(Viene de la tercera parte)
André Friedmann era un actor cuya función había comenzado a principios de la década de los treinta, cuando en plena adolescencia se había colocado una máscara que una vez acabados los conflictos bélicos que forjaron su leyenda ya no sabía cómo retirar. Doce años después de la invención de Robert Capa, el joven húngaro que había recorrido el mundo entero buscando adrenalina se veía finalmente expulsado del escenario de sus representaciones. La Guerra había terminado, y con ella el motor de su existencia desarraigada y salvaje. Nunca se podrían hacer fotos bélicas como las de África o Italia, ni existiría una invasión como la de Normandía o una liberación como la de París. El húngaro lo sabía: los diez años siguientes serían, principalmente, una lucha contra sus demonios personales, sedientos de una forma de vida que había quedado herida de muerte en Leipzig.
Diez días después del armisticio y un año después del Desembarco, el 6 de junio de 1945, Capa conoció en París a la que se convertiría en el amor más tempestuoso del húngaro, Ingrid Bergman, la única capaz de hacerle olvidar el amor que había perdido en Brunete. Reina absoluta de los escenarios de posguerra, la diva sueca estaba en París formando parte de un grupo de estrellas enviado a actuar para los ejércitos desplegados en el Viejo Continente. La de Capa y Bergman fue una historia llevada en secreto que paseó a sus protagonistas por Europa y América durante muchos meses, en escenarios como París, Berlín, Nueva York o Los Ángeles, un tiempo de vino y rosas en el que resarcirse de los años pasados durmiendo en trincheras y exiguos colchones.
Fue precisamente en Hollywood donde Capa tomó la decisión de escapar de esa historia que amenazaba con atar su libérrimo espíritu. La idealizada ciudad americana supuso una profunda desilusión para el fotógrafo, que no conectaba con el espíritu frívolo del medio cinematográfico con el que se veía obligado a relacionarse. Durante su estancia en la Costa Oeste acompañó a Bergman en los rodajes, acudió a las fiestas de las estrellas del cine e incluso hizo sus pinitos como actor de reparto en algunas películas menores, pero siempre con desgana. Todo ello carecía de verdadero interés, acostumbrado como estaba a vivir al límite de la vida. Poco a poco sus ganas de vivir esa vida de glamour y oropeles se fueron diluyendo y dos años después se termina la historia entre ambos, instalándose a partir de entonces en Nueva York y París para poner en marcha el proyecto que llevaba madurando desde los tiempos de la guerra en Italia: Magnum.
Desde que finalizó la guerra, Capa se había involucrado progresivamente en la Asociación Americana de Fotografía Documental, en cuyas reuniones sostenía que era necesario neutralizar el poder que tenían las revistas sobre los contenidos periodísticos subcontratados, y en especial sobre las fotografías. De acuerdo a la visión de Capa, no existía entonces un equilibrio entre las revistas y los fotógrafos freelance, lo que motivaba que en muchas ocasiones estas descontextualizaran las fotografías con el fin de manipular al lector para que no captase una realidad que podía ser incómoda, intentando acomodar el mensaje gráfico a la visión corporativa de la empresa editora. El húngaro esgrimía que el hecho de que los fotógrafos no tuviesen el control sobre sus propias fotografías constituía una cesión intolerable de una parte fundamental de su labor como fotoperiodistas. Tenían que organizarse para salvaguardar la dignidad de su —en ocasiones peligrosa— profesión.
Además de estas consideraciones, Robert Capa estaba profundamente molesto con su revista de entonces, la americana Life, que no solo había echado a perder con su desidia muchas de las fotografías del día D, sino que además había atribuido el error al propio Capa, publicando que este había sido incapaz de evitar que se mojaran los carretes durante las horas frenéticas del Desembarco. Una jugada vil que contribuyó a reafirmar a Capa en la necesidad de modificar su relación con el medio editorial ayudando a que una vez acabada la guerra se decidiese a montar la agencia que llevaba planificando varios años.
Así, Capa convocó a mediados de abril de 1947 a muchos de los compañeros y amigos que le habían acompañado en los años anteriores. Convenientemente reunidos en el MOMA, media docena de fotógrafos como George Rodger, Maria Eisner —la editora de Capa en la francesa Alliance—, Bill Vandivert —fotógrafo de Life—, además de sus inseparables Cartier-Bresson y Seymour, acompañaron al húngaro en la creación de la primera agencia de fotografía cooperativa. De nombre Magnum, la agencia ha sido desde entonces una referencia en el mundo periodístico, representante de algunos de los fotoperiodistas más importantes del siglo XX.
El impulso de Capa y compañía no era suficiente para asegurar un futuro para la agencia. Era necesario organizar Magnum de la manera más profesional posible, sin caer en elitismos o devaneos artísticos —Cartier Bresson estaba por entonces fuertemente influenciado por el surrealismo, por ejemplo— que les impidiesen asegurar unos ingresos suficientes para mantener la agencia. Así, mientras que a cada fotógrafo se le asignaba una zona geográfica —Chim se ocuparía de Europa, Rodger de África, Vandivert de EE. UU. y Cartier-Bresson de Asia— Capa tenía libertad total de movimientos, siendo su principal misión la de cultivar los contactos necesarios para la supervivencia de Magnum. Capa era el más indicado: seductor como pocos, fueron su ascendencia y popularidad en el medio lo que permitió construir una agencia que, tras unos inicios difíciles, llegó a convertirse en un referente en el mundo del fotoperiodismo.
Al tiempo que Capa dedicaba sus esfuerzos a montar Magnum y ahogaba en alcohol su ruptura con Bergman, su colega John Steinbeck, eterno compañero de timbas y borracheras, le propuso elaborar conjuntamente un reportaje sobre la Unión Soviética. La idea era retratar la vida cotidiana del pueblo soviético, en un intento de entender la compleja vida al otro lado del Telón de Acero, en un análisis convenientemente desprovisto de consideraciones políticas. Para Capa, era un viaje «como el de Sancho Panza y el Quijote, destinado a combatir los molinos de la ignorancia y el prejuicio». Las autoridades soviéticas en Nueva York aceptaron inmediatamente la oferta de Steinbeck, considerado por entonces como uno de los escritores que más simpatizaban con la causa del socialismo. Convencidos de que podrían manipularles para que mostraran una cara amable de la realidad soviética, aceptaron la imposición del americano de que Capa fuese su compañero en un viaje que les llevó a Rusia, Ucrania y Georgia durante diez semanas en el verano de 1947.
La experiencia no fue satisfactoria para Capa. Había sido el primer fotoperiodista americano en ser acreditado en la URSS, pero una vez sobre el terreno las autoridades rusas no colaboraron, limitando extraordinariamente los permisos fotográficos: Capa debía servir a la Revolución, y necesitaba «guía» para «entender» qué realidad debía fotografiar. En Moscú, en Kiev, en Stalingrado, en todas las ciudades que visitaron la experiencia rusa se limitaba a dejarse pasear por itinerarios fijos, generalmente por escenarios de batallas y escaramuzas bélicas ganadas por el «valeroso Ejército Rojo». Acompañados en todo momento por agentes del régimen, Steinbeck y Capa no pudieron tomar contacto con el clima de guerra civil que se vivía allí, transitando permanentemente por ciudades todavía devastadas por la guerra en las que el húngaro tenía generalmente prohibido usar su cámara. El pretendido acercamiento intelectual a la realidad soviética, impedido y mutilado por las intransigentes autoridades rusas, acabó degenerando en un viaje en el que tanto Steinbeck como Capa se acabaron entregando a la buena mesa y a las fiestas regadas con vodka.
El viaje resultó, como no podía ser de otra manera, en un estudio superficial de las naciones soviéticas cuya recepción fue bastante fría por parte de la crítica americana y fue directamente vilipendiada por la soviética. Esta colaboración con Steinbeck marcó el punto más bajo de la carrera de Capa, que no parecía ser capaz de producir un trabajo a la altura de los anteriores. A pesar de la censura soviética, Capa había conseguido tomar algunos cientos de fotografías en la URSS y sin embargo muy pocas revelaban el genio que latía detrás de la cámara. Imágenes planas, sin profundidad ni interés, retratos en general anodinos de lo visto y vivido en aquellas tierras cerradas.
Sin embargo, fue en esa enorme cantidad de fotografías en la que se zambulló su amigo y exeditor John Morris para rescatar una treintena de ellas por la que pagó una cifra astronómica, proveyendo a Capa de una cantidad suficiente con la que acometer su siguiente proyecto fallido: World Video. El concepto era, una vez más, de Steinbeck, que aspiraba a resarcirse del fracaso económico y literario que había significado A Russian Journal: una serie de documentales de larga duración, unos pretendidos estudios en profundidad sobre diferentes temas de actualidad. A pesar de que su relación con el escritor americano había sufrido algunos altibajos durante el viaje a la URSS, Capa pronto se dejó convencer para formar parte del proyecto, sobre todo si suponía volver a su ciudad preferida: París.
El primero de esos documentales, y único en el que participó Capa, versaba sobre el estallido de la industria de la moda en Francia, una realidad incongruente con el estado de pobreza posbélica en la que estaba sumida la nación francesa. El encargo era ambicioso: ocho clips de una hora de duración sobre la moda parisina, con especial atención al fenómeno Christian Dior —que había revolucionado la industria con sus faldas cortas y su ropa interior de seda— a realizar en un tiempo de seis semanas. Un alto ritmo de trabajo a acometer con un presupuesto exiguo que el fotógrafo húngaro no se tomó en serio, deseoso de volver a participar en la vida nocturna que por fin volvía a bullir en su ciudad preferida. El libérrimo Capa, dedicado en cuerpo y alma a gozar la noche parisina, produjo un material que no satisfizo a nadie: a su vuelta a EE. UU. no solo no fue remunerado, sino que además fue obligado a vender su participación en la empresa por un Steinbeck furioso con el que no volvería a trabajar.
Y mientras la carrera de Capa se perdía en encargos sin interés, el mundo tras la guerra seguía cambiando su cara. Uno de los cambios más importantes fue el ocasionado por la Partición de Palestina, aprobada en la ONU el día 29 de noviembre de 1947. En febrero, mientras Capa dedicaba su tiempo a sacar fotos a modelos francesas de lencería, los británicos se comprometían a abandonar sus posiciones coloniales en Tierra Santa en el menor plazo posible: la creación del Estado de Israel era ya una realidad inminente. Así, consumado el fracaso de su experiencia en World Video, Capa tuvo claro que resultaba fundamental desplazarse a Tel Aviv para ser partícipe del histórico momento. La creación del primer Estado judío era una historia que Capa no podía perderse, un evento mayúsculo en el calendario político que tenía que cubrir para Magnum. Y, quizás, podría llevar aparejado un conflicto bélico en el que volver a poner en liza todo lo aprendido durante las dos grandes guerras que ya había cubierto. Era, pues, el lugar donde todo fotoperiodista debía estar.
Y los acontecimientos le dieron la razón: pocos días después de llegar, el 8 de mayo de 1948, los británicos arriaban la Union Jack en Jerusalén al tiempo que en Tel Aviv el primer ministro Ben-Gurion declaraba oficialmente la creación del Estado de Israel. El sueño sionista por fin se completaba. Y Capa estaba allí, tomando algunas de las mejores fotos de los primeros actos oficiales del nuevo Gobierno.
La guerra, tal y como estaba previsto, no tardó en estallar y Capa volvió por fin al medio que le había dado fama mundial: los conflictos bélicos. La estancia del húngaro fue corta, apenas un mes en el que participó en las dos operaciones más importantes que llevó a cabo el ejército israelí antes de que entrara en vigor la primera tregua de la guerra, el 10 de junio. Primero en el desierto de Neguev, en el que Capa cubrió la defensa de un kibutz de vital importancia bajo asedio del ejército egipcio. Entre nubes de polvo y lluvias de proyectiles, Capa se esmeró en retratar a unas tropas israelíes que aguantaban como podían frente a un enemigo mucho más numeroso. «Capa ha encontrado otra guerra», anunciaba Illustrated a sus lectores en el reportaje especial dedicado a la guerra en el que una veintena de fotografías del húngaro retrataba la dura lucha en el desierto. Especialmente interesante fue la cobertura que Capa realizó a la defensa de la vía de comunicación Tel Aviv-Jerusalén que el general Marcus —primer general del ejército de Israe— había conseguido consolidar frente a la amenaza árabe. Rodeados por ejércitos enemigos, las exiguas tropas israelíes construyeron y aguantaron un desvío por las montañas entre Hulda y Harel —bautizada como «la carretera de Birmania»—, de capital importancia para proveer de suministros a la ciudad asediada.
Unos días después del inicio de la tregua, el 22 de junio, se produjo uno de los episodios más vergonzosos del conflicto: el hundimiento del Altalena, un barco fletado por combatientes pertenecientes al grupo ultraderechista judío Irgun que acudía a luchar en la guerra. El Gobierno de Ben-Gurion se negaba a reconocerlos y a incorporarlos al ejército, instándoles a rendirse y entregar las armas que traían en el barco. Ese día, con el barco fondeado frente a las playas de Tel Aviv —a tiro de piedra del hotel de Capa— se produjo un tenso intercambio de exigencias y algunos miembros de Irgun desembarcaron en la playa. Su negativa a tirar las armas motivó una rápida respuesta de las Fuerzas de Defensa de Israel, que abrieron fuego contra el barco y los pocos soldados que ya estaban en tierra. Este incidente, la primera vez en la guerra que judíos disparaban contra judíos, pilló a Capa con la cámara preparada, y pudo moverse rápidamente sacando fotos del asalto fallido y de la destrucción de la nave por la artillería costera.
Y fue precisamente en medio de esa confusión cuando casi le alcanza el destino que había sabido esquivar durante quince años: una bala perdida le rozó en la ingle. El proyectil sin embargo no le alcanzó de lleno: pasó a escasos milímetros, abriendo una herida superficial en los testículos y otra —mucho mayor— en el orgullo del fotógrafo. Capa, súbitamente consciente de su mortalidad —largo tiempo ignorada—- tardó menos de veinticuatro horas en abandonar el país rumbo a su añorada París.
No volvería a cubrir el conflicto, que se alargaría hasta el mes de abril del año siguiente. Una vez acabada la guerra, en mayo de 1949, Capa se unió a Irwin Shaw, que trabajaba entonces para el New Yorker, para realizar un informe sobre el nuevo Estado de Israel. Llegaron a tiempo para la conmemoración del primer aniversario de la creación del Estado, el 8 de mayo. Capa, al que sus fotografías de la guerra de la Independencia le habían conferido un estatus de héroe en el nuevo país, se paseó durante semanas por todos los rincones de Israel, documentando los esfuerzos del sionismo por crear una patria a la altura de los designios del pueblo judío.
El encargo, y las situaciones vividas entonces fueron muy emotivos para un Robert Capa cuya invención de sí mismo no había logrado disimular del todo el origen judío del niño Friedmann. El húngaro, a pesar de su fama y de su existencia desarraigada, no podía obviar la emoción que le producía asistir al nacimiento de una nación para un pueblo perseguido del que se sentía parte. Una reciente visita a su Budapest natal le había sumido en la melancolía, al comprobar que gran parte de la ciudad y la gente que él había conocido eran ya parte del pasado, desaparecidas bajo la barbarie nazi. Para Capa, Israel constituía la prueba de que la sinrazón de la guerra podía brindar consecuencias deseables. La fuerza de la orgullosa población israelí, que hasta poco antes era apenas superviviente del Holocausto, le recordaba a la que había encontrado en Madrid y Barcelona durante los primeros meses de la Guerra Civil española. Estaba exultante. Hasta que salió de Tel Aviv y entró en contacto con una realidad bastante más dura que la que se vivía en la capital. A pesar de este clima de esperanza, fueron semanas muy duras para Capa. Además de documentar a la población valerosa luchando contra el desierto, dedicó sus esfuerzos a recorrer campos de refugiados a lo largo y ancho de Israel. Campos, todos ellos de macilentos supervivientes del Holocausto que aguardaban su futuro en el nuevo país prometido detrás de alambradas que recordaban a aquellos campos donde habían sufrido el horror de la guerra bajo el yugo nazi.
La guerra de Israel fue la última oportunidad en que Capa participó en la primera línea de un conflicto armado y pudo volver para contarlo. La siguiente vez que se arriesgó tanto no fue capaz de volver del frente.
Los cinco años siguientes Capa se dedicó a trabajar para Magnum, engrandeciéndola poco a poco con nuevas incorporaciones. Figuras como Eve Arnold, Elliot Erwin, Burt Glinn o Inge Morath eran por entonces jóvenes promesas que firmaron con Magnum debido al carisma del húngaro, que paulatinamente se fue convirtiendo en la figura paterna y el maestro que los guió durante los primeros años de pertenencia a la agencia. Capa les proveyó con encargos, contactos y un ejemplo que supieron seguir para convertirse en fotógrafos de renombre mundial.
El esquema de funcionamiento de Magnum era el siguiente: los nuevos miembros debían pagar por su incorporación, especialmente cuando se convertían en miembros de pleno derecho —generalmente unos años después de haber sido admitidos—. Ese dinero pasaba a la organización y acababa generalmente en manos de Capa, que lo utilizaba para pagarse su elevado tren de vida. Hoteles, restaurantes, prostitutas y sobre todo, sus enormes gastos en casinos, eran sufragados por la agencia, que en esos años todavía no conseguía ser rentable. Capa, aburrido de la vida tediosa lejos de los conflictos bélicos, intentaba conseguir la adrenalina a través de la caótica vida que Magnum podía pagarle. Cuando Capa reemplazó a Maria Eisner a la cabeza de la organización los problemas no hicieron sino agravarse: el húngaro era un nómada por naturaleza, y sentía que su genio vital se apagaba persiguiendo contratos y revisando hojas de balance que nunca cuadraban. Era un animal de fiestas y un espécimen de casino, un jugador para el que vivir no tenía sentido si no se hacía al límite. De hecho, cuando por fin Magnum obtuvo beneficio —escaso, apenas setecientos dólares— en las Navidades de 1951, los gastos de la fiesta de celebración excedieron con mucho esa cantidad. Ganar dinero no tenía sentido si no se sabía gastar, y en eso Capa era un maestro. La situación era complicada para los nuevos reclutas de la organización, que sin embargo no osaban levantar la voz contra Capa, al que le debían la oportunidad sobre la que estaban cimentando sus incipientes carreras. Magnum era Magnum, y era preferible participar perdiendo dinero que quedarse fuera de la protección e influencia de los maestros fundadores. El principal enfrentamiento se originó con la vuelta de Cartier-Bresson a París después de tres años en India, cuando exigió recuperar la inversión que había depositado en origen en la organización —y que no pudo recuperar—.
De estos años de etílica languidez de entreguerras destacan dos series de fotografías que Capa realizó durante sus vacaciones en la Costa Azul visitando a amigos y conocidos. Las fotografías más conocidas representan a Pablo Picasso y a su compañera Françoise Gilot jugando con el pequeño Claude en la playa, y a Henri Matisse, por entonces ya carcomido por los dolores de la artrosis, valiéndose de una larga vara para poder continuar pintando sus cuadros; acaso las imágenes más conocidas de estos dos grandes pintores.
El húngaro, como ya hemos visto, era un hombre de acción varado en el dique seco de la monotonía cotidiana. Nacido y criado para el conflicto, la existencia como presidente de Magnum era de un tedio insoportable para Capa. El húngaro aspiraba a encontrar un sustituto idóneo para su puesto a sabiendas de que era probable que no pudiese seguir utilizando indiscriminadamente los fondos de la organización para sus gastos personales si colocaba a un profesional al frente de las finanzas de la organización. No tenía necesidad de trabajar para pagarse sus fiestas y despreciaba íntimamente la guerra —o eso afirmaba siempre que le preguntaban al respecto—, por lo que aceptar encargos arriesgados en zonas de peligro estaba fuera de cualquier consideración en esos años de vino, ruleta y mujeres a expensas de Magnum. Por todo ello, y debido a la creciente peligrosidad de las nuevas guerras —el recuerdo de la bala que casi lo alcanza en la playa de Tel Aviv lo atenazaba— hizo que declinara participar en el conflicto bélico que acababa de comenzar en la península coreana, renunciando a su estatus de referencia en el fotoperiodismo de guerra: la guerra de Corea (1950-1953),
Hacia 1952 el apetito de Capa por la vida disoluta y despreocupada parecía estar remitiendo. Parecía sentirse atrapado en su máscara. Veinte años de devenir errático y la cobertura en primera línea de cuatro guerras brutales azuzaban los fantasmas que parecían perseguirlo entonces. Su compañero y gran amigo Irwin Shaw —el mismo con el que trabajó en Report on Israel— asistía atónito a cómo el personaje genial de Capa se deshacía entre lamentos melancólicos. El juego y las mujeres no parecían paliar ya una tristeza que lo invadía: la crisis de los cuarenta estaba haciendo estragos en el húngaro, que no parecía interesado en continuar dilapidando su inexistente fortuna en infames partidas de póquer y ruleta.
Al final apareció el candidato idóneo para dirigir la empresa: el americano John Morris, el mismo que había sido su editor en Londres para Life, al que había paseado por la Normandía de después del Desembarco y el que había sostenido a Magnum con sus encargos en los primeros años de la agencia. Un fiel escudero que entendía lo que suponía la agencia y lo importante que era separar a Capa —tanto para él como para la agencia— de las labores ejecutivas que había desempeñado los dos años anteriores.
El fotógrafo húngaro necesitaba un cambio en su vida, algo que modificase su invariable existencia de crápula. Una vez abandonada la dirección ejecutiva de Magnum no quiso, como le propusieron sus colaboradores, aparcar su carrera de fotoperiodista y reciclarse en empresario. Sentía una verdadera aversión por la posibilidad de llevar una vida convencional. Al final encontró la solución en forma de una oferta que no pudo rechazar: una agencia japonesa, Mainichi Press, lo convidaba a hacer un tour fotográfico por el país nipón. Con todos los gastos cubiertos y una buena suma por adelantado, era una oportunidad única para volver a sentirse periodista y sacar rédito del reconocimiento internacional que lo aclamaba.
Así, en la primavera de 1954 recupera el pasaporte americano que le había sido requisado —el Departamento de Estado tenía serias dudas acerca de la simpatía de Capa para con los comunistas— y se despide en París de sus compañeros de Magnum. Una despedida triste, un último brindis que todos los presentes interpretaron en clave crepuscular. «Si vuelvo a la guerra me pegaré un tiro porque creo que ya he visto suficiente», relata Suzy Marquis que le contó Capa poco antes de partir.
Una vez en Japón, a donde llegó a mediados de abril, el increíble recibimiento que le profesaron —cientos de personas acudieron a sus charlas, todas las autoridades quisieron recibirlo y los profesionales nipones le regalaron desde el primer día cinco cámaras y quince objetivos fotográficos— consiguió levantar el alicaído ánimo de Capa, que por fin parecía disfrutar una vez más de su oficio. Durante días recorrió el país, dando conferencias, mezclándose con gente del medio periodístico y dirigiendo su objetivo a retratar los esfuerzos del país oriental por recuperarse tras la debacle bélica.
Pero otra oferta difícil de rechazar le sacaría de su tournée triunfal por tierras niponas: Life necesitaba urgentemente un recambio para su corresponsal en la guerra de Indochina. La oferta no parecía revestir excesivo peligro, la duración del encargo era muy corta y la paga acorde al estatus de Capa. Venciendo su reticencia inicial a volver a una guerra, —John Morris le llamó expresamente para convencerle de que no aceptara— Capa acabó aceptando el encargo y volando a Bangkok para iniciar su misión.
Al tiempo que Capa llegaba a la capital tailandesa, el ejército vietnamita de Ho Chi Minh conseguía su victoria más sonada sobre el ejército francés: Dien Bien Phu. La Francia colonial estaba en desbandada y los vietnamitas no tardarían mucho en atacar las ciudades que todavía conservaban los franceses. Todo ello suponía que Life necesitaba cuanto antes fotos épicas que ilustrasen las consecuencias de esta mayúscula derrota y de los intentos franceses por recuperar la posición. Capa todavía tuvo tiempo de hacer un reconocimiento en profundidad de los bares y clubes más sórdidos de Bangkok antes de embarcar hacia Hanoi, donde le esperaba la acción bélica que había ido a buscar.
A su llegada se presentó ante el general Cogny, comandante de lo que quedaba de las tropas francesas. Vencida su reticencia inicial a incorporar a prensa extranjera, Cogny pronto se encontró departiendo con Capa acerca de la estrategia a seguir a partir de entonces en la lucha contra los comunistas. El húngaro estaba, por primera vez en su vida, en el lado equivocado de la contienda.
Después de un par de semanas fotografiando la evacuación de los heridos de Dien Bien Phu, Capa volvió a Hanoi para estar presente durante la batalla que estaba a punto de comenzar en la zona del delta del Río Rojo. El 21 de mayo fue tomada la última fotografía con vida del húngaro por Michel Descamps, reportero del Paris Match, una imagen del húngaro que lo muestro andando relajado al lado de uno de los médicos de la expedición en el aeródromo de Hanoi.
El 24 de mayo Capa acompañó a general Cogny a la zona del delta del Río Rojo, al sur de la ciudad. Los franceses querían limpiar el delta de comunistas, y las tropas y los pertrechos estaban listos para la misión. Parecía que por fin Capa iba a presenciar un combate de cerca. Al día siguiente, el 25 de mayo, estaba prevista una incursión rápida para atacar dos fuertes pequeños, importantes para asegurar una carretera de vital importancia. Era una excelente oportunidad para volver a estar cerca de la acción y mandar las fotografías que Life demandaba.
A las siete de la mañana el convoy militar francés recogió a los fotógrafos americanos acreditados para la expedición, John Melklin, Jim Lucas y Robert Capa. La situación se había complicado durante la noche, y estaba previsto que estuvieran expuestos a un intenso fuego enemigo. La noche anterior el húngaro se había lamentado en público de la actitud del resto de corresponsales que estaban cubriendo el conflicto, que a su juicio cargaban las tintas contra el servicio de prensa francés en vez de arriesgarse por sí mismos en el campo de batalla. Esa mañana ambos se presentaron decididos a acompañar a Capa en sus paseos bajo el fuego enemigo.
Al poco de salir el convoy empezaron los combates, duros enfrentamientos que se prolongaron durante toda la mañana conforme los franceses se aproximaban al primero de los fuertes. Cuanto más arreciaba el fuego enemigo más parecía disfrutar Capa, atento a cada movimiento de tropas para retratarlo. Se movía con velocidad, tomando fotos entre el caos que reinaba en esa soleada mañana. «Ya casi tengo el reportaje. Solo necesito que hagáis saltar por los aires el fuerte» le soltó al comandante francés que dirigía las labores de zapa de la empalizada exterior.
Lo últimos en ver a Capa con vida fueron Melklin y Lucas, a los que el húngaro les relató sus planes de acompañar a una columna que se dirigía directa hacia las posiciones del enemigo. Al descender del jeep en el que se encontraban los otros dos fotógrafos —que no quisieron participar porque «era muy arriesgado»— sacó una última fotografía de los soldados aliados abriéndose paso entre hierbas altas. Al fondo, un pequeño dique. Capa se internó en la maleza, detrás de los soldados, directo a encontrarse con el destino que había estado evitando durante dos décadas.
Cinco minutos después se oyó una enorme explosión: Capa había pisado una mina. Le photographe est mort, avisaron raudos los soldados que presenciaron la explosión. Cuando llegaron los médicos ya no se pudo hacer nada: el fotógrafo yacía muerto, con la pierna amputada y la cámara sujeta y firme en su mano izquierda.
A pesar de que él siempre tuvo muy claro que su trabajo le podía costar la vida, la noticia de su muerte cayó como una losa entre sus amigos. Nadie podía dar crédito a que el intrépido fotógrafo, el mismo insensato que había transitado por decenas de campos de batalla en primera línea —y que nunca había sido herido— hubiese encontrado su final en combate.
La muerte del alma máter del proyecto Magnum fue un golpe muy duro para la agencia, que tuvo que soportar también que apenas dos años más tarde Chim perdiese la vida en Egipto, alcanzado por un francotirador. Cornell Capa, que por entonces trabajaba para Life, se incorporó inmediatamente a Magnum para asegurar su supervivencia.
Un año más tarde de su muerte la revista Life y el Overseas Press Club instituyeron la Medalla Robert Capa al Valor Fotográfico, otorgada a los fotógrafos que cultiven una «fotografía superlativa que denote un coraje excepcional y un compromiso internacional». Desde hace más de medio siglo ha premiado a muchos de los fotoperiodistas más importantes. El primer premiado, en 1955, fue el mismo Sochurek, el fotógrafo de Life al que el húngaro había ido a suplir durante un mes a Indochina.
Capa murió viviendo al límite de la vida, exponiéndose al máximo para ser el que mejor retratase la crudeza de cada conflicto. Murió como un soldado, desangrándose en primera línea mientras aferraba la única arma que siempre lo había acompañado. Murió antes de haber cumplido cuarenta años, después de veinte años de carrera y cinco conflictos bélicos. Murió, para algunos, diecisiete años tarde: estaba muerto por dentro desde aquella batalla de Brunete en la que no pudo estar presente junto a Taro.
Más importante que la leyenda que supo construirse, de la agencia Magnum que fundó y del magnífico ejemplo de compromiso con su profesión que evidencia su caótica y genial trayectoria vital, lo más importante del legado de Robert Capa son, sin duda, sus fotografías.
A las 15:10 del 25 de mayo de 1954, en un ignoto campo vietnamita, murió el hombre y nació el mito.
Robert Capa fue despreocupado como fotógrafo, pero se aplicó cuidadosamente como un hombre… [A su muerte] dejó atrás un termo de coñac, algunos buenos trajes, un mundo afligido y sus fotografías, entre ellas alguno de los mejores momentos de la historia contemporánea. También dejó una leyenda, un mito para el cual no existe otra descripción que la de Capa. (John Morris, 1955)
El efecto de Capa lo podemos encontrar en todos aquellos que tuvieron trato con él. Todos conservan algo de él en sí mismos, y quizás puedan ser capaces de transmitirlo a otros hombres más jóvenes. (John Steinbeck, 1955)
Capa, el fotógrafo celebrado por sus colegas y competidores por haber tomado las mejores fotos de la Segunda Guerra Mundial en realidad no existe. Capa es una invención. Es un ser con cuerpo de hombre —bajo, tez morena, con ojos de spaniel, un labio superior cuidadosamente cínico, y una permanente expresión de buena suerte en la cara—; este hombre se hace llamar Capa y es famoso. Y sin embargo no es real. Es una invención, en todo momento y en todos los aspectos. Capa no existe. (John Hersey, 1947)
Epílogo: si alguna vez tienen la oportunidad de visitar el Museo de la Guerra de Vietnam, en Saigón (Ho Chi Minh City, Vietnam), por favor no lo duden. Este anodino edificio de hormigón en bruto, rodeado de antigua maquinaria bélica, alberga una fantástica colección de fotografías del conflicto que devastó el país durante casi una década. La última planta, la tercera, está por entero dedicada a exponer algunas de las fotografías de los mejores corresponsales —Larry Burrows, Robert Ellison, Kyoichi Sawada y Henri Huet, entre muchos otros—, que cubrieron la guerra para los medios extranjeros. En la primera sala, en la pared de la izquierda, a media altura, hay colgada una fotografía amarillenta. No pertenece a la guerra de Vietnam sino a la anterior, a la de Indochina. En ella, un grupo de soldados se recorta contra un paisaje de hierbas altas y árboles oscuros. Al fondo, un tanque. En el extremo derecho se adivina un pequeño dique, el mismo que quedaría destruido cinco minutos más tarde por la explosión de una mina.
Quizá no sea la mejor fotografía del museo. Ni siquiera de la sala. Ni de la guerra. Pero es la última que tomó el que probablemente ha sido el mejor fotógrafo bélico de la historia: Robert Capa.
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La primera vez que supe de Robert Capa fue gracias a la exposición de la maleta mexicana en Madrid. Ahora sé que me hubiese quedado mucho más tiempo ahí dentro. Conmovedor y profundo, así es este relato de Robert Capa. Es una pena que se haya dividido en cuatro partes y nos haya tenido a algunos esperando impacientemente. Enhorabuena.
Buenísimo. Vi este año una exposición de Cartier-Bresson con algunas fotos de Capa y Magnum en general, aquí, en Túnez, y es alucinante donde se metía este tío… Chapeau.
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Me pareció muy interesante el conocer la vida de Robert Capa, como le apasionaba la guerra y en sus fotos mostraba la realidad de los acontecimientos, en donde la fotografía era en ocasiones manipulada por el gobierno o por las agencias, Capa buscaba hacer una diferencia al mostrar la realidad y aunque en ocasiones tuvo que retratar la visión de la empresa editora fue reconocido por su trabajo en las situaciones bélicas mas importantes, mediante sus fotografías mostraba pasión encontrando la muerte haciendo lo que más quería, y que durante 25 años de carrera lo convirtió en el húngaro fundador de la agencia magnum, en lo personal me gustó mucho saber porque la medalla por valor fotográfico lleva su nombre .
La primera vez que Capa estuvo en el lado equivocado cubriendo las acciones de un ejército colonial no fue Indochina, esa fue la segunda. La primera fue en Israel cubriendo a un ejército colonial en contra de los palestinos.