hamburgo. Desde 1991, Martina, nombre que inspiró a la madre de otra futura número uno del mundo, de apellido Hingis y origen, cómo no, checoslovaco, no había siquiera jugado la final de un torneo grande. ¿Cómo apostar por ella aunque fuera en su pista favorita? Sin embargo, a veces estas cosas suceden. Sampras gana el US Open con treintaiún años, Connors llega a semifinales rozando los cuarenta… El caso es que Martina se aprovechó de un cuadro bastante afortunado y fue pasando rondas sin perder ni un set. Para cuando quiso encontrarse con su primer rival de entidad, Jana Novotna, en cuartos, tenía gasolina en el tanque para subir a volear todas las veces que quisiera: perdió el primer set 5-7 pero ganó los dos siguientes 6-0 y 6-1.
Su rival en semifinales fue Gigi Fernández, otra especialista en dobles, que estaba haciendo el torneo de su vida, algo que no repetiría jamás. Todo el mundo sabía que iba a ganar y ganó, aunque con apuros, 6-4 y 7-6. Cuando Conchita apareció en el otro lado del cuadro para disputarle el trofeo aquello sonó a broma. Una española luchando por Wimbledon. Parecía un chiste. Martínez tampoco había tenido rivales de entidad por el camino, solo Lindsay Davenport en cuartos de final, pero Davenport por entonces aún estaba a un paso de la madurez y acabó cediendo en tres sets. Los apuros que había pasado en semifinales ante Lori McNeil —no se sientan culpables si no la recuerdan, le pasa a mucha gente— ganando 10-8 el último set, apuntaba a un paseo de Navratilova en la final.
Sí, Conchita tenía talento, tenía estilo, y, sobre todo, tenía una derecha portentosa, pero la historia jugaba en su contra. Ya lo he dicho antes, usted habría podido animar a Conchita Martínez y yo no encontraría nada de vergonzoso en ello, pero en el fondo, si le gustaban el tenis y la literatura, sabía que lo narrativamente correcto, lo que correspondía en aquel momento, era que Navratilova ganara.
La peor despedida posible
Lo mismo debían de pensar Lady Di, los duques de Kent, el expresidente sudafricano De Klerk, retirado apenas dos meses antes de la política tras culminar la transición y otorgarle el poder al electo Nelson Mandela… así como la multitud de distintos lores y sirs que llenaron ese día el palco, esperando que Navratilova ejerciera de reina una vez más y ganara el torneo por décima vez. Se dice pronto: décima vez. Y solo en individuales, insisto.
El problema fue que lo que parecía que iba a ser un paseo se convirtió desde el principio en una tortura: se suponía que Martínez tenía que estar nerviosa ante tanta expectación, pero la que estaba como un flan era Martina. Las últimas oportunidades es lo que tienen. Para una jugadora que había dominado el circuito a su antojo con saques abiertos y voleas definitivas, perder siete veces su servicio no entraba ni mucho menos en sus planes. Navratilova subía y Conchita la pasaba. Así, una y otra vez. Luego, se rehacía y jugaba un punto maravilloso y recuperaba el break o se ponía por delante para dejarse empatar inmediatamente…
No fue un partido bonito. Fue todo lo contrario a un partido bonito, de hecho: Conchita ganó el primer set 6-4 después de ceder su servicio para el 2-3 y el 3-4. En la segunda manga, se puso 0-3 en contra, remontó hasta el 3-4 y esta vez cayó 3-6. El tercer set era «territorio Navratilova». El público, dentro de la educación británica, mostraba claramente sus filias, aquella era «su chica» y la otra no sabían aún muy bien quién era. Conchita se adelantó 2-0, Martina empató 2-2, Conchita volvió a la carga: 4-2, 5-3… el asunto era saber si la historia se cerraba o se abría y al final resultó que ninguna de las dos cosas o no del todo. Me explico: la historia se cerró cuando el revés de Navratilova se fue largo y Martínez ganó su primer Wimbledon, pero no se abrió nada nuevo. No fue un final cerrado, o sí, pero no el final heroico de la historia de aventuras. Un final cruel que llevó a un hiato, a Conchita ganando Wimbledon, la única española en ganar Wimbledon aún en 2013 porque Arantxa lo intentó y lo intentó pero enfrente siempre tuvo a Steffi Graf.
En la entrega de trofeos, la aragonesa dijo: «Siento mucho haberla derrotado… y a la vez estoy muy contenta de haberlo hecho». Supongo que todos nos sentíamos un poco así. Usted, el que siempre anima a los españoles sean quienes sean. Usted, el que siempre confió en Conchita y se vio decepcionado porque no repitiera jamás título de Grand Slam, e incluso yo, que oía el partido a ritmo de José María García, a mis diecisite años, en un autobús que me llevaba de la apatía veraniega de Moralzarzal, chico de segunda residencia, a Madrid y sus altercados juveniles.
Navratilova se lo tomó a bien. Bromeó. Cuando una gana dieciocho títulos en treinta y dos finales tiene algo de margen para afrontar la derrota con calma. De hecho, lo inquietante a esas alturas es la victoria; una victoria más, ¿y qué hago yo ahora con esto? La duquesa de York le preguntó si de verdad no iba a volver al año siguiente, que se animara. «No», dijo Martina, «como mucho vendré de vacaciones». «Ah, entonces tomaremos una taza de té», contestó la duquesa, ligeramente afectada por las emociones de alrededor: el embajador de Estados Unidos le dio la mano a la finalista y se echó a llorar. ¿Por qué llora este hombre?, se preguntó Martina y casi de inmediato, porque los diques se rompen así, de repente, empezó a llorar ella misma y se vio obligada a explicar, como en aquella novela horrible sobre la cebolla y las lágrimas: «No lloro por haber perdido, lloro porque vosotros os habéis puesto a llorar».
En cualquier caso, Navratilova volvió. Jugó dobles femeninos y mixtos de manera esporádica de 2000 a 2006, cuando estaba a meses de cumplir los cincuenta años. No lo hizo por hacer: desde su retirada «oficial» del circuito individual, Martina ganó dos Wimbledons y un Australian Open además de jugar otras tres finales, la mayoría con el indio Leander Paes. En un reto algo suicida, pidió una invitación para jugar los individuales en 2004, y cuando todo el mundo criticó a la organización por concederle ese honor a una señora de cuarenta y siete años en vez de al montón de profesionales que se lo merecían más que ella, fue la señora y ganó en primera ronda 6-0, 6-1 a la colombiana Catalina Castaño, veintiún años más joven. El sueño acabaría solo dos días después, cuando la sólida argentina Gisela Dulko se impuso en tres ajustadas mangas: 6-3, 3-6, 3-6.
En parte, hubo en ello algo de traición a Conchita, como si se hubiera enfadado por no seguir su legado, por no haberse hinchado a ganar Wimbledons y no recoger su testigo como ella recogió el de Billie Jean King. En parte, y esto es lo más probable, Martina quisiera despedirse de Wimbledon con una sonrisa y no una incómoda llorera.
Porque una checoslovaca no llora por muy estadounidense que sea.
Salvo que seas Jana Novotna, claro está, pero esa es otra historia.
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Sin palabras me he quedado, por el tono, por los recuerdos de adolescencia en la que no me perdía un partido fuese de quien fuese, pegando raquetazos al aire con cinco años por el pasillo de casa, sufriendo ante la invatible Steffi que no se cansaba nunca… Una seguidora a partir de ahora.
Recuerdo , perfectamente, haber visto la final… solo. A mi novia de entonces, no le interesaba ni el tenis ni ningún deporte. Tradicionalmente, de familia, siempre jugamos al tenis…en tierra batida. Mi padre fue campeón gallego muchos años seguidos ( a finales de los 50 y los 60). Era zurdo, tremendo drive y los demás golpes aceptables. Recuerdo haberme emocionado con la victoria de Conchita, que si, tenia tremendo talento, pero endeble cabezita (típico español, ya superado…. parece). Igualmente me dolió que perdiese Martina, con ese espectacular tenis de saque volea, que , desgraciadamente ya no existe en el tenis, ni masculino, ni femenino. Excelente articulo. Felicidades…siento haberme extendido, pero es leer o escuchar algo de la historia del tenis y se me me va la olla. I,m sorry.
El Beso que se dan los padres de Conchita es un reflejo del tenis femenino en España en esa época. Se eliminaron todos los complejos y tapujos. Ese beso con lengua, desatado… tanto, que el hombre se tiene que limpiar la cara, pero a la vez se relame de placer. Ese beso dado con toda la pasión, sin importar quien estuviese delante. Se acabaron los complejos.
Lástima que no se hayan producido más besos como ese, y hayamos vuelto a un mundo en el que las chicas viven encasilladas por entrenadores y padres.