El mundo de los físicos de partículas —se sabe— es una provincia tan diminuta como la Comarca. De ahí que, cuando a uno de los hobbits que la habitamos se le ocurre la peregrina idea de escribir una novela, al resto de la familia le falta tiempo para rebuscar entre sus páginas, queriendo identificar a cada uno de los personajes de ficción que allí aparecen con su correspondiente modelo de carne y hueso. Inútil repetir a colegas y amigos que «todo parecido con la realidad, etcétera». Ellos se empeñan, obstinadamente, en reconocerse o imaginarse en cada héroe y en cada villano de la historia.
Cuando publiqué Materia extraña (Espasa), hubo un considerable revuelo en los varios patios de vecinas en los que se cita mi comunidad (la cafetería del CERN, entre ellos) poniéndole nombres y apellidos a la gente que habitaba el mundo de Irene de Ávila y Héctor Espinosa. Uno de los más perseguidos era la imaginaria directora del CERN, Helena Leguin.
Helena no era, originalmente, más que un panfleto, concebido para denunciar un hecho tan obvio e irredento como que no ha habido jamás una directora general en el CERN y no parece que vaya a haberla en el futuro inmediato. Físicas de primera categoría no han faltado en Europa durante el más de medio siglo de vida de la organización, pero el techo de cristal, del que hablamos en las Conversaciones en el Santa Cristina se ha ocupado de que ninguna de ellas ocupe puestos directivos de importancia. En el CERN, son los hombres los que toman casi todas las decisiones, los que se ponen casi todos los sombreros, los que cortan casi todo el bacalao, con alguna excepción, que no hace otra cosa que confirmar la regla.
No solo no ha habido nunca una directora general. Tampoco las divisiones teóricas o experimentales han estado nunca bajo el mando, que yo recuerde, de una mujer. En la infancia del laboratorio, allá por los felices sesenta y setenta, la división de sexos era prístina. Ellos los físicos, ellas las secretarias. Cómo no, los matrimonios eran frecuentes y el rol de los cónyuges bien definido. Él se entregaba a la ciencia, ella al hogar y a los hijos. De esa organización social se derivan curiosos fósiles, como el hecho de que el CERN no pague la guardería (para eso estaban las esposas), pero sí el colegio y la universidad de los hijos de sus funcionarios.
Cuando, ya en los noventa, el número de científicas del CERN empezó a crecer en cantidades apreciables, la estructura machista del laboratorio fue denunciada más de una vez, y, como famosamente anunciara Tancredi a don Fabrizio en El gatopardo, todo se cambió para que nada cambiara. Si acaso, el machismo imperante se adaptó al signo de los tiempos y el preboste sesentón con BMW descapotable recién estrenado (placas diplomáticas, claro), sustituyó a su ya ajada esposa (aquella bella secretaria de antaño) por la última becaria de algún departamento técnico como el de informática, que en los últimos tiempos ha dado mucho de sí en el ámbito social. El CERN, por cierto, no es el único instituto científico donde uno se encuentra padres, hijos, nueras, yernos y si me apuras nietos de Camborios. En España (y en el CSIC) también sabemos mucho de eso.
Pero volviendo a Helena, lo cierto es que mi borrón inicial no tardó en tomar vida propia. Confesaré aquí que siempre estuve un poco enamorado de ella. O para ser más exactos, me enamoré mientras inventaba a esa dama madura y discreta, cuyas bonitas piernas —siempre cuidadosamente enfundadas en seda— me quitaban a menudo el sueño. Como todo golem, mi criatura no tardó en rebelarse. Me había empeñado en crear una cincuentona irresistible, en parte por hartazgo con el extendido hábito social al que no es en absoluto ajena la literatura (y menos el cine) que pretende que toda mujer por encima del medio siglo, o es madre y esposa o no existe. Aunque el tópico está cambiando un poco, incluso en Hollywood. Ahí están las estupendas Michelle, Sharon y Sandra. Helena es de esas, pero es también (y sobre todo) una mujer solitaria, que gusta de plasmar esa soledad en haikus garabateados en un librito de papel de arroz que alguien —perdido, lejano— le regaló un día. Y es que a Helena le van los amores prohibidos, aunque no se queja cuando le cuestan un descalabro.
Cuanto más la conocía, más me gustaba. Valiente, belicosa, inteligente hasta doler, apasionada, imagina el interior de su cabeza como una fábrica en producción continua, una fábrica manejada por el poderoso departamento de autocontrol, que consigue mantenerla serena cuando el mundo está a punto de hundirse. Adora la ciencia a la que ha dedicado toda su vida, tanto como reverencia los objetos bellos e íntimos. Una pluma, un mechero. Imposible no amarla.
Y sin embargo, siempre mantuve que Helena no estaba inspirada en ninguna de las científicas que he conocido a lo largo de mi carrera, sostuve que no era sino una entelequia. No fueron pocas las encerronas que sorteé, los interrogatorios que no consiguieron doblegarme. Nunca dije un nombre.
Hoy confesaré que Helena no se inspiraba en una mujer, sino en dos, a las que acabamos de entrevistar en este magacín.
A la primera la conozco desde que éramos los dos casi unos críos. Escribimos nuestro primer artículo científico cuando apenas había acabado ella la carrera y yo era un postdoc desesperado allá en California, que corría de madrugada por las colinas de Stanford y no dormía por las noches porque la vida era corta y la física inmensa como el océano Pacífico. De eso hace, exactamente, media vida. A lo largo de las últimas dos décadas y media hemos colaborado en otros muchos artículos y proyectos, los últimos relacionados con el experimento NEXT. Siempre hemos firmado nuestros trabajos usando los dos nombres y apellidos, Juan José Gómez-Cadenas y María Concepción González-García (los dos aprendimos a poner un guioncito entre el primer apellido y el segundo para que no nos lo cercenaran). Y los gringos, que en nuestras mocedades aún no estaban acostumbrados a nombres hidalgos, no sabían si éramos dos o cuatro los firmantes, si Gómez-Cadenas era el maromo (bloke) y González-García la chorba (bird) o viceversa. Si éramos hermanos, primos, matrimonio o amantes. A día de hoy, muchos de nuestros colegas todavía no se aclaran.
A Ari la conocí cuando trabajaba en el CERN para mi tesis doctoral, a finales de los ochenta. Cierto es que no estoy muy seguro de que, por la época, ella reparara en mi existencia. Yo era un humilde estudiante graduado que formaba parte de un equipo de italianos (inmersión total, idioma incluido, espagueti Napoli a altas horas de la madrugada en casa de Antonio Ereditato, que años más tarde creería haber descubierto que los neutrinos viajaban más rápido que la luz, guardias interminables, durante el turno de noche, en el haz de test donde medíamos, uno a uno, los mil cristales de calorímetro electromagnético de Delphi). Ella era una divinidad de fiera cabellera rubia, a cuyo alrededor pululaba un ejército de admiradores. Cinco años más tarde, de vuelta al CERN, después de pasar por el acelerador lineal de Stanford y con mis galones de flamante científico de plantilla recién estrenado, conseguí que me detectara su radar. Ari y yo también firmamos juntos muchos artículos, pero las condiciones de contorno eran diferentes de los que firmé con Concha. Los primeros eran trabajos de naturaleza teórica, donde los únicos autores solíamos ser ella y yo. En cambio, los que compartí con Ari, también los firmaban los trescientos y pico colaboradores con que contaba el experimento DELPHI, del que los dos formábamos parte.
Extraño fenómeno este de la ciencia como empresa no solo colectiva (siempre o casi siempre lo es), sino masiva hasta el punto del anonimato. Un gran experimento, como los que operamos en la década de los noventa en el CERN (había cuatro de ellos, de los que he hablado en este blog, ALEPH, DELPHI, OPAL y L3, analizando las colisiones entre electrones y positrones que se producían en el gran acelerador llamado LEP) o los que funcionan ahora (ATLAS, CMS y LHCb) en el LHC, requieren el esfuerzo de grandes equipos de físicos e ingenieros. Esa labor de campo la aprendí con Ariella, precisamente, que por la época era la coordinadora técnica de DELPHI. Recuerdo lo que me asombraba la profunda comprensión que tenía de los subsistemas de nuestro gran aparato, cómo funcionaba cada uno de ellos, cómo se armonizaban entre sí. La mía era una visión mucho más parcial y sesgada. A mí me interesaba el aparato como instrumento de medida. A ella, como instrumento en sí mismo, en el mismo sentido que un violinista se interesa por su violín.
Violines, los de la física de partículas, que requerían cientos de físicos para construirlos y operarlos durante los diez años que trabajé en el CERN y que ahora exigen miles de ellos. LEP produjo exquisitos resultados científicos pero ningún descubrimiento de primera magnitud, para eso hubo que aguardar hasta anteayer, como aquel que dice. El descubrimiento del bosón de Higgs, realizado por los experimentos del LHC, encuentra la pieza que le faltaba al Modelo Estándar. Los correspondientes artículos están firmados por más de tres mil nombres, toda una ciudad de científicos arrimando el hombro. ¿Quién el bosón descubrió? ¡Fuenteovejuna, señor! El Premio Nobel ha ido a parar a Peter Higgs y François Englert, los teóricos que postularon la idea, hace cinco décadas. Yo habría preferido que el Nobel se lo llevara Fabiola Gianotti, la directora del experimento ATLAS durante la fase inicial de toma de datos, la única mujer, hasta el momento, que ha ocupado un top hat en el CERN (Helena, dicho sea de paso, también tiene mucho de Fabiola incluyendo la admiración que siento por ambas).
Un mundo de hombres, organizado como un ejército, o más bien como una milicia, con sus generales y sus guerras (bastante incruentas, eso sí) y sus objetivos militares, como la conquista del Higgs, que a veces extienden la contienda durante medio siglo. Un mundo de grandes ideas y abnegada entrega, pero también de ambiciones y miserias, en el que abundan los mediocres, los trepas, los gandules, los carteristas, los smooth operators, los jetas, los tontos de remate. Pero en el que tampoco falta coraje, nobleza y genio. A diferencia de Sodoma y Gomorra, en el CERN sobran justos para aplacar la ira de la divinidad cuando llegue el día del juicio, que, a no ser que se descubra alguna otra cosa que el ya muy exprimido bosón de Higgs, puede estar cercano para el laboratorio. Lo malo es que los nombres de esos justos que salvan cada día nuestra rama de la ciencia, son indistinguibles de los demás en las largas listas que no son ajenas, a la hora de repartir el crédito, a baremos y cuotas que poco tienen que ver con aquellas madrugadas en las que la inspiración nos sorprendía, tras una larga noche en blanco, trabajando.
En Materia extraña pretendía contar algo de todo eso. No sé si lo conseguí, pero sí sé que el intento produjo algunos personajes memorables, como esa directora que el CERN nunca ha tenido, que quizás nunca tendrá.
Y esta es la verdad sobre Helena Leguin y las mujeres que la inspiraron. Negaré por supuesto cualquier acusación de haber bebido los vientos por ellas, aunque sí admitiré que he visto a legiones de físicos perdiendo el resuello cuando cierto abanico se desplegaba como las alas de un ángel y he contado centenares de corazones desgarrados por el cortante filo de unos ojos azules, allá cuando mi todavía no tan remota juventud.
Pingback: Conversaciones de física en el Santa Cristina: Ariella Cattai y Concha González-García
Esto sí que rezuma machismo, así que al final las científicas lo único que causaban era esto:
«Negaré por supuesto cualquier acusación de haber bebido los vientos por ellas, aunque sí admitiré que he visto a legiones de físicos perdiendo el resuello cuando cierto abanico se desplegaba como las alas de un ángel y he contado centenares de corazones desgarrados por el cortante filo de unos ojos azules, allá cuando mi todavía no tan remota juventud.»
Ser heterosexual no es ser machista, C.Albers, algunos con la tontería políticamente correcta y las ganas de quedar bien habéis perdido el norte.
O su memoria a corto plazo es más corta que la de la Dori de «Buscando a Nemo», o sólo ha leído el último párrafo del artículo. ¿O no ha dejado el autor bastante claro las «docenas» de artículos que publicó con ambas? Si más no, su carrera científica habrá sido tan productiva como la de él; probablemente más, si tenemos en cuenta que la segunda estaba varios grados por encima de él en el escalafón, según se desprende del artículo para aquellos de nosotros que sabemos leer.
Lo cortés no quita lo valiente.
Un precioso artículo para la madrugada. El paseo por los bastidores hace más humano el drama.
Gianotti, candidata a la dirección del CERN. Con las cosas que cuenta JJ, apetece que gane ella.
¡Confirmado!