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Del Potro 2009: cómo sorprender a Roger Federer sin ser Rafa Nadal

Juan Martín del Potro y Roger Federer. Foto Xinhua Wang Lili Cordon Press.
Juan Martín del Potro y Roger Federer. Foto: Xinhua Wang / Lili / Cordon Press.

Claro que de 2003 a 2009 hubo momentos malos, solo que fueron pocos y en general al otro lado de la red estaba Rafa Nadal, empeñado en devolver hasta la última bola aunque se dejara las rodillas por el camino. Eso no quitaba para que los seis años que habían separado el primer Wimbledon de Roger Federer de aquel US Open se pudieran considerar prodigiosos, propios de un dominador como no se había visto otro en la historia desde los tiempos de Rod Laver, amasando quince títulos de Grand Slam como quien no quiere la cosa.

Federer, veintiocho años cumplidos, llegaba a Nueva York como número uno del mundo y vigente campeón de Roland Garros y Wimbledon. Ninguna de las dos victorias fueron fáciles: en París, tuvo que remontar dos sets a Tommy Haas en octavos y estuvo a una manga de la eliminación ante Juan Martín del Potro en semifinales. En Londres, lo que parecía que iba a ser un paseo ante el decaído estadounidense Andy Roddick en la final se convirtió en un suplicio que acabó 16-14 en el quinto set.

En cualquier caso, si uno puede imaginarse la plenitud personal y profesional, debe de ser algo muy parecido a lo que vivía Federer aquel final de verano: recién casado, con dos hijas de apenas unos meses haciendo pucheros en el palco, con el reto de ganar en tierra batida por fin superado y sin rivales a la vista dado el bajón de juego de Djokovic y las lesiones de Nadal, Roger tenía por delante una plácida gira estadounidense que tenía que culminar con un nuevo triunfo en Flushing Meadows, el que sería sexto consecutivo.

Para agosto de 2009, sin embargo, el suizo seguía siendo el mejor, pero ya no era el dictador que había arrasado el circuito hasta 2008, cuando una mononucleosis y una serie de inseguridades, junto a la madurez de su némesis, le llevaron al número dos del mundo y a un único triunfo en Grand Slam, precisamente en Nueva York. Quedaban las genialidades pero la regularidad empezaba a fallar. En Canadá, por ejemplo, ganó un par de rondas pero cayó ante el francés Jo-Wilfred Tsonga en tres sets, cediendo tie-breaks que antes rara vez se le escapaban. La alarma duró una semana, lo que tardó en ganar Cincinnati después de imponerse a David Ferrer, Lleyton Hewitt, Andy Murray y Novak Djokovic en el camino.

Siempre se ha dicho que Cincinatti es el torneo más importante de la gira de verano porque su pista es la más parecida a la de Flushing Meadows, así que la victoria de Federer no hizo sino elevar aún más su condición de favorito único. Su andadura en el torneo confirmó los pronósticos: un set perdido ante Lleyton Hewitt en tercera ronda y otro contra Robin Soderling, la estrella fugaz del momento, en cuartos de final, fueron las únicas pegas a un juego que parecía mejor incluso que el del año anterior cuando se sacó de la nada un triunfo por el que nadie habría apostado.

En semifinales, esperaba Novak Djokovic, el Novak Djokovic anterior a su milagrosa transformación de finales de 2010, generalmente atribuida a una dieta baja en gluten. En 2007 ya se habían enfrentado en la final y el suizo había ganado in extremis por 6-4, 7-6 y 7-6, un partido tan apretado como indica el marcador. Eran los tiempos en los que a Djokovic se le ganaba cansándole y desgastándole mentalmente, intentando aprovechar ese momento clave en el que el serbio podía mandar un smash a las gradas o una volea fácil a la red. En esta ocasión, el partido fue casi un calco del de dos años antes: un Djokovic agresivo, pujante… que se perdía en los momentos decisivos. Federer ganó 7-6, 7-5 y 7-5.

Puede que aquel fuera de los últimos grandes partidos que Roger ganó jugando bien los puntos clave, algo que a partir de ahí se echaría muy en falta. Conseguía de este modo su sexta final consecutiva en Nueva York, superando a Jimmy Connors y a solo dos de Ivan Lendl, que consiguiera ocho de 1982 a 1989. Enfrente, no estaría Rafa Nadal, como todo el mundo esperaba, sino un chaval de veinte años llamado Juan Martín del Potro.

Del Potro y el sueño americano

Lo de Del Potro en parte era una sorpresa y en parte no lo era en absoluto. En Roland Garros había amagado, perdiendo una ventaja de dos sets a uno para llegar a la final y llevaba un año instalado en el top 10 de la clasificación ATP. Aunque por edad aún presentaba un palmarés algo pobre, ya se había hecho famoso en España por sus torpes declaraciones del año anterior indicando que en la final de la Copa Davis, a jugarse en Argentina, «iba a sacarle a Nadal los pantalones del orto». Lo cierto es que Nadal ni jugó, Del Potro se lesionó en su primer partido y Argentina perdió en casa el torneo ante un equipo español de circunstancias encabezado por Feliciano López y Fernando Verdasco.

Juan Martín tenía un físico privilegiado para cualquier deporte excepto quizás el tenis. Con dos metros de altura y una fortaleza en su brazo derecho envidiable, dominaba los partidos con un saque tremendo y un segundo golpe como hacía tiempo que no se veía. Le faltaba, como es obvio, coordinación, y el tenis es probablemente la especialidad en la que la coordinación es más importante. No es fácil buscar una pelota baja ni deslizarte ni volear debajo de la red cuando tienes que agacharte tanto. Si conseguía adaptar su talento a las circunstancias, su futuro sería esplendoroso. Si no lo conseguía, quedaría en un Mario Ancic, un Joachim Johansson… buenos sacadores, potentes, pero machacados por las lesiones y las exigencias físicas.

El paso de ser un buen jugador a ser un jugador imparable, de primera división, lo había dado precisamente en Estados Unidos el verano anterior. Durante aquellos locos meses de julio y agosto de 2008, Del Potro parecíó un jugador tocado por una varita, capaz de ganar a cualquiera: sumó cuatro torneos consecutivos, algo que nadie aparte de Nadal o Federer había logrado en casi una década… y en el US Open llegó hasta cuartos de final, donde cayó ante Andy Murray tras veintitrés victorias consecutivas y después de cuatro horas de juego. El chico sabía jugar, eso ya lo había demostrado. Sabía jugar y sabía ganar. Pero, ¿repetiría hazaña un año más tarde?

Los inicios del verano de 2009 para Del Potro fueron similares: victoria en Washington y final en Canadá, pero ahí supo guardar fuerzas para llegar a tope a su gran cita. Estados Unidos era como su segunda patria, y Juan Martín era el tipo de jugador que a los americanos les encanta: agresivo, pasional, agónico en ocasiones… e imprevisible. Como cabeza de serie número seis, el de Tandil dispuso de un cuadro relativamente sencillo: despachó a su compatriota Juan Mónaco en tres sets y después hizo lo propio con Jurgen Melzer y Daniel Köllerer, el único capaz de arrebatarle al menos una manga. En octavos, pasó por encima de Juan Carlos Ferrero y se plantó en cuartos de final, donde esperaba Marin Cilic, otra joven promesa por explotar.

Cilic, en un anticipo de lo que sería el resto de su carrera, empezó el partido completamente encendido y mandando derechas a la línea. Ganó el primer set 6-4… y ahí acabó la fiesta. Enfrascado en sus particulares peleas interiores, el croata desapareció de repente del partido y cuando se quiso dar cuenta, una hora y media después, había perdido los tres siguientes sets 6-3, 6-2 y 6-1, y con ellos, lógicamente el partido. Del Potro llegaba de nuevo a las semifinales de un torneo de Grand Slam y ahí esperaba el español Rafa Nadal. Nadal se había perdido Wimbledon por una molestia en la rodilla pero había vuelto a lo grande, como es habitual en él, como si nada, plantándose en semis tras ceder solo dos sets en cinco partidos, con un 6-0 a Fernando González en cuartos de final incluido.

Obviamente, Rafa era el gran favorito. Nunca había destacado especialmente en Nueva York, donde ni siquiera había llegado a la final, pero estaba en su territorio y ante alguien relativamente inexperto. No bastó. Aquel sábado, Del Potro borró de la pista al número tres del mundo con un juego sideral, parecido a lo que hiciera Tsonga en Australia 2008: revés a dos manos, derecha plana, saques a la línea… Del Potro dio una lección de tenis que provocó que uno de los mejores jugadores de la historia apenas ganara aquel día seis juegos. Un triple 6-2 que le colocaba en la final. Aquello ya era un gran logro. La experiencia pasada decía que, ante Federer, ese tipo de jugador ya se conformaba con celebrar la foto.

Cómo no ser Marcos Baghdatis

En el camino a sus quince «grandes», Federer había derrotado a diez tenistas diferentes en la final. Algo parecido sucedía en el Masters, donde no había repetido oponente para ganar el torneo en ninguna de sus cuatro victorias. De esos diez tenistas, algunos llegaron a ganar un torneo después de perder con Federer, como Marat Safin o Novak Djokovic, otros ya lo habían ganado antes, como Lleyton Hewitt, Andy Roddick o Rafa Nadal… y luego estaban los jugadores-sorpresa, los one hit wonders del tenis, gente como Philipoussis, Baghdatis o González, que no volverían a jugar una final a ese nivel en toda su carrera. Sobre Andy Murray había dudas entonces, pero las disiparía en 2012. Robin Soderling repetiría final de Roland Garros, pero en ningún caso título.

¿En qué categoría entraría Juan Martín del Potro? Su estado de forma apuntaba a algo grande, pero nunca había estado en una final y nunca había ganado a Federer en sus seis partidos anteriores. El último antecedente sobre pista dura y en Grand Slam había sido en Australia, ese mismo año. El resultado: 6-3, 6-0, 6-0. El suizo había puesto el piloto automático del triunfo, esa facilidad con la que conseguía que la victoria pareciera algo rutinario y no había lesiones en las rodillas ni ayudas que pudieran favorecer al argentino. Peor aún, aunque el partido de Roger había sido bastante más largo y más duro, la lluvia facilitaría su recuperación: por segundo año consecutivo, la final no se jugaba en domingo sino en lunes.

El juego de Federer era el peor posible para Del Potro por su manejo de los ángulos, su precisión y la facilidad para tomar ventaja en el intercambio con un solo golpe. A favor del argentino: la defensa de Roger desde hacía un par de años había pegado un ligero bajón. A menudo, en tenis, parece que defenderse consiste en correr mucho, pero no siempre es el caso. Federer no corría mucho en 2009 como no corría mucho en 2003. Corría bien. Defenderse es una cuestión de piernas, por supuesto, pero también de lectura de juego, de devolver la pelota al lugar donde menos daño te puede hacer el rival. Eso, Federer, lo había dominado a la perfección en los años de las cinco o seis derrotas por temporada. Estaba por ver si lo conseguiría ante la apisonadora Del Potro.

El primer set no hizo sino confirmar lo apuntado: tras varias bolas de break y en un punto antológico que incluyó ataque, defensa con revés cortado y revés profundo, ángulos frente a potencia y un último golpe genial, Federer rompía el servicio de Del Potro y se ponía por delante 2-0. El resto del set siguió con la atonía de lo magistral: apoyándose en el servicio y subidas constantes a la red para cortar el ritmo del rival, Federer se acababa imponiendo 6-3 con una sensación de superioridad impresionante. Del Potro tenía que ganar tres de los cuatro siguientes sets a una leyenda, el número uno del mundo, en una pista donde llevaba seis años sin perder.

El reto era ese y había que estar a la altura. Lo que tenía claro Delpo es que no se iba a rendir, que esto no iba a acabar como la Copa Davis de 2008, desde luego. Con esa cara de cansancio constante, el gesto de extenuación, de agonía, Juan Martín se agarró como pudo al festival suizo y se propuso apagar la celebración de la grada en el segundo set incluso cuando Federer volvió a ponerse 2-0 por delante. Esperaba la displicencia, la habitual displicencia del genio, ese momento en el que se ve tan superior, se gusta tanto a sí mismo, que acaba convenciéndose de que es imposible perder y por lo tanto no merece la pena tanto esfuerzo, no merece la pena tanta preocupación. El partido pudo haber cambiado, y con el partido la historia del tenis, si Federer hubiera aprovechado el punto de break con 3-1 a su favor. Nadie le habría remontado un 4-1 y saque y desde luego nadie le habría remontado dos sets a cero en una final de Grand Slam. Sin embargo, Del Potro aguantó a base de derechazos, uno tras otro, estacazos que pusieron el 3-2 y luego más estacazos para aguantar el 4-3 y cuando Federer sacaba para ganar el set, 5-4 y 30-30 (había dispuesto incluso de un 30-0), de nuevo un paralelo que el juez de línea canta fuera pero el ojo de halcón dice que no, que dentro, por cinco milímetros y Federer se desespera y Del Potro se crece y empata a cinco, luego llega al tie-break y ahí se impone con cierta facilidad.

La facilidad de quien ya ha perdido el partido una vez y lo peor que le puede pasar es perderlo dos veces, que al fin y al cabo es lo mismo.

La derecha con la que nadie contaba: el set que cambió una carrera

Con un set iguales, llegó un inicio de zozobra. Federer sintió miedo. No un miedo atroz, paralizante, porque cuando llegas a tu vigésima final de Grand Slam eso queda atrás, pero sí el miedo a que la cosa se complique, a que sea necesario un paso más. No había nada que ninguno de los dos estuviera haciendo mal. Con su mejor tenis, Federer simplemente no era mejor que Del Potro. No ese día. La primera bola de break del tercer set, con 1-1, fue para el argentino. No la aprovechó. La siguiente le colocó 4-3 y saque.

La ventaja, sobre pista dura, no era cualquier cosa. El saque de Del Potro, desde lo alto de sus dos metros, era de una dureza impresionante. Aparte de la velocidad tenía la capacidad para colocar la pelota donde quisiera, un don que aquella tarde se mostró en su máxima expresión. El público vibraba como el que ve una tragedia desde lejos, creyéndose inmune. En Nueva York, Federer era el ídolo que antes habían sido Sampras o Agassi, el caballero negro recibido en los turnos de noche con la música de la Guerra de las Galaxias como sintonía de entrada, pero los recién llegados siempre eran bienvenidos. Estaba bien que hubiera emoción. Al final iba a ganar Roger, claro, pero que al menos le costara…

… Y esa sensación dio cuando el suizo rompió de inmediato el servicio del argentino por primera vez desde el primer juego del segundo set y empató de nuevo a cuatro el parcial, después aguantó su servicio y volvió a amenazar el del rival. Tras casi tres horas de partido, Federer tenía bola de set sobre el saque de Del Potro. Superado por la circunstancia, el argentino cometió doble falta.

La hazaña que estaba a punto de conseguir Federer pasó desapercibida en el momento: seis US Opens seguidos. Tilden lo había conseguido pero era en los años veinte y cuando uno ve una foto suya parece ver a Scott Fitzgerald o a un personaje de Scott Fitzgerald justo antes de la siguiente borrachera decadente. No solo eso: nadie había ganado Roland Garros, Wimbledon y el US Open seguidos desde que Rod Laver lo hiciera en 1969… y de sumar después Australia 2010 (cosa que, por cierto, hizo), el suizo habría conseguido su particular Grand Slam: no en un solo año pero sí seguidos, como hiciera Martina Navratilova justo antes de que Steffi Graf doblara la apuesta y en 1988 se llevara todos los grandes y de postre los Juegos Olímpicos.

Cosa seria, Steffi Graf.

Lo peor para Del Potro es que parecía que su oportunidad había pasado con ese break de ventaja y su lenguaje corporal no era el mejor, siempre cabizbajo, hombros caídos, lentitud enorme en los movimientos… Lo mejor era que estaba jugando como los ángeles. Sí, perdía, pero eso entraba dentro de lo posible. Al menos, estaba perdiendo a su manera, con su mejor tenis. Solo se podía echar en cara esa doble falta en el peor momento, pero el resto del partido estaba siendo impecable.

El cuarto set sería una cuestión de supervivencia. El cuarto set cambió la carrera de Federer, estoy convencido de ello. Roger tembló con Nadal pero se desmoronó cuando no remató a Del Potro en Nueva York. Tenía veintiocho años recién cumplidos y podría haber llegado a veinte grandes. Se le cruzó el set en el camino, esas cosas pasan. Recuerdo los comentarios de Eurosport en los que decían que Federer se estaba relajando, que igual luego lo pagaba, que se estaba «gustando» mucho… pero no recuerdo que eso sucediera así. Yo recuerdo a Del Potro jugando cada punto decisivo como si fuera el último de su carrera. Le recuerdo con una madurez impropia de un chico de veinte años, y sobre todo le recuerdo acertando, porque el deporte es acierto, olviden lo demás. No hay suerte, no hay casualidades. Acierto, eso es todo.

La primera gran oportunidad se le escapó a Federer con 1-0 y 30-40 sobre el saque de Delpo: resto a media pista y derecha impecable a la línea del argentino. La segunda fue con 2-1 y de nuevo 30-40: saque esquinado, buena respuesta de Roger pero otra derecha plana profunda que le daba vida al de Tandil. Y así, de derecha en derecha, el público y los comentaristas americanos enloquecidos, Del Potro rompía el saque de Federer y se ponía 3-2. Habría que contar las veces que Federer ha perdido su servicio después de desperdiciar una o varias bolas de break en el juego anterior. Cabecita loca. Enfrente, el chaval post-adolescente completamente fuera de sí, repartiendo palos por toda la pista, chocando los cinco con el público después de los mejores puntos… Un exceso de adrenalina que a veces provocaba despistes: una derecha en carrera que se iba a la red y Federer que entraba en el set, 4-4, a dos juegos de la victoria.

Lo que pasaba era que, gustándose o no, Federer ya no dominaba, estaba a expensas de su rival. Puede que el otro fallara o puede que la genialidad esporádica llegara en un momento aislado pero en el punto a punto, en ese 15-0 o ese 30-30 en principio anodino, la sensación era que Del Potro decidía, que en sus manos estaba el partido, y esa sensación, para Roger, era tremendamente incómoda e inusual. Eso no le pasaba ni con Nadal. Con el mallorquín el sufrimiento era otro, un sufrimiento de gota malaya, pero nunca de fusilamiento. Federer aguantó su saque para ponerse 5-4 y llegó a 30-30 en el siguiente juego, a dos puntos de la victoria. ¿Por qué digo que este set cambió su carrera? Porque en 2010 y 2011 estuvo en la misma situación ante Djokovic, aunque fuera en semifinales, y entonces, igual que en 2009, se vino abajo. Recuerdos. Fantasmas.

El suizo no volvió a acercarse siquiera. Llegó al tie-break pero nunca tuvo opción: cuando su rival debería sentir los nervios, Federer cedió los tres primeros puntos y no pudo remontar, acabando 7-4. Del quinto set mejor no hablar: fue una exhibición argentina. Era de lo más curioso, porque la cámara enfocaba a Del Potro y éste se llevaba la mano a la frente, a las rodillas, respiraba con dificultad. La imagen era la de un hombre derrotado… pero luego salía con un ace improbable, otra derecha plana cuyo bote solo intuías y enfrente, reducido a nada, el estilista, sin tiempo para tácticas ni para subidas a la red, un partido demasiado rápido para su tempo.

Del Potro usó su derecha para ponerse 2-0 y volvió a usarla para ponerse 5-2. Federer corría de lado a lado intentando salvar sus cinco títulos, pero no había manera. Del Potro no fallaba. Nunca. Derecha a un lado, derecha al contrario. Espectacular. No hubo margen para nervios de primerizo ni para miedo escénico. Federer regaló una doble falta para darle al argentino su tercera bola de partido, su tercera bola de campeonato. Como no podía ser de otra manera, al segundo intercambio, mandó una derecha fugaz y cruzada a la esquina, Federer se revolvió como pudo con su revés y Del Potro de nuevo le castigó con la derecha, esta vez paralela. La carrera de Roger quedó en nada. Llegó a devolver la pelota pero solo para mandarla fuera de la pista.

Del Potro había ganado. No solo había ganado, se había exhibido. Aquel parecía un verdadero cambio de guardia ahora que las rodillas de Nadal no respondían. No pudo ser. Entre la cadera y la muñeca, las lesiones acabaron con la trayectoria de Del Potro. Queda de vez en cuando la derecha, suficiente para mantenerse en el top 10 y ser habitual en cuartos de final, semifinales… pero no, aquel Del Potro no ha vuelto y aunque todos le esperamos, quizá a los 25 ya sea demasiado tarde para esperar milagros.

En cuanto a Federer, en los siguientes cuatro años, sumó solo dos torneos de Grand Slam: el citado Open de Australia de 2010 y el Wimbledon de 2012. Volvió al número uno y después cayó como un kamikaze. Empezará la siguiente temporada con 32 años y relegado al séptimo puesto del ranking. Cualquiera esperaría de él una retirada tranquila, en cómodos plazos. Su discurso en cambio sigue siendo el mismo: «Voy a ganar Australia», dice, como quien promete títulos con el Atleti en una liga donde juegan Madrid y Barça.

Solo que el Atleti, ojo, a veces también gana.

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3 Comentarios

  1. SirLameth

    Me ha encantado el artículo, salvo los dos últimos párrafos. Federer, que yo sepa, no ha declarado que vaya a ganar Australia. Le he leído que su objetivo serían 4 o 5 títulos en 2014 (sin especificar categorías), y estar en buenas condiciones físicas para competir, que es lo principal para poder tener opciones.

    Señalar que además de ese punto de break para ponerse 4-1 y saque en el segundo set, la clave está en esas dos bolas estratosféricas que manda a la línea Del Potro (la primera corregida tras ser cantada mala, y la segunda desafiada por Federer para demostrar que era buena; que gran invento el Ojo de Halcón) cuando el suizo sacaba para ganar el segundo set. Ahí cambió la final.

    Ese año yo vi las dos mejores finales de GS que he visto en mi vida. En Australia y en USA. Y en las dos vi perder a mi ídolo.

  2. Granjefeindio

    Buen post. Para mí la mejor final de la historia fue ese Djokovic Nadal de principios de 2012 (o fue 2011?).

    El único pero es ese tufillo de «la dieta baja en gluten de Djokovic». Si se admite líneas después que su tenis era agresivo y espectacular pero fallaba en lo mental, ¿qué sentido tiene insinuar dopaje? Quizá algún día algún periodista español tenga la valentía de hablar de las espectaculares vueltas de Nadal y ponerla en contexto con los retiros misteriosos. Por una cuestión de neutralidad, más que nada.

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