Voy a recoger a Fabio de la Flor, editor de Delirio, en un coche destartalado. Cuando nos ve —al coche y a mí; el coche en sí mismo es una presencia con una cierta importancia; a mí me da un pelín de vegüencilla: lo mismo resulta que me he equivocado con él y es un tipo la mar de estirado, que ya me ha pasado esto, y no se siente cómodo y todo acaba siendo un desastre y luego no publico nada, ando yo pensando— sonríe. Fabio siempre sonríe. Es lo natural en él. Seguramente he suspirado entonces en alto. Qué alivio. Sonríe con toda la cara, con generosidad y con toda la empatía del mundo. No empiezo a grabar hasta que bajamos, después de perdernos en el barrio de Hortaleza, por la parte más macarra, por la que conozco mejor. Enciendo precipitadamente la grabadora cuando por fin nos sentamos y recuerdo que no soy Chaves Nogales, que tengo memoria de pez. [Las cursivas son mías.]
El mercado se nutre del fracaso, dices.
Es algo muy lógico. El mercado entero se sostiene sobre un 97% de proyectos que fracasan y sobre el éxito —quizá— relativo, siempre esperando que estos también fracasen, de ese 3% restante. Montas una librería, una editorial, lo que sea; tienes un capital base y un mercado cuyo principal objetivo es hacerse con él. Es decir, que tú lo dilapides. Esto es difícil de entender porque todos los que nos iniciamos en un negocio pensamos justo en lo contrario: en que el dinero fluya hacia ti, y no al revés. Obviamente, de ese 97% de editores —que fracasa y que va a dilapidar la pequeña inversión inicial— un porcentaje altísimo es de gente que se mete ahí sabiendo ya. Es decir, no te haces editor de la noche a la mañana, o solo por fardar. Bueno, hay gente que sí, que lo hace solo por fardar [nos tenemos que reír]. Y hacen bien, qué cojones. Pero son muy pocos casos. Hay un porcentaje altísimo de ese 97% que va a fracasar que sabe lo que se trae entre manos cuando se mete, conoce su oficio —sabe hacer libros, no digo venderlos— y durante tres, cuatro, cinco años, gastan el capital con el que empezaron en hacer muy buenos libros, en hacer cosas que son realmente interesantes, pero que no venden una puta mierda —ésa es la realidad: es muy difícil vender—, han estado dedicándose única y exclusivamente al éxito del libro… y al fracaso de su negocio. De manera que tienes a una cantidad enorme de gente produciendo muy buena literatura, muy buenos libros, destinados al fracaso que nutren una especie de imaginario social en el que todo el mundo dice «joder, qué buena salud tiene la cultura». Y sí, bueno, tiene buena salud a costa de que hay quien va dejándose la piel en ello.
El mercado no quiere restituir. El mercado lo único que quiere es que llegues, deposites tu dinero, y te marches por donde has venido. En el mejor de los casos, si tienes éxito, entonces se te exigirá aún más: más gastos fijos, más gastos variables, para —en teoría— poder seguir teniendo más éxitos, para poder gestionar los que ya has conseguido… Está continuamente tentándote, llamándote, pidiéndote. Ocurre que te está llamando al fracaso, nada más. No está llamándote a crecer, o a que cumplas tus ambiciones y expectativas, ni siquiera las de tus autores ni lectores. Te llama hacia las trampas. De repente tienes a tres personas más que te ayudan, un local más grande, subcontratas, viajas, inviertes, tienes el triple, el cuádruple de gastos. Es decir, tendrías que empezar a tomar decisiones con pies de plomo, estar siempre cuidando el producto, los libros que haces, el dinero que te cuesta hacerlos, calcular bien el que te va a ser restituido, has pasado de hacer unas bufandas preciosas a tener que mover mil bolillos al mismo tiempo sin perder el encanto. Y, al mismo tiempo, en una especie de pantomima cultural que se da desde Atapuerca, tienes que seguir defendiendo el producto desde presupuestos culturales, literarios, bibliófilos, críticos…
Hay que buscar, desde el inicio y continuamente, un equilibrio, y ser conscientes de que tanto las fuerzas del mercado como las fuerzas culturales son siempre fuerzas disruptivas, fuerzas que van a intentar romper ese equilibrio. Y, sinceramente, yo hablo del libro porque es lo que conozco medianamente, pero creo que sucede en absolutamente todos los ámbitos. Da igual que hagas libros, globos aerostáticos o sardinas enlatadas, a ellos les influirán las garantías de seguridad o la sanidad alimenticia.
Como editor tienes que evitar todo tipo de tentaciones. Para mí es muy interesante, en este sentido, vivir en provincias. En mi caso, vivir en Salamanca se ha convertido en una manera de alejarme un poco de los envites del mercado. En un sitio como Madrid, aunque sea sólo por estadística, son continuos, tú lo sabes, todos los putos santos días llamándote por tu nombre.
¿Y tú por qué te haces editor, Fabio? ¿Por fardar?
[No crean que va a contestar ahora a la pregunta. Lo hará mucho más adelante. Entrevistar a alguien como Fabio tiene esa complicación: hay que insistir muchísimo]
Bueno, no sé, es probable… aunque rápidamente me di cuenta de que no fardaba una mierda. La profesión de editor tiene cierta mística aparejada. Es como comprar una licencia de taxi, con la que además de conducir y ganar dinero trasportando clientes, también puedes ir convirtiéndote poco a poco en un psicópata mientras describes poéticamente lo que sucede en Nueva York.
En el kit del editor que venden en IKEA hay un boli rojo, una buena edición en rústica y una buena en tapa dura, un contrato de derechos, un sello de caucho con el logo, un saco de cinco kilos de café, unas albóndigas —IKEA siempre tiene que meter algo suyo—y como un halo transparente de glamour que lo cubre todo, un tufillo elitista.
…snob.
Sí, snob. Cierto aire intelectual. En realidad, lo que ocurre es que todos esos putos valores han desaparecido ya y nadie puede empezar a esgrimir estas banderas porque ya no valen. Si alguien juega el papel del intelectual en estos tiempos, como dice uno de mis autores, es para dejarse el cuerpo en ello, para ir a la batalla con todo lo que tiene y todo lo que es. Son muy pocos, obviamente, los que están dispuestos a hacerlo. Lógicamente.
De todas formas, no todo el mundo quiere comprarse el kit del editor. He encontrado muchas razones entre mis colegas que lo tienen, y he de decirte una cosa: todas son legítimas y honestas, o por lo menos las que yo conozco. Y eso te reconcilia mucho con lo que te rodea, te hace estar más dispuesto a admirar y a reconocer a los otros. Muchos lo llevan en las venas y de repente reciben una herencia o un préstamo y deciden lanzarse a ello. Otros montan una editorial para editarse su propia obra y le pillan el gusto y continúan con más colegas. Otros vienen del mundo fanzinero y terminan en la tapa dura… Todos hemos sido llamados por un lugar que no existía, o por un lugar que existía a medias.
El libro, o más bien, el interés que se desprende de un libro, ha sufrido una gran inflación durante años. El espectro cultural ha sido sostenido por el capital social y no por la sociedad en sí, me parece. Durante años hemos pagado las preguntas y también las respuestas. Una institución —un Ayuntamiento, una Fundación, un Museo, por ejemplo— daba un premio o editaba un catálogo y pedía a la editorial que elaborase un presupuesto para 3.000 ejemplares; que ellos no querían participar en los beneficios porque como institución no podían hacerlo, que lo que querían era, por seguir poniendo cifras, un suponer, 300 ejemplares. Entonces, la editorial lo que hacía era imprimir 400, le daba al Ayuntamiento los libros que habían acordado, no se hacía seguimiento, se quedaban con 100 que repartían a determinadas librerías, libros que a los pocos meses seguían ahí, no se habían movido de la estantería, porque no se trataba de vender, eso ya daba igual; ese libro estaba cien veces pagado, su venta era insustancial.
Que yo no digo que cierta «cultura» no deba estar subvencionada. Es necesario y enriquecedor. Pero no puede engrosar el ideal de una cultura compartida y saludable. En cuanto el dinero ha dejado de llegar, el desplome ha sido terrible. Mucho más devastador que la falta de dinero ha sido la incertidumbre y el miedo al que nos hemos visto proyectados.
Oye, ¿y el premio planeta? Sí vende, ¿no?
El Premio Planeta qué más da que venda o no venda. Puede vender los que quiera, en realidad es publicidad, están pagando anuncios, cuñas y televisión de la marca. Cien millones de pelas es lo que cuesta, ¿no? Lo que te dan de premio. O cuando hablamos de un Pérez Reverte, al que se le dará una cifra muy grande como anticipo, que en su momento sería aún más. Isabel Allende, creo que estuvo en lo más alto del ránking, creo que llegó a cobrar 250 millones de pesetas de anticipo o más, o lo que le habrán pagado a Carlos Ruiz Zafón en su segundo libro. ¿Cuántos libros hay que vender para amortizar una inversión así? Y lo que ocurre es que no se trata de eso, se trata de colocar ese libro y todos los de la editorial en la mesa de novedades. Se trata de vender el Ruiz Zafón, sí, pero sobre todo los de alrededor, y sobre todo, vender la marca.
¿Tú lo has leído, por cierto? A Zafón, digo.
No no no no no. [Es graciosísimo el gesto; tal parece que le he dicho algo impensable, inaudito] No puedo ni quiero saber nada de todo eso. No tengo nada de tiempo para ese tipo de cosas. Ni siquiera para engancharme a las buenas series de televisión. Pero su presencia es constante. Incluso en ensayos que se adivinaban potentes, aparece mencionado. Voy a tener que leerlo en algún momento. Estará ya en bolsillo, ¿verdad?
Ni idea. Hablemos de tus libros.
Procuro editar mucho ensayo. Me gusta, aunque creo que el género ensayístico está transformándose. El lector ya no quiere textos plúmbeos. El ensayo ha migrado a un paralelo más edulcorado y legible: la divulgación. No me parece mal. Pero, no sé por qué, a mí me sigue gustando lo complicado, lo difícil, lo extremo. Y hay más editoriales como yo, que siguen abriendo camino. Menos mal. Cuando publico algo como lo que voy a hacer ahora, las obras completas de Felipe Núñez, que empieza con su ensayo Para escapar de la voz media, me doy cuenta de que necesitas un gran background para descifrarlo. No me asusta la idea de enfrentarme al puzzle que ello representa, aunque tenga un millón de piezas y no sepa dónde encaja cada una. Te vas a una librería, compras un libro y te vas a una cafetería a leerlo, eso es empezar por las esquinas.
[Interrumpo:] Así no vas a vender el libro
Pues no lo sé, lo más seguro es que no. Pero es un libro verdadero, un libro auténtico. Es del año 98. Son quince años y, sin embargo, no hay nada más actual: Para escapar de la voz media. No hay nada más en boga que esa necesidad de escapar de la isonomía, de encontrar lo que diferencia, de imprimir una velocidad de escape a todo lo que homogeniza.
[Me mira, le miro, nos miramos:] Voy a vender tres, seguramente. Ya.
Hay algunos libreros que ayudan a que este tipo de proyectos, digamos no de masas, se conozcan, que apuestan por ellos.
Claro. Tú conoces a Damiá Gallardo, por ejemplo. No es un tipo fácil de convencer, pero cuando lo ve, se arriesga. Es un gran tipo.
Fan del Dr. Who. Eso marca mucho.
Sí. [Aquí una carcajada.]
Están Damià, Luis, Pepe, Rafa, Curro, Lola, Miguel, Álvaro, Cristina, Gonzalo, Inma, Alfonso, Alberto… muchos más. Los libreros son gente con criterio, más que cualquier otro lector: Ellos tocan todos los libros, tienen ya coordenadas de identificación, calan rápido, establecen relaciones casi auráticas con ellos, son como Jedis. Puedes leer críticas, puede que tu madre te diga algo, puede que incluso otros editores te llamen la atención, pero lo que diga un librero sobre el libro tienes que grabarlo en mármol.
¿Les estamos haciendo la pelota?
Es algo rotundo, no lo digo por peloteo.
Además, esto no lo lee nadie.
Hay poetas locales que dedican sus poemas a la ciudad en la que viven. «Poema a la Plaza Mayor». Recuerdo a uno que consiguió redoblar el esfuerzo y llegar a hacer un poemario en el que los poemas, si bien versaban cada uno sobre un monumento emblemático de la ciudad, estaba cada uno a su vez dedicado a un concejal del Ayuntamiento.
Tremendo.
Un poemario, amiga, aplaudidísimo. La vida en provincias; estas cosas funcionan. [Este momento es un descacharre: Fabio se pone a recitar:] «Llego hasta tus arcos y te grito: “¡Bonita!”. Inundada de ocres…» Todo así. Es maravilloso.
Entonces, claro, yo ahí no tengo nada que hacer. Nadie me llama nunca para bajar a jugar al patio.
Por otra parte, todo esto es muy lógico, muy defendible. La ciudad necesita nutrirse de estas cosas. La institución ha de embellecer a la institución.
Ya, pero es dinero público, volvemos a lo de antes, ¿está bien gastarlo de esa manera?
Claro, ahí hay una disyuntiva; es lo que hablábamos sobre la cultura subvencionada. Si, digámoslo así, la fórmula que protege esa forma de hacer las cosas es una fórmula que tiene en cuenta todo aquello que de forma privada y de forma no institucional no se va a poder hacer, lo que hacen es una buena y gran labor; es decir, están dando a conocer cosas que de otro modo no habrían siquiera visto la luz. Estás en una institución de cualquier ciudad y aparecen allí cuatro señores que van a escuchar recitar a un poeta rancio… Esto no se puede criticar. Es interesante y bueno, creo yo, que los espacios públicos se abran a ese tipo de actividades.
¿Invertir dinero público en publicar libros así?
No me parece mal, ya digo. Me parece muy bien que se meta dinero en algo que de otra forma no saldría. Me parece incluso demostrativo y bonito. El problema sería gestionar eso con otras intenciones que no sean las de crear diversidad. Por otro lado, todo el mundo pone el grito en el cielo cuando se adivina que el que «está detrás» de todo tiene un vínculo especial con el «sistema». Si te soy sincero, me parece muy complejo no encontrarlo. Siempre hay un número Bacon, siempre va a haber pocos grados de separación entre las personas, sobre todo en comunidades pequeñas. Por lo general, el que critica es el que tiene el número Bacon más alto.
Todo esto, de todas formas, se ha acabado, ya no hay un duro. Tendremos que empezar a saber valernos por nosotros mismos. Es un buen acicate.
Nos felicitamos por ello, ¿no?
Sí, totalmente. Ahora hay que buscar otro tipo de fórmulas. Ahora empieza la aventura.
[Aquí hay un corte, no voy a trascribir la conversación completa, son cerca de cuatro horas, háganse cargo. Creo que fuimos crueles, también, por momentos. Y no está bonito. Uno se empieza a reír y es muy difícil parar. Que Dios nos perdone. Así enlazo con lo que viene ahora. Aquí no ha pasado nada]
Sí que es complicado hacer libros de humor.
A mí el humor es algo que me da muchísimo miedo. Hay una manera de sobreentender el humor que me parece que no tiene nada que ver con él mismo. Es como la moda actual de los cupcakes, que muchos colorines, que muy atractivos, que muy bonitos; tanto, que al final parecen plástico. Quizá porque he estado y paso gran parte de mi vida entre gente a la que le encanta reírse, sé que en el humor, aunque parezca una perogrullada lo que voy a decir, no hay sitio para la seriedad. «No practiques la ironía si tienes la intención de aclararla» dice Rodrigo Cortés en una de sus frases antológicas. Cuando leas ese libro te darás cuenta de que, por encima de sus películas, de su hilar fino y de su tremenda agudeza, hay una cosa que prima: el muy cabrón es un tipo exageradamente gracioso.
Cuando verdaderamente hay humor, este tiene que estar por encima de todas las cosas.
Por qué te hiciste editor. No me has llegado a contestar, que te he visto.
La editorial, en realidad, y yo creo que tú me entenderás mejor que nadie, es un laboratorio. Creé la editorial para aprender todo lo que el mundo del libro está pidiendo. Salvo para los libros, que son algo con lo que intento no experimentar, todo lo demás es algo que hago para aprender. Me metí en esto para aprender a hacer libros, a interiorizarlos, a diseñarlos, a jugar con ellos, a venderlos. Cada título representa un ir más allá en este sentido.
El del Pulitzer, por ejemplo, no lo he hecho ya solo porque el libro me interese, que también, sino por saber cómo es el comprar los derechos de un premio Pulitzer. Eso me interesa mucho, el forzarme a una profesionalización de las cosas; aprender a hablar con otras editoriales, a negociar derechos con agentes, a saber cuánto cuestan y qué pasos hay que dar. Quiero saber qué hay al final. Independientemente ya de que el propio libro me encante. Eso es lo que hago en Delirio.
SESENTA
Porque en mi familia lo primero que falla es el corazón
y casi nadie supera la década de los cincuenta,
creo que me quedaré hasta tarde con unos cuantos sinvergüenzas
de mi elección y me resistiré a los buenos consejos.
Inventaré un secreto pergamino perdido por los egipcios
y revelaré su contenido: las direcciones
que llevan a tu casa, las recetas del perdón.
(…)
Stepehn Dunn. En otro momento.
Ahora, con el siguiente, quiero aprender a hacer prensa, promoción. Muchos editores, diría que el 80% de los que conozco, es casi a lo único que se dedican, a hacer prensa, básicamente, a entrar en contacto con la gente que va a hablar del libro. Muchos no saben sobre la producción de su libro, o en qué papel se está haciendo. Yo me he dedicado durante este tiempo justo a lo contrario, y he dejado de lado por completo la «promoción» del libro. Que es, a la larga y como todo, una parte tremendamente importante del asunto.
¿Cómo conseguiste que se hablara tanto de Zurita? Vender un libro de poesía, nada menos.
No hice absolutamente nada. No contacté con nadie. Mi estilo es éste: jamás envío libros si no me los piden. Considero que tiene que haber un interés por ello, si no ¿de qué sirve? Fue el propio libro, o el propio autor, el que consiguió interesar, yo sólo hice lo que tenía que hacer: un buen libro.
[Está muy orgulloso de este libro. No es para menos. Vayan a una librería y búsquenlo. Y luego me lo cuentan]
Tendemos a pensar que los medios venden, y eso no es cierto: los medios dan a conocer. Luego son los lectores los que juzgan y mueven ficha, sobre todo en estos géneros «menores» como la poesía. Zurita, sin ir más lejos, salió en las páginas centrales del Babelia: entrevista, reseña del libro, etc. En esa semana sólo recibí cinco o seis pedidos, no más. Con el tiempo, terminó calando, y a día de hoy su venta es lenta pero constante.
Está claro que todo ayuda. Que salga en un sitio o en otro, que le den un premio los de Witt, o que salga en Cuadernos de Occidente, en Qué leer, o en el blog de La medicina de Tongoy el otro día, o en otros muchos sitios, son todo movimientos a favor de que se conozca la obra. Pero soy consciente, porque soy uno de ellos, de que el lector tiene un criterio que la mayoría de las veces desoye estas «referencias externas» y se centra cada vez más en su propia proyección.
¿Cómo llegas a Zurita? Eso es más interesante. Esta entrevista se la debes a Zurita. Adoro ese libro.
[La pregunta que le he hecho ahora la contestará mucho más adelante. Paciencia. Ahora la que va por fin a acabar de contestar es otra que le hice antes]
Lo digo ahora y lo diré siempre: con el libro de Raúl Zurita empecé a ser editor. Era editor bastante antes, pero Zurita hizo que los demás me consideraran un editor. Así que le debo mucho. Todos mis libros, absolutamente todos, son de autores amigos, gente con la que me relaciono.
De hecho, ese es el motivo por el que se creó la editorial, volviendo a lo de antes. Tenía que darle una solvencia jurídica, crear una entidad para aglutinar a todos los que estaban haciendo cosas a mi alrededor que me interesaban. Nos habíamos metido en asociaciones, manejábamos todo desde fórmulas inconsistentes, teníamos miles de proyectos en torno a la Universidad, a revistas, a actividades… y era muy complicado organizarlo todo precisamente porque no había una manera legal de hacerlo: cómo cobrar, cómo repartir, cómo devolver, cómo gestionar, cómo ser mayores. Así, resolví que era necesario darle una forma. Creé la editorial como empresa para canalizar todo eso. Ni siquiera me servía ser sólo autónomo. Tenía que empezar a construir una casa al completo, no sólo una habitación.
Los dos primeros años todo fue para fuera, estuve haciendo labores editoriales para terceros, aprendiendo a maquetar, a diseñar, aprendiendo a gestionar, a hacer facturas, albaranes, ¡aprendiendo a hacer paquetes donde los libros no se muevan y lleguen bien a su destino! —esto es importantísimo—, empezando a hablar con librerías, con empresas de transporte, con otros editores… Fue tras esos dos años, dos años y pico, que comencé a hacer mis libros.
Me preocupaba al comienzo sobre todo crear un aspecto visual sólido, algo que definiese rotundamente lo que hacía. Era también para mí muy importante saber que mis 3.000 euros de capital inicial iban a resistir, por lo que todas las decisiones que he tomado en estos años, han sido excepcionalmente medidas y sopesadas. El libro, además, y es un aspecto importante a tener en cuenta, no termina cuando se tiene en las manos. Tú eres muy consciente de esto, incluso más que yo. El libro cuando termina de imprimirse sólo ha recorrido la primera parte de su ciclo. Como no tenía mucho dinero me buscaba la vida de otras maneras. Por ejemplo, no podía pagar por estar en la mesa de novedades, es decir: no tenía ni prestigio, ni dinero, ni manera de hacerme un hueco entre lo demás. De ahí lo de crear un sello contundente, algo que impactase. Fue la manera de intentar estar ahí, de llegar donde otros llegan haciendo una inversión que yo no tenía. Se me ocurrió por eso hacer los libros cuadrados. Fue una forma de diferenciarme, tenían un sesgo especial.
Son muy reconocibles.
Los libreros odian los libros cuadrados. Las bibliotecas los repudian. Nadie quiere libros cuadrados, están fuera del imaginario social. Ves un libro cuadrado y no le otorgas la calidad de libro hasta que no te zambulles en sus páginas. Y, en cierta forma, tienen razón, si llevamos qué sé yo la de años haciendo libros y la medida es 17×24 pues será por algo. Todo esto que se dice sobre que hay que modernizarse, inventar cosas nuevas… está muy bien, pero cuidado, puedes estar jodiéndolo todo. Las medidas de toda la vida son medidas que están optimizadas. Un libro es rectangular por algo. Si no lo haces así, por ejemplo, sin ir más lejos: pierdes papel.
Ocurre que tenía que hacerme ver y, paradójicamente, opté por hacerlos cuadrados y pequeños, hay que joderse. Los hice muy pequeñitos [La colección Krámpack de poesía, mide 11×11]. Libros cuadrados hay, pero no tan pequeños. Y lo que pasó es que empezaron a ponerlos junto a las cajas registradoras.
Son muy chulos esos libros. Habrá quien los compra y ni siquiera los lee, ¿no? Es decir, el libro en sí está bien para regalar, para tenerlo colocadito en algún sitio.
Jajaja. Sí, «tienen el tamaño perfecto para no leerlos».
Son además muy asequibles.
—Cuánto cuesta esto.
—Siete pavos.
—Ah, pues me lo llevo para Marta.
En este sentido, me di cuenta, hablando con los libreros, de que podíamos hablar sobre los espacios, sobre los libros, de que se establecía una relación muy directa. Algo que a mí en particular me gusta mucho. El diálogo en sí me parece siempre fructífero, independientemente de que al otro lado se me hable con ínfulas o de que acabemos queriendo matarnos. Es algo interesante por sí mismo. Es bueno hablar de las cosas. No quejarse, digo. Hablar. Y cuando los libreros, que son en general un gremio bastante quejica (no sin razón), de repente dejan de quejarse y empiezan a hablar, se produce algo muy bonito: empiezan a contarte qué les gusta, cómo podrían hacerse mejor las cosas, te das cuenta de que les duele no haber vendido algunos de tus títulos, que a ellos les gustan mucho. Y tú te sientes enteramente recompensado. Todo esto me gusta. Hay mucho refuerzo positivo de unos a otros. Cuando viajo me paso a visitar a los libreros, les regalos libros, charlo con ellos. Así me encuentro con que tengo siempre un amigo al otro lado de la puerta de una librería.
El libro pequeño y cuadrado generó expectación. Recuerdo haber vendido de alguno de los primeros 600, 700, en menos de un año… Algo nada desdeñable. Luego es cuando ya aparece el formato cuadrado de narrativa, con ese gran libro que es Yo mataré monstruos por ti. Y me di cuenta, enlazando con lo que hablábamos antes, de que nadie habló de él en absolutamente ningún medio. Y que, en menos de siete meses, había vendido 1.000 ejemplares.
Ante mí se abrió un mundo: Resolví con ese libro que podía yo perfectamente gestionar la venta de 1.000 ejemplares o más, por un lado, y que además no necesitaba ni más inversión, ni publicidad, es decir: no necesitaba incrementar ni los gastos fijos ni los variables. Me consolidé en la idea de que podía hacerlo todo yo. No tenía sentido distribuir de forma externa, el dejar que alguien se ocupara de vender mis libros. Mientras pudiera iba a hacerlo yo. Iba a ser una editorial auto gestionada en todo lo posible y, por otro lado, iba a ser una editorial viable económicamente, iba a generar dinero, en la media de lo posible iba a ser solvente.
Me acuerdo de un poema maravilloso de mi amigo Peru Saizprez que dice:
Los poetas somos como los superhéroes,
y no porque podamos volar ni porque luchemos por la justicia o por que tengamos ciertos poderes, no. Los poetas somos como los superhéroes porque, por lo general, ambos tenemos 2
trabajos.
A los editores les pasa lo mismo. Yo decidí que mi editorial, tarde o temprano, tenía que ser mi único trabajo.
Te han dado alguna subvención.
Sí. Para Zurita, por ejemplo. Para La vida dañada de Aníbal Núñez, y para otros dos que salen en breve.
O soy gilipollas o los libros me salen baratos, porque bajo bastante de los 5.500 euros que se suelen pedir. También es verdad que, como te he dicho, trabajo con otros porcentajes y no tengo los gastos de una editorial normal. Ajusto mucho las tiradas, por ejemplo.
Hay una cuestión en todo esto que a mí me da tranquilidad, que me da mucha paz, y es que he llegado aquí sin pedir nada. No debo nada a nadie. No he generado ninguna deuda que deba ser saldada. No he tenido que pedirle favores a nadie. Así que no dependo de nadie. Puedo mandar a tomar por culo cualquier cosa que no me convenza ni me interese.
Eso es ser editorial independiente, ¿no? Se usa lo de «editorial independiente» para otra cosa.
Para mí ser independiente es esto que te digo. No tengo que soportar ninguna mala cara ni ningún discurso que no me guste. No dependo de ninguna estructura de poder, pues todo lo que la editorial rinde está hiperfragmentado. Si algo baja, ya subirá otra cosa. Por ejemplo: hay librerías que me han tratado mal en cuanto han descolgado el teléfono. Con mucha educación les adviertes que no hay ningún problema, pero que lo que sí que hay es otra librería en la siguiente calle. Y cuelgas.
No puedo decir que viva enteramente de la venta de libros. Doy clases, diseño para otros, comisarío exposiciones (qué mal suena esto)… Pero desde luego todo lo que hago y me permite vivir, lo facturo a través de la empresa. Cada vez me hago más fuerte en este pequeño reducto, en esta S.L.U., que le llaman, Sociedad Limitada Unipersonal. Con dos cojones.
¿Cuál fue el primer libro?
El primer libro con el que comencé fue No pasa nada si a mí no me pasa nada, de Luis Felipe Comendador. Es mi amigo, mi autor y también el impresor de una parte de la producción, por ese orden. Vive en Béjar, tiene una imprenta muy bonita, muy graciosa. Tiene todas las cadenas de montaje para hacer los libros fresados. Este formato pequeño aguanta muy bien este tipo de encuadernación, es decir, independientemente de que los abras mucho, la cola resiste. Al tener toda la cadena de montaje él, me permitía hacer a mí mis propios libros: Voy y le doy a los botones, controlo todos los procesos de producción. Sus maquinistas me han enseñado mucho. Si en el ombligo me cupiese algo grande, que pudiera llevar siempre a todas partes, sería un cuentahílos.
[Parece un niño: se le ilumina la cara, le encanta esto. Qué risa.]
Era para mí muy importante aprender cómo se hacían. Muchos de estos libros los he hecho de principio a fin. Es un proceso mecánico apasionante. Pero también muy casero, muy manual. Imagínate, por ejemplo, en un libro fresado las páginas están separadas, no están en pliegos que van cosidos, están guillotinados. Tienes 128 páginas, es decir: 64 hojas cuadraditas. Las dispones secuenciadas a lo largo de una mesa enorme. Entonces llamas a toda la familia y todos nos ponemos a «alzar» el libro, que no es más que ir poniendo una hoja sobre otra hasta formar el volumen. Es una maravilla. El libro crece en tus manos, no sólo en tu cabeza.
Tengo aquí [Ha traído una maleta enorme con libros de la que echa ahora mano. Espectacular] a mi buque insignia, Basura, de Ben Clark.
Ser útil
ser amado,
ser necesario.
Y si no, ser basura, hijo mío.
Ben Clark. Basura.
Tengo cosas que son santo absoluto de mi devoción: Carmen Camacho. Es de las pocas mujeres que hay en mi editorial.
¿Por qué no hay apenas mujeres en tu editorial?
Joder, no lo sé. Simplemente no lo sé. No hay ninguna razón para ello.
Porque te resulta más sencillo simpatizar con un hombre.
Puede ser… [no suena nada convencido]
Yo estoy convencida de que es así. Entre hombres os relajáis, las mujeres os crean una cierta tensión. No es lo mismo con una mujer.
Puede ser, puede ser, no te digo que no. Hay un libro maravilloso de Raymond Queneau que se llama Siempre somos demasiado buenos con las mujeres. Es un libro muy muy gracioso. Creo que lo ha reeditado Seix Barral. Trata sobre unos de los primeros insurrectos irlandeses; toman una estafeta de correos, son unos tipos duros y con fuertes convicciones morales. Desalojan todo el edificio y se hacen fuertes dentro. Son imbatibles. El problema es que en ese desalojo se dejan a una mujer en el cuarto de baño. Y la trama es cómo esa mujer va dinamitando las relaciones entre ellos, y cómo destruye, con sus encantos, la rebelión entera. Es un libro fabuloso.
No creo en estas cosas. Lo cierto es que no establezco ninguna distinción. Si no ha aparecido ninguna mujer más aparte de Carmen o de María Eloy-García es por casualidad. Sé que tarde o temprano editaré a más mujeres por el simple hecho de que no me importa que lo sean.
Sé que aúllo y lo oyes
No debiera
Cada vez que soy un grito
que doy voz a mis heridas
como acto reflejo
das un casi imperceptible
paso atrás
tantos ya
que algún día llegaremos
a encontrarnos por la espalda.
Carmen Camacho. Campo de fuerza
No hay tantas mujeres escribiendo como hombres. No tenemos tiempo. Nos dedicamos a otras cosas; un poco a la fuerza, también, entiendo.
Pues mira, he de decirte que una editorial como la mía, que no tiene especialmente mucho renombre, recibe al día entre cinco y seis mails con manuscritos o currículum. Es bastante. Pues bien, indefectiblemente, los manuscritos son de hombres y los currículum que me llegan son de mujeres. Y no es porque las mujeres hayan visto la editorial y se digan «Es una editorial para hombres», sería una estupidez, Deliro no tiene ese sesgo, estoy seguro. Ellos quieren publicar y ellas trabajar. Eso es lo que dicen las estadísticas en este caso.
No, si te creo. Es que nosotras no tenemos tiempo para escribir, o así me lo parece a mí. Aparte de asumir los roles tradicionales de los hombres para poder trabajar, etc., seguimos teniéndonos que ocupar (o no hemos aún aprendido cómo no hacerlo) del papel que hemos desempeñado durante siglos: el trabajo en casa, los niños, la pareja que no sabe —ejem— planchar, de estar guapísimas, espléndidas, ser cómodas de tratar… Tal vez por eso, estoy ahora pensando, acabamos en algunos casos siendo unas histéricas. Esa paz necesaria para escribir, ese cuarto propio que es fácil, natural en un hombre, nosotras no lo tenemos, no hemos sabido pelear por él, hacernos un hueco sin tener que renunciar a no estar solas, a ser aceptadas y queridas.
Creo, muy sinceramente, que sois mucho más creativas que nosotros. Lo que pasa es que no necesitáis explicitarlo constantemente.
El hombre siempre tiene la necesidad de que se le vea su lado creativo, de rodearlo con neón. Es decir: rápidamente tiene hobbies, proyectos, llámalo bricolaje, qué sé yo, lo que sea, le resulta fácil embarcarse en todo esto, y luego quiere transformarlo en algo que rinda, que se vea, que se considere. Al mismo tiempo. tenemos una manera de abstraernos casi de patología neuronal.
Sí, es verdad. A mí me da una envidia horrorosa esto, cómo podéis abstraeros de las obligaciones más tediosas sin sentiros culpables.
[Carcajada aquí]. Sí, sí. Hacer maquetitas de barcos o limpiarnos las uñas ya nos permite no tener que pensar en otra cosa. Pero es importante el dato del porcentaje de los currículum y los manuscritos.
Ellos también tienen esa idea estúpida americana de que publicar algo te va a dotar de un lugar social importante que, en fin, es otra gilipollez más. Y te digo que, como editor, no aguanto a los autores que son así. Sólo aguanto a autores sensatos, que saben siempre lo que tienen entre manos. Creo que es interesante, que cada vez es más poderosa, la gente que sabe medir las cosas. Ha habido durante los últimos años una defensa prioritaria y absoluta de la identidad, eso que llamamos la idiosincrasia. Esta cosa de «yo soy yo y con mi yo voy a todos lados». Bueno, tronco, no sé, se me ocurre, tendrás que plegarte, ¿no?, saber medir el terreno en el que te mueves. No puedes ser el mismo tío en el gimnasio que en casa de tus suegros. «No, es que yo soy así». Ya, bueno, tú lo que eres es un gilipollas.
Pero hay muchas mujeres haciendo cosas interesantes.
Joder, claro que las hay. ¡¡¡Miles!!! [Las exclamaciones son suyas, no vayan a creerse que se me ha ido a mí la mano: realmente cree que es así] Mira, acabo de hablar ahora mismo con Donatella Ianuzzi, es una gran editora, una tía listísima, muy coherente, alguien a quien admirar y respetar.
Es curioso porque en mi entorno no se fomenta la discriminación para nada, no lo veo en nadie. Pero sí, puede que sea entre estas cuatro paredes y que ahí todo sea un mundo muy masculino.
Volvamos a los libros. Tus autores.
Mis autores son amigos. Han pasado todos esos filtros que tenemos cada uno de nosotros y que se activan de manera inconsciente. Los denominadores comunes que comparten mis amigos y autores son dos: son generosos y son agradecidos. Dos cuestiones que son importantísimas en mi vida, grabadas a fuego, a nivel celular.
Zurita. Por favor.
Ese libro. Bien. Te lo voy a contar.
[Me lo va a contar. Por fin]
Lo conocí en un viaje al que nos invitaron. Yo tenía, junto con Ben y con Víctor [Se refiere al autor de Yo mataré monstruos por ti: Víctor Balcells Matas] una historia que se llamaba Los enemigos de jardín. Fue una gilipollez maravillosa que montamos, un grupo de monólogos bastante absurdo, que no eran monólogos; en realidad, lo que hacíamos era leer textos que habíamos escrito nosotros media hora antes, donde todo eran risas, etc. Partió la idea de que Víctor, con un fuerte acento catalán, tú le conoces, que tiene pinta de ser bastante serio, de escribir cosas que duelen, pinta de llevar a cuestas una nostalgia intrínseca, cuando lee, y te digo que puede estar qué sé yo, leyendo la historia de cómo muere su padre en brazos de su madre, lo hace de un modo cómico, te partes de la risa. Es alucinantemente gracioso. Él no sabe cómo lo hace, vaya. Pero sí, te descojonas con él. Ben —un galés enorme, un amigo del alma— construye también monólogos hilarantes, poéticamente graciosos, lo cual no es fácil. El caso es que montamos un grupito; yo también escribía algunas cosas, bobadas la mayor parte de las veces. Nos invitaron como digo al grupo a unas jornadas en Ibiza, en pleno mes de noviembre, imagínate, como San Juan de Alicante en invierno: no queda nadie, da miedo en esas fechas, no hay servicios mínimos, todas las persianas bajadas. Se llamaba este encuentro algo así como Puerto mediterráneo del libro. Ya no lo recuerdo bien. Invitaron a todos los premios nacionales de poesía. En fin, un montón de gente seria. Y, bueno, por lo general, los poetas son un inmenso coñazo cuando se toman en serio a sí mismos. Es lo peor. Viene de ahí lo de que todo el mundo crea que puede escribir poesía, parece que lo único que tienen que tener es el canal de los sentimientos abierto.
Entonces, después de tres días bastante soporíferos, y de nuestro show, actuamos una noche —no hay nada como meter humor en un acto de éstos, creas un efecto multiplicador—, aparece el último día un poeta del que yo no había oído hablar en mi vida: Raúl Zurita. Sí había leído ya a Bolaño, donde se cita, pero no lo asociaba. El caso es que antes de que aparezca Zurita veo que los insensatos han traído a dos colegios de gente de 16 y 17 años para escuchar al tal poeta. Y lo pienso: «Si esto es como los restantes días estos 150 chavales se lo van a comer vivo».
Cuando llega lo que veo es a un hombre con la barba blanca, con una forma muy particular de caminar.
Sucede con la gente inteligente que no eres tú el que los observa, sino ellos a ti. También sucede que todo lo que hacen parece espontáneo. Nada más lejos de la realidad. Raúl es alguien que mide cada centímetro de lo que sucede a su alrededor, y su manera de hacer las cosas está tremendamente pensada.
El caso es que comienza, le da pie el director de todo aquello, Zurita se lo agradece, y se dispone a empezar, un recital de unos 50 minutos.
Hago un inciso para contarte una anécdota. Una vez le hice una pregunta. Estábamos caminando y se paró: «Necesito pensar la respuesta, y si necesito pensarla necesito dejar de pensar en mi enfermedad. Si seguimos andando la enfermedad empieza a tomarme por completo. Por eso mejor te contesto cuando lleguemos al sitio donde vamos». Raúl tiene Párkinson.
Y en los recitales hace lo mismo. Parece apocado y constreñido al principio… Se pone de pie y con las hojas en la mano. Y de repente su voz inunda la sala, una voz del centro mismo de la tierra. Y a medida que va leyendo se va metiendo en los poemas y los espasmos se van adueñando de él. La enfermedad le toma como le toman sus poemas. Poemas y enfermedad se adueñan de su fisionomía. A mitad de todo llega incluso a sujetarse la cabeza mientras sigue leyendo. Estás viendo la fisicidad del poema, tienes las uñas clavadas en el asiento, tienes ganas de llorar, de gritar, estás sin aliento.
Y en mitad de aquel recital, de repente me salgo de la película y miro hacia atrás: 150 tíos con la puta boca abierta, completamente maravillados. Sus poemas son tremendos, imágenes fortísimas, muy duras.
[Fabio se pone a leer, a recitar. No pasen por alto el párrafo, deténganse aquí, se lo ruego]
No fuimos golpeados, pero indicándome a mi hermano Ismael me ordenaron morderlo. Yo les sonreí, pero al sentir la primera bayoneta en mi cuello le musité un perdón y luego le clavé los dientes. Ahora respóndele, le dijeron a él, y de pronto, como extraviados, nos vimos mordiéndonos entre nosotros. Al comienzo no fue duro, pero poco a poco los gritos del perdón y los aullidos empezaron a fundirse con el fragor del río y cuando corrió el primer hilo de sangre nos habíamos convertido en fieras. A dentelladas nos sacábamos pedazos de carne hasta que en un momento, levantándose, mi hermano volvió a caer con la nuez de Adán destrozada. Me llamo Jeremías. Así comenzó todo. Los pocos moribundos que sobrevivieron igual fueron abiertos y después tirados llenos de piedras al fondo del Maiue. Allí donde el Pillanleufú desagua. Nueve en total. Hacia el amanecer.
Sabiendo que lo ha vivido, estaba todo el mundo, imagínate. Y, claro, yo entre ellos. No sabes lo que está sucediendo realmente, pero te sientes a su lado en esos momentos. He visto salir a mucha gente llorando de sus recitales. No hay nada parecido.
Cenamos esa noche con él. Le dije que le iba a llamar. Es encantador, majísimo con todo el mundo, pero no se cree nada. Tiene un entusiasmo exacerbado que equilibra perfectamente con un desinterés por las cosas que no le atraen. Ése es Raúl: alguien que guarda el equilibro en mitad de un mundo absolutamente desequilibrado. Alguna vez he reflexionado sobre eso: si no soy yo el que tiemblo y él el que está inmóvil.
Y le llamé para el Poetas por km2 que organizamos junto a Pepe Arrebato. De eso hace tres años.
El libro es increíble: el diseño, la portada, el interior.
Es un trabajo de días y noches. Lo corregí después de habérmelo leído 13 o 14 veces. Ahí es donde te conviertes en editor: cuando estableces un verdadero diálogo con el escritor. El libro ya está escrito, pero hay que hacerlo.
Cuando vino a Madrid aproveché y lo llevé a Salamanca. Allí dirijo un Seminario desde hace diez años. Fue cuando descubrimos que éramos exageradamente compatibles. Descubrimos que viajamos muy bien juntos, que podemos pasarnos seis horas hablando y seis horas en silencio. Y que estamos muy pendientes el uno del otro. Fue así como me entregó su libro. Un libro inédito en España y que se había publicado antes en Chile, en la Universidad Diego Portales (esos tíos hacen bien las cosas: utilizan los libros fantásticos que hacen para publicitar su Universidad). Después de mi edición, han hecho otra en México, en Aldus. La suya es negra, con ciertas marcas de agua de fondo, pero negra. Me gusta más la mía. Ellos han colocado el título en el centro matemático de la cubierta, que no es el centro óptico. Así que el título parece estar más bajo.
Y así fue lo de Zurita. Tal vez unas 200 conversaciones por Skype, unos 1.500 mails. Es muy concienzudo y a mí me ha enseñado un montón. Es un verdadero maestro.
Además has vendido un montón de copias.
Relativamente. No tantas. Pero no hay problema. Es un libro de largo recorrido. No hay prisa. Al mismo tiempo, y lo que es más importante: refunda la editorial, la clava en la tierra, y me da pie a hacer otras cosas.
Como La vida dañada de Aníbal Núñez, un ensayo, ¿con cuántas notas al pie?
Tiene 700, sí. Sobre todo, es una especie de ensayo biográfico, no solo de una persona, que también, sino de una ciudad, de un determinado momento histórico, el de transición. Creo que es Cèline quien dice que «Todo lo interesante sucede a la sombra». Te das cuenta de que la transición en este país ha sido siempre representada por espadas que no son tan interesantes como parecen. Es decir, frente a Almodóvar yo prefiero un Iván Zulueta. [Toma, y yo.] Éste es el que se mueve en la sombra, el que verdaderamente importa.
Toda la gente que está en la cara oculta son las que de verdad construyen el tiempo.
Aníbal Núñez Es un poeta que nace, vive y muere en Salamanca, que nace bajo un signo completamente contrario a los tiempos. Un tipo que no gana nada en toda su vida, ni un duro, que no se ejercita más allá de la ciudad. Un hombre que va a contrapelo. Fernando R. de la Flor habla de la transición como un tiempo de bonanza exagerada, donde todo es rédito, donde todo avanza incluso estando parado. Y, sin embargo, Aníbal no. Siendo posiblemente más inteligente que todos los que vivieron su etapa, habiendo seguramente ideado cosas más grandes que todos ellos, se vuelve contra el sistema que se está intentando implantar, contra esa especie de modernidad fingida, eso que en el caso de Barcelona se llamó lo Marilyn, y en Madrid fue La movida. Así, cuando se empiezan a usar vaqueros él se pone pantalones de pana. Siempre a contrapelo.
Es un libro muy personal. Considero que es el mejor libro de mi padre, sin duda.
Conocías a Aníbal.
Sí, claro, era el «tío Ani». Hasta los nueve años, que era la edad que tenía yo cuando murió, recuerdo que en todo lo importante que había sucedido en mi vida hasta entonces, Aníbal estaba involucrado de una manera u otra. La gente le recuerda como alguien especialmente arisco. Yo como alguien sonriente, melancólico y bondadoso.
La vida de este hombre es en realidad la excusa para hablar de su tiempo.
Es la excusa para hablar de muchas cosas, la verdad. Incluso hay algo de terapéutico para Fernando en todo ello. Habla por ejemplo de algo interesante y que dice Martin Heidegger en un pequeño texto que se titula Por qué permanecemos en provincia, sobre las cualidades de la creación y de la producción desde núcleos descentralizados. Es una oda a la sencillez. Defiendo mucho este tipo de cosas, el alejarte de los centros para poder sentirte al margen. Tener otra visión diferente, otro aire.
Son libros de fondo, decías antes.
Hay algo muy bonito que tiene la editorial, y es que los libros no tienen lo que todo el mundo está intentando hacer, que es el descubrir nuevas parcelas, generar nuevos campos, novedad, novedad. Los libros de la editorial, si tienen una particularidad, es que cierran etapas. Me doy cuenta de que también de una forma involuntaria tiendo a eso, a elegir a autores que cierran etapas, que dicen la última palabra antes que la primera.
En la faja de Yo mataré monstruos por ti de la tercera edición pones: «Más de 2.000 libros vendidos, y alguno regalado».
Sí. Estas cosas publicitarias hay que tratarlas con humor. Es algo que hacen de forma cojonuda en Blackie Books, por ejemplo.
Totalmente.
Son muy frescos. Y funciona.
Mira, hay libros de los que he vendido 7 ejemplares y los defenderé hasta la muerte. Este de La semilla de Sissa, trata sobre el ajedrez, son aforismos. Son el mismo libro, pero uno está encuadernado en blanco y el otro en negro. Eduardo Scala defiende la tesis de que el ajedrez ha sido siempre entendido como un juego de guerra, y no lo es, es un juego mercurial, un juego de contrarios, pero no de contrincantes.
Ahora has dado algo así como un giro, ¿no? El libro de Rodrigo Cortés es otra cosa.
Yo creo que está en la misma sintonía, pero desde luego tiene otras pretensiones en su «visualización». Igual que Zurita me enseñó a ser editor, A las 3 son las 2, me enseña a ser editorial. Rodrigo es un gran amigo, y es tremendamente generoso. No sólo te da su confianza, te enseña a ganártela. Como editor siempre busco la excelencia, con él hay que conjurar la perfección. La diferencia está en que si juegas un partido de tenis, puedes hacerlo de forma excelente: haber caído y haberte recuperado, haber sufrido y haber disfrutado. Un partido perfecto significa haber jugado todas las bolas como bolas de set. No puedes bajar la guardia ni un instante. Él no se maneja así sólo en sus películas, lo hace en toda su vida y en todo lo que trata. Aprender, en la medida de lo posible, la fórmula. Es impagable.
Antes de acabar me tienes que contar lo del Cementerio de arte, si quieres. Podemos acabar así.
Lo del Cementerio del Arte hay que verlo. Es una locura maravillosa. Llevamos siete años enterrando obras de arte. Así de simple. Obras de Isidoro Valcárcel, de Esther Ferrer, de Fernando Arrabal, de Juan Hidalgo, de Javier Utray… Conté 35 tumbas la última vez.
Da para otra historia, sí.
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He gozado como un niño la mañana de reyes leyendo esta ¿entrevista? Qué maravilla.
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