¿Qué valor tiene toda la cultura cuando la experiencia no nos conecta con ella? (Walter Benjamin, «Experiencia y pobreza». En Obras II, 1, p. 218)
Mi primer recuerdo del Círculo de Bellas Artes es la visión de sus habitantes al otro lado del cristal, tomando café bajo la luz cálida de la madera, las grandes lámparas y la elegancia de las ideas. Viéndonos pasar como al tiempo. No en vano, el café del Círculo se empezó a conocer como «la Pecera» tres cuartos de siglo antes de que yo me quedara mirando en su interior con la mochila del colegio al hombro —concretamente a partir de 1926, cuando la institución ocupó su sede actual—. El Círculo nació mucho antes, en 1880, fundado por varios artistas para exponer, vender y comprar sus obras con mayor control y librarse de los impuestos oficiales, una motivación profundamente española. Artistas, sí, pero no los que escapaban a París con el sueño de una bohemia de buhardilla y tuberculosis; en el Círculo de la calle Alcalá, los socios podían relajarse haciendo largos en la piscina, perfeccionar su esgrima y aprender —eso sí, sin maestro— en los talleres libres de dibujo y pintura. Estos placeres burgueses, sin embargo, no fueron incompatibles con el genio del joven Picasso, que acudía a sus talleres, o con Valle Inclán removiendo el café en sus salones.
El elitismo social del primer Círculo, con entrada reservada a socios, siempre varones, y a los acompañantes previamente autorizados —para ellas el Salón de Señoritas de la quinta planta— afortunadamente es historia, pero leyendo el programa del Círculo me asalta en ocasiones la sospecha de un elitismo intelectual. Una siente el impulso de quitarse las gafas y examinar el porcentaje de pasta en la montura, temiendo no estar a la altura. Taller de pintura coreana, tocado. Arqueología de la memoria reciente. Construcción de la ciudad y el territorio en España 1986-2012, hundido. Pero a la tercera encuentro a Edward Weston, cuyas fotos forman parte de la lista de cosas que admiro sin saber de dónde salen, y por fin me lo presentan en condiciones. Y a la cuarta encuentro a Harry Callahan, que no conocía, que nunca había visto, que es maravilloso. Y World Press Photo. Y un concierto de Bach para familias. Y Saul Bass charlando con Billy Wilder en la revista del Círculo, Minerva. A estas alturas ya me he quitado las gafas. Este museo parece conciliar una legión de gustos.
Pero Juan Barja, su director, me corrige: «Es que el Círculo de Bellas Artes no es un museo, es una casa abierta, una Kuntshalle —¡rápido, traedme de nuevo las gafas!—, es decir, el único gran centro cultural que hay en España junto al CCCB (Centre de Cultura Contemporània de Barcelona), pero el CCCB depende completamente del ayuntamiento de Barcelona y tiene menos libertad». El Círculo nació como sociedad privada, pero se convirtió en fundación sin ánimo de lucro para poder sobrevivir económicamente. Sin embargo, más allá de que la Administración sea quien responde por su deuda en última instancia, es autónomo en cuanto a sus decisiones, independencia que ha convertido en una de sus señas de identidad: «Una cultura independiente crítica y actual».
Una casa abierta, no solo para quien entra, sino para quien está fuera. La cita que precede a este texto, sobre la cultura y la experiencia, es de Walter Benjamin, pero los presos del Centro Penitenciario Madrid VI también podrían haberla firmado. Los que leían por primera vez los asesinatos y sus venganzas para representarlos, tuvieron que acudir a su memoria antes que a su imaginación. Las que escribían el guión de quien dominó todo y ahora es esclava, solo necesitaban recordar el gesto endurecido de su compañera de celda para comprender qué ocurría en el corazón de su personaje. Por eso se eligió la tragedia griega para esta ambiciosa propuesta cultural que, en 2009, el Círculo de Bellas Artes llevó a la prisión. El proyecto incluía meses de trabajo y multitud de talleres que implicaran al mayor número de gente posible, para que la representación de A Troya, un montaje basado en Hécuba y Las troyanas fuera una obra colectiva. Los reclusos —también ellas— aprendieron a cantar o a tocar instrumentos para dar vida al coro, artes plásticas para construir la escenografía, fotografía, interpretación… El resultado fue inolvidable para los organizadores y para sus protagonistas.
Mi segundo recuerdo del Círculo es la mujer que yace desnuda (más tarde descubrí que no dormía), en actitud de confiado abandono, dando así una cálida bienvenida a los desconocidos que entramos a por un café. Con cara de no verla, de que no está ahí, pechos al aire, estirándose mientras nosotros colocamos el abrigo y recomponemos la expresión de Moleskine. Esto lo digo yo, claro, con el pudor que aún conservo y que en mi tardoadolescencia se multiplicaba por los años que me separaban de la media de los clientes del local. Probablemente, el resto de los compañeros de Jot Down le esparcirían sushi por encima con aire de absoluta normalidad, porque son gente de mundo.
Aún hoy, la Pecera es uno de mis lugares favoritos de Madrid. Entrar desde Marqués de Casa Riera, saludar a las escaleras monumentales, pagar el ticket —«¡Hay que pagar para entrar!» sí, pero no pasa nada, al otro lado de la calle hay un Starbucks y puedes entrar gratis, adelante— y atravesar las grandes puertas de madera con vidrieras. Siempre espero que anuncien mi nombre con bastonazo en el suelo, pero agradezco la discreción. Hola, mesas de mármol; hola, lámparas de cristal; hola, frescos del techo; hola, pechos turgentes. Estamos entre amigos. Y me siento a ver pasar Madrid desde el interior del acuario, una suerte de Ariel hipster, pero con un tono de pelo más verano de 2013. Y Madrid se refleja en la fachada, porque su autor, Antonio Palacios, diseñó el primer metro de la ciudad (algunas estaciones, sus accesos y hasta el logotipo de rombo), el Palacio de Comunicaciones, el Banco de España o el hospital de Jornaleros de Maudes.
Sentada en un despacho desde el que Madrid sigue mirándome, y con algunos títulos sesudos aún en la retina sigo preguntando a Juan Barja, esta vez sobre la distancia, para mí evidente, entre el arte contemporáneo y el público actual. La respuesta toma carrerilla: «Tiene que ver con que la gente tiene cada vez menos formación en este terreno. Hasta el siglo XVIII se enseñaba lógica y filosofía en los institutos, todo el mundo sabía leer una partitura… los que podían, claro. Las enseñanzas generalistas que se implantaron a partir del siglo XIX con unas ideas positivistas que yo no comparto han alejado a la gente de unas actividades absolutamente necesarias para pensar y para trabajar. (…) La cultura, en lugar de ser un adorno o un entretenimiento como la entienden tantos políticos incultos ahora, de todas las tendencias, es la base de nuestra sociedad. Por eso una cultura crítica e independiente es imprescindible ahora».
Pero, ya que remediar doscientos años de educación positivista es un proyecto algo ambicioso, ¿qué hace el Círculo para acercar el arte contemporáneo al público? «Estar a la altura de la cosa en sí». Un ejemplo: a la hora de plantear un proyecto sobre Walter Benjamin, rechazó desde el primer momento un recorrido biográfico, algo «como la camisa y el rizo de Larra que expuso el Ayuntamiento de Madrid por sus doscientos años». ¿Por qué importa Benjamin? Por su pensamiento. Presentemos, entonces, su pensamiento. ¿Cuál es la mejor forma de presentar su pensamiento a quien no ha leído un libro suyo? Dejar que el público pregunte a Benjamin su opinión sobre prácticamente todas las cosas, que examine de esa forma la pertinencia de su pensamiento. La cosa cosa en sí, en lugar del entretenimiento.
Como sabe cualquiera que intente escribir, conseguir que algo parezca sencillo es la tarea más compleja del mundo. El funcionamiento del atlas de Benjamin es tan intuitivo y entretenido que parece diseñado por Apple.
¿Qué opinas, Walter, sobre el hombre?
Para los hombres como son actualmente no hay sino una novedad radical, y además ésa es siempre la misma: la muerte.
Entiendo. ¿Y qué te parece, Walter, la novedad?
Perdido en las fealdades de este mundo y atrapado por las multitudes, soy un hombre causado cuyo ojo no alcanza a ver, en la hondura de los años, sino inquietudes y amarguras, viendo ante mí tan solo un huracán en el que nada nuevo se contiene, vacío de dolor y de enseñanzas.
Y cada respuesta acompañada por una imagen, porque las ideas con fotos entran. Empiezas así un viaje, como afirma Barja, que no acaba nunca.
Este parece ser el método del Círculo: una confianza total en el atractivo de la cultura y en la capacidad del público general para apreciarla. Por eso no hace falta añadir decoración, ni diluir su contenido. El esfuerzo se centra, al contrario, en que el valor de lo que se muestra sea evidente al visitante. Volviendo al montaje de A Troya en la cárcel, Juan Barja pone como ejemplo las conferencias que Alberto Bernabé, Ángel Gabilondo y Juan Ángel Vela del Campo dirigieron a los presos como parte de la preparación de la obra. Los tres recibieron instrucciones de no rebajar el nivel de sus ponencias, sino limitarse a explicar los términos especializados y las referencias que pudieran usar. Los presos acudieron, los presos entendieron, los conferenciantes encontraron un público hambriento de conocer y entender las historias que tenían entre manos.
De vuelta a la calle Alcalá, desde la Pecera subo siempre en ascensor a la terraza, para ver Madrid como el pueblo que es de buhardilla para arriba. Un pueblo crecidísimo, pero fiel a sus tejas naranjas, sus antenas desordenadas y sus azoteas con tendedero, que me dedico a envidiar serenamente cada vez que subo. Quién tuviera una azotea en la que tender bragas en el centro de la metrópoli, quién pudiera mirar cara a cara a la estatua de Minerva en zapatillas de andar por casa. O salir a fumarse un cigarro en bata mientras la gente guapa pide gintonics en la azotea del Círculo, ahora convertida en local de moda. No lo digo por mí, por supuesto, yo no fumo y jamás llevo bata. En realidad, tampoco voy a pedir gintonics a Minerva en la noche madrileña por culpa de mi SMR (Síndrome de la Madre Reciente): pudiendo dormir, ¿por qué iba a hacer otra cosa? Pero sería un buen sitio para celebrar la vuelta triunfal a la Vida Joven cuando mi hijo, por fin, se gradúe en la universidad.
En realidad, el Círculo de Bellas Artes siempre ha sabido alternar con maestría las gafas de pasta y la buena vida. El Baile de Máscaras ha sido su cita fija con la ciudad, comenzando la fiesta meses antes con los carteles históricos, el último de ellos (2013) ilustrado con una imagen de Chema Madoz. ¿Todos los años? No, durante la Guerra Civil el Círculo fue incautado y su gestión secuestrada por el régimen franquista hasta la vuelta de la democracia. Para el Círculo, esos años no forman parte de su historia: no eran ellos, mandaban otros, un centro poseído por el demonio autoritario, un fábula perfecta de lo que mata al arte. Basta un ejemplo: durante esos años, entre 1948 y 1950, el Baile de Máscaras se convirtió en el Gran Baile de Exaltación del Traje Regional. Más vanguardista y colapsa. Después, suponemos que para evitar daños mayores, se suspendieron, hasta que en 1984 la modernidad volvió reclamando lo que era suyo y dio vida una vez más a la fiesta original, en el Salón de Baile, con el carnaval reflejado en las altas molduras doradas y las lámparas de cristal.
La última vez que fui al Círculo lo hice cámara en mano y pude por fin poner nombre a la razón por la que siempre vuelvo. Estaba frente a la biblioteca de socios, buscando el ángulo para retratar los letreros modernistas que Alberto Corazón tuvo a bien diseñar cuando le encargaron la imagen de la institución. ¿Alguna vez han preguntado por el diseñador del letrero de los aseos? Yo tampoco, excepto aquí, así son de bonitos los letreros. Mi favorito, ya que preguntan, es el de Radio Círculo, una programación inesperada que la convirtió en mi emisora única cuando mis jornadas comenzaban con un glorioso atasco en la M30 —y que no cerrará por los recortes, contrariamente a los rumores y para mi alegría.
¿Pero dónde estaba? Ah, sí. Estaba frente a la biblioteca, buscando el reflejo en el metal de las letras, cuando me di cuenta de que el edificio del Círculo absorbe toda la luz de Madrid. La fachada de columnas y ventanales aspira, como hinchándose, todos los rayos que se le pongan a tiro hasta el ocaso, para después expulsarlos despacio, como quien sopla una llama intentando no extinguirla, a través de la Pecera por la calle de Alcalá.
Fotografía: Guadalupe de la Vallina
Galería completa del reportaje aquí.
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Desconocía esto como otras mil cosas de Madrid, pero me ha dejado con unas ganas de ir. Vamos que un artículo muy detallado a mi parecer y que sin duda tendré en cuenta en mi próxima visita a Madrid porque iré de cabeza.
Maravilloso viaje para los que las circunstancias nos han impedido vivir, o escapar un día y disfrutar de lugares así. Tan normales para tanta gente que vive alli y tan excepcionales para los que soñamos con que un día podamos como Lupe entrar, no diariamente, si no unas horas nada mas. Sea como fuere, gracias Lupe, me has hecho sentir por un momento que estaba ahí.