Aunque fue por un margen estrecho, los irlandeses prefirieron quedarse con su senado. El gobierno de coalición del Fine Gael y los laboristas, resultado político de la durísima intervención de la troika, propusieron un referéndum para su abolición el 4 de octubre. Los principales argumentos del gobierno eran tanto su coste como su irrelevancia. Compuesto por sesenta senadores, esta cámara se ciñe a «mejorar» las leyes en segunda lectura y con sus limitados poderes apenas puede paralizar su tramitación algunos meses (¿os suena?). El principal partido de la oposición y que ha gobernado el país durante más años, el Fianna Fáil, había criticado su supresión y proponía mantenerlo a cambio de reformarlo, pidiendo el no en el referéndum. Aunque apenas se acercaron a las urnas el 39% de los irlandeses, por algo más de un punto y medio la propuesta del gobierno fue derrotada. La prensa irlandesa lo ha leído como un varapalo para el Taoiseach Enda Kenny, en especial tras dilapidar la ventaja que la supresión llevaba en las encuestas. Ahora al primer ministro no le queda más remedio que lidiar con una reforma de la cámara alta que no tenía prevista.
Esta anécdota es ilustrativa sobre el uso político de los referéndums. Sobre estos mecanismos de democracia directa se ha hablado ampliamente en diferentes foros, casi siempre en aspectos normativos ¿En qué supuestos se pueden realizar? ¿Son un buen instrumento? ¿Qué límites y potencialidades tienen? ¿Cómo articularlos para que funcionen bien? Los referéndums, a diferencia de las elecciones, no se basan en la elección de representantes, partidos o candidatos individuales, los cuales se supone que integran (más o menos de manera congruente) una posición ideológica sobre una gran cantidad de asuntos. Consisten básicamente en dar un voto directo a la ciudadanía sobre un tema específico, sea afirmativo/negativo o entre varias opciones. Lo habitual suele ser que se planteen cuestiones políticas de especial trascendencia, los cuales pueden ir desde una reforma constitucional o derechos y libertades individuales. No obstante, también han sido empleadas frecuentemente en el ámbito local en temas que van desde cómo reformar una calle hasta si se hacen fiestas patronales o se destine el dinero para parados.
Antes de entrar en materia, merece la pena distinguir entre tres grandes categorías de referéndums. Los primeros son los referéndums obligatorios, los cuales deben hacerse sí o sí en determinadas circunstancias por previsiones legales. En España, por ejemplo, en los casos de reforma agravada de la constitución o la reforma de algunos estatutos de autonomía (por poner un ejemplo reciente, el catalán en 2006). Una segunda variante de los referéndums son los referéndums abrogatorios, que permiten invalidar total o parcialmente una ley. Esta fórmula, presente en Italia, está condicionada a la recogida de quinientas mil firmas o cinco consejos regionales y excluye determinadas materias como presupuestos, amnistías o tratados internacionales. Aunque para ser válido exige una participación superior a la mitad del censo, este arma fue empleada con éxito para dar la estocada de muerte a la clase política italiana en el referéndum de 1991 con la reforma de la ley electoral o la de la financiación de partidos en 1993.
La última de las categorías de los referéndums son los opcionales. Los de este tipo no son obligatorios por previsiones legales y casi nunca tienen capacidad para por sí mismos para derogar una ley. De hecho, suelen ser de carácter consultivo. Sin embargo, en determinadas circunstancias los gobiernos deciden convocarlos ante un tema de especial relevancia, pasando a aceptar en dicha política la voluntad mayoritaria de la ciudadanía. Por ejemplo, esta ha sido la regla en la mayoría de países europeos a propósito de la ratificación de los tratados de la CE y la UE. Es más, aunque la iniciativa suele corresponder a los gobiernos, en determinados países también se permite que diputados o los grupos de la oposición puedan solicitarlos.
Hay países que tienen internalizados los referéndums de manera corriente para la toma de decisiones. Por ejemplo, el caso de Suiza es paradigmático, y se hacen sobre cantidad de temas diversos, desde la renta básica hasta el servicio militar (que mantendrán, por cierto). En Estados Unidos esta práctica también está muy extendida, incluso en asuntos tan sensibles como el sistema electoral. La facilidad con la que se permiten ha dado pie a numerosos cambios en San Francisco, por solo poner un ejemplo. Sin embargo, resultan mucho más llamativos aquellos casos en los cuales los partidos políticos disponen de la mayoría parlamentaria para llevar a cabo sus políticas pero prefieren no usarla. Por ejemplo, uno de los cuatro referéndums que hemos tenido en España, el controvertido sobre la OTAN. El PSOE, aunque fuera contraviniendo su programa anterior, disponía de la mayoría necesaria para poder aprobar la permanencia del país en la Alianza Atlántica. Aun así Felipe González optó por llamar a las urnas para votar sobre el tema. ¿Hay un cálculo estratégico detrás?
Lo cierto es que suele, pero los referéndums son herramientas de doble filo. Por ejemplo, en 1999 se realizó uno para constituir Australia como república. Si los australianos querían, el gobernador general (designado por Isabel II como cabeza de la Commonwealth) sería reemplazado como jefe de Estado por un presidente. Lo curioso es que pese a que una mayoría del electorado parecía apoyar la república de acuerdo con las encuestas, esta opción fue vencida en referéndum ante la división de los republicanos sobre el método de elección del nuevo presidente. El politólogo Ian McAllister, a tenor de ese caso, comenta en un artículo suyo lo volátil que son los referéndums como instrumentos políticos (y lo fácil que a un político le salga mal emplearlo tácticamente): «Los referéndums presentan muchas opciones diversas a los votantes. No hay nombres de partidos o de candidatos en la papeleta, y los ciudadanos tienen que hacer con frecuencia elecciones complejas y a las que no están acostumbrados. A falta de un atajo partidista que les pueda guiar, el contexto se vuelve clave. El rol de los medios, de personalidades políticas relevantes o hasta movimientos sociales pasan a ser fundamentales».
Por lo tanto, un presidente o primer ministro que opta por este instrumento incrementa el grado de incertidumbre, con un resultado mucho más dependiente de factores coyunturales. Y sí, por más que la personalidad del político pueda influir en su aversión al riesgo, no es extraño que si pueden evitarlo lo hagan. Véase la última reforma de la constitución española, sin ir más lejos. Pero supongamos que el gobierno se decide a dar el paso y dar la voz a la ciudadanía ¿Qué motivaciones podría tener para fiar una política determinada a un sí o un no de sus ciudadanos? Este artículo las resume de manera muy clara.
Un primer escenario es que haya una intensidad muy fuerte del gobierno por una determinada política pero, para conseguirlo, o bien necesita una mayoría reforzada por encima de la de gobierno o bien convencer a unos socios de coalición reticentes. Ante ese escenario, el presidente podría optar por el referéndum como una vía para sortear el bloqueo institucional que implica su falta de apoyos. Eso sí, la apuesta es a una sola bala y si no sale mal se arriesga a llevarse por delante al gobierno. Un buen ejemplo de este tipo es el referéndum de 1969 promovido por el general Charles De Gaulle. El fundador de la V República había insistido en la necesidad de reformar la constitución para aumentar la descentralización del país y reformar los poderes del Senado y convocó un plebiscito. El presidente declaró en un órdago definitivo que en caso de perder el referéndum presentaría su dimisión, lo que ayudó a movilizar a la oposición a pedir el rechazo de la reforma como moción de censura a las políticas del general. Rechazada la enmienda en referéndum por una diferencia de dos puntos y medio, De Gaulle presentó su dimisión al día siguiente, dejando paso a la presidencia de Georges Pompidou.
Una segunda opción es la de emplear los referéndums como una arma contra la oposición. Sabemos que la mayoría de los votantes prefieren que los partidos estén unidos, que no sean un conjunto de facciones enfrentadas entre sí. De ahí que los gobiernos parlamentarios a veces avancen elecciones para coger a sus rivales a contrapié cuando todavía no han escogido a su cabeza de cartel o están enfrentados internamente. El referéndum puede emplearse de una manera semejante. Cuando un partido está dividido por la mitad, convocar un referéndum sobre un tema en que el partido en el ejecutivo tiene claro puede ser una buena estrategia. En especial si logras provocar deserciones, que miembros de la oposición te den su apoyo o impedir que hagan frente común contra ti. De nuevo, otro ejemplo de la escuela francesa. Francois Mitterrand convocó un referéndum en 1988 sobre los acuerdos de Matignon entre los partidarios de que permaneciera Nueva Caledonia como parte de la República y los separatistas, a favor de la independencia. Eso le ayudó a dividir a sus rivales. Mientras que la UDF pidió el voto a favor, la RPR (hoy la UMP) pidió la abstención con diferentes posiciones encontradas entre sus miembros.
Sin embargo, también puede ser que la división no se dé en la oposición sino dentro del partido o de los partidos del gobierno. Para abortar el posible coste que tendría tener a la mitad de tu grupo votando contra ti en el parlamento (o una cascada de dimisiones) se busca el referéndum una transacción entre la mayoría y la minoría dentro del partido. Un ejemplo bastante ajustado es el del referéndum de 1998 en Portugal sobre el aborto, el primero nacional de nuestro país vecino. En ese año el Partido Comunista de Portugal propuso una ley para la despenalización del aborto durante las primeras diez semanas del embarazo. Esta ley fue aprobada por la mayoría de izquierdas en la asamblea, pero el problema es que este tema era divisivo en el seno del Partido Socialista. El primer ministro de entonces, António Guterres, se decidió por un pacto con el principal partido de la oposición, el partido socialdemócrata, para instar un referéndum y pasar la pelota a la ciudadanía. De hecho, aunque muchos líderes socialistas apoyaban la reforma, el propio Guteres dijo que votaría no. El resultado fue una ajustada derrota del proyecto por un punto, aunque el PS logró con esta finta evitar que este tema fuera un palo en las ruedas para sus buenos resultados de 1999.
Similares dinámicas hay tanto al norte como al sur. Por ejemplo, en el referéndum que los laboristas de Harold Wilson propusieron en 1975 sobre la permanencia en la Comunidad Económica Europea. Compromiso electoral, el gabinete llegó a dividirse entre los partidarios de una y otra posición. La mayor parte de los ministros e incluso la nueva líder de los conservadores, Margaret Thatcher (!), estaban a favor. Importantes miembros del gobierno, incluyendo al Ministro de Gabinete, y varios grupos y diputados euroescépticos hicieron campaña por el no. Y aunque el referéndum lo ganaron los europeístas con el 67.2% de los votos, la imagen de división de los laboristas ayudó a que los conservadores de Thatcher se impusieran en 1979. El intento de referéndum de Grecia en octubre de 2011 también podría ajustarse a esta idea. Giorgios Papandreu, forzado a un durísimo programa de ajuste y con un PASOK en descomposición (al límite de la mayoría absoluta pero con continuas deserciones), confiaba en que trasladando la pregunta a la ciudadanía podría reforzarse internamente. Obligar a la oposición de Nova Demokratia a alinearse con el gobierno pidiendo el voto por el sí —y compartiendo desgaste—, permitir a los desleales internos defender su postura (sin que se vayan) e incluso intentar manipular la pregunta poniendo en paralelo permanecer en el euro y aceptar el plan de la troika. Sin embargo, abortada esta bala de plata por la oposición dentro y fuera del país, Papandreu acabó dimitiendo días después.
Un cuarto escenario es condicional a la popularidad de los gobernantes. En ocasiones los gobiernos se deciden a hacer un referéndum sobre un tema de consenso en un momento de baja popularidad. En esas circunstancias, lo que se busca es reforzar el gobierno y que aumente la buena consideración hacia el ejecutivo. De nuevo esto es algo muy francés. Mitterrand lo hizo en 1992 cuando intentó aprovechar el referéndum sobre el Tratado de Maastrich como una manera de demostrar que el PSF estaba en forma para ganar las legislativas del año siguiente. Pero atención, quizá la jugada es a futuro y el gobierno se adelanta al desgaste de no hacerlo. Puede ser que el gobierno considere que está obligado a convocar un referéndum ya que de lo contrario podría sufrir una erosión en sus apoyos que comprometiera su reelección. Algo propio cuando es un tema que polariza mucho a la sociedad. Por ejemplo, el gobierno laborista de Noruega se decidió a la realización de un referéndum consultivo en 1994 sobre la entrada en la Unión Europea al ser un tema tradicionalmente muy controvertido en aquel país. De hecho, el no terminó imponiéndose. El referéndum de la OTAN en España también podría entrar en este tipo de cálculo: se hizo intentando legitimar un giro respecto de la posición anterior del PSOE (aunque hoy día González lo asume como un error).
Por último, puede ser que el referéndum no sea una jugada estratégica sino un compromiso programático entre los socios de gobierno. Esta ha sido el caso del referéndum para la reforma electoral en Reino Unido de 2011. El acuerdo entre los conservadores y liberal-demócratas incluía entre sus cláusulas el compromiso de hacer un referéndum para cambiar del sistema mayoritario uninominal vigente a uno de voto alternativo. Mientras que los conservadores optaron por el statu quo, todos los partidos pequeños llamaron a votar por sí. Los laboristas no tuvieron posición oficial pero lo cierto es que hubo de todo. Por ejemplo, mientras Ed Miliband se mojó por el sí al voto alternativo, la ex ministra de trabajo laborista Margaret Beckett fue la presidenta de la campaña del no. El resultado final fue una clamorosa derrota de la reforma electoral y el compromiso de Nick Clegg, tocado, de no dejarse amedrentar y tomar impulso para la reforma de la Cámara de los Lores. Eso sí, promesa cumplida.
La estrategia, por descontado, no se agota con la mera convocatoria del referéndum. De hecho, quizá uno de los instrumentos básicos de manipulación es el de la propia pregunta (que merecería otro artículo entero). Es bien conocido que el framing en que se realice el plebiscito puede determinar de manera importante el resultado. En el referéndum de Australia, por volver a un ejemplo anterior, es posible que la opción republicana no hubiera salido derrotada si en la pregunta no se hubiera incluido que, abolido el gobernador general, el presidente sería elegido por dos terceras partes del parlamento. Un sector importante de críticos estaba por una elección directa. Si el referéndum de la OTAN en España no hubiera incluido tres condiciones en su propia pregunta (no armas nucleares, reducción bases, no entrar en estructura militar) quizá el resultado habría sido diferente. Por lo tanto, el que controla la pregunta —que suele ser el gobierno— tiene un importante margen de maniobra para configurar el terreno de juego. A su favor, por supuesto.
De todas maneras, atraer a los votantes a las urnas en caso de referéndum no es sencillo. Excluyendo casos de voto obligatorio como en Bélgica, el promedio de participación en los referéndums suele estar en torno a quince puntos menos que en unas elecciones legislativas ordinarias. El referéndum para la reforma de la diagonal en Barcelona cosechó apenas un 12.7% de participación, la aprobación del Estatuto de Autonomía de Galicia un 28.2% o el referéndum para la Constitución Europea en España un 42.2%. Pero ojo, no es un defecto exclusivamente de aquí. El referéndum para la reforma electoral de Reino Unido tuvo una participación del 42%, el del aborto en Portugal un 32%, o incluso el controvertido referéndum sobre los minaretes en Suiza se quedó en el 55%. Por supuesto cuanto más politizado y polarizado sea un tema, más participación es previsible. Del mismo modo, los temas de ámbito nacional suelen tener más tirón que los regionales o locales. Pese a esto, una estrategia para intentar que la participación suba es hacerlos simultáneos con otras convocatorias, colocando una urna al lado. De hecho, en EE. UU. se suele seguir esta vía a veces hasta la confusión.
¿Y qué hay de los votantes? Hasta lo que sabemos las diferencias de recursos e interés político en los participantes se acrecientan en los referéndums. Son los más motivados por la política, los que más recursos socioeconómicos tienen, los que participan más en estas consultas. Y así y todo, no está claro que los votantes se preocupen (solo) de la cuestión que se le plantea. Imaginad un contexto como en el de De Gaulle en 1969 y que Mariano Rajoy se compromete a dimitir si pierde un referéndum favorable a, pongamos, la abolición del senado. Es posible que muchos de los que protestan contra él estén genuinamente de acuerdo con su medida pero la gran mayoría no dejarían pasar la oportunidad de usar el plebiscito para censurar al gobierno. Por eso muchas veces los atajos, como la credibilidad del gobierno, pueden ser tan importantes. A veces el tema es complejo o no se tiene una posición a priori, pero al saberse quién es el que lo propone se puede obrar en consecuencia. Así no me extraña que nuestros gobernantes prefieran no arriesgarse. Las urnas les tiran a dar.
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Minúscula corrección talibánica: Nova Demokratia no existe.
En español, Nueva Democracia. En griego, Nea Dimokratía.
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No solo se nos «manipula» en las «preguntas» de los referendums, también se nos coloca opinión trufando artículos tendenciosos
A.S.
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