El 4 de diciembre de 1990, el presidente de Lituania, Vytautas Landsbergis, recibía de manos del comité creado al efecto un microfilm con el registro informático de los cinco millones de firmas recogidas en favor de la independencia de la república báltica, aún legalmente bajo el manto de la URSS pese a su declaración unilateral del 11 de marzo, reprimida inmediatamente con el despliegue de carros de combate y un bloqueo económico que pretendía ahogar a una de las naciones más prósperas de la Unión.
El acto de Landsbergis no era sino un paso más dentro de una escalada que alcanzaría su cumbre apenas un mes más tarde, el 13 de enero de 1991, cuando las tropas soviéticas quisieron tomar la televisión lituana y hasta catorce civiles murieron en Vilna defendiendo la torre de emisión. Aquel desastre, tanto militar como estratégico como propagandístico, supuso el verdadero adiós a cualquier intento de Gorbachov y lo que quedaba de la KGB de mantener a sus repúblicas bálticas en vereda. Lituania, Letonia y Estonia, anexionadas tras la Segunda Guerra Mundial, se irían para no volver, y al resto de la Unión Soviética no le iría mucho mejor, tan solo hubo que esperar al golpe de estado de agosto de 1991, el auge de Yeltsin y la posterior dimisión de Gorbachov el 25 de diciembre de ese mismo año para que el castillo de naipes cayera por completo.
Si la toma fallida de la torre de emisión de Vilna fue la certificación militar de la pérdida de Lituania, baloncestísticamente esa pérdida se remontaba al menos un año y medio atrás, cuando Sabonis, Homicius, Marciulionis, Kurtinaitis y compañía jugaron su último partido oficial de rojo, el 25 de junio de 1989, victoria agria ante Italia para conseguir la medalla de bronce del Europeo de Zagreb, una paliza (104-76) que no obviaba la incomprensible derrota del día anterior ante la Grecia de Nikos Gallis por tan solo un punto de diferencia (81-80). Aquel día, Marciulionis se fue a los 23 puntos y cogió las maletas para iniciar su aventura en la NBA acompañado de Alexander Volkov. Sabonis, aún presionado por las autoridades, prefirió marcharse a España, al Fórum Valladolid, un lugar ideal para recuperar su tendón de Aquiles y volver poco a poco a dominar el baloncesto europeo.
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El bronce de la URSS fue una sorpresa mayúscula teniendo en cuenta que ese equipo venía de ser campeón olímpico el año anterior derrotando a Estados Unidos en semifinales e imponiéndose a unos aún imberbes yugoslavos en la final. Algo no funcionaba ni dentro ni fuera de la cancha y los problemas políticos no ayudaron en absoluto. En cualquier caso, la URSS ya había ganado catorce Europeos antes así que la preocupación era relativa, lo que contaba era estar fuertes en el Mundial de Argentina del verano siguiente… y la preparación no iba a ser fácil.
El seleccionador Vladas Garastas, que sustituía a Gomelski, liberado por la Federación para entrenar en Tenerife, se encontró con varios problemas: en primer lugar, la ausencia de los jugadores NBA durante la temporada; luego, el éxodo de muchas estrellas a clubes europeos que no iban a ceder a sus jugadores para las habituales concentraciones y giras por Estados Unidos aunque lo hicieran para torneos oficiales de clasificación. Por último, la citada declaración unilateral de independencia de Lituania el 11 de marzo de 1990, que supuso que, inmediatamente, todos los jugadores lituanos renunciaran a la selección y que los roles construidos durante una década saltaran por los aires, dejando al propio Garastas, lituano, en una situación muy incómoda.
Así, la URSS llegó al Mundial convertida en una auténtica incógnita, con un quinteto formado por el estonio Tiit Sokk, cuya república aún no se había decidido formalmente por la independencia, Gundars Vetra, Valeri Tikhonenko, Alexander Volkov y Alexander Belostenny más Sergei Bazarevich como recurso anotador desde el banquillo. La gran estrella del futuro, Valeri Goborov, había fallecido meses antes en accidente de tráfico y no estaba nada claro qué iba a pasar con una selección que mantenía orden y disciplina pero carecía de la genialidad y espontaneidad lituana.
Liderados por Tikhonenko y Volkov, los soviéticos hicieron un campeonato para enmarcar dadas las circunstancias: tras superar sin demasiados problemas a Argentina, Canadá y Egipto en primera ronda, se sacaron la espina griega en el acceso a semifinales y ahí derrotaron a Puerto Rico, que había quedado primera del otro grupo tras derrotar sorprendentemente a los universitarios estadounidenses. Después de todo lo pasado, que daba para un serial, la URSS volvía a la final de un Mundial, igual que en 1986, en 1982, en 1978 y en 1974. Ahí quedó su techo, pues en el último partido, Tikhonenko desapareció en combate y los yugoslavos vengaron su derrota de Seúl con una exhibición de baloncesto liderada por Petrovic, Kukoc, Radja y Paspalj, con Zeljko Obradovic rindiendo un último servicio como base suplente.
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La plata mundial aliviaba bastante la situación caótica de la selección pero no impedía que los conflictos se desataran en las distintas provincias de la URSS. Tras la renuncia de los jugadores lituanos llegó la de estonios y letones y así, los soviéticos afrontaron la segunda vuelta de la clasificación para el Europeo casi en cuadro.
Aun así, la situación no apuntaba a la debacle que se produjo.
La caída de un imperio
A principios de los noventa, ni siquiera el campeón o el organizador tenían asegurada su participación en el siguiente europeo, que se dirimía en cuatro grupos de clasificación donde los dos primeros jugaban la fase final, en este caso, en Roma. En el Grupo A, Grecia se clasificó con facilidad mientras Bulgaria conseguía la segunda plaza. Italia y Polonia encabezaron el grupo B, los yugoslavos se pasearon por el C con la compañía de España y toda la emoción quedó para un Grupo D en el que se reunían Israel, Checoslovaquia, Francia y la Unión Soviética.
Los mejores tiempos de Checoslovaquia habían quedado atrás, y Francia parecía un equipo aún en formación, con jóvenes como Rigaudeau o Bilba intentando ganarse un hueco en el reino de Dacoury y Ostrowski. Israel, simplemente, no contaba en los pronósticos. La competición había comenzado un año atrás, en noviembre de 1989 y los soviéticos sumaban dos victorias por una sola derrota, ante Checoslovaquia en la primera jornada, 85-76. La segunda vuelta tenía que celebrarse entre el 28 de noviembre y el 5 de diciembre y la URSS disponía de dos partidos en casa para clasificarse, además de la sencilla visita a Tel-Aviv.
Lo que pasó aquella semana es digno de un documental: el 28 de noviembre, la URSS, encabezada por Tikhonenko y Bazarevich, aunque con la ausencia de Volkov al seguir en Atlanta con los Hawks, se imponía a Checoslovaquia en Moscú por 83-80 y prácticamente sellaba su clasificación, pues lideraba el grupo con tres victorias, por dos de Checoslovaquia y Francia, que tenían que jugar entre sí y una de Israel, precisamente su siguiente rival en el calendario.
Israel siempre había destacado por ser un equipo batallador pero sin grandes resultados. Ahí estaba el Maccabi Tel-Aviv como estandarte de un país, pero ese Maccabi no se entendía sin sus extranjeros. Miki Berkowitz, a sus 36 años, había pasado el testigo a una generación prometedora, la de los Doron Jamchy, Motty Daniel, Guy Goodes o Nadav Henefeld, pero no se esperaba algo como lo que sucedió en Tel-Aviv aquel 1 de diciembre. Pese a estar prácticamente sin opciones de clasificación y haber perdido por 32 puntos de diferencia apenas un año antes frente a la poderosa selección roja, los israelíes se liaron la manta a la cabeza en forma de triples y guerra de guerrillas y ante un público entusiasmado, ganaron 79-74, lo cual, junto a la victoria de Francia en Checoslovaquia (106-115) nos llevaba a una última jornada de infarto, con Francia y la URSS empatadas a tres victorias y sus rivales a una de diferencia.
El escenario era sencillo: si la URSS ganaba, en casa, frente a Francia, se clasificaba automáticamente. Si perdía, dependía de que Checoslovaquia no ganara en Israel, selección que no se jugaba nada pero ya habíamos visto que era muy capaz de sacar fuerzas de ningún lado por una simple cuestión de orgullo. En el partido de la primera vuelta, la URSS se había impuesto en París por 86-96. Para aumentar el optimismo, los franceses no se jugaban nada: cualquier empate con Checoslovaquia o Israel les beneficiaba por el basket-average.
Era 4 de diciembre de 1990, el presidente Lamsbergis presentaba millones de firmas en favor de la independencia, los carros de combate tomaban posiciones para intervenir en Lituania… y el baloncesto soviético se preparaba para sufrir uno de los mayores batacazos de su historia. Para mayor bochorno, el último.
El último partido oficial de baloncesto de la Unión Soviética
Francia jamás había ganado en competición oficial a la URSS y nadie en Moscú imaginaba que aquel grupo formado por Demory, Dacoury, Courtinard, Occansey, Ostrowski, Vestris y un jovencísimo Rigaudeau, aún en las filas del Cholet, haría de sepulturero de la más grande selección europea de todos los tiempos, la que se pasó dos décadas sin que nadie le tosiera hasta que llegaron los yugoslavos y se pusieron a enredar.
Sin embargo, las primeras ventajas soviéticas, obtenidas gracias sobre todo a la labor de Bazarevich y Viktor Borozhnoi, se vieron pronto igualadas por los triples de Dacoury y la labor interior de Ostrowski, uno de los pivots de más talento que diera Francia durante la época pre Tony Parker. Al descanso, 44-44 y el miedo dentro de los jugadores de la URSS, todo lo contrario que los franceses, que como decíamos ya estaban clasificados y lo único que podían perder era la oportunidad de hacer historia, oportunidad que tenían en la mano cuando se pusieron con una ventaja importante en la segunda parte y no dejaron escapar pese al tembleque del final.
El público de Moscú esperaba a Tikhonenko, la ex estrella del CSKA, pero Tikhonenko, como hiciera en la final del Mundial 1990, no apareció, o lo hizo con apenas 10 puntos. Sin él, los Vetra, Miglinieks, Belostenny y compañía se vieron obligados a asumir una responsabilidad que les venía grande y la tragedia se acabó culminando aunque solo fuera por un punto, 84-85. Las caras de los jugadores y de los seguidores eran un poema, el reflejo de un país que se derrumbaba aunque aún quedara una última bala en la recámara: si Israel le ganaba a Checoslovaquia en Tel-Aviv todo quedaría en una anécdota. El partido tenía que disputarse al día siguiente, miércoles 5 de diciembre de 1990.
Todo el coraje y acierto que los israelíes habían mostrado pocos días antes se quedó en nada ante los checoslovacos, que se impusieron 83-92 y dejaron a la URSS sin su último baile, sin la posibilidad de despedirse a lo grande, en una competición oficial. Aún hubo tiempo para que el equipo sirviera de sparring de lujo en los partidos preparatorios para el Europeo, incluyendo una victoria insulsa en París, justo antes de que llegara el golpe, la dimisión de Gorbachov, la disolución de la URSS como tal y la conversión del equipo de baloncesto en cuatro: Lituania, Estonia, Letonia y la Comunidad de Estados Independientes, nombre bajo el que Rusia, Ucrania, Bielorrusia, Georgia y otras naciones en proceso de secesión se presentaron a los Juegos Olímpicos de Barcelona 1992.
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Precisamente, el «éxito» de la CEI en Barcelona hace aún más complicado entender el desastre de aquel pre-europeo. Prácticamente con el mismo equipo salvo por el añadido de Volkov, la CEI afrontó aún en estado de shock el preolímpico de Badajoz y Zaragoza. Cayó sorprendentemente ante Holanda y fue humillada por la Lituania de Sabonis (79-116) pero fue capaz de recomponerse y ganar a la República Checa, su verdugo del año anterior, y a Eslovenia en el partido clave por apenas dos puntos (88-86). Ya en Barcelona, la generación que llevó a la URSS a lo más bajo estuvo a apenas dos jugadas de meterse en una nueva final olímpica y defender el título de 1988. Solo los fallos de Volkov en los tiros libres y el acierto de Toni Kukoc y Drazen Petrovic permitieron que Croacia remontara cuatro puntos en 38 segundos y se impusiera 75-74.
En el partido por el bronce, Lituania fue superior aunque no tan superior como en el pre-olímpico. Aquel partido fue el último de la CEI como tal y ya los caminos de rusos, ucranianos, georgianos, etc. se separaron de manera definitiva según sus propias naciones se desarrollaban. En el último Europeo, por ejemplo, en el que ya no participaron ocho selecciones, como en 1991, sino hasta veinticuatro, compitieron cinco países exsoviéticos, aunque sin mucho éxito, todo hay que decirlo. Ese mismo 1991, que vio el adiós de la URSS como selección aunque fuera en partidos no oficiales, fue el último también de Yugoslavia como equipo… y eso que el esloveno Jiri Zdovc no llegó ni a terminarlo con sus compañeros.
Pero esa, obviamente, es otra historia.
Muchas gracias por la información, siempre me había preguntado por qué en ese Europeo tan raro de 1991 en el que sólo había 8 selecciones no llegó a participar la URSS o lo que quedaba de ella.
Llegué a pensar que fue una especie de etapa de transición entre la URSS y la CEI de los JJOO de 1992 en la que no había equipo ruso/soviético por razones políticas.
Dicho esto, recuerdo de aquel Europeo que fue Antonio Martín nuestro mejor jugador… 8 añitos tuvieron que pasar hasta la siguiente medalla española…
El vino en un barco…
Vaya historia con la disolución del equipo soviético de baloncesto, el más poderoso de Europa en esa época.
Ese mismo año, en Suecia, la CEI participó en lugar del equipo soviéticode fútbol y fue otro desastre (goleada ante 3-0 ante Escocia). Si bien empataron ante Alemania y Holanda, ese tercer partido fue la enseña que los grandes tiempos para el deporte soviético se habían acabado.
Y otro tanto, la ex-Yugoslavia. Campeones del mundo en Colombia, destacados futbolistas amenazaban al «establishment» mundial, grandes tenistas, excelentes jugadores de handball, y más deportistas de élite para esa época, todo esto teniendo el estallido étnico y político en una cuenta atrás. Campeonatos y subcampeonatos en básquetball, futbol, volleyball, tenis y demás deportes hicieron una enorme fachada de «todo va bien».