Vale, el Universo se creó de la nada pero…
¿quién creó la nada?
(El Roto)
La escena comienza así:
Interior. Noche.
Habitación de Lucas. Cama de Lucas. Mamá y Lucas leyendo por decimonovena vez el libro preferido de Lucas. Mamá lo aborrece. Lucas jamás se cansa aunque se lo sepa de memoria de principio a fin.
Pero algo le ronda hoy la cabecita.
—Mamá, ¿por qué nosotros no podemos volar?
Silencio.
La filosofía es un cuento
Pocos adultos tienen la capacidad de dejarnos atónitos ante una pregunta. Es fácil, en cambio, quedar boquiabiertos ante la inocente duda de un niño. El mundo puede acabarse en ese preciso momento si no damos con la respuesta adecuada. Para evitar el caos mundial y minimizar el riesgo de un llanto, he aquí una lista (qué otra cosa se hace cuando se busca una solución, sino una lista) de recursos para padres en apuros que ya quisiéramos que hubieran existido en nuestra infancia.
A menos que tengan a mano la bicicleta de E. T.
Cuando tenía nueve años, ya me decían que la filosofía era un cuento. Pero lejos del tono despectivo, ahora sé que me lo decían para que picara. Con nueve años de edad, tres de mis tías me regalaron El principito. Creí entonces entenderlo todo.
Dedicado a los niños de forma explícita por el autor, Antoine de Saint-Exupèry escribió este libro emblemático como símbolo de la infancia y un relato de enorme singularidad que para unos raya en la cursilería y para los más representa una cima de la prosa poética. El valor de la amistad, la alegría de la ternura, la sincera ingenuidad infantil y la responsabilidad como motor de la conducta moral encuentran su plasmación definitiva en el mundo descubierto por El principito, añorado planeta del que todos los hombres han sido exiliados y al que solo mediante la fabulación cabe regresar.
El relato expresa con cierta ironía el punto de vista de los niños, su extrañeza y estupor ante la visión y conducta de los adultos: «nunca comprenden nada por sí solos y es cansado para los niños tener que darles siempre y siempre explicaciones». Ustedes que leen, carecen de sensibilidad y no se interesan por lo esencial de las personas, sino por las cifras, los sueldos, el precio de las cosas. Son incapaces de entender lo que hay en el mundo de los niños y confunden tontamente con un sombrero el dibujo de una serpiente boa que acaba de tragarse a un elefante. Los prejuicios gobiernan su vida y les impiden ver la realidad. El autor a través de su alter ego sostiene que «solo los niños saben lo que buscan», mientras que los hombres son incapaces de comprender lo esencial, porque «no se ve bien sino con el corazón y lo esencial es invisible a los ojos».
El viaje a través de los seis planetas y los seres que los habitan —un rey, un vanidoso, un bebedor, un hombre de negocios, un farolero y un anciano geógrafo—, va mostrando el catálogo de dificultades y absurdos que impiden encontrar la verdadera vida y revela cómo al cariño le acompaña siempre el dolor por la pérdida.
La lección primera es la de que solo se conocen bien las cosas que se domestican: «si domesticas a alguien, como el principito al zorro, si le haces tu amigo, le conviertes en algo único en el mundo».
La segunda, es una crítica al pragmatismo que representa también la búsqueda del camino de vuelta a la inocencia, paraíso perdido.
A pesar de todo, yo, como Lucas, seguía preguntando por qué no podemos volar y mis siguientes lecturas tampoco lograron resolverlo.
El segundo y tercer puesto en la mesilla de noche son para El mundo de Sofía y El enigma y el espejo, de Jostein Gaarder. Poca originalidad, ya ven, pero esto era lo que había en su momento.
El filósofo noruego utilizó también la narrativa para escribir de grandes valores a jóvenes de todo el mundo. Si fue a través de la ficción que habló del espacio y del tiempo, reconoció también estar muy influenciado por lo que había leído de Kant, Einstein, y la teoría del big bang. En sus textos explica que el mundo es como lo vemos. Por ser claros: una mosca lo ve de otra manera, pero nosotros lo vemos como seres humanos y por tanto este es nuestro tiempo y nuestro espacio. El tiempo es entonces la realidad, según Gaarder.
Sus narraciones pretenden conjugar el placer de la lectura individual con las cosquillas del cuestionamiento filosófico. Es autor en total de dieciocho novelas filosóficas, en las que destaca su enfoque socrático, por ejemplo, del enigmático libro Me pregunto… compuesto de cincuenta preguntas.
Puede que con esto tengan el asunto solucionado. O puede que el niño les haya salido preguntón.
Estarán entonces de suerte, porque ahora podemos atajar el asunto desde mucho antes. La colección «Los pequeños platones» es una joya de la modernidad que deberían tener en un buen sitio en la estantería y que aguantará la herencia entre hermanos porque sus historias no pasan de moda.
Echando mano de la ciencia ficción, los editores de esta serie de cuentos (Rubén Hernández e Irene Antón) sintetizan en cada texto la historia de filósofos desde Platón a Karl Marx, pasando por títulos divertidos como Un día loco en la vida del profesor Kant o El genio maligno del señor Descartes, atendiendo a curiosas anécdotas y cuidando de tratar un amplio espectro entre las teorías del pensamiento. Siendo cada uno diferente en la forma gráfica, con especial atención al valor simbólico de las ilustraciones, cada uno es un reto para los niños por el léxico y los conceptos que aborda. Al final, también la filosofía es como aprender a montar en bicicleta: cuanto antes lo hagas sin ruedines, antes caerás y aprenderás a mantener el equilibrio.
La ciencia y la ficción, dos grandes aliados
Lógicamente, los libros de filosofía para niños se empezaron a escribir desde mucho antes. De hecho, hace casi treinta años que Matthew Lipman, un profesor de filosofía norteamericano, escribió una novela filosófica para que niños de entre doce y catorce años pudiesen filosofar en clase (Filosofía para niños, conocida como FpN). Entró de lleno así en una de las funciones que tradicionalmente ha venido desempeñando la filosofía, la analítica, que consiste en someter a crítica los criterios y las normas empleadas en las demás disciplinas o en nuestra propia vida cotidiana para establecer la validez y la corrección de nuestros conocimientos y actos. En este sentido, podemos decir que los niños son también filósofos en la medida en que se cuestionan los criterios que la sociedad les proporciona para determinar la validez y la corrección de sus creencias y acciones. También porque están comprometidos en la construcción de estructuras cognitivas capaces de dotar de significado a todo lo que les ocurre en sus vidas.
Lipman era un profesor universitario de filosofía que, influido principalmente por John Dewey, estaba interesado en la educación de los niños. Pensaba que las carencias de destrezas cognitivas que presentaban sus alumnos de lógica de la universidad tendrían que haberse corregido en la escuela primaria. Para Dewey, el fracaso de la educación se debía básicamente a que en la escuela se enseñaban los productos finales de las ciencias y no los procesos de investigación. El modelo educativo tenía que inspirarse, según él, en los procedimientos propios del proceso de investigación científica. La educación debía tener como objetivo, por lo tanto, el desarrollo del pensamiento más que la transmisión del conocimiento. De acuerdo con los planteamientos del pragmatismo aplicados a la educación, Dewey pensaba que se estimulaba mejor la reflexión del estudiante si se partía de la experiencia vivida en vez de la exposición formalmente acabada de una disciplina; y que en vez de indoctrinar a los estudiantes con determinados valores, lo que había que hacer era promover la reflexión comunitaria sobre aquellos valores a los que constantemente nos vemos urgidos. Lipman reconoce la enorme influencia que en él ejercen estas ideas de Dewey, aunque toma también de otros autores algunos elementos de sus teorías: la idea de Jerome Bruner de que la herencia cultural de la humanidad puede ser enseñada sin disminuir su integridad en cualquier nivel escolar o las reflexiones de Wittgenstein sobre el pensamiento.
Se trata de que la filosofía enseña no tanto a aprender, sino a pensar.
Introduce así la idea de pensamiento complejo, que tiende a ser rico conceptualmente, coherentemente organizado y persistentemente exploratorio. Es, por ello, un pensamiento de calidad, porque es rico en recursos, metacognitivo, autocorrectivo y porque incluye todas aquellas modalidades de pensamiento que conllevan reflexión sobre la propia metodología y sobre el contenido de que tratan.
Lipman compara la relación que se establece entre el pensamiento crítico y el pensamiento creativo con la que se da entre las dos manos cuando estamos manipulando algo: cada una de ellas hace tareas diferentes pero que van dirigidas a la consecución de un único fin. En términos generales, podemos decir que el pensamiento crítico está regido por criterios; avanza de un modo más mecánico y rutinario, por lo que es más de tipo lineal y explicativo; aparece bajo formas computacionales; es cuantitativo; suele utilizar el estilo expositivo Mientras que el pensamiento creativo está regido por valores que fluyen en el contexto global en que se produce dicho pensamiento, por lo que es más de tipo expansivo e inventivo; realiza conjeturas, formula hipótesis e imagina; es cualitativo; prefiere el estilo narrativo. Podríamos continuar la lista de diferencias, pero lo importante es insistir en que el pensamiento complejo implica la interconexión de estos dos tipos de pensamiento, y es el que se ejercita, por ejemplo, con las historias de ficción que aquí se proponen.
Si nuestro pensamiento es de naturaleza narrativa, entonces la educación para pensar la complejidad debe potenciar el desarrollo de una racionalidad imaginativa, capaz de crear nuevos esquemas relacionales —relatos— que ayuden a los niños (y a sus padres) a resolver preguntas.
Sirva como apoyo, por lo que a la ciencia respecta, la serie Cosmos de Carl Sagan. Inexplicablemente —acorde con el Universo— todavía no ha quedado anticuada.
Pero volvamos a nuestra pregunta, porque probablemente ni con estas hayamos logrado resolverla. En este punto siempre pueden tirar de los superhéroes, y la sugerencia no es baladí. Pocas cosas hay que Superman no pueda solucionar, recuerden el superhombre de Nietzsche. Volar es un tema muy serio.
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Genial, me encanta. Da gusto cuando una mujer escribe en la jot down.
El artículo es bueno y ameno por sí, lo de mujer no viene a cuento.
Totalmente de acuerdo, lo de mujer no viene a cuento…
Lo que me ha hecho fijarme en quién había hecho el comentario sobre las bondades feminiles: una mujer (¿machista?).
Muy interesante artículo. De todas formas, sospecho que un de las respuestas posibles para Lucas es que el empeño del ser humano es infinito y que, con ello, consiguió al fin volar: en avión, helicóptero, globo, parapente y varios cachivaches más.
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Soy filósofo y soy de los que piensan que el Principito es cursi de cojones. Gaarder gusta mucho a las alumnas inquietas. Lipman es muy interesante pero el calamitoso estado de la enseñanza en España lo hacen imposible.
¿Filósofo o profesor de filosofía?
Porque de lo segundo hay muchos, de lo primero muy pocos.
Y los profes de filosofía, ya saben, gran parte son o medio curas (católicos, luego marxistas, hoy neoliberales) o medio aventados.