La han pinchado sobre papel y la han enmarcado extendida, pero aun así los pliegues se le desparraman hacia fuera como las patas de una araña disecada. El visitante no se acerca y la mira solo apocadamente y de lejos, con la inquietud de un aracnofóbico al contemplar una tarántula encerrada en un bote. No es una araña, sin embargo, sino que parece más su tela, y en ella no se enredan los mosquitos sino el pasado. Uno muy lejano que ya lo era cuando Salvador Espriu (Santa Coloma de Farners, 1913 – Barcelona, 1985) pasaba los veranos de su infancia en Arenys de Mar y la prenda servía a su abuela para escenificar fe en la calle e invocar en casa lo remotamente antiguo, una cualidad de las cosas —nunca un defecto— que fascinó antes al niño que al poeta. Espriu tenía nueve años en 1922, cuando una epidemia de sarampión le postró diez meses en cama e hizo que fraguase en él un escritor. Los símbolos que cultivó incluso en la senectud son todos de aquella época, y a fin de cuentas si se viene a este lugar es para entenderlos. Por eso la han enmarcado y la han puesto ahí, al principio del recorrido, y por eso figura pobremente iluminada, lo que mueve su elocuencia.
Una mantilla más negra que el tizne recibe de esta manera a las visitas en Espriu. He mirat aquesta terra, la exposición organizada por el Any Espriu en el Centre de Cultura Contemporània de Barcelona —CCCB— para conmemorar el centenario del nacimiento del autor, y lo hace contextualizada por unos versos suyos en los que la abuela «guarda el sol en el armario / del mal tiempo, entre encajes / de mantilla tejidos / por dedos de Sinera». Frente a ellos fotos de su padre y de sus hermanos, una grabación insonora de 1922 en la que el intelectual corretea y juega siendo aún niño y su madre, la de Espriu, contempla de frente a la posteridad desde un retrato al óleo oscuro, grande y majestuoso. La cartela que acompaña cita al escritor explicándonos, ahora en prosa, qué hace esa otra mujer en el arranque de una exposición sobre la obra de su hijo: «Mi madre era, en la claridad de la razón, de una rigurosa y nada hipócrita ortodoxia católica romana, pero calvinista en los abismos del subconsciente. Y me temo que yo he heredado una considerable porción de aquella oscuridad suya».
Espriu fue un hombre oscuro, en efecto, pero no solo por su heredad materna. Si la caligrafía de los genios empieza a temblar de miedo en la vejez, cuando ven la muerte muerte aproximarse, a Espriu esta lo zarandeó primero al comenzar la vida, cuando él mismo tonteó con ella y murieron dos de sus cuatro hermanos, y en su mejor juventud, cuando se le fueron su padre y su gran amigo Bartomeu Rosselló-Pòrcel. Quizá por esa razón no la concibió súbita y devastadora como Hernández tras la defunción de Sijé, cuando el de Orihuela invocó en su contra aquella tormenta de piedras, rayos y hachas estridentes, sino simplemente inevitable en las normas que rigen el mundo y por ello terrible, sí, pero inaccesible al catálogo emocional. Espriu concluyó en su Cançó de la mort callada que vivir es caminar «seguido de cerca por pasos en la nieve», seguramente una de las mejores imágenes que nos dejó, y nunca la culpó por su devastador efecto físico en la existencia, aunque sí de que abonase lo peor que hay en el ser humano. «Cuando acabó la guerra me avergonzaba tanto ser hombre que me hubiera gustado ser un pacífico perro», escribió.
También por este motivo Espriu supo apearse de ese tema que para muchos acaba convertido en tono y ser vitalista cuando la vida se lo permitió, que fue a intervalos. Hilvanada con la historia misma del país, la biografía personal del joven autor brilló a su paso por la Universidad de Barcelona, donde cursó Historia Antigua y Derecho durante los últimos años de la República y donde hizo a sus mejores amigos, entre ellos Mercè Muntanyola, Lola Solà y Amàlia Tineo, además del propio Rosselló-Pòrcel.
Como ilustra la exposición, un crucero unió a estas promesas aún discretas de la intelectualidad catalana, que cosieron el Mediterráneo en barco hasta Oriente Próximo, y permitió a Espriu incorporar con decisión sus primeras formas literarias, que echan raíces en la tradición grecolatina y la espiritualidad cabalística. Poco después publicó sus primeras narraciones, que pasaron desapercibidas, y más tarde llegó la guerra. En 1938 murió Rosselló-Pòrcel y en 1940, su padre. Espriu empieza a ejercer la abogacía y a escribir, lo primero para mantener a su familia y lo segundo, seguramente, para sobrellevar lo primero.
A lo que hizo en ficción se lo denomina con frecuencia «realismo épico», aunque quizá es más ilustrativo concluir que Espriu supo intuir como nadie que todo está inventado, no digamos ya en el Mediterráneo. Al referir el personaje del Altísimo en su Primera història d’Esther, por ejemplo, el autor recurrió al mismo adjetivo —«apoteótico»— con el que la prensa entronizó ridículamente al Caudillo en su visita a Barcelona de 1947. La retórica con la que un faraón se deificaba hace siglos en un rincón del Mediterráneo es la misma con la que un dictador lo es por la gracia de Dios en otra ribera del mismo mar miles de años después. El suyo no era un recreo solo estético en la historia, sino el preclaro conocimiento de cuánto hay de la vieja Sumeria en las calles de Santa Coloma o de cómo, para entender Iberia y escribir La pell de brau, se impone conocer antes Israel y leer el Antiguo Testamento. Igual que él no habría sido el mismo sin heredar la oscuridad de su madre, tampoco los mundos son sin los mundos que los preceden.
Espriu viste su catalanismo con este mismo argumento, aunque el grado de independentismo con el que lo anima depende de los ojos de quien mire y hoy, a nadie se le escapa, hay muchos ojos mirando. No debe extrañar. Como callada era su muerte era tranquilo su escepticismo, lúcido hasta trascender el tiempo —conquistando eso que los periodistas denominamos «absoluta vigencia»— y reunir en sus letras un imperio total de magnitudes geográficas y, muy especialmente, humanas. En Els subalterns, un cuento de Ariadna al laberint grotesc de 1935, un patrón anuncia a sus empleados que las tensiones políticas de la región con el Estado central le impiden abonar sus nóminas y que «cuando seamos independientes no pasarán estos abusos enormes». Formalmente no estamos en Barcelona, sino en Lavínia, y fuera de ella Cataluña y España no son tales, sino Alfaranja y Konilòsia, pero por la pregunta de una de esas subalternas sabemos que da igual dónde nos encontremos: «¿Así, señor director, ahora tampoco cobraremos?». Cuando las cosas versan sobre ricos y pobres son demoledoramente universales.
Por esa razón apropiarse de Espriu es empequeñecerlo. La realidad, según él, es laberíntica y grotesca, inabarcable por necesidad e incomprensible por principio, al menos para quien se quiera considerar sabio. Tan enciclopédico fue al pensar que no tuvo amigos en el infierno pero hizo ver que sí y esquivó la censura en 1959 con La pell de brau, una alegoría sobre la represión de los pueblos peninsulares en una Sefarad figurada que contestaba desde el mediterráneo a la castellana, casi siempre escrita en Madrid, casi siempre con sello noventayochista. La pieza se convirtió pronto en una referencia necesaria de la resistencia antifranquista y, posteriormente, en lírica catalanista fundamental. Después de ella llegaron las adaptaciones de Raimon, las entrevistas y el cacareo, los doctorados honoris causa y las medallas de la cultura, entre ellas dos candidaturas al Nobel y la Medalla de oro de la Generalitat. También le dieron la Cruz de Alfonso X el Sabio, pero la rechazó.
Espriu. He mirat aquesta terra refleja también esta consagración del escritor como patriarca de las letras catalanas y poeta nacional en El control de la posteridad, la tercera parte del gran recorrido que le dedica el CCCB tras El jardín de los cinco árboles y Mi pueblo y yo, que ilustran un repaso más biográfico. El laberinto museístico se abarrota ahora de de pósteres sobre sus obras, de su imagen en las portadas de las revistas y de reseñas de sus textos en la prensa, pero también con sus manuscritos y los expedientes originales de la censura de sus obras, los primeros tachados y reescritos de forma compulsiva y los segundos, curiosamente, limpiamente aprobados por la inopia franquista.
En los retratos, que datan ya de la década de los sesenta, Espriu viste impecablemente oscuro y mira por primera vez a los ojos del visitante. Lo hace a cámara, con la solemnidad de quien sabe, memento mori, que seguramente ese retrato trascenderá su muerte. Después se nos recordará a nosotros mismos, cuando las fotos nos enseñan a los barceloneses trepar a los nichos del cementerio para poder ver su abarrotado enterramiento en 1985. La exposición sigue en dos espacios más, pero para volver a ver la luz tendremos que esperar a que salgamos a la calle.
Espriu. He mirat aquesta terra, comisariada por Julià Guillamon y organizada por la Conselleria de Cultura de la Generalitat de Catalunya y el CCCB, permanecerá abierta hasta el 24 de febrero de 2014.
Fotografía: Jorge Quiñoa.
Salvador Espriu nació en Santa Coloma de Farners, no en Girona. Se puede constatar en la tercera foto del artículo.
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